EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
DE SU SANTIDAD PABLO VI 'EVANGELII NUNTIANDI' ACERCA DE LA EVANGELIZACIÓN
EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO
AL EPISCOPADO, AL CLERO Y A LOS FIELES
DE TODA LA IGLESIA ACERCA DE LA EVANGELIZACIÓN
EN EL MUNDO CONTEMPORÁNEO
INTRODUCCIÓN
Venerables hermanos y amados hijos:
Salud y Bendición Apostólica
Compromiso evangelizador
1. El esfuerzo orientado al anuncio del Evangelio a los hombres de nuestro
tiempo, exaltados por la esperanza pero a la vez perturbados con frecuencia
por el temor y la angustia, es sin duda alguna un servicio que se presenta a
la comunidad cristiana e incluso a toda la humanidad.
De ahí que el deber de confirmar a los hermanos, que hemos recibido del
Señor al confiársenos la misión del Sucesor de Pedro (1), y que constituye
para Nos un cuidado de cada día (2), un programa de vida y de acción, a la
vez que un empeño fundamental de nuestro pontificado, ese deber, decimos,
nos parece todavía más noble y necesario cuando se trata de alentar a
nuestros hermanos en su tarea de evangelizadores, a fin de que en estos
tiempos de incertidumbre y malestar la cumplan con creciente amor, celo y
alegría.
Conmemorando tres acontecimientos
2. Esto es lo que deseamos hacer ahora, al final del Año Santo, durante el
cual la Iglesia se ha esforzado en anunciar el Evangelio a todos los hombres
(3), sin embargo otro objetivo que el de cumplir su deber de mensajera de la
Buena Nueva de Jesucristo proclamada a partir de dos consignas
fundamentales: "vestíos del hombre nuevo" (4) y "reconciliaos con Dios" (5).
Tales son nuestros propósitos en este décimo aniversario de la clausura del
Concilio Vaticano II, cuyos objetivos se resumen, en definitiva, en uno
solo: hacer a la Iglesia del Siglo XX cada vez más apta para anunciar el
Evangelio a la humanidad del siglo XX.
Nos queremos hacer ésto un año después de la III Asamblea General del Sínodo
de los Obispos —consagrada, como es bien sabido, a la evangelización—; tanto
más cuanto que esto nos lo han pedido los mismos padres sinodales. En
efecto, al final de aquella memorable Asamblea, decidieron ellos confiar al
Pastor de la Iglesia universal, con gran confianza y sencillez, el fruto de
sus trabajos, declarando que esperaban del Papa un impulso nuevo, capaz de
crear tiempos nuevos de evangelización (6) en una Iglesia todavía más
arraigada en la fuerza y poder perennes de Pentecostés.
Tema frecuente de nuestro pontificado
3. En diversas ocasiones, ya antes del Sínodo, Nos pusimos de relieve la
importancia de este tema de la evangelización. "Las condiciones de la
sociedad —decíamos al Sacro Colegio Cardenalicio del 22 de junio de 1973—
nos obligan, por tanto, a revisar métodos, a buscar por todos los medios el
modo de llevar al hombre moderno el mensaje cristiano, en el cual únicamente
podrá hallar la respuesta a sus interrogantes y la fuerza para su empeño de
solidaridad humana" (7). Y añadíamos que, para dar una respuesta válida a
las exigencias del Concilio que nos están acuciando, necesitamos
absolutamente ponernos en contacto con el patrimonio de fe que la Iglesia
tiene el deber de preservar en toda su pureza, y a la vez el deber de
presentarlo a los hombres de nuestro tiempo, con los medios a nuestro
alcance, de una manera comprensible y persuasiva.
En la línea del Sínodo de 1974
4. Esta fidelidad a un mensaje del que somos servidores, y a las personas a
las que hemos de transmitirlo intacto y vivo, es el eje central de la
evangelización. Esta plantea tres preguntas acuciantes, que el Sínodo de
1974 ha tenido constantemente presentes:
—¿Qué eficacia tiene en nuestros días la energía escondida de la Buena
Nueva, capaz de sacudir profundamente la conciencia del hombre?
—¿Hasta dónde y cómo esta fuerza evangélica puede transformar verdaderamente
al hombre de hoy?
—¿Con qué métodos hay que proclamar el Evangelio para que su poder sea
eficaz?
Estas preguntas desarrollan, en el fondo, la cuestión fundamental que la
Iglesia se propone hoy día y que podría enunciarse así: después del Concilio
y gracias al Concilio que ha constituido para ella una hora de Dios en este
ciclo de la historia, la Iglesia ¿es más o menos apta para anunciar el
Evangelio y para inserirlo en el corazón del hombre con convicción libertad
de espíritu y eficacia?
Invitación a la reflexión y exhortación
5. Todos vemos la necesidad urgente de dar a tal pregunta una respuesta,
leal, humilde, valiente, y de obrar en consecuencia.
En nuestra "preocupación por todas las Iglesias" (8), Nos quisiéramos ayudar
a nuestros hermanos e hijos a responder a estas preguntas. Ojalá que
nuestras palabras, que quisieran ser, partiendo de las riquezas del Sínodo,
una reflexión acerca de la evangelización, puedan invitar a la misma
reflexión a todo el pueblo de Dios congregado en la Iglesia, y servir de
renovado aliento a todos, especialmente a quienes "trabajan en la
predicación y en la enseñanza" (9), para que cada uno de ellos sepa
distribuir "rectamente la palabra de la verdad" (10), se dedique a la
predicación del Evangelio y desempeñe su ministerio con toda perfección.
Una exhortación en este sentido nos ha parecido de importancia capital, ya
que la presentación del mensaje evangélico no constituye para la Iglesia
algo de orden facultativo: está de por medio el deber que le incumbre, por
mandato del Señor, con vista a que los hombres crean y se salven. Sí, este
mensaje es necesario. Es único. De ningún modo podría ser reemplazado. No
admite indiferencia, ni sincretismo, ni acomodos. Representa la belleza de
la Revelación. Lleva consigo una sabiduría que no es de este mundo. Es capaz
de suscitar por sí mismo la fe, una fe que tiene su fundamento en la
potencia de Dios (11). Es la Verdad. Merece que el apóstol le dedique todo
su tiempo, todas sus energías y que, si es necesario, le consagre su propia
vida.
I. DEL CRISTO EVANGELIZADOR A LA IGLESIA EVANGELIZADORA
Testimonio y misión de Jesús
6. El testimonio que el Señor da de Sí mismo y que San Lucas ha recogido en
su Evangelio "Es preciso que anuncie también el reino de Dios en otras
ciudades" (12), tiene sin duda un gran alcance, ya que define en una sola
frase toda la misión de Jesús: "porque para esto he sido enviado" (13).
Estas palabras alcanzan todo su significado cuando se las considera a la luz
de los versículos anteriores en los que Cristo se aplica a Sí mismo las
palabras del Profeta Isaías: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me
ungió para evangelizar a los pobres" (14).
Proclamar de ciudad en ciudad, sobre todo a los más pobres, con frecuencia
los más dispuestos, el gozoso anuncio del cumplimiento de las promesas y de
la Alianza propuestas por Dios, tal es la misión para la que Jesús se
declara enviado por el Padre; todos los aspectos de su Misterio —la misma
Encarnación, los milagros, las enseñanzas, la convocación de sus discípulos,
el envío de los Doce, la cruz y la resurrección, la continuidad de su
presencia en medio de los suyos— forman parte de su actividad
evangelizadora.
Jesús primer evangelizador
7. Durante el Sínodo, los obispos han recordado con frecuencia esta verdad:
Jesús mismo, Evangelio de Dios (15), ha sido el primero y el más grande
evangelizador. Lo ha sido hasta el final, hasta la perfección, hasta el
sacrificio de su existencia terrena.
Evangelizar: ¿Qué significado ha tenido esta palabra para Cristo?
Ciertamente no es fácil expresar en una síntesis completa el sentido, el
contenido, las formas de evangelización tal como Jesús lo concibió y lo puso
en práctica. Por otra parte, esta síntesis nunca podrá ser concluida.
Bástenos, aquí recordar algunos aspectos esenciales.
El anuncio del reino de Dios
8. Cristo, en cuanto evangelizador, anuncia ante todo un reino, el reino de
Dios, tan importante que, en relación a él, todo se convierte en "lo demás",
que es dado por añadidura (16). Solamente el reino es pues absoluto y todo
el resto es relativo. El Señor se complacerá en describir de muy diversas
maneras la dicha de pertenecer a ese reino, una dicha paradójica hecha de
cosas que el mundo rechaza (17), las exigencias del reino y su carta magna
(18), los heraldos del reino (19), los misterios del mismo (20), sus hijos
(21), la vigilancia y fidelidad requeridas a quien espera su llegada
definitiva (22).
El anuncio de la salvación liberadora
9. Como núcleo y centro de su Buena Nueva, Jesús anuncia la salvación, ese
gran don de Dios que es liberación de todo lo que oprime al hombre, pero que
es sobre todo liberación del pecado y del maligno, dentro de la alegría de
conocer a Dios y de ser conocido por El, de verlo, de entregarse a El. Todo
esto tiene su arranque durante la vida de Cristo, y se logra de manea
definitiva por su muerte y resurrección; pero debe ser continuado
pacientemente a través de la historia hasta ser plenamente realizado el día
de la venida final del mismo Cristo, cosa que nadie sabe cuándo tendrá
lugar, a excepción del Padre (23).
A costa de grandes sacrificios
10. Este reino y esta salvación —palabras clave en la evangelización de
Jesucristo— pueden ser recibidos por todo hombre, como gracia y
misericordia; pero a la vez cada uno debe conquistarlos con la fuerza, "el
reino de los cielos está en tensión y los esforzados lo arrebatan", dice el
Señor (24), con la fatiga y el sufrimiento, con una vida conforme al
Evangelio, con la renuncia y la cruz, con el espíritu de las
bienaventuranzas. Pero, ante todo, cada uno los consigue mediante un total
cambio interior, que el Evangelio designa con el nombre de metánoia, una
conversión radical, una transformación profunda de la mente y del corazón
(25).
Predicación infatigable
11. Cristo llevó a cabo esta proclamación del reino de Dios, mediante la
predicación infatigable de una palabra, de la que se dirá que no admite
parangón con ninguna otra: "¿Qué es esto? Una doctrina nueva y revestida de
autoridad" (26); "Todos le aprobaron, maravillados de las palabras llenas de
gracia, que salían de su boca..." (27); "Jamás hombre alguno habló como
éste" (28). Sus palabras desvelan el secreto de Dios, su designio y su
promesa, y por eso cambian el corazón del hombre y su destino.
Signos evangélicos
12. Pero El realiza también esta proclamación de la salvación por medio de
innumerables signos que provocan estupor en las muchedumbres y que al mismo
tiempo las arrastran hacia El para verlo, escucharlo y dejarse transformar
por El: enfermos curados, agua convertida en vino, pan multiplicado, muertos
que vuelven a la vida y, sobre todo, su propia resurrección. Y al centro de
todo, el signo al que El atribuye una gran importancia: los pequeños, los
pobres son evangelizados, se convierten en discípulos suyos, se reúnen "en
su nombre" en la gran comunidad de los que creen en El. Porque el Jesús que
declara: "Es preciso que anuncie también el reino de Dios en otras ciudades,
porque para eso he sido enviado" (29), es el mismo Jesús de quien Juan el
Evangelista decía que había venido y debía morir "para reunir en uno todos
los hijos de Dios, que están dispersos" (30).
Así termina su revelación,
completándola y confirmándola, con la manifestación hecha de Sí mismo, con
palabras y obras, con señales y milagros, y de manera particular con su
muerte, su resurrección y el envío del Espíritu de Verdad (31).
Hacia una comunidad evangelizada y evangelizadora
13. Quienes acogen con sinceridad la Buena Nueva, mediante tal acogida y la
participación en la fe, se reúnen pues en el nombre de Jesús para buscar
juntos el reino, construirlo, vivirlo. Ellos constituyen una comunidad que
es a la vez evangelizadora. La orden dada a los Doce: "Id y proclamad la
Buena Nueva", vale también, aunque de manera diversa, para todos los
cristianos. Por esto Pedro los define "pueblo adquirido para pregonar las
excelencias del que os llamó de la tinieblas a su luz admirable" (32). Estas
son las maravillas que cada uno ha podido escuchar en su propia lengua (33).
Por lo demás, la Buena Nueva del reino que llega y que ya ha comenzado, es
para todos los hombres de todos los tiempos. Aquellos que ya la han recibido
y que están reunidos en la comunidad de salvación, pueden y deben
comunicarla y difundirla.
La evangelización, vocación propia de la Iglesia
14. La Iglesia lo sabe. Ella tiene viva conciencia de que las palabras del
Salvador: "Es preciso que anuncie también el reino de Dios en otras
ciudades" (34), se aplican con toda verdad a ella misma. Y por su parte ella
añade de buen grado, siguiendo a San Pablo: "Porque, si evangelizo, no es
para mí motivo de gloria, sino que se me impone como necesidad. ¡Ay de mí,
si no evangelizara!" (35). Con gran gozo y consuelo hemos escuchado Nos, al
final de la Asamblea de octubre de 1974, estas palabras luminosas: "Nosotros
queremos confirmar una vez más que la tarea de la evangelización de todos
los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia" (36); una tarea y
misión que los cambios amplios y profundos de la sociedad actual hacen cada
vez más urgentes. Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación
propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para
evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la
gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de
Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa.
Vínculos recíprocos entre la Iglesia y la evangelización
15. Quien lee en el Nuevo Testamento los orígenes de la Iglesia y sigue paso
a paso su historia, quien la ve vivir y actuar, se da cuenta de que ella
está vinculada a la evangelización de la manera más íntima:
-—La Iglesia nace de la acción evangelizadora de Jesús y de los Doce. Es un
fruto normal, deseado, el más inmediato y el más visible "Id pues, enseñad a
todas las gentes" (37). "Ellos recibieron la gracia y se bautizaron, siendo
incorporadas (a la Iglesia) aquel día unas tres mil personas... Cada día el
Señor iba incorporando a los que habían de ser salvos" (38).
—Nacida, por consiguiente, de la misión de Jesucristo, la Iglesia es a su
vez enviada por El. La Iglesia permanece en el mundo hasta que el Señor de
la gloria vuelva al Padre. Permanece como un signo, opaco y luminoso al
mismo tiempo, de una nueva presencia de Jesucristo, de su partida y de su
permanencia. Ella lo prolonga y lo continúa. Ahora bien, es ante todo su
misión y su condición de evangelizador lo que ella está llamada a continuar
(39). Porque la comunidad de los cristianos no está nunca cerrada en sí
misma.
En ella, la vida íntima —la vida de oración, la escucha de la Palabra y de
las enseñanzas de los Apóstoles, la caridad fraterna vivida, el pan
compartido (40)— no tiene pleno sentido más que cuando se convierte en
testimonio, provoca la admiración y la conversión, se hace predicación y
anuncio de la Buena Nueva. Es así como la Iglesia recibe la misión de
evangelizar y como la actividad de cada miembro constituye algo importante
para el conjunto.
—Evangelizadora, la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma. Comunidad
de creyentes, comunidad de esperanza vivida y comunicada, comunidad de amor
fraterno, tiene necesidad de escuchar sin cesar lo que debe creer, las
razones para esperar, el mandamiento nuevo del amor. Pueblo de Dios inmenso
en el mundo y, con frecuencia, tentado por los ídolos, necesita saber
proclamar "las grandezas de Dios" (41), que la han convertido al Señor, y
ser nuevamente convocada y reunida por El. En una palabra, esto quiere decir
que la Iglesia siempre tiene necesidad de ser evangelizada, si quiere
conservar su frescor, su impulso y su fuerza para anunciar el Evangelio. El
Concilio Vaticano II ha recordado (42), y el Sínodo de 1974 ha vuelto a
tocar insistentemente este tema de la Iglesia que se evangeliza a través de
una conversión y una renovación constante, para evangelizar al mundo de
manera creíble.
