Dies Domini: LA SANTIFICACIÓN DEL DOMINGO
CARTA APOSTÓLICA
DIES DOMINI
DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO, AL CLERO Y A LOS FIELES
SOBRE LA SANTIFICACIÓN DEL DOMINGO
Contenido
CAPÍTULO I DIES DOMINI Celebración de la obra del Creador
« Por medio de la Palabra
se hizo todo » (Jn 1,3)
« Al principio creó Dios el cielo y la tierra » »
(Gn 1,1)
El « shabbat »: gozoso descanso del Creador
« Bendijo Dios el día séptimo y lo santificó » (Gn 2,3)
« Recordar » para « santificar »
CAPÍTULO II DIES CHRISTI El día del Señor resucitado y el don del Espíritu
Diferencia progresiva del sábado
El octavo día, figura de la eternidad
CAPÍTULO III DIES ECCLESIAE La asamblea eucarística, centro del domingo
Banquete pascual y encuentro fraterno
Celebración gozosa y animada por el canto
Celebración atrayente y participada
Otros momentos del domingo cristiano
Asambleas dominicales sin sacerdote
Transmisión por radio y televisión
CAPÍTULO IV DIES HOMINIS El domingo día de alegría, descanso y solidaridad
La « alegría plena » de Cristo
CAPÍTULO V DIES DIERUM El domingo fiesta primordial, reveladora del sentido
del tiempo
Cristo Alfa y Omega del tiempo
El domingo en el año litúrgico
Venerables Hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, queridos
hermanos y hermanas:
Introducción
1. El día del Señor —como ha sido llamado el domingo desde los tiempos
apostólicos—(1) ha tenido siempre, en la historia de la Iglesia, una
consideración privilegiada por su estrecha relación con el núcleo mismo del
misterio cristiano. En efecto, el domingo recuerda, en la sucesión semanal
del tiempo, el día de la resurrección de Cristo. Es la Pascua
de la semana, en la que se celebra la victoria de Cristo sobre el pecado
y la muerte, la realización en él de la primera creación y el inicio de la «
nueva creación » (cf. 2 Co 5,17).
Es el día de la evocación adoradora y agradecida del primer día del mundo y
a la vez la prefiguración, en la esperanza activa, del « último día »,
cuando Cristo vendrá en su gloria (cf. Hch 1,11; 1
Ts 4,13-17) y « hará un mundo
nuevo » (cf. Ap 21,5).
Para el domingo, pues, resulta adecuada la exclamación del Salmista: «
Éste es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo » (Sal 118
[117],24). Esta invitación al gozo, propio de la liturgia de Pascua, muestra
el asombro que experimentaron las mujeres que habían asistido a la
crucifixión de Cristo cuando, yendo al sepulcro « muy temprano, el primer
día después del sábado » (Mc 16,2),
lo encontraron vacío. Es una invitación a revivir, de alguna manera, la
experiencia de los dos discípulos de Emaús, que sentían « arder su corazón »
mientras el Resucitado se les acercó y caminaba con ellos, explicando las
Escrituras y revelándose « al partir el pan » (cf. Lc 24,32.35).
Es el eco del gozo, primero titubeante y después arrebatador, que los
Apóstoles experimentaron la tarde de aquel mismo día, cuando fueron
visitados por Jesús resucitado y recibieron el don de su paz y de su
Espíritu (cf. Jn 20,19-23).
2. La resurrección de Jesús es el dato originario en el que se
fundamenta la fe cristiana (cf. 1
Co15,14): una gozosa realidad, percibida plenamente a la luz de la fe,
pero históricamente atestiguada por quienes tuvieron el privilegio de ver al
Señor resucitado; acontecimiento que no sólo emerge de manera absolutamente
singular en la historia de los hombres, sino que está en el centro
del misterio del tiempo. En efecto, —como recuerda, en la sugestiva
liturgia de la noche de Pascua, el rito de preparación del cirio pascual—,
de Cristo « es el tiempo y la eternidad ». Por esto, conmemorando no sólo
una vez al año, sino cada domingo, el día de la resurrección de Cristo, la
Iglesia indica a cada generación lo que constituye el eje central de la
historia, con el cual se relacionan el misterio del principio y el del
destino final del mundo.
Hay pues motivos para decir, como sugiere la homilía de un autor del
siglo IV, que el « día del Señor » es el « señor de los días ».(2) Quienes
han recibido la gracia de creer en el Señor resucitado pueden descubrir el
significado de este día semanal con la emoción vibrante que hacía decir a
san Jerónimo: « El domingo es el día de la resurrección; es el día de los
cristianos; es nuestro día ».(3) Ésta es efectivamente para los cristianos
la « fiesta primordial »,(4) instituida no sólo para medir la sucesión del
tiempo, sino para poner de relieve su sentido más profundo.
3. Su importancia fundamental, reconocida siempre en los dos mil años
de historia, ha sido reafirmada por el Concilio Vaticano II: « La Iglesia,
desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de la
resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el
día que se llama con razón "día del Señor" o domingo ».(5) Pablo VI subrayó
de nuevo esta importancia al aprobar el nuevo Calendario romano general y
las Normas universales que regulan el ordenamiento del Año litúrgico.(6) La
proximidad del tercer milenio, al apremiar a los creyentes a reflexionar a
la luz de Cristo sobre el camino de la historia, los invita también a
descubrir con nueva fuerza el sentido del domingo: su « misterio », el valor
de su celebración, su significado para la existencia cristiana y humana.
Tengo en cuenta las múltiples intervenciones del magisterio e
iniciativas pastorales que, en estos años posteriores al Concilio, vosotros,
queridos Hermanos en el episcopado, tanto individual como conjuntamente
—ayudados por vuestro clero— habéis emprendido sobre este importante tema.
En los umbrales del Gran Jubileo del año 2000 he querido ofreceros esta
Carta apostólica para apoyar vuestra labor pastoral en un sector tan vital.
Pero a la vez deseo dirigirme a todos vosotros, queridos fieles, como
haciéndome presente en cada comunidad donde todos los domingos os reunís con
vuestros Pastores para celebrar la Eucaristía y el « día del Señor ». Muchas
de las reflexiones y sentimientos que inspiran esta Carta apostólica han
madurado durante mi servicio episcopal en Cracovia y luego, después de
asumir el ministerio de Obispo de Roma y Sucesor de Pedro, en las visitas a
las parroquias romanas, efectuadas precisamente de manera regular en los
domingos de los diversos períodos del año litúrgico. En esta Carta me parece
como si continuara el diálogo vivo que me gusta tener con los fieles,
reflexionando con vosotros sobre el sentido del domingo y subrayando las
razones para vivirlo como verdadero « día del Señor », incluso en las nuevas
circunstancias de nuestro tiempo.
4. Nadie olvida en efecto que, hasta un pasado relativamente reciente,
la « santificación » del domingo estaba favorecida, en los Países de
tradición cristiana, por una amplia participación popular y casi por la
organización misma de la sociedad civil, que preveía el descanso dominical
como punto fijo en las normas sobre las diversas actividades laborales. Pero
hoy, en los mismos Países en los que las leyes establecen el carácter
festivo de este día, la evolución de las condiciones socioeconómicas a
menudo ha terminado por modificar profundamente los comportamientos
colectivos y por consiguiente la fisonomía del domingo. Se ha consolidado
ampliamente la práctica del « fin de semana », entendido como tiempo semanal
de reposo, vivido a veces lejos de la vivienda habitual, y caracterizado a
menudo por la participación en actividades culturales, políticas y
deportivas, cuyo desarrollo coincide en general precisamente con los días
festivos. Se trata de un fenómeno social y cultural que tiene ciertamente
elementos positivos en la medida en que puede contribuir al respeto de
valores auténticos, al desarrollo humano y al progreso de la vida social en
su conjunto. Responde no sólo a la necesidad de descanso, sino también a la
exigencia de « hacer fiesta », propia del ser humano. Por desgracia, cuando
el domingo pierde el significado originario y se reduce a un puro « fin de
semana », puede suceder que el hombre quede encerrado en un horizonte tan
restringido que no le permite ya ver el « cielo ». Entonces, aunque vestido
de fiesta, interiormente es incapaz de « hacer fiesta ».(7)
A los discípulos de Cristo se pide de todos modos que no confundan la
celebración del domingo, que debe ser una verdadera santificación del día
del Señor, con el « fin de semana », entendido fundamentalmente como tiempo
de mero descanso o diversión. A este respecto, urge una auténtica madurez
espiritual que ayude a los cristianos a « ser ellos mismos », en plena
coherencia con el don de la fe, dispuestos siempre a dar razón de la
esperanza que hay en ellos (cf. 1
P 3,15). Esto ha de
significar también una comprensión más profunda del domingo, para vivirlo,
incluso en situaciones difíciles, con plena docilidad al Espíritu Santo.
5. La situación, desde este punto de vista, se presenta más bien
confusa. Está, por una parte, el ejemplo de algunas Iglesias jóvenes que
muestran con cuanto fervor se puede animar la celebración dominical, tanto
en las ciudades como en los pueblos más alejados. Al contrario, en otras
regiones, debido a las mencionadas dificultades sociológicas y quizás por la
falta de fuertes motivaciones de fe, se da un porcentaje singularmente bajo
de participantes en la liturgia dominical. En la conciencia de muchos fieles
parece disminuir no sólo el sentido de la centralidad de la Eucaristía, sino
incluso el deber de dar gracias al Señor, rezándole junto con otros dentro
de la comunidad eclesial.