—La Iglesia es depositaria de la Buena Nueva que debe ser anunciada. Las
promesas de la Nueva Alianza en Cristo, las enseñanzas del Señor y de los
Apóstoles, la Palabra de vida, las fuentes de la gracia y de la benignidad
divina, el camino de salvación, todo esto le ha sido confiado. Es ni más ni
menos que el contenido del Evangelio y, por consiguiente, de la
evangelización que ella conserva como un depósito viviente y precioso, no
para tenerlo escondido, sino para comunicarlo.
—Enviada y evangelizada, la Iglesia misma envía a los evangelizadores. Ella
pone en su boca la Palabra que salva, les explica el mensaje del que ella
misma es depositaria, les da el mandato que ella misma ha recibido y les
envía a predicar. A predicar no a sí mismos o sus ideas personales (43),
sino un Evangelio del que ni ellos ni ella son dueños y propietarios
absolutos para disponer de él a su gusto, sino ministros para transmitirlo
con suma fidelidad.
La Iglesia, inseparable de Cristo
16. Existe, por tanto, un nexo íntimo entre Cristo, la Iglesia y la
evangelización. Mientras dure este tiempo de la Iglesia, es ella la que
tiene a su cargo la tarea de evangelizar. Una tarea que no se cumple sin
ella, ni mucho menos contra ella.
En verdad, es conveniente recordar esto en un momento como el actual, en que
no sin dolor podemos encontrar personas, que queremos juzgar bien
intencionadas pero que en realidad están desorientadas en su espíritu, las
cuales van repitiendo que su aspiración es amar a Cristo pero sin la
Iglesia, escuchar a Cristo pero no a la Iglesia, estar en Cristo pero al
margen de la Iglesia. Lo absurdo de esta dicotomía se muestra con toda
claridad en estas palabras del Evangelio: "el que a vosotros desecha, a mí
me desecha" (44). ¿Cómo va a ser posible amar a Cristo sin amar a la
Iglesia, siendo así que el más hermoso testimonio dado en favor de Cristo es
el de San Pablo: "amó a la Iglesia y se entregó por ella"? (45)
II. ¿QUÉ ES EVANGELIZAR?
Complejidad de la acción evangelizadora
17. En la acción evangelizadora de la Iglesia, entran a formar parte
ciertamente algunos elementos y aspectos que hay que tener presentes.
Algunos revisten tal importancia que se tiene la tendencia a identificarlos
simplemente con la evangelización. De ahí que se haya podido definir la
evangelización en términos de anuncio de Cristo a aquellos que lo ignoran,
de predicación, de catequesis, de bautismo y de administración de los otros
sacramentos.
Ninguna definición parcial y fragmentaria refleja la realidad rica, compleja
y dinámica que comporta la evangelización, si no es con el riesgo de
empobrecerla e incluso mutilarla. Resulta imposible comprenderla si no se
trata de abarcar de golpe todos sus elementos esenciales.
Estos elementos insistentemente subrayados a lo largo del reciente Sínodo
siguen siendo profundizados con frecuencia, en nuestros días, bajo la
influencia del trabajo sinodal. Nos alegramos de que, en el fondo, sean
situados en la misma línea de los que nos ha transmitido el Concilio
Vaticano II, sobre todo en Lumen gentium, Gaudium et spes, Ad gentes.
Renovación de la humanidad...
18. Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los
ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro,
renovar a la misma humanidad: "He aquí que hago nuevas todas las cosas"
(46). Pero la verdad es que no hay humanidad nueva si no hay en primer lugar
hombres nuevos con la novedad del bautismo (47) y de la vida según el
Evangelio (48). La finalidad de la evangelización es por consiguiente este
cambio interior y, si hubiera que resumirlo en una palabra, lo mejor sería
decir que la Iglesia evangeliza cuando, por la sola fuerza divina del
Mensaje que proclama (49), trata de convertir al mismo tiempo la conciencia
personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están
comprometidos, su vida y ambiente concretos.
... y de sectores de la humanidad
19. Sectores de la humanidad que se transforman: para la Iglesia no se trata
solamente de predicar el Evangelio en zonas geográficas cada vez más vastas
o poblaciones cada vez más numerosas, sino de alcanzar y transformar con la
fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los
puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los
modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la palabra de
Dios y con el designio de salvación.
Evangelización de las culturas
20. Posiblemente, podríamos expresar todo esto diciendo: lo que importa es
evangelizar —no de una manera decorativa, como un barniz superficial, sino
de manera vital, en profundidad y hasta sus mismas raíces— la cultura y las
culturas del hombre en el sentido rico y amplio que tienen sus términos en
la Gaudium et spes (50), tomando siempre como punto de partida la persona y
teniendo siempre presentes las relaciones de las personas entre sí y con
Dios.
El Evangelio y, por consiguiente, la evangelización no se identifican
ciertamente con la cultura y son independientes con respecto a todas las
culturas. Sin embargo, el reino que anuncia el Evangelio es vivido por
hombres profundamente vinculados a una cultura, y la construcción del reino
no puede por menos de tomar los elementos de la cultura y de las culturas
humanas. Independientes con respecto a las culturas, Evangelio y
evangelización no son necesariamente incompatibles con ellas, sino capaces
de impregnarlas a todas sin someterse a ninguna.
La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro
tiempo, como lo fue también en otras épocas. De ahí que hay que hacer todos
los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la cultura, o más
exactamente de las culturas. Estas deben ser regeneradas por el encuentro
con la Buena Nueva. Pero este encuentro no se llevará a cabo si la Buena
Nueva no es proclamada.
Importancia primordial del testimonio
21. La Buena Nueva debe ser proclamada en primer lugar, mediante el
testimonio.
Supongamos un cristiano o un grupo de cristianos que, dentro de la comunidad
humana donde viven, manifiestan su capacidad de comprensión y de aceptación,
su comunión de vida y de destino con los demás, su solidaridad en los
esfuerzos de todos en cuanto existe de noble y bueno. Supongamos además que
irradian de manera sencilla y espontánea su fe en los valores que van más
allá de los valores corrientes, y su esperanza en algo que no se ve ni
osarían soñar. A través de este testimonio sin palabras, estos cristianos
hacen plantearse, a quienes contemplan su vida, interrogantes irresistibles:
¿Por qué son así? ¿Por qué viven de esa manera? ¿Qué es o quién es el que
los inspira? ¿Por qué están con nosotros?
Pues bien, este testimonio
constituye ya de por sí una proclamación silenciosa, pero también muy clara
y eficaz, de la Buena Nueva. Hay en ello un gesto inicial de evangelización.
Son posiblemente las primeras preguntas que se plantearán muchos no
cristianos, bien se trate de personas a las que Cristo no había sido nunca
anunciado, de bautizados no practicantes, de gentes que viven en una
sociedad cristiana pero según principios no cristianos, bien se trate de
gentes que buscan, no sin sufrimiento, algo o a Alguien que ellos adivinan
pero sin poder darle un nombre. Surgirán otros interrogantes, más profundos
y más comprometedores, provocados por este testimonio que comporta
presencia, participación, solidaridad y que es un elemento esencial, en
general al primero absolutamente en la evangelización (51).
Todos los cristianos están llamados a este testimonio y, en este sentido,
pueden ser verdaderos evangelizadores. Se nos ocurre pensar especialmente en
la responsabilidad que recae sobre los emigrantes en los países que los
reciben.
Necesidad de un anuncio explícito
22. Y, sin embargo, esto sigue siendo insuficiente, pues el más hermoso
testimonio se revelará a la larga impotente si no es esclarecido,
justificado —lo que Pedro llamaba dar "razón de vuestra esperanza" (52)—,
explicitado por un anuncio claro e inequívoco del Señor Jesús. La Buena
Nueva proclamada por el testimonio de vida deberá ser pues, tarde o
temprano, proclamada por la palabra de vida. No hay evangelización
verdadera, mientras no se anuncie el nombre, la doctrina, la vida, las
promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret Hijo de Dios.
La historia de la Iglesia, a partir del discurso de Pedro en la mañana de
Pentecostés, se entremezcla y se confunde con la historia de este anuncio.
En cada nueva etapa de la historia humana, la Iglesia, impulsada
continuamente por el deseo de evangelizar, no tiene más que una
preocupación: ¿a quién enviar para anunciar este misterio? ¿Cómo lograr que
resuene y llegue a todos aquellos que lo deben escuchar? Este anuncio
—kerygma, predicación o catequesis— adquiere un puesto tan importante en la
evangelización que con frecuencia es en realidad sinónimo. Sin embargo, no
pasa de ser un aspecto.
Hacia una adhesión vital y comunitaria
23. Efectivamente, el anuncio no adquiere toda su dimensión más que cuando
es escuchado, aceptado, asimilado y cuando hace nacer en quien lo ha
recibido una adhesión de corazón. Adhesión a las verdades que en su
misericordia el Señor ha revelado, es cierto. Pero, más aún, adhesión al
programa de vida —vida en realidad ya transformada— que él propone. En una
palabra, adhesión al reino, es decir, al "mundo nuevo", al nuevo estado de
cosas, a la nueva manera de ser, de vivir juntos, que inaugura el Evangelio.
Tal adhesión, que no puede quedarse en algo abstracto y desencarnado, se
revela concretamente por medio de una entrada visible, en una comunidad de
fieles. Así pues, aquellos cuya vida se ha transformado entran en una
comunidad que es en sí misma signo de la transformación, signo de la novedad
de vida: la Iglesia, sacramento visible de la salvación (53). Pero a su vez,
la entrada en la comunidad eclesial se expresará a través de muchos otros
signos que prolongan y despliegan el signo de la Iglesia. En el dinamismo de
la evangelización, aquel que acoge el Evangelio como Palabra que salva (54),
lo traduce normalmente en estos gestos sacramentales: adhesión a la Iglesia,
acogida de los sacramentos que manifiestan y sostienen esta adhesión, por la
gracia que confieren.
Impulso nuevo al apostolado
24. Finalmente, el que ha sido evangelizado evangeliza a su vez. He ahí la
prueba de la verdad, la piedra de toque de la evangelización: es impensable
que un hombre haya acogido la Palabra y se haya entregado al reino sin
convertirse en alguien que a su vez da testimonio y anuncia.
Al terminar estas consideraciones sobre el sentido de la evangelización, se
debe formular una última observación que creemos esclarecedora para las
reflexiones siguientes.
La evangelización, hemos dicho, es un paso complejo, con elementos variados:
renovación de la humanidad, testimonio, anuncio explícito, adhesión del
corazón, entrada en la comunidad, acogida de los signos, iniciativas de
apostolado. Estos elementos pueden parecer contrastantes, incluso
exclusivos. En realidad son complementarios y mutuamente enriquecedores. Hay
que ver siempre cada uno de ellos integrado con los otros. El mérito del
reciente Sínodo ha sido el habernos invitado constantemente a componer estos
elementos, más bien que oponerlos entre sí, para tener la plena comprensión
de la actividad evangelizadora de la Iglesia.
En esta visión global lo que queremos ahora exponer, examinando el contenido
de la evangelización, los medios de evangelizar, precisando a quién se
dirige el anuncio evangélico y quién tiene hoy el encargo de hacerlo.
III. CONTENIDO DE LA EVANGELIZACIÓN
Contenido esencial y elementos secundarios
25. En el mensaje que anuncia la Iglesia hay ciertamente muchos elementos
secundarios, cuya presentación depende en gran parte de los cambios de
circunstancias. Tales elementos cambian también. Pero hay un contenido
esencial, una substancia viva, que no se puede modificar ni pasar por alto
sin desnaturalizar gravemente la evangelización misma.
Un testimonio al amor del Padre
26. No es superfluo recordarlo: evangelizar es, ante todo, dar testimonio,
de una manera sencilla y directa, de Dios revelado por Jesucristo mediante
el Espíritu Santo. Testimoniar que ha amado al mundo en su Verbo Encarnado,
ha dado a todas las cosas el ser y ha llamado a los hombres a la vida
eterna. Para muchos, es posible que este testimonio de Dios desconocido
(55), a quien adoran sin darle un nombre concreto, o al que buscar por
sentir una llamada secreta en el corazón, al experimentar la vacuidad de
todos los ídolos. Pero este testimonio resulta plenamente evangelizador
cuando pone de manifiesto que para el hombre el Creador no es un poder
anónimo y lejano: es Padre. "Nosotros somos llamados hijos de Dios, y en
verdad lo somos" (56) y, por tanto, somos hermanos los unos de los otros, en
Dios.
Centro del mensaje: la salvación en Jesucristo
27. La evangelización también debe contener siempre —como base, centro y a
la vez culmen de su dinamismo— una clara proclamación de que en Jesucristo,
Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado, se ofrece la salvación a
todos los hombres, como don de la gracia y de la misericordia de Dios (57).
No una salvación puramente inmanente, a medida de las necesidades materiales
o incluso espirituales que se agotan en el cuadro de la existencia temporal
y se identifican totalmente con los deseos, las esperanzas, los asuntos y
las luchas temporales, sino una salvación que desborda todos estos límites
para realizarse en una comunión con el único Absoluto Dios, salvación
trascendente, escatológica, que comienza ciertamente en esta vida, pero que
tiene su cumplimiento en la eternidad.
Bajo el signo de la esperanza
28. Por consiguiente, la evangelización no puede por menos de incluir el
anuncio profético de un más allá, vocación profunda y definitiva del hombre,
en continuidad y discontinuidad a la vez con la situación presente: más allá
del tiempo y de la historia, más allá de la realidad de ese mundo, cuya
dimensión oculta se manifestará un día; más allá del hombre mismo, cuyo
verdadero destino no se agota en su dimensión temporal sino que nos será
revelado en la vida futura (58). La evangelización comprende además la
predicación de la esperanza en las promesas hechas por Dios mediante la
nueva alianza en Jesucristo; la predicación del amor de Dios para con
nosotros y de nuestro amor hacia Dios, la predicación del amor fraterno para
con todos los hombres —capacidad de donación y de perdón, de renuncia, de
ayuda al hermano— que por descender del amor de Dios, es el núcleo del
Evangelio; la predicación del misterio del mal y de la búsqueda activa del
bien. Predicación, asimismo, y ésta se hace cada vez más urgente, de la
búsqueda del mismo Dios a través de la oración, sobre todo de adoración y de
acción de gracias, y también a través de la comunión con ese signo visible
del encuentro con Dios que es la Iglesia de Jesucristo; comunión que a su
vez se expresa mediante la participación en esos otros signos de Cristo,
viviente y operante en la Iglesia, que son los sacramentos. Vivir de tal
suerte los sacramentos hasta conseguir en su celebración una verdadera
plenitud, no es, como algunos pretenden, poner un obstáculo o aceptar una
desviación de la evangelización: es darle toda su integridad. Porque la
totalidad de la evangelización, aparte de la predicación del mensaje,
consiste en implantar la Iglesia, la cual no existe sin este respiro de la
vida sacramental culminante en la Eucaristía (59).
Un mensaje que afecta a toda la vida
29. La evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la
interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el
Evangelio y la vida concreta, personal y social, del hombre. Precisamente
por esto la evangelización lleva consigo un mensaje explícito, adaptado a
las diversas situaciones y constantemente actualizado, sobre los derechos y
deberes de toda persona humana, sobre la vida familiar sin la cual apenas es
posible el progreso personal (60), sobre la vida comunitaria de la sociedad,
sobre la vida internacional, la paz, la justicia, el desarrollo; un mensaje,
especialmente vigoroso en nuestros días, sobre la liberación.
Un mensaje de liberación
30. Es bien sabido en qué términos hablaron durante el reciente Sínodo
numerosos obispos de todos los continentes y, sobre todo, los obispos del
Tercer Mundo, con un acento pastoral en el que vibraban las voces de
millones de hijos de la Iglesia que forman tales pueblos. Pueblos, ya lo
sabemos, empeñados con todas sus energías en el esfuerzo y en la lucha por
superar todo aquello que los condena a quedar al margen de la vida: hambres,
enfermedades crónicas, analfabetismo, depauperación, injusticia en las
relaciones internacionales y, especialmente, en los intercambios
comerciales, situaciones de neocolonialismo económico y cultural, a veces
tan cruel como el político, etc. La Iglesia, repiten los obispos, tiene el
deber de anunciar la liberación de millones de seres humanos, entre los
cuales hay muchos hijos suyos; el deber de ayudar a que nazca esta
liberación, de dar testimonio de la misma, de hacer que sea total. Todo esto
no es extraño a la evangelización.
En conexión necesaria con la promoción humana
31. Entre evangelización y promoción humana (desarrollo, liberación) existen
efectivamente lazos muy fuertes. Vínculos de orden antropológico, porque el
hombre que hay que evangelizar no es un ser abstracto, sino un ser sujeto a
los problemas sociales y económicos. Lazos de orden teológico, ya que no se
puede disociar el plan de la creación del plan de la redención que llega
hasta situaciones muy concretas de injusticia, a la que hay que combatir y
de justicia que hay que restaurar. Vínculos de orden eminentemente
evangélico como es el de la caridad: en efecto, ¿cómo proclamar el
mandamiento nuevo sin promover, mediante la justicia y la paz, el verdadero,
el auténtico crecimiento del hombre? Nos mismos lo indicamos, al recordar
que no es posible aceptar "que la obra de evangelización pueda o deba
olvidar las cuestiones extremadamente graves, tan agitadas hoy día, que
atañen a la justicia, a la liberación, al desarrollo y a la paz en el mundo.
Si esto ocurriera, sería ignorar la doctrina del Evangelio acerca del amor
hacia el prójimo que sufre o padece necesidad" (61).
Pues bien, las mismas voces que con celo, inteligencia y valentía abordaron
durante el Sínodo este tema acuciante, adelantaron, con gran complacencia
por nuestra parte, los principios iluminadores para comprender mejor la
importancia y el sentido profundo de la liberación tal y como la ha
anunciado y realizado Jesús de Nazaret y la predica la Iglesia.
Sin reducciones ni ambigüedades
32. No hay por qué ocultar, en efecto, que muchos cristianos generosos,
sensibles a las cuestiones dramáticas que lleva consigo el problema de la
liberación, al querer comprometer a la Iglesia en el esfuerzo de liberación
han sentido con frecuencia la tentación de reducir su misión a las
dimensiones de un proyecto puramente temporal; de reducir sus objetivos, a
una perspectiva antropocéntrica; la salvación, de la cual ella es mensajera
y sacramento, a un bienestar material; su actividad —olvidando toda
preocupación espiritual y religiosa— a iniciativas de orden político o
social. Si esto fuera así, la Iglesia perdería su significación más
profunda. Su mensaje de liberación no tendría ninguna originalidad y se
prestaría a ser acaparado y manipulado por los sistemas ideológicos y los
partidos políticos. No tendría autoridad para anunciar, de parte de Dios, la
liberación. Por eso quisimos subrayar en la misma alocución de la apertur
del Sínodo "la necesidad de reafirmar claramente la finalidad
específicamente religiosa de la evangelización. Esta última perdería su
razón de ser si se desviara del eje religioso que la dirige: ante todo el
reino de Dios, en su sentido plenamente teológico" (62).
La liberación evangélica...
33. Acerca de la liberación que la evangelización anuncia y se esfuerza por
poner en práctica, más bien hay que decir:
—no puede reducirse a la simple y estrecha dimensión económica, política,
social o cultural, sino que debe abarcar al hombre entero, en todas sus
dimensiones, incluida su apertura al Absoluto, que es Dios;
—va por tanto unida a una cierta concepción del hombre, a un antropología
que no puede nunca sacrificarse a las exigencias de una estrategia
cualquiera, de una praxis o de un éxito a corto plazo.
... centrada en el reino de Dios...
34. Por eso, al predicar la liberación y al asociarse a aquellos que actúan
y sufren por ella, la Iglesia no admite el circunscribir su misión al solo
terreno religioso, desinteresándose de los problemas temporales del hombre;
sino que reafirma la primacía de su vocación espiritual, rechaza la
substitución del anuncio del reino por la proclamación de las liberaciones
humanas, y proclama también que su contribución a la liberación no sería
completa si descuidara anunciar la salvación en Jesucristo.
... en una visión evangélica del hombre...
35. La Iglesia asocia, pero no identifica nunca, liberación humana y
salvación en Jesucristo, porque sabe por revelación, por experiencia
histórica y por reflexión de fe, que no toda noción de liberación es
necesariamente coherente y compatible con una visión evangélica del hombre,
de las cosas y de los acontecimientos; que no es suficiente instaurar la
liberación, crear el bienestar y el desarrollo para que llegue el reino de
Dios.
Es más, la Iglesia está plenamente convencida de que toda liberación
temporal, toda liberación política —por más que ésta se esfuerce en
encontrar su justificación en tal o cual página del Antiguo o del Nuevo
Testamento; por más que acuda, para sus postulados ideológicos y sus normas
de acción, a la autoridad de los datos y conclusiones teológicas; por más
que pretenda ser la teología de hoy— lleva dentro de sí misma el germen de
su propia negación y decae del ideal que ella misma se propone, desde el
momento en que sus motivaciones profundas no son las de la justicia en la
caridad, la fuerza interior que la mueve no entraña una dimensión
verdaderamente espiritual y su objetivo final no es la salvación y la
felicidad en Dios.
... que exige una necesaria conversión
36. La Iglesia considera ciertamente importante y urgente la edificación de
estructuras más humanas, más justas, más respetuosas de los derechos de la
persona, menos opresivas y menos avasalladoras; pero es consciente de que
aun las mejores estructuras, los sistemas más idealizados se convierten
pronto en inhumanos si las inclinaciones inhumanas del hombre no son
saneadas si no hay una conversión de corazón y de mente por parte de quienes
viven en esas estructuras o las rigen.
Exclusión de la violencia
37. La Iglesia no puede aceptar la violencia, sobre todo la fuerza de las
armas —incontrolable cuando se desata— ni la muerte de quienquiera que sea,
como camino de liberación, porque sabe que la violencia engendra
inexorablemente nuevas formas de opresión y de esclavitud, a veces más
graves que aquellas de las que se pretende liberar. "Os exhortamos —decíamos
ya durante nuestro viaje a Colombia— a no poner vuestra confianza en la
violencia ni en la revolución; esta actitud es contraria al espíritu
cristiano e incluso puede retardar, en vez de favorecer, la elevación social
a la que legítimamente aspiráis" (63). "Debemos decir y reafirmar que la
violencia no es ni cristiana ni evangélica, y que los cambios bruscos o
violentos de las estructuras serán engañosos, ineficaces en sí mismos y
ciertamente no conformes con la dignidad del pueblo" (64).
Contribución específica de la Iglesia
38. Dicho esto, nos alegramos de que la Iglesia tome una conciencia cada vez
más viva de la propia forma, esencialmente evangélica, de colaborar a la
liberación de los hombres. Y ¿qué hace? Trata de suscitar cada vez más
numerosos cristianos que se dediquen a la liberación de los demás. A estos
cristianos "liberadores" les da una inspiración de fe, una motivación de
amor fraterno, una doctrina social a la que el verdadero cristiano no sólo
debe prestar atención, sino que debe ponerla como base de su prudencia y de
su experiencia para traducirla concretamente en categorías de acción, de
participación y de compromiso. Todo ello, sin que se confunda con actitudes
tácticas ni con el servicio a un sistema político, debe caracterizar la
acción del cristiano comprometido. La Iglesia se esfuerza por inserir
siempre la lucha cristiana por la liberación en el designio global de
salvación que ella misma anuncia.
Todo lo que acabamos de recordar aquí se trató más de una vez en los debates
del Sínodo. También Nos quisimos consagrar a este tema algunas palabras de
esclarecimiento en la alocución que dirigimos a los padres al final de la
Asamblea (65).
Esperamos que todas estas consideraciones puedan ayudar a evitar la
ambigüedad que reviste frecuentemente la palabra "liberación" en las
ideologías, los sistemas o los grupos políticos. La liberación que proclama
y prepara la evangelización es la que Cristo mismo ha anunciado y dado al
hombre con su sacrificio.
Libertad religiosa
39. De esta justa liberación, vinculada a la evangelización, que trata de
lograr estructuras que salvaguarden la libertad humana, no se puede separar
la necesidad de asegurar todos los derechos fundamentales del hombre, entre
los cuales la libertad religiosa ocupa un puesto de primera importancia.
Recientemente hemos hablado acerca de la actualidad de un importante aspecto
de esta cuestión, poniendo de relieve como "muchos cristianos, todavía hoy,
precisamente porque son cristianos o católicos, viven sofocados por una
sistemática opresión. El drama de la fidelidad a Cristo y de la libertad de
religión, si bien paliado por declaraciones categóricas en favor de los
derechos de la persona y de la sociabilidad humana, continúa" (66).
IV. MEDIOS DE EVANGELIZACIÓN
A la búsqueda de los medios adecuados
40. La evidente importancia del contenido no debe hacer olvidar la
importancia de los métodos y medios de la evangelización.
Este problema de cómo evangelizar es siempre actual, porque las maneras de
evangelizar cambian según las diversas circunstancias de tiempo, lugar,
cultura; por eso plantean casi un desafío a nuestra capacidad de descubrir y
adaptar.
A nosotros, Pastores de la Iglesia, incumbe especialmente el deber de
descubrir con audacia y prudencia, conservando la fidelidad al contenido,
las formas más adecuadas y eficaces de comunicar el mensaje evangélico a los
hombres de nuestro tiempo.
Bástenos aquí recordar algunos sistemas de evangelización, que por un motivo
u otro, tienen una importancia fundamental.
El testimonio de vida
41. Ante todo, y sin necesidad de repetir lo que ya hemos recordado antes,
hay que subrayar esto: para la Iglesia el primer medio de evangelización
consiste en un testimonio de vida auténticamente cristiana, entregada a Dios
en una comunión que nada debe interrumpir y a la vez consagrada igualmente
al prójimo con un celo sin límites. "El hombre contemporáneo escucha más a
gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan —decíamos recientemente
a un grupo de seglares—, o si escuchan a los que enseñan, es porque dan
testimonio" (67). San Pedro lo expresaba bien cuando exhortaba a una vida
pura y respetuosa, para que si alguno se muestra rebelde a la palabra, sea
ganado por la conducta (68). Será sobre todo mediante su conducta, mediante
su vida, como la Iglesia evangelizará al mundo, es decir, mediante un
testimonio vivido de fidelidad a Jesucristo, de pobreza y desapego de los
bienes materiales, de libertad frente a los poderes del mundo, en una
palabra de santidad.
Una predicación viva
42. No es superfluo subrayar a continuación la importancia y necesidad de la
predicación: "Pero ¿cómo invocarán a Aquel en quien no han creído? Y, ¿cómo
creerán sin haber oído de El? Y ¿cómo oirán si nadie les predica?... Luego,
la fe viene de la audición, y la audición, por la palabra de Cristo" (69).
Esta ley enunciada un día por San Pablo conserva hoy todo su vigor.
Sí, es siempre indispensable la predicación, la proclamación verbal de un
mensaje. Sabemos bien que el hombre moderno, hastiado de discursos, se
muestra con frecuencia cansado de escuchar y, lo que es peor, inmunizado
contra las palabras. Conocemos también las ideas de numerosos psicólogos y
sociólogos, que afirman que el hombre moderno ha rebasado la civilización de
la palabra, ineficaz e inútil en estos tiempos, para vivir hoy en la
civilización de la imagen. Estos hechos deberían ciertamente impulsarnos a
utilizar, en la transmisión del mensaje evangélico, los medios modernos
puestos a disposición por esta civilización.
Es verdad que se han realizado
esfuerzos muy válidos en este campo. Nos no podemos menos de alabarlos y
alentarlos, a fin de que se desarrollen todavía más. El tedio que provocan
hoy tantos discursos vacíos, y la actualidad de muchas otras formas de
comunicación, no deben sin embargo disminuir el valor permanente de la
palabra, ni hacer prender la confianza en ella. La palabra permanece siempre
actual, sobre todo cuando va acompañada del poder de Dios (70). Por esto
conserva también su actualidad el axioma de San Pablo: "la fe viene de la
audición" (71), es decir, es la Palabra oída la que invita a creer.
Liturgia de la Palabra
43. Esta predicación evangelizadora toma formas muy diversas, que el celo
sugeriría cómo renovar constantemente. En efecto, son innumerables los
acontecimientos de la vida y las situaciones humanas que ofrecen la ocasión
de anunciar, de modo discreto pero eficaz, lo que el Señor desea decir en
una determinada circunstancia. Basta una verdadera sensibilidad espiritual
para leer en los acontecimientos el mensaje de Dios. Además en un momento en
que la liturgia renovada por el Concilio ha valorizado mucho la "liturgia de
la Palabra", sería un error no ver en la homilía un instrumento válido y muy
apto para la evangelización. Cierto que hay que conocer y poner en práctica
las exigencias y posibilidades de la homilía para que ésta adquiera toda su
eficacia pastoral. Pero sobre todo hay que estar convencido de ello y
entregarse a la tarea con amor. Esta predicación, inserida de manera
singular en la celebración eucarística, de la que recibe una fuerza y vigor
particular, tiene ciertamente un puesto especial en la evangelización, en la
medida en que expresa la fe profunda del ministro sagrado que predica y está
impregnada de amor. Los fieles, congregados para formar una Iglesia pascual
que celebra la fiesta del Señor presente en medio de ellos, esperan mucho de
esta predicación y sacan fruto de ella con tal que sea sencilla, clara,
directa, acomodada, profundamente enraizada en la enseñanza evangélica y
fiel al Magisterio de la Iglesia, animada por un ardor apostólico
equilibrado que le viene de su carácter propio, llena de esperanza,
fortificadora de la fe y fuente de paz y de unidad. Muchas comunidades,
parroquiales o de otro tipo, viven y se consolidan gracias a la homilía de
cada domingo, cuando ésta reúne dichas cualidades.
Añadamos que, gracias a la renovación de la liturgia, la celebración
eucarística no es el único momento apropiado para la homilía. Esta tiene
también un lugar propio, y no debe ser olvidada, en la celebración de todos
los sacramentos, en las paraliturgias, con ocasión de otras reuniones de
fieles. La homilía será siempre una ocasión privilegiada para comunicar la
Palabra del Señor.
La catequesis
44. A propósito de la evangelización, un medio que no se puede descuidar es
la enseñanza catequética. La inteligencia, sobre todo tratándose de niños y
adolescentes, necesita aprender mediante una enseñanza religiosa sistemática
los datos fundamentales, el contenido vivo de la verdad que Dios ha querido
transmitirnos y que la Iglesia ha procurado expresar de manera cada vez más
pérfecta a lo largo de la historia. A nadie se le ocurrirá poner en duda que
esta enseñanza se ha de impartir con el objeto de educar las costumbres, no
de estacionarse en un plano meramente intelectual. Con toda seguridad, el
esfuerzo de evangelización será grandemente provechoso, a nivel de la
enseñanza catequética dada en la iglesia, en las escuelas donde sea posible
o en todo caso en los hogares cristianos, si los catequistas disponen de
textos apropiados, puestos al día sabia y competentemente, bajo la autoridad
de los obispos. Los métodos deberán ser adaptados a la edad, a la cultura, a
la capacidad de las personas, tratando de fijar siempre en la memoria, la
inteligencia y el corazón las verdades esenciales que deberán impregnar la
vida entera.
Ante todo, es menester preparar buenos catequistas —catequistas
parroquiales, instructores, padres— deseosos de perfeccionarse en este arte
superior, indispensable y exigente que es la enseñanza religiosa. Por lo
demás, sin necesidad de descuidar de ninguna manera la formación de los
niños, se viene observando que las condiciones actuales hacen cada día más
urgente la enseñanza catequética bajo la modalidad de un catecumenado para
un gran número de jóvenes y adultos que, tocados por la gracia, descubren
poco a poco la figura de Cristo y sienten la necesidad de entregarse a El.
Utilización de los medios de comunicación social
45. En nuestro siglo influenciado por los medios de comunicación social, el
primer anuncio, la catequesis o el ulterior ahondamiento de la fe, no pueden
prescindir de esos medios, como hemos dicho antes.