A todo esto se añade que, no sólo en los Países de misión, sino
también en los de antigua evangelización, por escasez de sacerdotes a veces
no se puede garantizar la celebración eucarística dominical en cada
comunidad.
6. Ante este panorama de nuevas situaciones y sus consiguientes
interrogantes, parece necesario más que nunca recuperar
las motivaciones doctrinales profundas que
son la base del precepto eclesial, para que todos los fieles vean muy claro
el valor irrenunciable del domingo en la vida cristiana. Actuando así nos
situamos en la perenne tradición de la Iglesia, recordada firmemente por el
Concilio Vaticano II al enseñar que, en el domingo, « los fieles deben
reunirse en asamblea a fin de que, escuchando la Palabra de Dios y
participando en la Eucaristía, hagan memoria de la pasión, resurrección y
gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios que los ha regenerado para una
esperanza viva por medio de la resurrección de Jesucristo de entre los
muertos (cf. 1 P 1,3)
».(8)
7. En efecto, el deber de santificar el domingo, sobre todo con la
participación en la Eucaristía y con un descanso lleno de alegría cristiana
y de fraternidad, se comprende bien si se tienen presentes las múltiples
dimensiones de ese día, al que dedicaremos atención en la presente Carta.
Este es un día que constituye el centro mismo de la vida cristiana. Si
desde el principio de mi Pontificado no me ha cansado de repetir: « ¡No
temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! »,(9)
en esta misma línea quisiera hoy invitar a todos con fuerza a descubrir de
nuevo el domingo: ¡No tengáis miedo de dar vuestro tiempo a Cristo!
Sí, abramos nuestro tiempo a Cristo para que él lo pueda iluminar y dirigir.
Él es quien conoce el secreto del tiempo y el secreto de la eternidad, y nos
entrega « su día » como un don siempre nuevo de su amor. El descubrimiento
de este día es una gracia que se ha de pedir, no sólo para vivir en plenitud
las exigencias propias de la fe, sino también para dar una respuesta
concreta a los anhelos íntimos y auténticos de cada ser humano. El tiempo
ofrecido a Cristo nunca es un tiempo perdido, sino más bien ganado para la
humanización profunda de nuestras relaciones y de nuestra vida.
CAPÍTULO I DIES
DOMINI Celebración
de la obra del Creador
« Por medio de la
Palabra se hizo todo » (Jn 1,3)
8. En la experiencia cristiana el domingo es ante todo una fiesta
pascual, iluminada totalmente por la gloria de Cristo resucitado. Es la
celebración de la « nueva creación ». Pero precisamente este aspecto, si se
comprende profundamente, es inseparable del mensaje que la Escritura, desde
sus primeras páginas, nos ofrece sobre el designio de Dios en la creación
del mundo. En efecto, si es verdad que el Verbo se hizo carne en la «
plenitud de los tiempos » (Ga 4,4),
no es menos verdad que, gracias a su mismo misterio de Hijo eterno del
Padre, es origen y fin del universo. Lo afirma Juan en el prólogo de su
Evangelio: « Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo
nada de lo que se ha hecho » (1,3). Lo subraya también Pablo al escribir a
los Colosenses: « Por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y
terrestres, visibles e invisibles [...]; todo fue creado por él y para él »
(1,16). Esta presencia activa del Hijo en la obra creadora de Dios se reveló
plenamente en el misterio pascual en el que Cristo, resucitando « de entre
los muertos: el primero de todos » (1 Co 15,20),
inauguró la nueva creación e inició el proceso que él mismo llevaría a
término en el momento de su retorno glorioso, « cuando devuelve a Dios Padre
su reino [...], y así Dios lo será todo para todos » (1 Co 15,24.28).
Ya en la mañana de la creación el proyecto de Dios implicaba esta «
misión cósmica » de Cristo. Esta visión
cristocéntrica, proyectada sobre todo el tiempo, estaba presente en la
mirada complaciente de Dios cuando, al terminar todo su trabajo, « bendijo
Dios el día séptimo y lo santificó » (Gn 2,3).
Entonces —según el autor sacerdotal de la primera narración bíblica de la
creación— empezaba el « sábado », tan característico de la primera Alianza,
el cual en cierto modo preanunciaba el día sagrado de la nueva y definitiva
Alianza. El mismo tema del « descanso de Dios » (cf. Gn 2,2)
y del descanso ofrecido al pueblo del Éxodo con la entrada en la tierra
prometida (cf. Ex 33,14; Dt 3,20;
12,9; Jos 21,44; Sal 95
[94],11), en el Nuevo Testamento recibe una nueva luz, la del definitivo «
descanso sabático » (Hb 4,9)
en el que Cristo mismo entró con su resurrección y en el que está llamado a
entrar el pueblo de Dios, perseverando en su actitud de obediencia filial
(cf. Hb 4,3-16).
Es necesario, pues, releer la gran página de la creación y profundizar en la
teología del « sábado », para entrar en la plena comprensión del domingo.
« Al principio creó
Dios el cielo y la tierra » » (Gn 1,1)
9. El estilo poético de la narración genesíaca describe muy bien el
asombro que el hombre prueba ante la inmensidad de la creación y el
sentimiento de adoración que deriva de ello hacia Aquél que sacó de la nada
todas las cosas. Se trata de una página de profundo significado religioso,
un himno al Creador del universo, señalado como el único Señor ante las
frecuentes tentaciones de divinizar el mundo mismo. Es, a la vez, un himno a
la bondad de la creación, plasmada totalmente por la mano poderosa y
misericordiosa de Dios.
« Vio Dios que estaba bien » (Gn 1,10.12,
etc.). Este estribillo, repetido durante la narración, proyecta
una luz positiva sobre cada elemento del universo, dejando entrever al
mismo tiempo el secreto para su comprensión apropiada y para su posible
regeneración: el mundo es bueno en la medida en que permanece vinculado a
sus orígenes y llega a ser bueno de nuevo, después que el pecado lo ha
desfigurado, en la medida en que, con la ayuda de la gracia, vuelve a quien
lo ha hecho. Esta dialéctica, obviamente, no atañe directamente a las cosas
inanimadas y a los animales, sino a los seres humanos, a los cuales se ha
concedido el don incomparable, pero también arriesgado, de la libertad. La
Biblia, después de las narraciones de la creación, pone de relieve este
contraste dramático entre la grandeza del hombre, creado a imagen y
semejanza de Dios, y su caída, que abre en el mundo el ámbito oscuro del
pecado y de la muerte (cf. Gn 3).
10. El cosmos, salido de las manos de Dios, lleva consigo la impronta
de su bondad. Es un mundo bello, digno de ser admirado y gozado, aunque
destinado a ser cultivado y desarrollado. La « conclusión » de la obra de
Dios abre el mundo al trabajo del hombre. « Dio
por concluida Dios en el séptimo día la labor que había hecho »
(Gn 2,2). A través de este
lenguaje antropomórfico del « trabajo » divino, la Biblia no sólo nos abre
una luz sobre la misteriosa relación entre el Creador y el mundo creado,
sino que proyecta también esta luz sobre el papel que el hombre tiene hacia
el cosmos. El « trabajo » de Dios es de alguna manera ejemplar para el
hombre. En efecto, el hombre no sólo está llamado a habitar, sino también a
« construir » el mundo, haciéndose así « colaborador » de Dios. Los primeros
capítulos del Génesis, como exponía en la Encíclica Laborem
exercens, constituyen en cierto sentido el primer « evangelio del
trabajo ».(10) Es una verdad subrayada también por el Concilio Vaticano II:
« El hombre, creado a imagen de Dios, ha recibido el mandato de regir el
mundo en justicia y santidad, sometiendo la tierra con todo cuanto en ella
hay, y, reconociendo a Dios como creador de todas las cosas, de relacionarse
a sí mismo y al universo entero con Él, de modo que, con el sometimiento de
todas las cosas al hombre, sea admirable el nombre de Dios en toda la tierra
».(11)
La realidad sublime del desarrollo de la ciencia, de la técnica, de la
cultura en sus diversas expresiones —desarrollo cada vez más rápido y hoy
incluso vertiginoso— es el fruto, en la historia del mundo, de la misión con
la que Dios confió al hombre y a la mujer el cometido y la responsabilidad
de llenar la tierra y de someterla mediante el trabajo, observando su Ley.
El « shabbat »:
gozoso descanso del Creador
11. Si en la primera página del Génesis es ejemplar para el hombre el
« trabajo » de Dios, lo es también su « descanso ». « Concluyó en el séptimo
día su trabajo » (Gn 2,2).
Aquí tenemos también un antropomorfismo lleno de un fecundo mensaje.
En efecto, el « descanso » de Dios no puede interpretarse banalmente
como una especie de « inactividad » de Dios. El acto creador que está en la
base del mundo es permanente por su naturaleza y Dios nunca cesa de actuar,
como Jesús mismo se preocupa de recordar precisamente con referencia al
precepto del sábado: « Mi Padre actúa siempre y también yo actuó » (Jn 5,17).