Puestos al servicio del Evangelio, ellos ofrecen la posibilidad de extender
casi sin límites el campo de audición de la Palabra de Dios, haciendo llegar
la Buena Nueva a millones de personas. La Iglesia se sentiría culpable ante
Dios si no empleara esos poderosos medios, que la inteligencia humana
perfecciona cada vez más. Con ellos la Iglesia "pregona sobre los terrados"
(72) el mensaje del que es depositaria. En ellos encuentra una versión
moderna y eficaz del "púlpito". Gracias a ellos puede hablar a las masas.
Sin embargo, el empleo de los medios de comunicación social en la
evangelización supone casi un desafío: el mensaje evangélico deberá, sí,
llegar, a través de ellos, a las muchedumbres, pero con capacidad para
penetrar en las conciencias, para posarse en el corazón de cada hombre en
particular, con todo lo que éste tiene de singular y personal, y con
capacidad para suscitar en favor suyo una adhesión y un compromiso
verdaderamente personal.
Contacto personal indispensable
46. Por estos motivos, además de la proclamación que podríamos llamar
colectiva del Evangelio, conserva toda su validez e importancia esa otra
transmisión de persona a persona. El Señor la ha practicado frecuentemente
—como lo prueban, por ejemplo, las conversaciones con Nicodemos, Zaqueo, la
Samaritana, Simón el fariseo— y lo mismo han hecho los Apóstoles. En el
fondo, ¿hay otra forma de comunicar el Evangelio que no sea la de transmitir
a otro la propia experiencia de fe? La urgencia de comunicar la Buena Nueva
a las masas de hombres no debería hacer olvidar esa forma de anunciar
mediante la cual se llega a la conciencia personal del hombre y se deja en
ella el influjo de una palabra verdaderamente extraordinaria que recibe de
otro hombre. Nunca alabaremos suficientemente a los sacerdotes que, a través
del sacramento de la penitencia o a través del diálogo pastoral, se muestran
dispuestos a guiar a las personas por el camino del Evangelio, a alentarlas
en sus esfuerzos, a levantarlas si han caído, a asistirlas siempre con
discreción y disponibilidad.
La función de los sacramentos
47. Sin embargo, nunca se insistirá bastante en el hecho de que la
evangelización no se agota con la predicación y la enseñanza de una
doctrina. Porque aquella debe conducir a la vida: a la vida natural a la que
da un sentido nuevo gracias a las perspectivas evangélicas que le abre; a la
vida sobrenatural, que no es una negación, sino purificación y elevación de
la vida natural. Esta vida sobrenatural encuentra su expresión viva en los
siete sacramentos y en la admirable fecundidad de gracia y santidad que
contienen.
La evangelización despliega de este modo toda su riqueza cuando realiza la
unión más íntima, o mejor, una intercomunicación jamás interrumpida, entre
la Palabra y los sacramentos. En un cierto sentido es un equívoco oponer,
como se hace a veces, la evangelización a la sacramentalización. Porque es
seguro que si los sacramentos se administran sin darles un sólido apoyo de
catequesis sacramental y de catequesis global, se acabaría por quitarles
gran parte de su eficacia. La finalidad de la evangelización es precisamente
la de educar en la fe, de tal manera, que conduzca a cada cristiano a vivir
—y no a recibir de modo pasivo o apático— los sacramentos como verdaderos
sacramentos de la fe.
Piedad popular
48. Con ello estamos tocando un aspecto de la evangelización que no puede
dejarnos insensibles. Queremos referirnos ahora a esa realidad que suele ser
designada en nuestros días con el término de religiosidad popular.
Tanto en las regiones donde la Iglesia está establecida desde hace siglos,
como en aquellas donde se está implantando, se descubren en el pueblo
expresiones particulares de búsqueda de Dios y de la fe. Consideradas
durante largo tiempo como menos puras, y a veces despreciadas, estas
expresiones constituyen hoy el objeto de un nuevo descubrimiento casi
generalizado. Durante el Sínodo, los obispos estudiaron a fondo el
significado de las mismas, con un realismo pastoral y un celo admirable.
La religiosidad popular, hay que confesarlo, tiene ciertamente sus límites.
Está expuesta frecuentemente a muchas deformaciones de la religión, es
decir, a las supersticiones. Se queda frecuentemente a un nivel de
manifestaciones culturales, sin llegar a una verdadera adhesión de fe. Puede
incluso conducir a la formación de sectas y poner en peligro la verdadera
comunidad eclesial.
Pero cuando está bien orientada, sobre todo mediante una pedagogía de
evangelización, contiene muchos valores. Refleja una sed de Dios que
solamente los pobres y sencillos pueden conocer. Hace capaz de generosidad y
sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe. Comporta
un hondo sentido de los atributos profundos de Dios: la paternidad, la
providencia, la presencia amorosa y constante. Engendra actitudes interiores
que raramente pueden observarse en el mismo grado en quienes no poseen esa
religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana, desapego,
aceptación de los demás, devoción. Teniendo en cuenta esos aspectos, la
llamamos gustosamente "piedad popular", es decir, religión del pueblo, más
bien que religiosidad.
La caridad pastoral debe dictar, a cuantos el Señor ha colocado como jefes
de las comunidades eclesiales, las normas de conducta con respecto a esta
realidad, a la vez tan rica y tan amenazada. Ante todo, hay que ser sensible
a ella, saber percibir sus dimensiones interiores y sus valores innegables,
estar dispuesto a ayudarla a superar sus riesgos de desviación. Bien
orientada, esta religiosidad popular puede ser cada vez más, para nuestras
masas populares, un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo.
V. LOS DESTINATARIOS DE LA EVANGELIZACIÓN
Destino universal
49. Las últimas palabras de Jesús en el Evangelio de Marcos confieren a la
evangelización, que el Señor confía a los Apóstoles, una universalidad sin
fronteras: "Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura"
(73).
Los Doce y la primera generación de cristianos han comprendido bien la
lección de este texto y de otros parecidos; han hecho de ellos su programa
de acción. La misma persecución, al dispersar a los Apóstoles, contribuyó a
diseminar la Palabra y a implantar la Iglesia hasta en las regiones más
remotas. La admisión de Pablo entre los Apóstoles y su carisma de predicador
de la venida de Jesucristo a los paganos —no judíos— subrayó todavía más
esta universalidad.
A pesar de los obstáculos
50. A lo largo de veinte siglos de historia, las generaciones cristianas han
afrontado periódicamente diversos obstáculos a esta misión de universalidad.
Por una parte, la tentación de los mismos evangelizadores de estrechar bajo
distintos pretextos su campo de acción misionera. Por otra, las
resistencias, muchas veces humanamente insuperables de aquellos a quienes el
evangelizador se dirige. Además, debemos constatar con tristeza que la obra
evangelizadora de la Iglesia es gravemente dificultada, si no impedida, por
los poderes públicos. Sucede, incluso en nuestros días, que a los
anunciadores de la palabra de Dios se les priva de sus derechos, son
perseguido, amenazados, eliminados sólo por el hecho de predicar a
Jesucristo y su Evangelio. Pero abrigamos la confianza de que finalmente, a
pesar de estas pruebas dolorosas, la obra de estos apóstoles no faltará en
ninguna región del mundo.
No obstante estas adversidades, la Iglesia reaviva siempre su inspiración
más profunda, la que le viene directamente del Maestro: ¡A todo el mundo! ¡A
toda criatura! ¡Hasta los confines de la tierra! Lo ha hecho nuevamente en
el Sínodo, como una llamada a no encadenar el anuncio evangélico limitándolo
a un sector de la humanidad o a una clase de hombres o a un solo tipo de
cultura. Algunos ejemplos podrían ser reveladores.
Primer anuncio a los que están lejos
51. Revelar a Jesucristo y su Evangelio a los que no los conocen: he ahí el
programa fundamental que la Iglesia, desde la mañana de Pentecostés, ha
asumido, como recibido de su Fundador. Todo el Nuevo Testamento, y de manera
especial los Hechos de los Apóstoles, testimonian el momento privilegiado, y
en cierta manera ejemplar, de este esfuerzo misionero que jalonará después
toda la historia de la Iglesia.
La Iglesia lleva a efecto este primer anuncio de Jesucristo mediante una
actividad compleja y diversificada, que a veces se designa con el nombre de
"pre-evangelización", pero que muy bien podría llamarse evangelización,
aunque en un estadio de inicio y ciertamente incompleto. Cuenta con una gama
casi infinita de medios: la predicación explícita, por supuesto, pero
también el arte, los intentos científicos, la investigación filosófica, el
recurso legítimo a los sentimientos del corazón del hombre podrían colocarse
en el ámbito de esta finalidad.
Anuncio al mundo descristianizado
52. Aunque este primer anuncio va dirigido de modo específico a quienes
nunca han escuchado la Buena Nueva de Jesús o a los niños, se está volviendo
cada vez más necesario, a causa de las situaciones de descristianización
frecuentes en nuestros días, para gran número de personas que recibieron el
bautismo, pero viven al margen de toda vida cristiana; para las gentes
sencillas que tienen una cierta fe, pero conocen poco los fundamentos de la
misma; para los intelectuales que sienten necesidad de conocer a Jesucristo
bajo una luz distinta de la enseñanza que recibieron en su infancia, y para
otros muchos.
Religiones no cristianas
53. Asimismo se dirige a inmensos sectores de la humanidad que practican
religiones no cristianas. La Iglesia respeta y estima estas religiones no
cristianas, por ser la expresión viviente del alma de vastos grupos humanos.
Llevan en sí mismas el eco de milenios a la búsqueda de Dios; búsqueda
incompleta pero hecha frecuentemente con sinceridad y rectitud de corazón.
Poseen un impresionante patrimonio de textos profundamente religiosos. Han
enseñado a generaciones de personas a orar. Todas están llenas de
innumerables "semillas del Verbo" (74) y constituyen una auténtica
"preparación evangélica" (75), por citar una feliz expresión del Concilio
Vaticano II tomada de Eusebio de Cesarea.
Ciertamente, tal situación suscita cuestiones complejas y delicadas, que
conviene estudiar a la luz de la Tradición cristiana y del Magisterio de la
Iglesia, con el fin de ofrecer a los misioneros de hoy y de mañana nuevos
horizontes en sus contactos con las religiones no cristianas. Ante todo,
queremos poner ahora de relieve que ni el respeto ni la estima hacia estas
religiones, ni la complejidad de las cuestiones planteadas implican para la
Iglesia una invitación a silenciar ante los no cristianos el anuncio de
Jesucristo. Al contrario, la Iglesia piensa que estas multitudes tienen
derecho a conocer la riqueza del misterio de Cristo (76), dentro del cual
creemos que toda la humanidad puede encontrar, con insospechada plenitud,
todo lo que busca a tientas acerca de Dios, del hombre y de su destino, de
la vida y de la muerte, de la verdad.
De ahí que, aun frente a las
expresiones religiosas naturales más dignas de estima, la Iglesia se funde
en el hecho de que la religión de Jesús, la misma que Ella anuncia por medio
de la evangelización, sitúa objetivamente al hombre en relación con el plan
de Dios, con su presencia viva, con su acción; hace hallar de nuevo el
misterio de la Paternidad divina que sale al encuentro de la humanidad. En
otras palabras, nuestra religión instaura efectivamente una relación
auténtica y viviente con Dios, cosa que las otras religiones no lograron
establecer, por más que tienen, por decirlo así, extendidos sus brazos hacia
el cielo.
Por eso la Iglesia mantiene vivo su empuje misionero e incluso desea
intensificarlo en un momento histórico como el nuestro. La Iglesia se siente
responsable ante todos los pueblos. No descansará hasta que no haya puesto
de su parte todo lo necesario para proclamar la Buena Nueva de Jesús
Salvador. Prepara siempre nuevas generaciones de apóstoles. Lo constatamos
con gozo en unos momentos en que no faltan quienes piensan, e incluso dicen,
que el ardor y el empuje misionero son cosa del pasado. El Sínodo acaba de
responder que el anuncio misionero no se agota y que la Iglesia se esforzará
siempre en conseguir su perfeccionamiento.
Ayuda a la fe de los fieles
54. Sin embargo, la Iglesia no se siente dispensada de prestar una atención
igualmente infatigable hacia aquellos que han recibido la fe y que, a veces
desde hace muchas generaciones permanecen en contacto con el Evangelio.
Trata así de profundizar, consolidar, alimentar, hacer cada vez más madura
la fe de aquellos que se llaman ya fieles o creyentes, a fin de que lo sean
cada vez más.
Esta fe está casi siempre enfrentada al secularismo, es decir, a un ateísmo
militante; es una fe expuesta a pruebas y amenazas, más aún, una fe asediada
y combatida. Corre el riesgo de morir por asfixia o por inanición, si no se
la alimenta y sostiene cada día. Por tanto evangelizar debe ser, con
frecuencia, comunicar a la fe de los fiele —particularmente mediante una
catequesis llena de savia evangélica y con un lenguaje adaptado a los
tiempos y a las personas— este alimento y este apoyo necesarios.
La Iglesia católica abriga un vivo anhelo de los cristianos que no están en
plena comunión con Ella: mientras prepara con ellos la unidad querida por
Cristo, y precisamente para preparar la unidad en la verdad, tiene
conciencia de que faltaría gravemente a su deber si no diese testimonio,
ante ellos, de la plenitud de la revelación de que es depositaria.
Secularismo ateo
55. Igualmente significativa es la preocupación, presente en el Sínodo,
hacia dos esferas muy diferentes la una de la otra y sin embargo muy
próximas entre sí por el desafío que, cada una a su modo, lanzan a la
evangelización. La primera es aquella que podemos llamar el aumento de la
incredulidad en el mundo moderno. El Sínodo se propuso describir este mundo
moderno: bajo este nombre genérico, ¡cuántas corrientes de pensamiento,
valores y contravalores, aspiraciones latentes o semillas de destrucción,
convicciones antiguas que desaparecen y convicciones nuevas que se imponen!
Desde el punto de vista espiritual, este mundo moderno parece debatirse
siempre en lo que un autor contemporáneo ha llamado "el drama del humanismo
ateo" (77).
Por una parte, hay que constatar en el corazón mismo de este mundo
contemporáneo un fenómeno, que constituye como su marca más característica:
el secularismo. No hablamos de la secularización en el sentido de un
esfuerzo, en sí mismo justo y legítimo, no incompatible con la fe y la
religión, por descubrir en la creación, en cada cosa o en cada
acontecimiento del universo, las leyes que los rigen con una cierta
autonomía, con la convicción interior de que el Creador ha puesto en ellos
sus leyes.
El reciente Concilio afirmó, en este sentido, la legítima
autonomía de la cultura y, particularmente, de las ciencias (78). Tratamos
aquí del verdadero secularismo: una concepción del mundo según la cual este
último se explica por sí mismo sin que sea necesario recurrir a Dios; Dios
resultaría pues superfluo y hasta un obstáculo. Dicho secularismo, para
reconocer el poder del hombre, acaba por sobrepasar a Dios e incluso por
renegar de El.
Nuevas formas de ateísmo —un ateísmo antropocéntrico, no ya abstracto y
metafísico, sino pragmático y militante— parecen desprenderse de él. En
unión con este secularismo ateo, se nos propone todos los días, bajo las
formas más distintas, una civilización del consumo, el hedonismo erigido en
valor supremo, una voluntad de poder y de dominio, de discriminaciones de
todo género: constituyen otras tantas inclinaciones inhumanas de este
"humanismo".
Por otra parte, y paradójicamente, en este mismo mundo moderno, no se puede
negar la existencia de valores inicialmente cristianos o evangélicos, al
menos bajo forma de vida o de nostalgia. No sería exagerado hablar de un
poderoso y trágico llamamiento a ser evangelizado.
Los que no practican
56. Una segunda esfera es la de los no practicantes; toda una muchedumbre,
hoy día muy numerosa, de bautizados que, en gran medida, no han renegado
formalmente de su bautismo, pero están totalmente al margen del mismo y no
lo viven. El fenómeno de los no practicantes es muy viejo en la historia del
cristianismo y supone una debilidad natural, una gran incongruencia que nos
duele en lo más profundo de nuestro corazón. Sin embargo, hoy día presenta
aspectos nuevos. Se explica muchas veces por el desarraigo típico de nuestra
época. Nace también del hecho de que los cristianos se aproximan hoy a los
no creyentes y reciben constantemente el influjo de la incredulidad. Por
otra parte, los no practicantes contemporáneos, más que los de otras épocas
tratan de explicar y justificar su posición en nombre de una religión
interior, de una autonomía o de una autenticidad personal.
Ateos y no creyentes por una parte, no practicantes por otra, oponen a la
evangelización resistencias no pequeñas. Los primeros, la resistencia de un
cierto rechazo, la incapacidad de comprender el nuevo orden de las cosas, el
nuevo sentido del mundo, de la vida, de la historia, que resulta una empresa
imposible si no se parte del Absoluto que es Dios. Los otros, la resistencia
de la inercia, la actitud un poco hostil de alguien que se siente como de
casa, que dice saberlo todo, haber probado todo y ya no cree en nada.
Secularismo ateo y ausencia de práctica religiosa se encuentran en los
adultos y en los jóvenes, en la élite y en la masa, en las antiguas y en las
jóvenes Iglesias. La acción evangelizadora de la Iglesia, que no puede
ignorar estos dos mundos ni detenerse ante ellos, debe buscar constantemente
los medios y el lenguaje adecuados para proponerles la revelación de Dios y
la fe en Jesucristo.
Anuncio a las muchedumbres
57. Como Cristo durante el tiempo de su predicación, como los Doce en la
mañana de Pentecostés, la Iglesia tiene también ante sí una inmensa
muchedumbre humana que necesita del Evangelio y tiene derecho al mismo, pues
Dios "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la
verdad" (79).
Sensible a su deber de predicar la salvación a todos sabiendo que el mensaje
evangélico no está reservado a un pequeño grupo de iniciados, de
privilegiados o elegidos, sino que está destinado a todos, la Iglesia hace
suya la angustia de Cristo ante las multitudes errantes y abandonadas "como
ovejas sin pastor" y repite con frecuencia su palabra: "Tengo compasión de
la muchedumbre" (80).
Pero también es consciente de que, por medio de una eficaz predicación
evangélica, debe dirigir su mensaje al corazón de las masas, a las
comunidades de fieles, cuya acción puede y debe llegar a los demás.
Comunidades eclesiales de base
58. El Sínodo se ocupó mucho de estas "pequeñas comunidades" o "comunidades
de base", ya que en la Iglesia de hoy se las menciona con frecuencia. ¿Qué
son y por qué deben ser destinatarias especiales de la evangelización y al
mismo tiempo evangelizadoras?
Florecen un poco por todas partes en la Iglesia, según los distintos
testimonios escuchados durante el Sínodo, y se diferencian bastante entre sí
aun dentro de una misma región, y mucho más de una región a otra.
En ciertas regiones surgen y se desarrollan, salvo alguna excepción, en el
interior de la Iglesia, permaneciendo solidarias con su vida, alimentadas
con sus enseñanzas, unidas a sus Pastores. En estos casos, nacen de la
necesidad de vivir todavía con más intensidad la vida de la Iglesia; o del
deseo y de la búsqueda de una dimensión más humana que difícilmente pueden
ofrecer las comunidades eclesiales más grandes, sobre todo en las metrópolis
urbanas contemporáneas que favorecen a la vez la vida de masa y el
anonimato. Pero igualmente pueden prolongar a nivel espiritual y religioso
—culto, cultivo de una fe más profunda, caridad fraterna, oración, comunión
con los Pastores— la pequeña comunidad sociológica, el pueblo, etc. O
también quieren reunir para escuchar y meditar la Palabra, para los
sacramentos y el vínculo del Agape, grupos homogéneos por la edad, la
cultura, el estado civil o la situación social, como parejas, jóvenes,
profesionales, etc., personas éstas que la vida misma encuentra ya unidas en
la lucha por la justicia, la ayuda fraterna a los pobres, la promoción
humana, etc. O, en fin, reúnen a los cristianos donde la penuria de
sacerdotes no favorece la vida normal de una comunidad parroquial. Todo
esto, por supuesto, al interior de las comunidades constituidas por la
Iglesia, sobre todo de las Iglesias particulares y de las parroquias.
En otras regiones, por el contrario, las comunidades de base se reúnen con
un espíritu de crítica amarga hacia la Iglesia, que estigmatizan como
"institucional" y a la que se oponen como comunidades carismáticas, libres
de estructuras, inspiradas únicamente en el Evangelio. Tienen pues como
característica una evidente actitud de censura y de rechazo hacia las
manifestaciones de la Iglesia: su jerarquía, sus signos. Contestan
radicalmente esta Iglesia. En esta línea, su inspiración principal se
convierte rápidamente en ideológica y no es raro que sean muy pronto presa
de una opción política, de una corriente, y más tarde de un sistema, o de un
partido, con el riesgo de ser instrumentalizadas.
La diferencia es ya notable: las comunidades que por su espíritu de
contestación se separan de la Iglesia, cuya unidad perjudican, pueden
llamarse "comunidades de base", pero ésta es una denominación estrictamente
sociológica. No pueden, sin abusar del lenguaje, llamarse comunidades
eclesiales de base, aunque tengan la pretensión de perseverar en la unidad
de la Iglesia, manteniéndose hostiles a la jerarquía. Este nombre pertenece
a las otras, a las que se forman en Iglesia para unirse a la Iglesia y para
hacer crecer a la Iglesia.
Estas últimas comunidades serán un lugar de evangelización, en beneficio de
las comunidades más vastas, especialmente de las Iglesias particulares, y
serán una esperanza para la Iglesia universal, como Nos mismo dijimos al
final del Sínodo, en la medida en que:
— buscan su alimento en la palabra de Dios y no se dejan aprisionar por la
polarización política o por las ideologías de moda, prontas a explotar su
inmenso potencial humano;
— evitan la tentación siempre amenazadora de la contestación sistemática y
del espíritu hipercrítico, bajo pretexto de autenticidad y de espíritu de
colaboración;
— permanecen firmemente unidas a la Iglesia local en la que ellas se
insieren, y a la Iglesia universal, evitando así el peligro muy real de
aislarse en sí mismas, de creerse, después, la única auténtica Iglesia de
Cristo y, finalmente, de anatemizar a las otras comunidades eclesiales;
— guardan una sincera comunión con los Pastores que el Señor ha dado a su
Iglesia y al Magisterio que el Espíritu de Cristo les ha confiado;
— no se creen jamás el único destinatario o el único agente de
evangelización, esto es, el único depositario del Evangelio, sino que,
conscientes de que la Iglesia es mucho más vasta y diversificada, aceptan
que la Iglesia se encarna en formas que no son las de ellas;
— crecen cada día en responsabilidad, celo, compromiso e irradiación
misioneros;
— se muestran universalistas y no sectarias.
Con estas condiciones, ciertamente exigentes pero también exaltantes, las
comunidades eclesiales de base corresponderán a su vocación más fundamental:
escuchando el Evangelio que les es anunciado, y siendo destinatarias
privilegiadas de la evangelización, ellas mismas se convertirán rápidamente
en anunciadoras del Evangelio.
VI. AGENTES DE LA EVANGELIZACIÓN
La Iglesia entera es misionera
59. Si hay hombres que proclaman en el mundo el Evangelio de salvación, lo
hacen por mandato, en nombre y con la gracia de Cristo Salvador. "¿Cómo
predicarán si no son enviados?" (81), escribía el que fue sin duda uno de
los más grandes evangelizadores. Nadie puede hacerlo, sin haber sido
enviado.
¿Quién tiene, pues, la misión de evangelizar?
El Concilio Vaticano II ha dado una respuesta clara: "Incumbe a la Iglesia
por mandato divino ir por todo el mundo y anunciar el Evangelio a toda
creatura" (82). Y en otro texto afirma: "La Iglesia entera es misionera, la
obra de evangelización es un deber fundamental del pueblo de Dios" (83).
Hemos recordado anteriormente esta vinculación íntima entre la Iglesia y la
evangelización. Cuando la Iglesia anuncia el reino de Dios y lo construye,
ella se implanta en el corazón del mundo como signo e instrumento de ese
reino que está ya presente y que viene. El Concilio ha recogido, porque son
muy significativas, estas palabras de San Agustín sobre la acción misionera
de los Doce: "predicando la palabra de verdad, engendraron las Iglesias"
(84).
Un acto eclesial
60. La constatación de que la Iglesia es enviada y tiene el mandato de
evangelizar a todo el mundo, debería despertar en nosotros una doble
convicción.
Primera: evangelizar no es para nadie un acto individual y aislado, sino
profundamente eclesial. Cuando el más humilde predicador, catequista o
Pastor, en el lugar más apartado, predica el Evangelio, reúne su pequeña
comunidad o administra un sacramento, aun cuando se encuentra solo, ejerce
un acto de Iglesia y su gesto se enlaza mediante relaciones institucionales
ciertamente, pero también mediante vínculos invisibles y raíces escondidas
del orden de la gracia, a la actividad evangelizadora de toda la Iglesia.
Esto supone que lo haga, no por una misión que él se atribuye o por
inspiración personal, sino en unión con la misión de la Iglesia y en su
nombre.
De ahí, la segunda convicción: si cada cual evangeliza en nombre de la
Iglesia, que a su vez lo hace en virtud de un mandato del Señor, ningún
evangelizador es el dueño absoluto de su acción evangelizadora, con un poder
discrecional para cumplirla según los criterios y perspectivas
individualistas, sino en comunión con la Iglesia y sus Pastores.
La Iglesia es toda ella evangelizadora, como hemos subrayado. Esto significa
que para el conjunto del mundo y para cada parte del mismo donde ella se
encuentra, la Iglesia se siente responsable de la tarea de difundir el
Evangelio.
La perspectiva de la Iglesia universal
61. Llegados a este punto de nuestra reflexión nos detenemos con vosotros,
hermanos e hijos, sobre una cuestión particularmente importante en nuestros
días.
En su celebración litúrgica, en su testimonio ante los jueces y los
verdugos, en sus textos apologéticos, los primeros cristianos manifestaban
gustosamente su fe profunda en la Iglesia, indicándola como extendida por
todo el universo. Tenían plena conciencia de pertenecer a una gran comunidad
que ni el espacio ni el tiempo podían limitar: "Desde el justo Abel hasta el
último elegido" (85), "hasta los extremos de la tierra" (86), "hasta la
consumación del mundo" (87).
Así ha querido el Señor a su Iglesia: universal, árbol grande cuyas ramas
dan cobijo a las aves del cielo (88), red que recoge toda clase de peces
(89) o que Pedro saca cargada de 153 grandes peces (90), rebaño que un solo
pastor conduce a los pastos (91). Iglesia universal sin límites ni
fronteras, salvo, por desgracia, las del corazón y del espíritu del hombre
pecador.
La perspectiva de la Iglesia particular
62. Sin embargo, esta Iglesia universal se encarna de hecho en las Iglesias
particulares, constituidas de tal o cual porción de humanidad concreta, que
hablan tal lengua, son tributarias de una herencia cultural, de una visión
del mundo, de un pasado histórico, de un substrato humano determinado. La
apertura a las riquezas de la Iglesia particular responde a una sensibilidad
especial del hombre contemporáneo.
Guardémonos bien de concebir la Iglesia universal como la suma o, si se
puede decir, la federación más o menos anómala de Iglesias particulares
esencialmente diversas. En el pensamiento del Señor es la Iglesia, universal
por vocación y por misión, la que, echando sus raíces en la variedad de
terrenos culturales, sociales, humanos, toma en cada parte del mundo
aspectos, expresiones externas diversas.
Por lo mismo, una Iglesia particular que se desgajara voluntariamente de la
Iglesia universal perdería su referencia al designio de Dios y se
empobrecería en su dimensión eclesial. Pero, por otra parte, la Iglesia
"difundida por todo el orbe" se convertiría en una abstracción, si no tomase
cuerpo y vida precisamente a través de las Iglesias particulares. Sólo una
atención permanente a los dos polos de la Iglesia nos permitirá percibir la
riqueza de esta relación entre la Iglesia universal e Iglesias particulares.
Adaptación y fidelidad de lenguaje
63. Las Iglesias particulares profundamente amalgamadas, no sólo con las
personas, sino también con las aspiraciones, las riquezas y límites, las
maneras de orar, de amar, de considerar la vida y el mundo que distinguen a
tal o cual conjunto humano, tienen la función de asimilar lo esencial del
mensaje evangélico, de trasvasarlo, sin la menor traición a su verdad
esencial, al lenguaje que esos hombres comprenden, y, después de anunciarlo
en ese mismo lenguaje.
Dicho trasvase hay que hacerlo con el discernimiento, la seriedad, el
respeto y la competencia que exige la materia, en el campo de las
expresiones litúrgicas (92), de las catequesis, de la formulación teológica,
de las estructuras eclesiales secundarias, de los ministerios. El lenguaje
debe entenderse aquí no tanto a nivel semántico o literario cuanto al que
podría llamarse antropológico y cultural.
El problema es sin duda delicado. La evangelización pierde mucho de su
fuerza y de su eficacia, si no toma en consideración al pueblo concreto al
que se dirige, si no utiliza su "lengua", sus signos y símbolos, si no
responde a las cuestiones que plantea, no llega a su vida concreta. Pero,
por otra parte, la evangelización corre el riesgo de perder su alma y
desvanecerse, si se vacía o desvirtúa su contenido, bajo pretexto de
traducirlo; si queriendo adaptar una realidad universal a un espacio local,
se sacrifica esta realidad y se destruye la unidad sin la cual no hay
universalidad. Ahora bien, solamente una Iglesia que mantenga la conciencia
de su universalidad y demuestre que es de hecho universal puede tener un
mensaje capaz de ser entendido por encima de los límites regionales, en el
mundo entero.
Una legítima atención a las Iglesias particulares no puede menos de
enriquecer a la Iglesia. Es indispensable y urgente. Responde a las
aspiraciones más profundas de los pueblos y de las comunidades humanas de
hallar cada vez más su propia fisonomía.
Apertura de la Iglesia universal
64. Pero este enriquecimiento exige que las Iglesias locales mantengan esa
clara apertura a la Iglesia universal. Hay que notar bien, por lo demás, que
los cristianos más sencillos, más evangélicos, más abiertos al verdadero
sentido de la Iglesia, tienen una sensibilidad espontánea con respecto a
esta dimensión universal; sienten instintiva y profundamente su necesidad;
se reconocen fácilmente en ella, vibran con ella y sufren en lo más hondo de
sí mismos cuando, en nombre de teorías que ellos no comprenden, se les
quiere imponer una iglesia desprovista de esta universalidad, iglesia
regionalista, sin horizontes.
Por otra parte, como demuestra la historia, cada vez que tal o cual Iglesia
particular, a veces con las mejores intenciones, con argumentos teológicos,
sociológicos, políticos o pastorales, o también con el deseo de una cierta
libertad de movimiento o de acción, se ha desgajado de la Iglesia universal
y de su centro viviente y visible, muy difícilmente ha escapado —si es que
lo ha logrado— a dos peligros igualmente graves: peligro, por una parte, de
aislamiento esterilizador y también, a corto plazo, de desmoronamiento,
separándose de ella las células, igual que ella se ha separado del núcleo
central; y, por otra parte, peligro de perder su libertad cuando, desgajada
del centro y de las otras Iglesias que le comunicaban fuerza y energía, se
encuentra abandonada, quedando sola frente a las fuerzas más diversas de
servilismo y explotación.
Cuanto más ligada está una Iglesia particular por vínculos sólidos a la
Iglesia universal —en la caridad y la lealtad, en la apertura al Magisterio
de Pedro, en la unidad de la Lex orandi, que es también Lex credendi, en el
deseo de unidad con todas las demás Iglesias que componen la universalidad—,
tanto más esta Iglesia será capaz de traducir el tesoro de la fe en la
legítima variedad de expresiones de la profesión de fe, de la oración y del
culto, de la vida y del comportamiento cristianos, del esplendor del pueblo
en que ella se inserta. Tanto más será también evangelizadora de verdad, es
decir, capaz de beber en el patrimonio universal para lograr que el pueblo
se aproveche de él, así como de comunicar a la Iglesia universal la
experiencia y la vida de su pueblo, en beneficio de todos.