El descanso divino del séptimo día no se refiere a un Dios inactivo, sino
que subraya la plenitud de la realización llevada a término y expresa el
descanso de Dios frente a un trabajo « bien hecho » (Gn 1,31),
salido de sus manos para dirigir al mismo una
mirada llena de gozosa complacencia: una mirada « contemplativa », que
ya no aspira a nuevas obras, sino más bien a gozar de la belleza de lo
realizado; una mirada sobre todas las cosas, pero de modo particular sobre
el hombre, vértice de la creación. Es una mirada en la que de alguna manera
se puede intuir la dinámica « esponsal » de la relación que Dios quiere
establecer con la criatura hecha a su imagen, llamándola a comprometerse en
un pacto de amor. Es lo que él realizará progresivamente, en la perspectiva
de la salvación ofrecida a la humanidad entera, mediante la alianza
salvífica establecida con Israel y culminada después en Cristo: será
precisamente el Verbo encarnado, mediante el don escatológico del Espíritu
Santo y la constitución de la Iglesia como su cuerpo y su esposa, quien
distribuirá el don de misericordia y la propuesta del amor del Padre a toda
la humanidad.
12. En el designio del Creador hay una distinción, pero también una
relación íntima entre el orden de la creación y el de la salvación. Ya lo
subraya el Antiguo Testamento cuando pone el mandamiento relativo al « shabbat »
respecto no sólo al misterioso « descanso » de Dios después de los días de
su acción creadora (cf. Ex 20,8-11),
sino también a la salvación ofrecida por él a Israel para
liberarlo de la esclavitud de Egipto (cf. Dt 5,12-15).
El Dios que descansa el séptimo día gozando por su creación es el mismo que
manifiesta su gloria liberando a sus hijos de la opresión del faraón. En uno
y otro caso se podría decir, según una imagen querida por los profetas, que él
se manifiesta como el esposo ante su esposa (cf. Os 2,16-24; Jr 2,2; Is 54,4-8).
En efecto, para comprender el « shabbat »,
el « descanso » de Dios, como sugieren algunos elementos de la tradición
hebraica misma,(12) conviene destacar la intensidad esponsal que
caracteriza, desde el Antiguo al Nuevo Testamento, la relación de Dios con
su pueblo. Así lo expresa, por ejemplo, esta maravillosa página de Oseas: «
Haré en su favor un pacto el día aquel con la bestia del campo, con el ave
del cielo, con el reptil del suelo; arco, espada y guerra los quebraré lejos
de esta tierra, y haré que ellos reposen en seguro. Yo te desposaré conmigo
para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en
compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás al Señor »
(2,20-22).
« Bendijo Dios el
día séptimo y lo santificó » (Gn 2,3)
13. El precepto del sábado, que en la primera Alianza prepara el
domingo de la nueva y eterna Alianza, se basa pues en la profundidad del
designio de Dios. Precisamente por esto el sábado no se coloca junto a los
ordenamientos meramente cultuales, como sucede con tantos otros preceptos,
sino dentro del Decálogo, las « diez palabras » que delimitan los
fundamentos de la vida moral inscrita en el corazón de cada hombre. Al
analizar este mandamiento en la perspectiva de las estructuras fundamentales
de la ética, Israel y luego la Iglesia no lo consideran una mera disposición
de disciplina religiosa comunitaria, sino una
expresión específica e irrenunciable de su relación con Dios, anunciada
y propuesta por la revelación bíblica. Con en esta perspectiva es como se ha
de descubrir hoy este precepto por parte de los cristianos. Si este precepto
tiene también una convergencia natural con la necesidad humana del descanso,
sin embargo es necesario referirse a la fe para descubrir su sentido
profundo y no correr el riesgo de banalizarlo y traicionarlo.
14. El día del descanso es tal ante todo porque es el día « bendecido
» y « santificado » por Dios, o sea, separado de los otros días para ser,
entre todos, el « día del Señor ».
Para comprender plenamente el sentido de esta « santificación » del
sábado, en la primera narración bíblica de la creación, conviene mirar el
conjunto del texto del cual emerge claramente como cada realidad está
orientada, sin excepciones, hacia Dios. El tiempo y el espacio le
pertenecen. Él no es el Dios de un solo día, sino el Dios de todos los días
del hombre.
Por tanto, si él « santifica » el séptimo día con una bendición
especial y lo hace « su día » por excelencia, esto se ha de entender
precisamente en la dinámica profunda del diálogo de alianza, es más, del
diálogo « esponsal ». Es un diálogo de amor que no conoce interrupciones y
que sin embargo no es monocorde. En efecto, se desarrolla considerando las
diversas facetas del amor, desde las manifestaciones ordinarias e indirectas
a las más intensas, que las palabras de la Escritura y los testimonios de
tantos místicos no temen también en describir como imágenes sacadas de la
experiencia del amor nupcial.
15. En realidad, toda la vida del hombre y todo su tiempo deben ser
vividos como alabanza y agradecimiento al Creador. Pero la relación del
hombre con Dios necesita
también momentos de oración explícita, en los que dicha relación se
convierte en diálogo intenso, que implica todas las dimensiones de la
persona. El « día del Señor » es, por excelencia, el día de esta relación,
en la que el hombre eleva a Dios su canto, haciéndose voz de toda la
creación.
Precisamente por esto es también el
día del descanso. La interrupción del ritmo a menudo avasallador de las
ocupaciones expresa, con el lenguaje plástico de la « novedad » y del «
desapego », el reconocimiento de la dependencia propia y del cosmos respecto
a Dios. ¡Todo es de Dios! El día del Señor recalca continuamente este
principio. El « sábado » ha sido pues interpretado sugestivamente como un
elemento típico de aquella especie de « arquitectura sacra » del tiempo que
caracteriza la revelación bíblica.(13) El sábado recuerda que el
tiempo y la historia pertenecen a Dios y
que el hombre no puede dedicarse a su obra de colaborador del Creador en el
mundo sin tomar constantemente conciencia de esta verdad.
« Recordar » para «
santificar »
16. El mandamiento del Decálogo con el que Dios impone la observancia
del sábado tiene, en el libro del Éxodo, una formulación característica: «
Recuerda el día del sábado para santificarlo » (20,8). Más adelante el texto
inspirado da su motivación refiriéndose a la obra de Dios: « Pues en seis
días hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y todo cuanto contienen, y
el séptimo descansó; por eso bendijo el Señor el día del sábado y lo hizo
sagrado » (11). Antes de imponer algo que hacer el
mandamiento señala algo que recordar.
Invita a recordar la obra grande y fundamental de Dios como es la creación.
Es un recuerdo que debe animar toda la vida religiosa del hombre, para
confluir después en el día en que el hombre es llamado a descansar. El
descanso asume así un valor típicamente sagrado: el fiel es invitado a
descansar no sólo como Dios
ha descansado, sino a descansar en
el Señor, refiriendo a él
toda la creación, en la alabanza, en la acción de gracias, en la intimidad
filial y en la amistad esponsal.
17. El tema del « recuerdo » de las maravillas hechas por Dios, en
relación con el descanso sabático, se encuentra también en el texto del
Deuteronomio (5,12-15), donde el fundamento del precepto se apoya no tanto
en la obra de la creación, cuanto en la de la liberación llevada a cabo por
Dios en el Éxodo: « Recuerda que fuiste esclavo en el país de Egipto y que
el Señor tu Dios te sacó de allí con mano fuerte y tenso brazo; por eso el
Señor tu Dios te ha mandado guardar el día del sábado » (Dt 5,15).
Esta formulación parece complementaria de la anterior. Consideradas
juntas, manifiestan el sentido del « día del Señor » en una perspectiva
unitaria de teología de la creación y de la salvación. El contenido del
precepto no es pues primariamente una interrupción del
trabajo, sino la celebración de
las maravillas obradas por Dios.
En la medida en que este « recuerdo », lleno
de agradecimiento y alabanza hacia Dios, está vivo, el descanso del
hombre, en el día del Señor, asume también su pleno significado. Con el
descanso el hombre entra en la dimensión del « descanso » de Dios y
participa del mismo profundamente, haciéndose así capaz de experimentar la
emoción de aquel mismo gozo que el Creador experimentó después de la
creación viendo « cuanto había hecho, y todo estaba muy bien » (Gn 1,31).
Del sábado al
domingo
18. Dado que el tercer mandamiento depende
esencialmente del recuerdo de las obras salvíficas de Dios, los cristianos,
percibiendo la originalidad del tiempo nuevo y definitivo inaugurado por
Cristo, han asumido como festivo el primer día después del sábado, porque en
él tuvo lugar la resurrección del Señor. En efecto, el misterio pascual de
Cristo es la revelación plena del misterio de los orígenes, el vértice de la
historia de la salvación y la anticipación del fin escatológico del mundo.