El inalterable depósito de la fe
65. Precisamente en este sentido quisimos pronunciar, en la clausura del
Sínodo, una palabra clara y llena de paterno afecto, insistiendo sobre la
función del Sucesor de Pedro como principio visible, viviente y dinámico de
la unidad entre las Iglesias y, consiguientemente, de la universalidad de la
única Iglesia (93). Insistíamos también sobre la grave responsabilidad que
nos incumbe, que compartimos con nuestros hermanos en el Episcopado, de
guardar inalterable el contenido de la fe católica que el Señor confió a los
Apóstoles: traducido en todos los lenguajes, revestido de símbolos propios
en cada pueblo, explicitado por expresiones teológicas que tienen en cuenta
medios culturales, sociales y también raciales diversos, debe seguir siendo
el contenido de la fe católica tal cual el Magisterio eclesial lo ha
recibido y lo transmite.
Tareas diferenciadas
66. Toda la Iglesia está pues llamada a evangelizar y, sin embargo, en su
seno tenemos que realizar diferentes tareas evangelizadoras. Esta diversidad
de servicios en la unidad de la misma misión constituye la riqueza y la
belleza de la evangelización. Recordemos estas tareas en pocas palabras.
En primer lugar, séanos permitido señalar en las páginas del Evangelio la
insistencia con la que el Señor confía a los Apóstoles la función de
anunciar la Palabra. El los ha escogido (94), formado durante varios años de
intimidad (95), constituido (96) y mandado (97) como testigos y maestros
autorizados del mensaje de salvación. Y los Doce han enviado a su vez a sus
sucesores que, en la línea apostólica, continúan predicando la Buena Nueva.
El Sucesor de Pedro
67. El Sucesor de Pedro, por voluntad de Cristo, está encargado del
ministerio preeminente de enseñar la verdad revelada. El Nuevo Testamento
presenta frecuentemente a Pedro "lleno del Espíritu Santo", tomando la
palabra en nombre de todos (98). Por eso mismo San León Magno habla de él
como de aquel que ha merecido el primado del apostolado (99). Por la misma
razón la voz de la Iglesia presenta al Papa "en el culmen —in apice, in
specula—, del apostolado" (100). El Concilio Vaticano II ha querido
subrayarlo, declarando que "el mandato de Cristo de predicar el Evangelio a
toda criatura (cf. Mc 16, 15) se refiere ante todo e inmediatamente a los
obispos con Pedro y bajo la guía de Pedro" (101).
La potestad plena, suprema y universal (102) que Cristo ha confiado a su
Vicario para el gobierno pastoral de su Iglesia, consiste por tanto
especialmente en la actividad, que ejerce el Papa, de predicar y de hacer
predicar la Buena Nueva de la salvación.
Obispos y Sacerdotes
68. Unidos al Sucesor de Pedro, los obispos, sucesores de los Apóstoles,
reciben en virtud de su ordenación episcopal, la autoridad para enseñar en
la Iglesia la verdad revelada. Son los maestros de la fe.
A los obispos están asociados en el ministerio de la evangelización, como
responsables a título especial, los que por la ordenación sacerdotal obran
en nombre de Cristo (103), en cuanto educadores del pueblo de Dios en la fe,
predicadores, siendo además ministros de la Eucaristía y de los otros
sacramentos.
Todos nosotros, los Pastores, estamos pues invitados a tomar conciencia de
este deber, más que cualquier otro miembro de la Iglesia. Lo que constituye
la singularidad de nuestro servicio sacerdotal, lo que da unidad profunda a
la infinidad de tareas que nos solicitan a lo largo de la jornada y de la
vida, lo que confiere a nuestras actividades una nota específica, es
precisamente esta finalidad presente en toda acción nuestra: "anunciar el
Evangelio de Dios" (104).
He ahí un rasgo de nuestra identidad, que ninguna duda debiera atacar, ni
ninguna objeción eclipsar: en cuanto Pastores, hemos sido escogidos por la
misericordia del Supremo Pastor (105), a pesar de nuestra insuficiencia,
para proclamar con autoridad la Palabra de Dios; para reunir al pueblo de
Dios que estaba disperso: para alimentar a este pueblo con los signos de la
acción de Cristo que son los sacramentos; para ponerlo en el camino de la
salvación; para mantenerlo en esa unidad de la que nosotros somos, a
diferentes niveles, instrumentos activos y vivos; para animar sin cesar a
esta comunidad reunida en torno a Cristo siguiendo la línea de su vocación
más íntima. Y cuando, en la medida de nuestros límites humanos y secundando
la gracia de Dios, cumplimos todo esto, realizamos una labor de
evangelización: Nos, como Pastor de la Iglesia universal; nuestros hermanos
los obispos, a la cabeza de las Iglesias locales; los sacerdotes y diáconos,
unidos a sus obispos, de los que son colaboradores, por una comunión que
tiene su fuente en el sacramento del orden y en la caridad de la Iglesia.
Los religiosos
69. Los religiosos, también ellos, tienen en su vida consagrada un medio
privilegiado de evangelización eficaz. A través de su ser más íntimo, se
sitúan dentro del dinamismo de la Iglesia, sedienta de lo Absoluto de Dios,
llamada a la santidad. Es de esta santidad de la que ellos dan testimonio.
Ellos encarnan la Iglesia deseosa de entregarse al radicalismo de las
bienaventuranzas. Ellos son por su vida signo de total disponibilidad para
con Dios, la Iglesia, los hermanos.
Por esto, asumen una importancia especial en el marco del testimonio que,
como hemos dicho anteriormente, es primordial en la evangelización. Este
testimonio silencioso de pobreza y de desprendimiento, de pureza y de
transparencia, de abandono en la obediencia puede ser a la vez que una
interpelación al mundo y a la Iglesia misma, una predicación elocuente,
capaz de tocar incluso a los no cristianos de buena voluntad, sensibles a
ciertos valores.
En esta perspectiva se intuye el papel desempeñado en la evangelización por
los religiosos y religiosas consagrados a la oración, al silencio, a la
penitencia, al sacrificio. Otros religiosos, en gran número, se dedican
directamente al anuncio de Cristo. Su actividad misionera depende
evidentemente de la jerarquía y debe coordinarse con la pastoral que ésta
desea poner en práctica. Pero, ¿quién no mide el gran alcance de lo que
ellos han aportado y siguen aportando a la evangelización? Gracias a su
consagración religiosa, ellos son, por excelencia, voluntarios y libres para
abandonar todo y lanzarse a anunciar el Evangelio hasta los confines de la
tierra. Ellos son emprendedores y su apostolado está frecuentemente marcado
por una originalidad y una imaginación que suscitan admiración. Son
generosos: se les encuentra no raras veces en la vanguardia de la misión y
afrontando los más grandes riesgos para su santidad y su propia vida. Sí, en
verdad, la Iglesia les debe muchísimo.
Los seglares
70. Los seglares, cuya vocación específica los coloca en el corazón del
mundo y a la guía de las más variadas tareas temporales, deben ejercer por
lo mismo una forma singular de evangelización.
Su tarea primera e inmediata no es la institución y el desarrollo de la
comunidad eclesial —esa es la función específica de los Pastores—, sino el
poner en práctica todas las posibilidades cristianas y evangélicas
escondidas, pero a su vez ya presentes y activas en las cosas del mundo. El
campo propio de su actividad evangelizadora, es el mundo vasto y complejo de
la política, de lo social, de la economía, y también de la cultura, de las
ciencias y de las artes, de la vida internacional, de los medios de
comunicación de masas, así como otras realidades abiertas a la
evangelización como el amor, la familia, la educación de los niños y
jóvenes, el trabajo profesional, el sufrimiento, etc. Cuantos más seglares
hayan impregnados del Evangelio, responsables de estas realidades y
claramente comprometidos en ellas, competentes para promoverlas y
conscientes de que es necesario desplegar su plena capacidad cristianas,
tantas veces oculta y asfixiada, tanto más estas realidades —sin perder o
sacrificar nada de su coeficiente humano, al contrario, manifestando una
dimensión trascendente frecuentemente desconocida— estarán al servicio de la
edificación del reino de Dios y, por consiguiente, de la salvación en Cristo
Jesús.
La familia
71. En el seno del apostolado evangelizador de los seglares, es imposible
dejar de subrayar la acción evangelizadora de la familia. Ella ha merecido
muy bien, en los diferentes momentos de la historia y en el Concilio
Vaticano II, el hermoso nombre de "Iglesia doméstica" (106). Esto significa
que en cada familia cristiana deberían reflejarse los diversos aspectos de
la Iglesia entera. Por otra parte, la familia, al igual que la Iglesia, debe
ser un espacio donde el Evangelio es transmitido y desde donde éste se
irradia.
Dentro, pues, de una familia consciente de esta misión, todos los miembros
de la misma evangelizan y son evangelizados. Los padres no sólo comunican a
los hijos el Evangelio, sino que pueden a su vez recibir de ellos este mismo
Evangelio profundamente vivido. También las familias formadas por un
matrimonio mixto tienen el deber de anunciar a Cristo a los hijos en la
plenitud de las implicaciones del bautismo común; tienen además la no fácil
tarea de hacerse artífices de unidad.
Una familia así se hace evangelizadora de otras muchas familias y del
ambiente en que ella vive.
Los jóvenes
72. Las circunstancias nos invitan a prestar una atención especialísima a
los jóvenes. Su importancia numérica y su presencia creciente en la
sociedad, los problemas que se les plantean deben despertar en nosotros el
deseo de ofrecerles con celo e inteligencia el ideal que deben conocer y
vivir. Pero, además, es necesario que los jóvenes bien formados en la fe y
arraigados en la oración, se conviertan cada vez más en los apóstoles de la
juventud. La Iglesia espera mucho de ellos. Por nuestra parte, hemos
manifestado con frecuencia la confianza que depositamos en la juventud.
Ministerios diversificados
73. Es así como adquiere toda su importancia la presencia activa de los
seglares en medio de las realidades temporales. No hay que pasar pues por
alto u olvidar otra dimensión: los seglares también pueden sentirse llamados
o ser llamados a colaborar con sus Pastores en el servicio de la comunidad
eclesial, para el crecimiento y la vida de ésta, ejerciendo ministerios muy
diversos según la gracia y los carismas que el Señor quiera concederles.
No sin experimentar íntimamente un gran gozo, vemos cómo una legión de
Pastores, religiosos y seglares, enamorados de su misión evangelizadora,
buscan formas cada vez más adaptadas de anunciar eficazmente el Evangelio, y
alentamos la apertura que, en esta línea y con este afán, la Iglesia está
llevando a cabo hoy día. Apertura a la reflexión en primer lugar, luego a
los ministerios eclesiales capaces de rejuvenecer y de reforzar su propio
dinamismo evangelizador.
Es cierto que al lado de los ministerios con orden sagrado, en virtud de los
cuales algunos son elevados al rango de Pastores y se consagran de modo
particular al servicio de la comunidad, la Iglesia reconoce un puesto a
ministerios sin orden sagrado, pero que son aptos a asegurar un servicio
especial a la Iglesia.
Una mirada sobre los orígenes de la Iglesia es muy esclarecedora y aporta el
beneficio de una experiencia en materia de ministerios, experiencia tanto
más valiosa en cuanto que ha permitido a la Iglesia consolidarse, crecer y
extenderse. No obstante, esta atención a las fuentes debe ser completada con
otra: la atención a las necesidades actuales de la humanidad y de la
Iglesia. Beber en estas fuentes siempre inspiradoras, no sacrificar nada de
estos valores y saber adaptarse a las exigencias y a las necesidades
actuales, tales son los ejes que permitirán buscar con sabiduría y poner en
claro los ministerios que necesita la Iglesia y que muchos de sus miembros
querrán abrazar para la mayor vitalidad de la comunidad eclesial. Estos
ministerios adquirirán un verdadero valor pastoral y serán constructivos en
la medida en que se realicen con respecto absoluto de la unidad,
beneficiándose de la orientación de los Pastores, que son precisamente los
responsables y artífices de la unidad de la Iglesia.
Tales ministerios, nuevos en apariencia pero muy vinculados a experiencias
vividas por la Iglesia a lo largo de su existencia —catequistas, animadores
de la oración y del canto, cristianos consagrados al servicio de la palabra
de Dios o a la asistencia de los hermanos necesitados, jefes de pequeñas
comunidades, responsables de Movimientos apostólicos u otros responsables—,
son preciosos para la implantación, la vida y el crecimiento de la Iglesia y
para su capacidad de irradiarse en torno a ella y hacia los que están lejos.
Nos debemos asimismo nuestra estima particular a todos los seglares que
aceptan consagrar una parte de su tiempo, de sus energías y, a veces, de su
vida entera, al servicio de las misiones.
Para los agentes de la evangelización se hace necesaria una seria
preparación. Tanto más para quienes se consagran al ministerio de la
Palabra. Animados por la convicción, cada vez mayor, de la grandeza y
riqueza de la palabra de Dios, quienes tienen la misión de transmitirla
deben prestar gran atención a la dignidad, a la precisión y a la adaptación
del lenguaje. Todo el mundo sabe que el arte de hablar reviste hoy día una
grandísima importancia. ¿Cómo podrían descuidarla los predicadores y los
catequistas?
Deseamos vivamente, que en cada Iglesia particular, los obispos vigilen por
la adecuada formación de todos los ministros de la Palabra. Esta preparación
llevada a cabo con seriedad aumentará en ellos la seguridad indispensable y
también el entusiasmo para anunciar hoy día a Cristo.
VII. EL ESPÍRITU DE LA EVANGELIZACIÓN
Exhortación apremiante
74. No quisiéramos poner fin a este coloquio con nuestros hermanos e hijos
amadísimos, sin hacer una llamada referente a las actitudes interiores que
deben animar a los obreros de la evangelización.
En nombre de nuestro Señor Jesucristo, de los Apóstoles Pedro y Pablo,
exhortamos a todos aquellos que, gracias a los carismas del Espíritu y al
mandato de la Iglesia, son verdaderos evangelizadores, a ser dignos de esta
vocación, a ejercerla sin resistencias debidas a la duda o al temor, a no
descuidar las condiciones que harán esta evangelización no sólo posible,
sino también activa y fructuosa. He aquí, entre otras las condiciones
fundamentales que queremos subrayar.
Bajo el aliento del Espíritu
75. No habrá nunca evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo.
Sobre Jesús de Nazaret el Espíritu descendió en el momento del bautismo,
cuando la voz del Padre —"Tú eres mi hijo muy amado, en ti pongo mi
complacencia"— (107) manifiesta de manera sensible su elección y misión.
Es "conducido por el Espíritu" para vivir en el desierto el combate decisivo
y la prueba suprema antes de dar comienzo a esta misión (108). "Con la
fuerza del Espíritu" (109) vuelve a Galilea e inaugura en Nazaret su
predicación, aplicándose a sí mismo el pasaje de Isaías: "El Espíritu del
Señor está sobre mí". "Hoy —proclama El— se cumple esta Escritura" (110). A
los Discípulos, a quienes está para enviar, les dice alentando sobre ellos:
"Recibid el Espíritu Santo" (111).
En efecto, solamente después de la venida del Espíritu Santo, el día de
Pentecostés, los Apóstoles salen hacia todas las partes del mundo para
comenzar la gran obra de evangelización de la Iglesia, y Pedro explica el
acontecimiento como la realización de la profecía de Joel: "Yo derramaré mi
Espíritu" (112). Pedro, lleno del Espíritu Santo habla al pueblo acerca de
Jesús Hijo de Dios (113). Pablo mismo está lleno del Espíritu Santo (114)
ante de entregarse a su ministerio apostólico, como lo está también Esteban
cuando es elegido diácono y más adelante, cuando da testimonio con su sangre
(115). El Espíritu que hace hablar a Pedro, a Pablo y a los Doce, inspirando
las palabras que ellos deben pronunciar, desciende también "sobre los que
escuchan la Palabra" (116).