Lo que Dios obró en la creación y lo que hizo por su pueblo en el Éxodo
encontró en la muerte y resurrección de Cristo su cumplimiento, aunque la
realización definitiva se descubrirá sólo en la parusía con
su venida gloriosa. En él se realiza plenamente el sentido « espiritual »
del sábado, como subraya san Gregorio Magno: « Nosotros consideramos como
verdadero sábado la persona de nuestro Redentor, Nuestro Señor Jesucristo
».(14) Por esto, el gozo con el que Dios contempla la creación, hecha de la
nada en el primer sábado de la humanidad, está ya expresado por el gozo con
el que Cristo, el domingo de Pascua, se apareció a los suyos llevándoles el
don de la paz y del Espíritu (cf. Jn 20,19-23).
En efecto, en el misterio pascual la condición humana y con ella toda la
creación, « que gime y sufre hasta hoy los dolores de parto » (Rm 8,22),
ha conocido su nuevo « éxodo » hacia la libertad de los hijos de Dios que
pueden exclamar, con Cristo, « ¡Abbá, Padre! » (Rm 8,15; Ga 4,6).
A la luz de este misterio, el sentido del precepto veterotestamentario sobre
el día del Señor es recuperado, integrado y revelado plenamente en la gloria
que brilla en el rostro de Cristo resucitado (cf. 2
Co 4,6). Del « sábado » se
pasa al « primer día después del sábado »; del séptimo día al primer día: el dies
Domini se convierte en el dies
Christi!
CAPÍTULO II DIES
CHRISTI El
día del Señor resucitado y el don del Espíritu
La Pascua semanal
19. « Celebramos el domingo por la venerable resurrección de Nuestro
Señor Jesucristo, no sólo en Pascua, sino cada semana »: así escribía, a
principios del siglo V, el Papa Inocencio I,(15) testimoniando una práctica
ya consolidada que se había ido desarrollando desde los primeros años
después de la resurrección del Señor. San Basilio habla del « santo domingo,
honrado por la resurrección del Señor, primicia de todos los demás días
».(16) San Agustín llama al domingo « sacramento de la Pascua ».(17)
Esta profunda relación del domingo con la resurrección del Señor es
puesta de relieve con fuerza por todas las Iglesias, tanto en Occidente como
en Oriente. En la tradición de las Iglesias orientales, en particular, cada
domingo es la anastásimos
heméra, el día de la resurrección,(18) y precisamente por ello es el
centro de todo el culto.
A la luz de esta tradición ininterrumpida y universal, se ve
claramente que, aunque el día del Señor tiene sus raíces —como se ha dicho—
en la obra misma de la creación y, más directamente, en el misterio del «
descanso » bíblico de Dios, sin embargo, se debe hacer referencia específica
a la resurrección de Cristo para comprender plenamente su significado. Es lo
que sucede con el domingo cristiano, que cada semana propone a la
consideración y a la vida de los fieles el acontecimiento pascual, del que
brota la salvación del mundo.
20. Según el concorde testimonio evangélico, la resurrección de
Jesucristo de entre los muertos tuvo lugar « el primer día después del
sábado » (Mc 16,2.9; Lc 24,1; Jn 20,1).
Aquel mismo día el Resucitado se manifestó a los dos discípulos de Emaús
(cf. Lc 24,
13-35) y se apareció a los once Apóstoles reunidos (cf. Lc 24,36; Jn 20,19).
Ocho días después —como testimonia el Evangelio de Juan (cf. 20,26)— los
discípulos estaban nuevamente reunidos cuando Jesús se les apareció y se
hizo reconocer por Tomás, mostrándole las señales de la pasión. Era domingo
el día de Pentecostés, primer día de la octava semana después de la pascua
judía (cf. Hch 2,1),
cuando con la efusión del Espíritu Santo se cumplió la promesa hecha por
Jesús a los Apóstoles después de la resurrección (cf. Lc 24,49; Hch 1,4-5).
Fue el día del primer anuncio y de los primeros bautismos: Pedro proclamó a
la multitud reunida que Cristo había resucitado y « los que acogieron su
palabra fueron bautizados �� (Hch 2,41).
Fue la epifanía de la Iglesia, manifestada como pueblo en el que se
congregan en unidad, más allá de toda diversidad, los hijos de Dios
dispersos.
El primer día de la
semana
21. Sobre esta base y desde los tiempos apostólicos, « el primer día
después del sábado », primero de la semana, comenzó a marcar el ritmo mismo
de la vida de los discípulos de Cristo (cf. 1
Co 16,2). « Primer día
después del sábado » era también cuando los fieles de Tróada se encontraban
reunidos « para la fracción del pan », Pablo les dirigió un discurso de
despedida y realizó un milagro para reanimar al joven Eutico (cf. Hch 20,7-12).
El libro del Apocalipsis testimonia la costumbre de llamar a este primer día
de la semana el « día del Señor » (1,10). De hecho, ésta será una de las
características que distinguirá a los cristianos respecto al mundo
circundante. Lo advertía, desde principios del siglo II, el gobernador de
Bitinia, Plinio el Joven, constatando la costumbre de los cristianos « de
reunirse un día fijo antes de salir el sol y de cantar juntos un himno a
Cristo como a un dios ».(19) En efecto, cuando los cristianos decían « día
del Señor », lo hacían dando a este término el pleno significado que deriva
del mensaje pascual: « Cristo Jesús es Señor » (Fl 2,11;
cf. Hch 2,36; 1
Co 12,3). De este modo se
reconocía a Cristo el mismo título con el que los Setenta traducían, en la
revelación del Antiguo Testamento, el nombre propio de Dios, JHWH, que no
era lícito pronunciar.
22. En los primeros tiempos de la Iglesia el ritmo semanal de los días
no era conocido generalmente en las regiones donde se difundía el Evangelio,
y los días festivos de los calendarios griego y romano no coincidían con el
domingo cristiano. Esto comportaba para los cristianos una notable
dificultad para observar el día del Señor con su carácter fijo semanal. Así
se explica por qué los cristianos se veían obligados a reunirse antes del
amanecer.(20) Sin embargo, se imponía la fidelidad al ritmo semanal, basada
en el Nuevo Testamento y vinculada a la revelación del Antiguo Testamento.
Lo subrayan los Apologístas y los Padres de la Iglesia en sus escritos y
predicaciones. El misterio pascual era ilustrado con aquellos textos de la
Escritura que, según el testimonio de san Lucas (cf. 24,27.44-47), Cristo
resucitado debía haber explicado a los discípulos. A la luz de esos textos,
la celebración del día de la resurrección asumía un valor doctrinal y
simbólico capaz de expresar toda la novedad del misterio cristiano.
Diferencia
progresiva del sábado
23. La catequesis de los primeros siglos insiste en esta novedad,
tratando de distinguir el domingo del sábado judío. El sábado los judíos
debían reunirse en la sinagoga y practicar el descanso prescrito por la Ley.
Los Apóstoles, y en particular san Pablo, continuaron frecuentando en un
primer momento la sinagoga para anunciar a Jesucristo, comentando « las
escrituras de los profetas que se leen cada sábado » (Hch 13,27).
En algunas comunidades se podía ver como la observancia del sábado coexistía
con la celebración dominical. Sin embargo, bien pronto se empezó a
distinguir los dos días de forma cada vez más clara, sobre todo para
reaccionar ante la insistencia de los cristianos que, proviniendo del
judaísmo, tendían a conservar la obligación de la antigua Ley. San Ignacio
de Antioquía escribe: « Si los que se habían criado en el antiguo orden de
cosas vinieron a una nueva esperanza, no guardando ya el sábado, sino
viviendo según el día del Señor, día en el que surgió nuestra vida por medio
de él y de su muerte [...], misterio por el cual recibimos la fe y en el
cual perseveramos para ser hallados como discípulos de Cristo, nuestro único
Maestro, ¿cómo podremos vivir sin él, a quien los profetas, discípulos suyos
en el Espíritu, esperaban como a su maestro? ».(21) A su vez, san Agustín
observa: « Por esto el Señor imprimió también su sello a su día, que es el
tercero después de la pasión. Este, sin embargo, en el ciclo semanal es el
octavo después del séptimo, es decir, después del sábado hebraico y el
primer día de la semana ».(22) La diferencia del domingo respecto al sábado
judío se fue consolidando cada vez más en la conciencia eclesial, aunque en
ciertos períodos de la historia, por el énfasis dado a la obligación del
descanso festivo, se dará una cierta tendencia de « sabatización » del día
del Señor. No han faltado sectores de la cristiandad en los que el sábado y
el domingo se han observado como « dos días hermanos ».(23)
El día de la nueva
creación
24. La comparación del domingo cristiano con la concepción sabática,
propia del Antiguo Testamento, suscitó también investigaciones teológicas de
gran interés. En particular, se puso de relieve la singular conexión entre
la resurrección y la creación. En efecto, la reflexión cristiana relacionó
espontáneamente la resurrección ocurrida « el primer día de la semana » con
el primer día de aquella semana cósmica (cf. Gn 1,1-2,4),
con la que el libro del Génesis narra el hecho de la creación: el día de la
creación de la luz (cf. 1,3-5). Esta relación invita a comprender la
resurrección como inicio de una nueva creación, cuya primicia es Cristo
glorioso, siendo él, « primogénito de toda la creación » (Col 1,15),
también el « primogénito de entre los muertos » (Col 1,18).
25. El domingo es pues el día en el cual, más que en ningún otro, el
cristiano está llamado a recordar la salvación que, ofrecida en el bautismo,
le hace hombre nuevo en Cristo. « Sepultados con él en el bautismo, con él
también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que resucitó de
entre los muertos » (Col 2,12;
cf. Rm 6,4-6).
La liturgia señala esta dimensión bautismal del domingo, sea exhortando a
celebrar los bautismos, además de en la Vigilia pascual, también en este día
semanal « en que la Iglesia conmemora la resurrección del Señor »,24 sea
sugiriendo, como oportuno rito penitencial al inicio de la Misa, la
aspersión con el agua bendita, que recuerda el bautismo con el que nace toda
existencia cristiana.(25)
El octavo día,
figura de la eternidad
26. Por otra parte, el hecho de que el sábado fuera el séptimo día de
la semana llevó a considerar el día del Señor a la luz de un simbolismo
complementario, muy querido por los Padres: el domingo, además de primer
día, es también el « día octavo », situado, respecto a la sucesión
septenaria de los días, en una posición única y trascendente, evocadora no
sólo del inicio del tiempo, sino también de su final en el « siglo futuro ».
San Basilio explica que el domingo significa el día verdaderamente único que
seguirá al tiempo actual, el día sin término que no conocerá ni tarde ni
mañana, el siglo imperecedero que no podrá envejecer; el domingo es el
preanuncio incesante de la vida sin fin que reanima la esperanza de los
cristianos y los alienta en su camino.(26) En la perspectiva del último día,
que realiza plenamente el simbolismo anticipador del sábado, san Agustín
concluye las Confesiones hablando del eschaton como
« paz del descanso, paz del sábado, paz sin ocaso ».(27) La celebración del
domingo, día « primero » y a la vez « octavo », proyecta al cristiano hacia
la meta de la vida eterna.(28)
El día de Cristo-luz
27. En esta perspectiva cristocéntrica se comprende otro valor
simbólico que la reflexión creyente y la práctica pastoral dieron al día del
Señor. En efecto, una aguda intuición pastoral sugirió a la Iglesia
cristianizar, para el domingo, el contenido del « día del sol », expresión
con la que los romanos denominaban este día y que aún hoy aparece en algunas
lenguas contemporáneas,(29) apartando a los fieles de la seducción de los
cultos que divinizaban el sol y orientando la celebración de este día hacia
Cristo, verdadero « sol » de la humanidad. San Justino, escribiendo a los
paganos, utiliza la terminología corriente para señalar que los cristianos
hacían su reunión « en el día llamado del sol »,(30) pero la referencia a
esta expresión tiene ya para los creyentes un sentido nuevo, perfectamente
evangélico.(31) En efecto, Cristo es la luz del mundo (cf. Jn 9,5;
cf. también 1,4-5.9), y el día conmemorativo de su resurrección es el
reflejo perenne, en la sucesión semanal del tiempo, de esta epifanía de su
gloria. El tema del domingo como día iluminado por el triunfo de Cristo
resucitado encuentra un eco en la Liturgia de las Horas(32) y tiene un
particular énfasis en la vigilia nocturna que en las liturgias orientales
prepara e introduce el domingo. Al reunirse en este día la Iglesia hace
suyo, de generación en generación, el asombro de Zacarías cuando dirige su
mirada hacia Cristo anunciándolo como el « sol que nace de lo alto para
iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte » (Lc1,78-79),
y vibra en sintonía con la
alegría experimentada por Simeón al tomar en brazos al Niño divino venido
como « luz para alumbrar a las naciones » (Lc 2,32).
El día del don del
Espíritu
28. Día de la luz, el domingo podría llamarse también, con referencia
al Espíritu Santo, día del « fuego ». En efecto, la luz de Cristo está
íntimamente vinculada al « fuego » del Espíritu y ambas imágenes indican el
sentido del domingo cristiano.(33) Apareciéndose a los Apóstoles la tarde de
Pascua, Jesús sopló sobre ellos y les dijo: « Recibid el Espíritu Santo. A
quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los
retengáis, les quedan retenidos » (Jn 20,22-23).
La efusión del Espíritu fue el gran don del Resucitado a sus discípulos el
domingo de Pascua. Era también domingo cuando, cincuenta días después de la
resurrección, el Espíritu, como « viento impetuoso » y « fuego » (Hch 2,2-3),
descendió con fuerza sobre los Apóstoles reunidos con María. Pentecostés no
es sólo el acontecimiento originario, sino el misterio que anima
permanentemente a la Iglesia.(34) Si este acontecimiento tiene su tiempo
litúrgico fuerte en la celebración anual con la que se concluye el « gran
domingo »,(35) éste, precisamente por su íntima conexión con el misterio
pascual, permanece también inscrito en el sentido profundo de cada domingo.
La « Pascua de la semana » se convierte así como en el « Pentecostés de la
semana », donde los cristianos reviven la experiencia gozosa del encuentro
de los Apóstoles con el Resucitado, dejándose vivificar por el soplo de su
Espíritu.
El día de la fe
29. Por todas estas dimensiones que lo caracterizan, el domingo es por
excelencia el día de la fe.
En él el Espíritu Santo, « memoria » viva de la Iglesia (cf. Jn 14,
26), hace de la primera manifestación del Resucitado un acontecimiento que
se renueva en el « hoy » de cada discípulo de Cristo. Ante él, en la
asamblea dominical, los creyentes se sienten interpelados como el apóstol
Tomás: « Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi
costado, y no seas incrédulo sino creyente » (Jn 20,
27). Sí, el domingo es el día de la fe. Lo subraya el hecho de que la
liturgia eucarística dominical, así como la de las solemnidades litúrgicas,
prevé la profesión de fe. El « Credo », recitado o cantado, pone de relieve
el carácter bautismal y pascual del domingo, haciendo del mismo el día en el
que, por un título especial, el bautizado renueva su adhesión a Cristo y a
su Evangelio con la vivificada conciencia de las promesas bautismales.
Acogiendo la Palabra y recibiendo el Cuerpo del Señor, contempla a Jesús
resucitado, presente en los « santos signos », y confiesa con el apóstol
Tomás « Señor mío y Dios mío » (Jn 20,28).
¡ Un día
irrenunciable !
30. Se comprende así por qué, incluso en el contexto de las
dificultades de nuestro tiempo, la identidad de este día debe ser
salvaguardada y sobre todo vivida profundamente. Un autor oriental de
principios del siglo III refiere que ya entonces en cada región los fieles
santificaban regularmente el domingo.(36) La práctica espontánea pasó a ser
después norma establecida jurídicamente: el día del Señor ha marcado la
historia bimilenaria de la Iglesia. ¿Cómo se podría pensar que no continúe
caracterizando su futuro? Los problemas que en nuestro tiempo pueden hacer
más difícil la práctica del precepto dominical encuentran una Iglesia
sensible y maternalmente atenta a las condiciones de cada uno de sus hijos.
En particular, se siente llamada a una nueva labor catequética y pastoral,
para que ninguno, en las condiciones normales de vida, se vea privado del
flujo abundante de gracia que lleva consigo la celebración del día del
Señor. En este mismo sentido, ante una hipótesis de reforma del calendario
eclesial en relación con variaciones de los sistemas del calendario civil,
el Concilio Ecuménico Vaticano II declara que la Iglesia « no se opone a los
diferentes sistemas [...], siempre que garanticen y conserven la semana de
siete días con el domingo ».(37) A las puertas del tercer Milenio, la
celebración del domingo cristiano, por los significados que evoca y las
dimensiones que implica en relación con los fundamentos mismos de la fe,
continúa siendo un elemento característico de la identidad cristiana.
CAPÍTULO III DIES
ECCLESIAE La
asamblea eucarística, centro del domingo
La presencia del
Resucitado
31. « Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28,20).
Esta promesa de Cristo sigue siendo escuchada en la Iglesia como secreto
fecundo de su vida y fuente de su esperanza. Aunque el domingo es el día de
la resurrección, no es sólo el recuerdo de un acontecimiento pasado, sino
que es celebración de la presencia viva del Resucitado en medio de los
suyos.
Para que esta presencia sea anunciada y vivida de manera adecuada no
basta que los discípulos de Cristo oren individualmente y recuerden en su
interior, en lo recóndito de su corazón, la muerte y resurrección de Cristo.
En efecto, los que han recibido la gracia del bautismo no han sido salvados
sólo a título personal, sino como miembros del Cuerpo místico, que han
pasado a formar parte del Pueblo de Dios.(38) Por eso es importante que se
reúnan, para expresar así plenamente la identidad misma de la Iglesia, la ekklesía,
asamblea convocada por el Señor resucitado, el cual ofreció su vida « para
reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos » (Jn 11,52).
Todos ellos se han hecho « uno » en Cristo (cf. Ga 3,28)
mediante el don del Espíritu. Esta unidad se manifiesta externamente cuando
los cristianos se reúnen: toman entonces plena conciencia y testimonian al
mundo que son el pueblo de los redimidos formado por « hombres de toda raza,
lengua, pueblo y nación » (Ap 5,9).
En la asamblea de los discípulos de Cristo se perpetúa en el tiempo la
imagen de la primera comunidad cristiana, descrita como modelo por Lucas en
los Hechos de los Apóstoles, cuando relata que los primeros bautizados «
acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la
fracción del pan y a las oraciones » (2,42).