"Gracias al apoyo del Espíritu Santo, la Iglesia crece" (117). El es el alma
de esta Iglesia. El es quien explica a los fieles el sentido profundo de las
enseñanzas de Jesús y su misterio. El es quien, hoy igual que en los
comienzos de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que se deja poseer y
conducir por El, y pone en los labios las palabras que por sí solo no podría
hallar, predisponiendo también el alma del que escucha para hacerla abierta
y acogedora de la Buena Nueva y del reino anunciado.
Las técnicas de evangelización son buenas, pero ni las más perfeccionadas
podrían reemplazar la acción discreta del Espíritu. La preparación más
refinada del evangelizador no consigue absolutamente nada sin El. Sin El, la
dialéctica más convincente es impotente sobre el espíritu de los hombres.
Sin El, los esquemas más elaborados sobre bases sociológicas o sicológicas
se revelan pronto desprovistos de todo valor.
Nosotros vivimos en la Iglesia un momento privilegiado del Espíritu. Por
todas partes se trata de conocerlo mejor, tal como lo revela la Escritura.
Uno se siente feliz de estar bajo su moción. Se hace asamblea en torno a El.
Quiere dejarse conducir por El.
Ahora bien, si el Espíritu de Dios ocupa un puesto eminente en la vida de la
Iglesia, actúa todavía mucho más en su misión evangelizadora. No es una
casualidad que el gran comienzo de la evangelización tuviera lugar la mañana
de Pentecostés, bajo el soplo del Espíritu.
Puede decirse que el Espíritu Santo es el agente principal de la
evangelización: El es quien impulsa a cada uno a anunciar el Evangelio y
quien en lo hondo de las conciencias hace aceptar y comprender la Palabra de
salvación (118). Pero se puede decir igualmente que El es el término de la
evangelización: solamente El suscita la nueva creación, la humanidad nueva a
la que la evangelización debe conducir, mediante la unidad en la variedad
que la misma evangelización querría provocar en la comunidad cristiana. A
través de El, la evangelización penetra en los corazones, ya que El es quien
hace discernir los signos de los tiempos —signos de Dios— que la
evangelización descubre y valoriza en el interior de la historia.
El Sínodo de los Obispos de 1974, insistiendo mucho sobre el puesto que
ocupa el Espíritu Santo en la evangelización, expresó asimismo el deseo de
que Pastores y teólogos —y añadiríamos también los fieles marcados con el
sello del Espíritu en el bautismo— estudien profundamente la naturaleza y la
forma de la acción del Espíritu Santo en la evangelización de hoy día. Este
es también nuestro deseo, al mismo tiempo que exhortamos a todos y cada uno
de los evangelizadores a invocar constantemente con fe y fervor al Espíritu
Santo y a dejarse guiar prudentemente por El como inspirador decisivo de sus
programas, de sus iniciativas, de su actividad evangelizadora.
Testigos auténticos
76. Consideramos ahora la persona misma de los evangelizadores. Se ha
repetido frecuentemente en nuestros días que este siglo siente sed de
autenticidad. Sobre todo con relación a los jóvenes, se afirma que éstos
sufren horrores ante lo ficticio, ante la falsedad, y que además son
decididamente partidarios de la verdad y la transparencia.
A estos "signos de los tiempos" debería corresponder en nosotros una actitud
vigilante. Tácitamente o a grandes gritos, pero siempre con fuerza, se nos
pregunta: ¿Creéis verdaderamente en lo que anunciáis? ¿Vivís lo que creéis?
¿Predicáis verdaderamente lo que vivís? Hoy más que nunca el testimonio de
vida se ha convertido en una condición esencial con vistas a una eficacia
real de la predicación. Sin andar con rodeos, podemos decir que en cierta
medida nos hacemos responsables del Evangelio que proclamamos.
Al comienzo de esta reflexión, nos hemos preguntado: ¿Qué es de la Iglesia,
diez años después del Concilio? ¿Está anclada en el corazón del mundo y es
suficientemente libre e independiente para interpelar al mundo? ¿Da
testimonio de la propia solidaridad hacia los hombres y al mismo tiempo del
Dios Absoluto? ¿Ha ganado en ardor contemplativo y de adoración, y pone más
celo en la actividad misionera, caritativa, liberadora? ¿Es suficiente su
empeño en el esfuerzo de buscar el restablecimiento de la plena unidad entre
los cristianos, lo cual hace más eficaz el testimonio común, con el fin de
que el mundo crea? (119). Todos nosotros somos responsables de las
respuestas que pueden darse a estos interrogantes.
Exhortamos, pues, a nuestros hermanos en el Episcopado, puestos por el
Espíritu Santo para gobernar la Iglesia de Dios (120). Exhortamos a los
sacerdotes y a los diáconos, colaboradores de los obispos para congregar el
pueblo de Dios y animar espiritualmente las comunidades locales. Exhortamos
también a los religiosos y religiosas, testigos de una Iglesia llamada a la
santidad y, por tanto, invitados de manera especial a una vida que dé
testimonio de las bienaventuranzas evangélicas. Exhortamos asimismo a los
seglares: familias cristianas, jóvenes y adultos, a todos los que tienen un
cargo, a los dirigentes, sin olvidar a los pobres tantas veces ricos de fe y
de esperanza, a todos los seglares conscientes de su papel evangelizador al
servicio de la Iglesia o en el corazón de la sociedad y del mundo. Nos les
decimos a todos: es necesario que nuestro celo evangelizador brote de una
verdadera santidad de vida y que, como nos lo sugiere el Concilio Vaticano
II, la predicación alimentada con la oración y sobre todo con el amor a la
Eucaristía, redunde en mayor santidad del predicador (121).
Paradójicamente, el mundo, que a pesar de los innumerables signos de rechazo
de Dios lo busca sin embargo por caminos insospechados y siente
dolorosamente su necesidad, el mundo exige a los evangelizadores que le
hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente, como
si estuvieran viendo al Invisible (122). El mundo exige y espera de nosotros
sencillez de vida, espíritu de oración, caridad para con todos,
especialmente para los pequeños y los pobres, obediencia y humildad,
desapego de sí mismos y renuncia. Sin esta marca de santidad, nuestra
palabra difícilmente abrirá brecha en el corazón de los hombres de este
tiempo. Corre el riesgo de hacerse vana e infecunda.
Búsqueda de la unidad
77. La fuerza de la evangelización quedará muy debilitada si los que
anuncian el Evangelio están divididos entre sí por tantas clases de
rupturas. ¿No estará quizás ahí uno de los grandes males de la
evangelización? En efecto, si el Evangelio que proclamamos aparece
desgarrado por querellas doctrinales, por polarizaciones ideológicas o por
condenas recíprocas entre cristianos, al antojo de sus diferentes teorías
sobre Cristo y sobre la Iglesia, e incluso a causa de sus distintas
concepciones de la sociedad y de las instituciones humanas, ¿cómo pretender
que aquellos a los que se dirige nuestra predicación no se muestren
perturbados, desorientados, si no escandalizados?
El testamento espiritual del Señor nos dice que la unidad entre sus
seguidores no es solamente la prueba de que somos suyos, sino también la
prueba de que El es el enviado del Padre, prueba de credibilidad de los
cristianos y del mismo Cristo. Evangelizadores: nosotros debemos ofrecer a
los fieles de Cristo, no la imagen de hombres divididos y separados por las
luchas que no sirven para construir nada, sino la de hombres adultos en la
fe, capaces de encontrarse más allá de las tensiones reales gracias a la
búsqueda común, sincera y desinteresada de la verdad. Sí, la suerte de la
evangelización está ciertamente vinculada al testimonio de unidad dado por
la Iglesia. He aquí una fuente de responsabilidad, pero también de consuelo.
Dicho esto, queremos subrayar el signo de la unidad entre todos los
cristianos, como camino e instrumento de evangelización. La división de los
cristianos constituye una situación de hecho grave, que viene a cercenar la
obra misma de Cristo. El Concilio Vaticano II dice clara y firmemente que
esta división "perjudica la causa santísima de la predicación del Evangelio
a toda criatura y cierra a muchos las puertas de la fe" (123).
Por eso, al anunciar el Año Santo creímos necesario recordar a todos los
fieles del mundo católico que "la reconciliación de todos los hombres con
Dios, nuestro Padre, depende del restablecimiento de la comunión de aquellos
que ya han reconocido y aceptado en la fe a Jesucristo como Señor de la
misericordia, que libera a los hombres y los une en el espíritu de amor y de
verdad" (124).
Con una gran sensación de esperanza vemos los esfuerzos que se realizan en
el mundo cristiano en orden al restablecimiento de la plena unidad, deseada
por Cristo. San Pablo nos lo asegura: "la esperanza no quedará confundida"
(125). Mientras seguimos trabajando para obtener del Señor la plena unidad,
queremos que se intensifique la oración; además, hacemos nuestros los deseos
de los padres del III Sínodo de los Obispos, que se colabore con mayor
empeño con los hermanos cristianos a quienes todavía no estamos unidos por
una comunión perfecta, basándonos en el fundamento del bautismo y de la fe
que nos es común, para ofrecer desde ahora mediante la misma obra de
evangelización un testimonio común más amplio de Cristo ante el mundo. Nos
impulsa a ello el mandato de Cristo. Lo exige el deber de predicar y dar
testimonio del Evangelio.
Servidores de la verdad
78. El Evangelio que nos ha sido encomendado es también palabra de verdad.
Una verdad que hace libres (126) y que es la única que procura la paz del
corazón; esto es lo que la gente va buscando cuando le anunciamos la Buena
Nueva. La verdad acerca de Dios, la verdad acerca del hombre y de su
misterioso destino, la verdad acerca del mundo. Verdad difícil que buscamos
en la Palabra de Dios y de la cual nosotros no somos, lo repetimos una vez
más, ni los dueños, ni los árbitros, sino los depositarios, los herederos,
los servidores.
De todo evangelizador se espera que posea el culto a la verdad, puesto que
la verdad que él profundiza y comunica no es otra que la verdad revelada y,
por tanto, más que ninguna otra, forma parte de la verdad primera que es el
mismo Dios. El predicador del Evangelio será aquel que, aun a costa de
renuncias y sacrificios, busca siempre la verdad que debe transmitir a los
demás. No vende ni disimula jamás la verdad por el deseo de agradar a los
hombres, de causar asombro, ni por originalidad o deseo de aparentar. No
rechaza nunca la verdad. No obscurece la verdad revelada por pereza de
buscarla, por comodidad, por miedo. No deja de estudiarla. La sirve
generosamente sin avasallarla.
Pastores del pueblo de Dios: nuestro servicio pastoral nos pide que
guardemos, defendamos y comuniquemos la verdad sin reparar en sacrificio.
Muchos eminentes y santos Pastores nos han legado el ejemplo de este amor,
en muchos casos heroicos, a la verdad. El Dios de verdad espera de nosotros
que seamos los defensores vigilantes y los predicadores devotos de la misma.
Doctores, ya seáis teólogos o exégetas, o historiadores: la obra de la
evangelización tiene necesidad de vuestra infatigable labor de investigación
y también de vuestra atención y delicadeza en la transmisión de la verdad, a
la que vuestros estudios os acercan, pero que siempre desborda el corazón
del hombre porque es la verdad misma de Dios.
Padres y maestros: vuestra tarea, que los múltiples conflictos actuales
hacen difícil, es la de ayudar a vuestros hijos y alumnos a descubrir la
verdad, comprendida la verdad religiosa y espiritual.
Animados por el amor
79. La obra de la evangelización supone, en el evangelizador, un amor
fraternal siempre creciente hacia aquellos a los que evangeliza. Un modelo
de evangelizador como el Apóstol San Pablo escribía a los tesalonicenses
estas palabras que son todo un programa para nosotros: "Así, llevados de
nuestro amor por vosotros, queremos no sólo daros el Evangelio de Dios, sino
aun nuestras propias vidas: tan amados vinisteis a sernos" (127).
¿De qué amor se trata? Mucho más que el de un pedagogo; es el amor de un
padre; más aún, el de una madre (128). Tal es el amor que el Señor espera de
cada predicador del Evangelio, de cada constructor de la Iglesia.
Un signo de amor será el deseo de ofrecer la verdad y conducir a la unidad.
Un signo de amor será igualmente dedicarse sin reservas y sin mirar atrás al
anuncio de Jesucristo. Añadamos ahora otros signos de este amor.
El primero es el respeto a la situación religiosa y espiritual de la persona
que se evangeliza. Respeto a su ritmo que no se puede forzar demasiado.
Respecto a su conciencia y a sus convicciones, que no hay que atropellar.
Otra señal de este amor es el cuidado de no herir a los demás, sobre todo si
son débiles en su fe (129), con afirmaciones que pueden ser claras para los
iniciados, pero que pueden ser causa de perturbación o escándalo en los
fieles, provocando una herida en sus almas.
Será también una señal de amor el esfuerzo desplegado para transmitir a los
cristianos certezas sólidas basadas en la palabra de Dios, y no dudas o
incertidumbres nacidas de una erudición mal asimilada. Los fieles tienen
necesidad de esas certezas en su vida cristiana; tienen derecho a ellas en
cuanto hijos de Dios que, poniéndose en sus brazos, se abandonan totalmente
a las exigencias del amor.
Con el fervor de los Santos
80. Nuestra llamada se inspira ahora en el fervor de los más grandes
predicadores y evangelizadores, cuya vida fue consagrada al apostolado. De
entre ellos nos complacemos en recordar aquellos que Nos mismo hemos
propuesto a la veneración de los fieles durante el Año Santo. Ellos han
sabido superar todos los obstáculos que se oponían a la evangelización.
De tales obstáculos, que perduran en nuestro tiempo, nos limitaremos a citar
la falta de fervor, tanto más grave cuanto que viene de dentro. Dicha falta
de fervor se manifiesta en la fatiga y desilusión, en la acomodación al
ambiente y en el desinterés, y sobre todo en la falta de alegría y de
esperanza. Por ello, a todos aquellos que por cualquier título o en
cualquier grado tienen la obligación de evangelizar, Nos los exhortamos a
alimentar siempre el fervor del espíritu (130).
Este fervor exige, ante todo, que evitemos recurrir a pretextos que parecen
oponerse a la evangelización. Los más insidiosos son ciertamente aquellos
para cuya justificación se quieren emplear ciertas enseñanzas del Concilio.
Con demasiada frecuencia y bajo formas diversas se oye decir que imponer una
verdad, por ejemplo la del Evangelio; que imponer una vía, aunque sea la de
la salvación, no es sino una violencia cometida contra la libertad
religiosa. Además, se añade, ¿para qué anunciar el Evangelio, ya que todo
hombre se salva por la rectitud del corazón? Por otra parte, es bien sabido
que el mundo y la historia están llenos de "semillas del Verbo". ¿No es,
pues, una ilusión pretender llevar el Evangelio donde ya está presente a
través de esas semillas que el mismo Señor ha esparcido?
Cualquiera que haga un esfuerzo por examinar a fondo, a la luz de los
documentos conciliares, las cuestiones de tales y tan superficiales
razonamientos plantean, encontrará una bien distinta visión de la realidad.
Sería ciertamente un error imponer cualquier cosa a la conciencia de
nuestros hermanos. Pero proponer a esa conciencia la verdad evangélica y la
salvación ofrecida por Jesucristo, con plena claridad y con absoluto respeto
hacia las opciones libres que luego pueda hacer —sin coacciones,
solicitaciones menos rectas o estímulos indebidos— (131), lejos de ser un
atentado contra la libertad religiosa, es un homenaje a esta libertad, a la
cual se ofrece la elección de un camino que incluso los no creyentes juzgan
noble y exaltante. O, ¿puede ser un crimen contra la libertad ajena
proclamar con alegría la Buena Nueva conocida gracias a la misericordia del
Señor? (132). O, ¿por qué únicamente la mentira y el error, la degradación y
la pornografía han de tener derecho a ser propuestas y, por desgracia,
incluso impuestas con frecuencia por una propaganda destructiva difundida
mediante los medios de comunicación social, por la tolerancia legal, por el
miedo de los buenos y la audacia de los malos?
Este modo respetuoso de
proponer la verdad de Cristo y de su reino, más que un derecho es un deber
del evangelizador. Y es a la vez un derecho de sus hermanos recibir a través
de él, el anuncio de la Buena Nueva de la salvación. Esta salvación viene
realizada por Dios en quien El lo desea, y por caminos extraordinarios que
sólo El conoce (133). En realidad, si su Hijo ha venido al mundo ha sido
precisamente para revelarnos, mediante su palabra y su vida, los caminos
ordinarios de la salvación.
Y El nos ha ordenado transmitir a los demás, con su misma autoridad, esta
revelación. No sería inútil que cada cristiano y cada evangelizador
examinasen en profundidad, a través de la oración, este pensamiento: los
hombres podrán salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de
Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio; pero ¿podremos nosotros
salvarnos si por negligencia, por miedo, por vergüenza —lo que San Pablo
llamaba avergonzarse del Evangelio— (134), o por ideas falsas omitimos
anunciarlo? Porque eso significaría ser infieles a la llamada de Dios que, a
través de los ministros del Evangelio, quiere hacer germinar la semilla; y
de nosotros depende el que esa semilla se convierta en árbol y produzca
fruto.
Conservemos, pues, el fervor espiritual. Conservemos la dulce y confortadora
alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas.
Hagámoslo —como Juan el Bautista, como Pedro y Pablo, como los otros
Apóstoles, como esa multitud de admirables evangelizadores que se han
sucedido a lo largo de la historia de la Iglesia— con un ímpetu interior que
nadie ni nada sea capaz de extinguir. Sea ésta la mayor alegría de nuestras
vidas entregadas. Y ojalá que el mundo actual —que busca a veces con
angustia, a veces con esperanza— pueda así recibir la Buena Nueva, no a
través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos,
sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de
quienes han recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo, y
aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el reino de Dios y de
implantar la Iglesia en el mundo.
CONCLUSIÓN
La consigna del Año Santo
81. Este es, hermanos e hijos, el grito que brota de nuestra alma, como un
eco de la voz de nuestros hermanos reunidos en la III Asamblea General del
Sínodo de los Obispos. Esta es la consigna que Nos queremos dar al final del
Año Santo, que nos ha permitido percibir mejor que nunca las necesidades y
expectativas de una multitud de hermanos, cristianos o no, que esperan de la
Iglesia la Palabra de salvación.
Que la luz del Año Santo, que ha brillado en las Iglesias particulares y en
Roma para millones de conciencias reconciliadas con Dios, pueda difundirse
igualmente después del Jubileo mediante un programa de acción pastoral, del
que la evangelización es el aspecto fundamental, y se prolongue a lo largo
de estos años que preanuncian la vigilia de un nuevo siglo, y la vigilia del
tercer milenio del cristianismo.
María, estrella de evangelización
82. Estos son los deseos que nos complacemos en depositar en las manos y en
el corazón de la Santísima Virgen, la Inmaculada, en este día especialmente
dedicado a Ella y en el X aniversario de la clausura del Concilio Vaticano
II. En la mañana de Pentecostés, Ella presidió con su oración el comienzo de
la evangelización bajo el influjo del Espíritu Santo. Sea Ella la estrella
de la evangelización siempre renovada que la Iglesia, dócil al mandato del
Señor, debe promover y realizar, sobre todo en estos tiempos difíciles y
llenos de esperanza.
En el nombre de Cristo os bendecimos a vosotros, a vuestras comunidades,
vuestras familias y vuestros seres queridos, haciendo nuestras las palabras
de San Pablo a los Filipenses: "Siempre que me acuerdo de vosotros doy
gracias a mi Dios; siempre, en todas mis oraciones, pidiendo con gozo por
vosotros, a causa de vuestra comunión en el Evangelio desde el primer día
hasta ahora. (...) os llevo en el corazón; y (...) en mi defensa y en la
confirmación del Evangelio, sois todos vosotros participantes de mi gracia.
Testigo me es Dios de cuánto os amo a todos en las entrañas de Cristo Jesús"
(135).
Dado en Roma, junto a San Pedro, en la solemnidad de la Inmaculada
Concepción de la Santísima Virgen María, el día 8 de diciembre del año 1975,
XIII de nuestro pontificado.
NOTAS
1.Cf. Lc. 22, 32.
2. Cf. 2 Cor. 11, 28.
3. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 1:
AAS 58 (1966), p. 947.
4. Cf. Ef. 4, 24; 2, 15; Col. 3, 10; Gál. 3, 27;
Rom. 13, 14; 2 Cor. 5, 17.
5. 2 Cor. 5, 20.
6. Cf. Pablo VI, Discurso en la clausura de la
III Asamblea General del Sínodo de los Obispos (26 de octubrede 1974): AAS
66 (1974), pp. 634-635.
7. Pablo VI, Discurso al Sacro Colegio
Cardenalicio (22 de junio de 1973): AAS 65 (1973), p. 383.
8. 2 Cor. 11, 28.
9. 1 Tim. 5, 17.
10. 2 Tim. 2, 15.
11. Cf. 1 Cor. 2, 5.
12. Lc. 4, 43.
13. Ibidem.
14. Lc. 4, 18; cf. Is. 61, 1.
15. Cf. Mc. 1, 1; Rom. 1-3.
16. Cf. Mt. 6, 33.
17. Cf. Mt. 5, 3-12.
18. Cf. Mt. 5-7.
19. Cf. Mt. 10.
20. Cf. Mt. 13.
21. Cf. Mt. 18.
22. Cf. Mt. 24-25.
23. Cf. Mt. 24, 36; Act. 1, 7; 1 Tes. 5, 1-2.
24. Cf. Mt. 11, 12; Lc. 16, 16.
25. Cf. Mt. 4, 17.
26. Mc. 1, 27.
27. Lc. 4, 22.
28. Jn. 7, 46.
29. Lc. 4, 43.
30. Jn. 11, 52.
31. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dog. Dei
Verbum, 4: AAS 58 (1966), pp. 818-819.
32. Cf. 1 Pe. 2, 9.
33. Cf. Act. 2, 11.
34. Lc. 4, 43.
35. 1 Cor. 9, 16.
36. Cf. Declaración de los Padres sinodales, n.
4: L'Oservatore Romano, Edición en Lengua Española, 3 de noviembre de 1974,
pág. 8.
37. Mt.28, 19.
38. Act.2, 41-47.
39. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, 8: AAS 57 (1965), p. 11; Decr. Ad gentes, 5: AAS 28 (1966), pp.
951-952.
40. Cf. Act. 2, 42-46; 4, 32-35; 5, 12-16.
41. Cf. Act. 2, 11; 1 Pe 2, 9.
42. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 5,
11, 12. AAS 58 (1966), pp. 951-952, 959-961.
43. Cf. 2 Cor. 4, 5; S. Agustín, Sermo XLVI De
Pastoribus: CCL 41, pp. 529-530.
44. Lc. 10, 16. Cf. S. Cipriano, De unitate
Eclessiae, 14: PL 4, 527; S. Agustín, Enarrat. 88, Sermo, 2, 14. PL 37,
1140; S. Juan Crisóstomo, Hom. de capto Eutropio, 6 PG 52, 402.
45. Ef. 5, 25.
46. Ap. 21, 5; cf. 2 Cor. 5, 17; Gál. 6, 15.
47. Cf. Rom. 6, 4.
48. Cf. Ef. 4, 23-24; Col. 3, 9-10.
49. Cf. Rom. 1, 16; 1 Cor. 1, 18; 2, 4.
50. Cf. 53: AAS 58 (1966), p. 1075.
51. Cf. Tertuliano, Apologeticum, 39: CCL, I, pp.
150-153; Minucio Félix, Octavius 9 y 31: CSLP, Augustae Taurinorum 1963, pp.
11-13, 47-48.
52. 1 Pe. 3, 15.
53. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, 1, 9, 48: AAS 57 (1965), pp. 5, 12-14, 53-54; Const. past. Gaudium
et Spes, 42, 45; AAS 58 (1966), pp. 1060-1061, 1065-1066; Decr. Ad gentes,
1, 5; AAS 58 (1966), pp. 947, 951-952.
54. Cf. Rom. 1, 16; 1 Cor. 1, 18.
55. Cf. Act. 17, 22-23.
56. 1 Jn. 3, 1; cf. Rom. 8, 14-17.
57. Cf. Ef. 2, 8; Rom. 1, 16. Cf. Sagrada
Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaratio ad fidem tuendam in
mysteria Incarnationis et SS. Trinitatis a quibusdam recentibus erroribus
(21 de febrero de 1972): AAS 64 (1972), pp. 237-241.
58. Cf. 1 Jn. 3, 2; Rom. 8, 29; Flp. 3, 20-21.
Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 48-51: AAS 57 (1965),
pp. 55-58.
59. Cf. Sagrada Congregación para la Doctrina de
la Fe, Declaratio circa Catholicam Doctrinam de Ecclesia contra nonnullos
errores hodiernos tuendam (24 de junio de 1973): AAS 65 (1973), pp. 396-408.
60. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium
et spes, 47-52: AAS 58 (1966), pp. 1067-1074; Pablo VI, Encicl. Humanae
vitae: AAS 60 (1968), pp. 481-503.
61. Pablo VI, Discurso en la apertura de la III
Asamblea General del Sínodo de los Obispos (27 setiembre 1974): AAS 66
(1974), p. 562.
62. Pablo VI, Discurso en la apertura de la III
Asamblea General del Sínodo de los Obispos (27 setiembre 1974): AAS 66
(1974), p. 562.
63. Pablo VI, Discurso en los campesinos de
Colombia (23 agosto 1968): AAS 60 (1968), p. 623.
64. Pablo VI, Discurso en la "Jornada del
Desarrollo" en Bogotá (23 agosto 1968): AAS 60 (1968), p. 627; cf. S.
Agustín, Epístola 229, 2: PL 33, 1020.
65. Pablo VI, Discurso en la clausura de la III
Asamblea General del Sínodo de los Obispos (26 octubre 1974): AAS 66 (1974),
p. 637.
66. Catequesis del 15 octubre 1975, L'Osservatore
Romano, Edición en lengua española, 19 octubre, pág. 3.
67. Pablo VI, Discurso a los miembros del
Consilium de Laicis (2 octubre 1974): AAS 66 (1974), p. 568.
68. Cf. 1 Pe. 3, 1.
69. Rom. 10, 14. 17.
70. Cf. 1 Cor. 2, 1-5.
71. Rom. 10, 17.
72. Cf. Mt. 10, 27; Lc. 12, 3.
73. Mc. 16, 15.
74. Cf. S. Justino, I Apología, 46, 1-4; II
Apología 7 (8) 1-4; 10, 1-3; 13, 3-4: Florilegium Patristicum II, Bonn 1911,
pp. 81, 125, 129, 133; Clemente Alejandrino, Stromata I, 19, 91, 94: S. Ch.
30, pp. 117-118, 119-120; Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 11: AAS 58
(1966), p. 960; Const. dogm. Lumen gentium, 17: AAS 57 (1965), p. 21.
75. Cf. Eusebio de Cesarea, Praeparatio
Evangelica, I, 1: PG 21, 26-28; cf. Const. dogm. Lumen gentium, 16: AAS 57
(1965), p. 20.
76. Cf. Ef. 3, 8.
77. Henri de Lubac, Le drame de l'humanisme
athée, Ed. Spes, París 1945.
78. Cf. Const. past. Gaudium et spes, 59: AAS 58
(1966), p. 1080.
79. 1 Tim. 2, 4.
80. Mt. 9, 36; 15, 32.
81. Rom. 10, 15.
82. Decl. Dignitatis humanae, 13: AAS 58 (1966),
p. 939; cf. Const. dogm. Lumen gentium, 5: AAS 57 (1965), pp. 7-8; Decr. Ad
gentes, I: AAS 58 (1966), p. 947.
83. Cf. Decr. Ad gentes, 35: AAS 58 (1966), p.
983.
84. S. Agustín, Enarrat, in Ps 44, 23: CCL
XXXVIII, p. 510; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 1: AAS 58 (1966),
p. 947.
85. S. Gregorio Magno, Homil. in Evangelia 19, 1:
PL 76, 1154.
86. Act 1, 8; cf. Didaché, 9, 1: Funk, Patres
Apostolici, 1, 22.
87. Mt. 28, 20.
88. Cf. Mt. 13, 32.
89. Cf. Mt. 13, 47.
90. Cf. Jn. 21, 11.
91. Cf. Jn. 10, 1-16.
92. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, 37-38: AAS 56 (1964), p. 110. Cf. también los libros litúrgicos y
los demás documentos emanados posteriormente de la Santa Sede para llevar a
cabo la reforma litúrgica preconizada por el mismo Concilio.
93. Pablo VI, Discurso en la clausura de la III
Asamblea General del Sínodo de los Obispos (23 octubre 1974): AAS 66 (1974),
p. 636.
94. Cf. Jn. 15, 16; Mc. 3, 13-19; Lc. 6, 13-16.
95. Cf. Act. 21-22.
96. Cf. Mc. 3, 14.
97. Cf. Mc. 3, 15; Lc. 9, 2.
98. Act. 4, 8: cf. 2, 14; 2, 12.
99. Cf. S. León Magno, Sermo 69, 3; Sermo 70,
1-3; Sermo 94, 3; Sermo 95, 2: S. Ch. 200, pp. 50-52; 58-66; 258-260; 268.
100. Cf. Conc. Ecum. Lugdunense I. Const. Ad
apostolicae dignitatis: Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Ed. Instituto per
le Scienze Religiose, Bolonia 1973, p. 278; Conc. Ecum. Viennense, Const. Ad
providam Christi, ed. cit., p. 343; Conc. Ecum. Lateranense V. Bula In
apostolici culminis, ed. cit., p. 606; Bula Postquam ad universalis, ed.
cit., p. 609; Const. Supernae dispositionis, ed. cit., p. 614; Const. Divina
disponente clementia, ed. cit., p. 638.
101. Decr. Ad gentes, 38: AAS 58 (1966), p. 985.
102. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium 22: AAS 57 (1965), p. 26.
103. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, 10, 37: AAS 57 (1965), pp. 14, 43; Decr. Ad gentes, 39: AAS 58
(1966), p. 986; Decr. Presbyterorum ordinis, 2. 12, 13; AAS 58 (1966), pp.
992, 1010, 1011.
104. Cf. 1 Tes. 2, 9.
105. Cf. 1 Pe. 5, 4.
106. Const. dogm. Lumen gentium, 11: AAS 57
91965), p. 16; Decr. Apostolicam actuositatem, 11: AAS 58 (1966), p. 848; S.
Juan Crisóstomo, in Genesim Serm. VI, 2; VI, 1: PG 54, 607-608.
107. Mt. 3, 17.
108. Mt. 4, 1.
109. Lc. 4, 14.
110. Lc. 4, 18, 21 cf. Is 61, 1.
111. Jn. 20, 22.
112. Act. 2, 17.
113. Cf. Act. 4, 8.
114. Cf. Act. 9, 17.
115. Cf. Act. 6, 5. 10; 7, 55.
116. Cf. Act. 10, 44.
117. Cf. Act. 9, 31.
118. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 4:
AAS 58 (1966), pp. 950-951.
119. Cf. Jn. 17, 21.
120. Cf. Act. 20, 28.
121. Cf. Decr. Presbyterorum ordinis, 13: AAS 58
(1966), p. 1011.
122. Cf. Heb. 11, 27.
123. Decr. Ad gentes, 6: AAS 58 (1966), pp.
954-955; cf. Decr. Unitatis redintegratio, 1: AAS 57 (1965), pp. 90-91.
124. Bula Apostolorum limina, VII: AAS 66 (1974),
p. 305.
125. Rom. 5, 5.
126. Cf. Jn. 8, 32.
127. 1 Tes. 2, 8: cf. Flp. 1, 8.
128. Cf. 1 Tes. 2, 7. 11; 1 Cor. 4, 15; Gál. 4,
19.
129. Cf. 1 Cor. 8, 9-13; Rom. 14, 15.
130. Cf. Rom. 12, 11.
131. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis
humanae, 4: AAS 58 (1966), p. 933.
132. Cf. ib., 9-14: AAS, pp. 935-940.
133. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 7:
AAS 58 (1966), p. 955.
134. Cf. Rom. 1, 16.
135. Flp. 1, 3-4. 7-8.