La asamblea
eucarística
32. Esta realidad de la vida eclesial tiene en la Eucaristía no
sólo una fuerza expresiva especial, sino como su « fuente ».(39) La
Eucaristía nutre y modela a la Iglesia: « Porque aun siendo muchos, un solo
pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan » (1
Co10,17). Por esta relación vital con el sacramento del Cuerpo
y Sangre del Señor, el misterio de la Iglesia es anunciado, gustado y vivido
de manera insuperable en la Eucaristía.(40)
La dimensión intrínsecamente eclesial de la Eucaristía se realiza cada
vez que se celebra. Pero se expresa de manera particular el día en el que
toda la comunidad es convocada para conmemorar la resurrección del Señor. El
Catecismo de la Iglesia Católica enseña de manera significativa que « la
celebración dominical del día y de la Eucaristía del Señor tiene un papel
principalísimo en la vida de la Iglesia ».(41)
33. En efecto, precisamente en la Misa dominical es donde los
cristianos reviven de manera particularmente intensa la experiencia que
tuvieron los Apóstoles la tarde de Pascua, cuando el Resucitado se les
manifestó estando reunidos (cf. Jn 20,19).
En aquel pequeño núcleo de discípulos, primicia de la Iglesia, estaba en
cierto modo presente el Pueblo de Dios de todos los tiempos. A través de su
testimonio llega a cada generación de los creyentes el saludo de Cristo,
lleno del don mesiánico de la paz, comprada con su sangre y ofrecida junto
con su Espíritu: « ¡Paz a vosotros! » Al volver Cristo entre ellos « ocho
días más tarde » (Jn 20,26),
se ve prefigurada en su origen la costumbre de la comunidad cristiana de
reunirse cada octavo día, en el « día del Señor » o domingo, para profesar
la fe en su resurrección y recoger los frutos de la bienaventuranza
prometida por él: « Dichosos los que no han visto y han creído » (Jn 20,29).
Esta íntima relación entre la manifestación del Resucitado y la Eucaristía
es sugerida por el Evangelio de Lucas en la narración sobre los dos
discípulos de Emaús, a los que acompañó Cristo mismo, guiándolos hacia la
comprensión de la Palabra y sentándose después a la mesa con ellos, que lo
reconocieron cuando « tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo
iba dando » (24,30). Los gestos de Jesús en este relato son los mismos que
él hizo en la Última Cena, con una clara alusión a la « fracción del pan »,
como se llamaba a la Eucaristía en la primera generación cristiana.
La Eucaristía
dominical
34. Ciertamente, la Eucaristía dominical no tiene en sí misma un
estatuto diverso de la que se celebra cualquier otro día, ni es separable de
toda la vida litúrgica y sacramental. Ésta es, por su naturaleza, una
epifanía de la Iglesia,(42) que tiene su momento más significativo cuando la
comunidad diocesana se reúne en oración con su propio Pastor: « La principal
manifestación de la Iglesia tiene lugar en la participación plena y activa
de todo el Pueblo santo de Dios en las mismas celebraciones litúrgicas,
especialmente en la misma Eucaristía, en una misma oración, junto a un único
altar, que el Obispo preside rodeado de su presbiterio y sus ministros
».(43) La vinculación con el Obispo y con toda la comunidad eclesial es
propia de cada liturgia eucarística, que se celebre en cualquier día de la
semana, aunque no sea presidida por él. Lo expresa la mención del Obispo en
la oración eucarística.
La Eucaristía dominical, sin embargo, con la obligación de la
presencia comunitaria y la especial solemnidad que la caracterizan,
precisamente porque se celebra « el día en que Cristo ha vencido a la muerte
y nos ha hecho partícipes de su vida inmortal »,(44) subraya con nuevo
énfasis la propia dimensión eclesial, quedando como paradigma para las otras
celebraciones eucarísticas. Cada comunidad, al reunir a todos sus miembros
para la « fracción del pan », se siente como el lugar en el que se realiza
concretamente el misterio de la Iglesia. En la celebración misma la
comunidad se abre a la comunión con la Iglesia universal,(45) implorando al
Padre que se acuerde « de la Iglesia extendida por toda la tierra », y la
haga crecer, en la unidad de todos los fieles con el Papa y con los Pastores
de cada una de las Iglesias, hasta su perfección en el amor.
El día de la Iglesia
35. El dies Domini se
manifiesta así también como dies
Ecclesiae. Se comprende entonces por qué la dimensión comunitaria de la
celebración dominical deba ser particularmente destacada a nivel pastoral.
Como he tenido oportunidad de recordar en otra ocasión, entre las numerosas
actividades que desarrolla una parroquia « ninguna es tan vital o formativa
para la comunidad como la celebración dominical del día del Señor y de su
Eucaristía ».(46) En este sentido, el Concilio Vaticano II ha recordado la
necesidad de « trabajar para que florezca el sentido de comunidad
parroquial, sobre todo en la celebración común de la misa dominical ».(47)
En la misma línea se sitúan las orientaciones litúrgicas sucesivas, pidiendo
que las celebraciones eucarísticas que normalmente tienen lugar en otras
iglesias y capillas estén coordinadas con la celebración de la iglesia
parroquial, precisamente para « fomentar el sentido de la comunidad
eclesial, que se manifiesta y alimenta especialmente en la celebración
comunitaria del domingo, sea en torno al Obispo, especialmente en la
catedral, sea en la asamblea parroquial, cuyo pastor hace las veces del
Obispo ».(48)
36. La asamblea dominical es un lugar privilegiado de unidad. En
efecto, en ella se celebra el sacramentum
unitatis que caracteriza
profundamente a la Iglesia, pueblo reunido « por » y « en » la unidad del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.(49) En dicha asamblea las familias
cristianas viven una de las manifestaciones más cualificadas de su identidad
y de su « ministerio » de « iglesias domésticas », cuando los padres
participan con sus hijos en la única mesa de la Palabra y del Pan de
vida.(50) A este respecto, se ha de recordar que corresponde ante todo a los
padres educar a sus hijos para la participación en la Misa dominical,
ayudados por los catequistas, los cuales se han de preocupar de incluir en
el proceso formativo de los muchachos que les han sido confiados la
iniciación a la Misa, ilustrando el motivo profundo de la obligatoriedad del
precepto. A ello contribuirá también, cuando las circunstancias lo
aconsejen, la celebración de Misas para niños, según las varias modalidades
previstas por las normas litúrgicas.(51)
En las Misas dominicales de la parroquia, como « comunidad eucarística
»,(52) es normal que se encuentren los grupos, movimientos, asociaciones y
las pequeñas comunidades religiosas presentes en ella. Esto les permite
experimentar lo que es más profundamente común para ellos, más allá de las
orientaciones espirituales específicas que legítimamente les caracterizan,
con obediencia al discernimiento de la autoridad eclesial.(53) Por esto en
domingo, día de la asamblea, no se han de fomentar las Misas de los grupos
pequeños: no se trata únicamente de evitar que a las asambleas parroquiales
les falte el necesario ministerio de los sacerdotes, sino que se ha de
procurar salvaguardar y promover plenamente la unidad de la comunidad
eclesial.(54) Corresponde al prudente discernimiento de los Pastores de las
Iglesias particulares autorizar una eventual y muy concreta derogación de
esta norma, en consideración de particulares exigencias formativas y
pastorales, teniendo en cuenta el bien de las personas y de los grupos, y
especialmente los frutos que pueden beneficiar a toda la comunidad
cristiana.
Pueblo peregrino
37. En la perspectiva del camino de la Iglesia en el tiempo, la
referencia a la resurrección de Cristo y el ritmo semanal de esta solemne
conmemoración ayudan a recordar el
carácter peregrino y la dimensión escatológica del Pueblo de Dios. En
efecto, de domingo en domingo, la Iglesia se encamina hacia el último « día
del Señor », el domingo que no tiene fin. En realidad, la espera de la
venida de Cristo forma parte del misterio mismo de la Iglesia(55) y se hace
visible en cada celebración eucarística. Pero el día del Señor, al recordar
de manera concreta la gloria de Cristo resucitado, evoca también con mayor
intensidad la gloria futura de su « retorno ». Esto hace del domingo el día
en el que la Iglesia, manifestando más claramente su carácter « esponsal »,
anticipa de algún modo la realidad escatológica de la Jerusalén celestial.
Al reunir a sus hijos en la asamblea eucarística y educarlos para la espera
del « divino Esposo », la Iglesia hace como un « ejercicio del deseo »,(56)
en el que prueba el gozo de los nuevos cielos y de la nueva tierra, cuando
la ciudad santa, la nueva Jerusalén, bajará del cielo, de junto a Dios, «
engalanada como una novia ataviada para su esposo » (Ap 21,2).
Día de la esperanza
38. Desde este punto de vista, si el domingo es el día de la fe, no es
menos el día de la esperanza
cristiana. En efecto, la participación en la « cena del Señor » es
anticipación del banquete escatológico por las « bodas del Cordero » (Ap 19,9).
Al celebrar el memorial de Cristo, que resucitó y ascendió al cielo, la
comunidad cristiana está a la espera de « la gloriosa venida de nuestro
Salvador Jesucristo ».(57) Vivida y alimentada con este intenso ritmo
semanal, la esperanza cristiana es fermento y luz de la esperanza humana
misma. Por este motivo, en la oración « universal » se recuerdan no sólo las
necesidades de la comunidad cristiana, sino las de toda la humanidad; la
Iglesia, reunida para la celebración de la Eucaristía, atestigua así al
mundo que hace suyos « el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de
los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los
afligidos ».(58) Finalmente, la Iglesia, —al culminar con el ofrecimiento
eucarístico dominical el testimonio que sus hijos, inmersos en el trabajo y
los diversos cometidos de la vida, se esfuerzan en dar todos los días de la
semana con el anuncio del Evangelio y la práctica de la caridad—, manifiesta
de manera más evidente que es « como un sacramento o signo e instrumento de
la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano ».(59)
La mesa de la
Palabra
39. En la asamblea dominical, como en cada celebración eucarística, el
encuentro con el Resucitado se realiza mediante la participación en la doble
mesa de la Palabra y del Pan de vida. La primera continúa ofreciendo la
comprensión de la historia de la salvación y, particularmente, la del
misterio pascual que el mismo Jesús resucitado dispensó a los discípulos: «
está presente en su palabra, pues es él mismo el que habla cuando se lee en
la Iglesia la Sagrada Escritura ».(60) En la segunda se hace real,
sustancial y duradera la presencia del Señor resucitado a través del
memorial de su pasión y resurrección, y se ofrece el Pan de vida que es
prenda de la gloria futura. El Concilio Vaticano II ha recordado que « la
liturgia de la palabra y la liturgia eucarística, están tan estrechamente
unidas entre sí, que constituyen un único acto de culto ».(61) El mismo
Concilio ha establecido que, « para que la mesa de la Palabra de Dios se
prepare con mayor abundancia para los fieles, ábranse con mayor amplitud los
tesoros bíblicos ».(62) Ha dispuesto, además, que en las Misas de los
domingos, así como en las de los días de precepto, no se omita la homilía si
no es por causa grave.(63) Estas oportunas disposiciones han tenido un eco
fiel en la reforma litúrgica, a propósito de la cual el Papa Pablo VI, al
comentar la abundancia de lecturas bíblicas que se ofrecen para los domingos
y días festivos, escribía: « Todo esto se ha ordenado con el fin de aumentar
cada vez más en los fieles el "hambre y sed de escuchar la palabra del
Señor" (cf. Am 8,11)
que, bajo la guía del Espíritu Santo, impulse al pueblo de la nueva alianza
a la perfecta unidad de la Iglesia ».(64)
40. Transcurridos más de treinta años desde el Concilio, es necesario
verificar, mientras reflexionamos sobre la Eucaristía dominical, de que
manera se proclama la Palabra de Dios, así como el crecimiento efectivo del
conocimiento y del aprecio por la Sagrada Escritura en el Pueblo de
Dios.(65) Ambos aspectos, el de la celebración y
el de la experiencia vivida,
se relacionan íntimamente. Por una parte, la posibilidad ofrecida por el
Concilio de proclamar la Palabra de Dios en la lengua propia de la comunidad
que participa, debe llevar a sentir una « nueva responsabilidad » ante la
misma, haciendo « resplandecer, desde el mismo modo de leer o de cantar, el
carácter peculiar del texto sagrado ».(66) Por otra, es preciso que la
escucha de la Palabra de Dios proclamada esté bien preparada en el ánimo de
los fieles por un conocimiento adecuado de la Sagrada Escritura y, donde sea
posible pastoralmente, por iniciativas
específicas de profundización de los textos bíblicos, especialmente los
de las Misas festivas. En efecto, si la lectura del texto sagrado, hecha con
espíritu de oración y con docilidad a la interpretación eclesial,(67) no
anima habitualmente la vida de las personas y de las familias cristianas, es
difícil que la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios pueda, por sí
sola, producir los frutos esperados. Son muy loables, pues, las iniciativas
con las que las comunidades parroquiales, preparan la liturgia dominical
durante la semana, comprometiendo a cuantos participan en la Eucaristía
—sacerdotes, ministros y fieles—,(68) a reflexionar previamente sobre la
Palabra de Dios que será proclamada. El objetivo al que se ha de tender es
que toda la celebración, en cuanto oración, escucha, canto, y no sólo la
homilía, exprese de algún modo el mensaje de la liturgia dominical, de
manera que éste pueda incidir más eficazmente en todos los que toman parte
en ella. Naturalmente se confía mucho en la responsabilidad de quienes
ejercen el ministerio de la Palabra. A ellos les toca preparar con
particular cuidado, mediante el estudio del texto sagrado y la oración, el
comentario a la palabra del Señor, expresando fielmente sus contenidos y
actualizándolos en relación con los interrogantes y la vida de los hombres
de nuestro tiempo.
41. No se ha de olvidar, por lo demás, que la
proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto
de la asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de
catequesis, sino que es el
diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas
de la salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la alianza.
El Pueblo de Dios, por su parte, se siente llamado a responder a este
diálogo de amor con la acción de gracias y la alabanza, pero verificando al
mismo tiempo su fidelidad en el esfuerzo de una continua « conversión ». La
asamblea dominical compromete de este modo a una renovación interior de las
promesas bautismales, que en cierto modo están implícitas al recitar el
Credo y que la liturgia prevé expresamente en la celebración de la vigilia
pascual o cuando se administra el bautismo durante la Misa. En este marco,
la proclamación de la Palabra en la celebración eucarística del domingo
adquiere el tono solemne que ya el Antiguo Testamento preveía para los
momentos de renovación de la Alianza, cuando se proclamaba la Ley y la
comunidad de Israel era llamada, como el pueblo del desierto a los pies del
Sinaí (cf. Ex 19,7-8;
24,3.7), a confirmar su « sí », renovando la opción de fidelidad a Dios y de
adhesión a sus preceptos. En efecto, Dios, al comunicar su Palabra, espera
nuestra respuesta; respuesta que Cristo dio ya por nosotros con su « Amén »
(cf. 2 Co 1,20-22)
y que el Espíritu Santo hace resonar en nosotros de modo que lo que se ha
escuchado impregne profundamente nuestra vida.(69)
La mesa del Cuerpo
de Cristo
42. La mesa de la Palabra lleva naturalmente a la mesa del Pan
eucarístico y prepara a la comunidad a vivir sus múltiples dimensiones, que
en la Eucaristía dominical tienen un carácter de particular solemnidad. En
el ambiente festivo del encuentro de toda la comunidad en el « día del Señor
», la Eucaristía se presenta, de un modo más visible que en otros días, como
la gran « acción de gracias », con la cual la Iglesia, llena del Espíritu,
se dirige al Padre, uniéndose a Cristo y haciéndose voz de toda la
humanidad. El ritmo semanal invita a recordar con complacencia los
acontecimientos de los días transcurridos recientemente, para comprenderlos
a la luz de Dios y darle gracias por sus innumerables dones, glorificándole
« por Cristo, con él y en él, [...] en la unidad del Espíritu Santo ». De
este modo la comunidad cristiana toma conciencia nuevamente del hecho de que
todas las cosas han sido creadas por medio de Cristo (cf. Col 1,16; Jn 1,3)
y, en él, que vino en forma de siervo para compartir y redimir nuestra
condición humana, fueron recapituladas (cf. Ef 1,10),
para ser ofrecidas al Padre, de quien todo recibe su origen y vida. En fin,
al adherirse con su « Amén » a la doxología eucarística, el Pueblo de Dios
se proyecta en la fe y la esperanza hacia la meta escatológica, cuando
Cristo « entregue a Dios Padre el Reino [...] para que Dios sea todo en todo
» (1 Co 15,24.28).
43. Este movimiento « ascendente » es propio de toda celebración
eucarística y hace de ella un acontecimiento gozoso, lleno de reconocimiento
y esperanza, pero se pone particularmente de relieve en la Misa dominical,
por su especial conexión con el recuerdo de la resurrección. Por otra parte,
esta alegría « eucarística », que « levanta el corazón », es fruto del «
movimiento descendente » de Dios hacia nosotros y que permanece grabado
perennemente en la esencia sacrificial de la Eucaristía, celebración y
expresión suprema del misterio de la kénosis,
es decir, del abajamiento por el que Cristo « se humilló a sí mismo,
obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz » (Flp 2,8).
En efecto, la Misa es la viva
actualización del sacrificio de la Cruz. Bajo las especies de pan y
vino, sobre las que se ha invocado la efusión del Espíritu Santo, que actúa
con una eficacia del todo singular en las palabras de la consagración,
Cristo se ofrece al Padre con el mismo gesto de inmolación con que se
ofreció en la cruz. « En este divino sacrificio, que se realiza en la Misa,
este mismo Cristo, que se ofreció a sí mismo una vez y de manera cruenta
sobre el altar de la cruz, es contenido e inmolado de manera incruenta
».(70) A su sacrificio Cristo une el de la Iglesia: « En la Eucaristía el
sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo.
La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo
se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo
».(71) Esta participación de toda la comunidad asume un particular relieve
en el encuentro dominical, que permite llevar al altar la semana
transcurrida con las cargas humanas que la han caracterizado.
Banquete pascual y
encuentro fraterno
44. Este aspecto comunitario se manifiesta especialmente en el
carácter de banquete pascual propio de la Eucaristía, en la cual Cristo
mismo se hace alimento. En efecto, « Cristo entregó a la Iglesia este
sacrificio para que los fieles participen de él tanto espiritualmente por la
fe y la caridad como sacramentalmente por el banquete de la sagrada
comunión. Y la participación en la cena del Señor es siempre comunión con
Cristo que se ofrece en sacrificio al Padre por nosotros ».(72) Por eso la
Iglesia recomienda a los
fieles comulgar cuando participan en la Eucaristía, con la condición de
que estén en las debidas disposiciones y, si fueran conscientes de pecados
graves, que hayan recibido el perdón de Dios mediante el Sacramento de la
reconciliación,(73) según el espíritu de lo que san Pablo recordaba a la
comunidad de Corinto (cf. 1 Co 11,27-32).
La invitación a la comunión eucarística, como es obvio, es particularmente
insistente con ocasión de la Misa del domingo y de los otros días festivos.
Es importante, además, que se tenga conciencia clara de la íntima
vinculación entre la comunión con Cristo y la comunión con los hermanos. La
asamblea eucarística dominical es un acontecimiento
de fraternidad, que la celebración ha de poner bien de relieve, aunque
respetando el estilo propio de la acción litúrgica. A ello contribuyen el
servicio de acogida y el estilo de oración, atenta a las necesidades de toda
la comunidad. El intercambio del signo de la paz, puesto significativamente
antes de la comunión eucarística en el Rito romano, es un gesto
particularmente expresivo, que los fieles son invitados a realizar como
manifestación del consentimiento dado por el pueblo de Dios a todo lo que se
ha hecho en la celebración(74) y del compromiso de amor mutuo que se asume
al participar del único pan en recuerdo de la palabra exigente de Cristo: «
Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un
hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar,
y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu
ofrenda » (Mt 5,23-24).
De la Misa a la «
misión »
45. Al recibir el Pan de vida, los discípulos de Cristo se disponen a
afrontar, con la fuerza del Resucitado y de su Espíritu, los
cometidos que les esperan en su vida ordinaria. En efecto, para el fiel
que ha comprendido el sentido de lo realizado, la celebración eucarística no
termina sólo dentro del templo. Como los primeros testigos de la
resurrección, los cristianos convocados cada domingo para vivir y confesar
la presencia del Resucitado están llamados a ser evangelizadores
y testigos en su vida
cotidiana. La oración después de la comunión y el rito de conclusión
—bendición y despedida— han de ser entendidos y valorados mejor, desde este
punto de vista, para que quienes han participado en la Eucaristía sientan
más profundamente la responsabilidad que se les confía. Después de
despedirse la asamblea, el discípulo de Cristo vuelve a su ambiente habitual
con el compromiso de hacer de toda su vida un don, un sacrificio espiritual
agradable a Dios (cf. Rm 12,1).
Se siente deudor para con los hermanos de lo que ha recibido en la
celebración, como los discípulos de Emaús que, tras haber reconocido a
Cristo resucitado « en la fracción del pan » (cf. Lc 24,30-32),
experimentaron la exigencia de ir inmediatamente a compartir con sus
hermanos la alegría del encuentro con el Señor (cf. Lc 24,33-35).
El precepto
dominical
46. Al ser la Eucaristía el verdadero centro del domingo, se comprende
por qué, desde los primeros siglos, los Pastores no han dejado de recordar a
sus fieles la necesidad de
participar en la asamblea litúrgica. « Dejad todo en el día del Señor
—dice, por ejemplo, el tratado del siglo III titulado Didascalia
de los Apóstoles— y corred con diligencia a vuestras asambleas, porque
es vuestra alabanza a Dios. Pues, ¿qué disculpa tendrán ante Dios aquellos
que no se reúnen en el día del Señor para escuchar la palabra de vida y
nutrirse con el alimento divino que es eterno? ».(75) La llamada de los
Pastores ha encontrado generalmente una adhesión firme en el ánimo de los
fieles y, aunque no hayan faltado épocas y situaciones en las que ha
disminuido el cumplimiento de este deber, se ha de recordar el auténtico
heroísmo con que sacerdotes y fieles han observado esta obligación en tantas
situaciones de peligro y de restricción de la libertad religiosa, como se
puede constatar desde los primeros siglos de la Iglesia hasta nuestros días.
San Justino, en su primera Apología dirigida al emperador Antonino y
al Senado, describía con orgullo la práctica cristiana de la asamblea
dominical, que reunía en el mismo lugar a los cristianos del campo y de las
ciudades.(76) Cuando, durante la persecución de Diocleciano, sus asambleas
fueron prohibidas con gran severidad, fueron muchos los cristianos valerosos
que desafiaron el edicto imperial y aceptaron la muerte con tal de no faltar
a la Eucaristía dominical. Es el caso de los mártires de Abitinia, en Africa
proconsular, que respondieron a sus acusadores: « Sin temor alguno hemos
celebrado la cena del Señor, porque no se puede aplazar; es nuestra ley »; «
nosotros no podemos vivir sin la cena del Señor ». Y una de las mártires
confesó: « Sí, he ido a la asamblea y he celebrado la cena del Señor con mis
hermanos, porque soy cristiana ».(77)
47. La Iglesia no ha cesado de afirmar esta obligación de conciencia,
basada en una exigencia interior que los cristianos de los primeros siglos
sentían con tanta fuerza, aunque al principio no se consideró necesario
prescribirla. Sólo más tarde, ante la tibieza o negligencia de algunos, ha
debido explicitar el deber de participar en la Misa dominical. La mayor
parte de las veces lo ha hecho en forma de exhortación, pero en ocasiones ha
recurrido también a disposiciones canónicas precisas. Es lo que ha hecho en
diversos Concilios particulares a partir del siglo IV (como en el Concilio
de Elvira del 300, que no habla de obligación sino de consecuencias penales
después de tres ausencias) (78) y, sobre todo, desde el siglo VI en adelante
(como sucedió en el Concilio de Agde, del 506).(79) Estos decretos de
Concilios particulares han desembocado en una costumbre universal de
carácter obligatorio, como cosa del todo obvia.(80)
El Código de Derecho Canónigo de 1917 recogía por vez primera la
tradición en una ley universal.(81) El Código actual la confirma diciendo
que « el domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen
obligación de participar en la Misa ».(82) Esta ley se ha entendido
normalmente como una obligación grave: es lo que enseña también el Catecismo
de la Iglesia Católica.(83) Se comprende fácilmente el motivo si se
considera la importancia que el domingo tiene para la vida cristiana.
48. Hoy, como en los tiempos heroicos del principio, en tantas
regiones del mundo se presentan situaciones difíciles para muchos que desean
vivir con coherencia la propia fe. El ambiente es a veces declaradamente
hostil y, otras veces —y más a menudo— indiferente y reacio al mensaje
evangélico. El creyente, si no quiere verse avasallado por este ambiente, ha
de poder contar con el apoyo de la comunidad cristiana. Por eso es necesario
que se convenza de la importancia decisiva que, para su vida de fe, tiene
reunirse el domingo con los otros hermanos para celebrar la Pascua del Señor
con el sacramento de la Nueva Alianza. Corresponde de manera particular a
los Obispos preocuparse « de que el domingo sea reconocido por todos los
fieles, santificado y celebrado como verdadero "día del Señor", en el que la
Iglesia se reúne para renovar el recuerdo de su misterio pascual con la
escucha de la Palabra de Dios, la ofrenda del sacrificio del Señor, la
santificación del día mediante la oración, las obras de caridad y la
abstención del trabajo ».(84)
49. Desde el momento en que participar en la Misa es una obligación
para los fieles, si no hay un impedimento grave, los Pastores tienen el
correspondiente deber de ofrecer a todos la posibilidad efectiva de cumplir
el precepto. En esta línea están las disposiciones del derecho eclesiástico,
como por ejemplo la facultad para el sacerdote, previa autorización del
Obispo diocesano, de celebrar más de una Misa el domingo y los días
festivos,(85) la institución de las Misas vespertinas(86) y, finalmente, la
indicación de que el tiempo válido para la observancia de la obligación
comienza ya el sábado por la tarde, coincidiendo con las primeras Vísperas
del domingo.(87) En efecto, con ellas comienza el día festivo desde el punto
de vista litúrgico.(88) Por consiguiente, la liturgia de la Misa llamada a
veces « prefestiva », pero que en realidad es « festiva » a todos los
efectos, es la del domingo, con el compromiso para el celebrante de hacer la
homilía y recitar con los fieles la oración universal.
Además, los pastores recordarán a los fieles que, al ausentarse de su
residencia habitual en domingo, deben preocuparse por participar en la Misa
donde se encuentren, enriqueciendo así la comunidad local con su testimonio
personal. Al mismo tiempo, convendrá que estas comunidades expresen una
calurosa acogida a los hermanos que vienen de fuera, particularmente en los
lugares que atraen a numerosos turistas y peregrinos, para los cuales será a
menudo necesario prever iniciativas particulares de asistencia
religiosa.(89)
Celebración gozosa y
animada por el canto
50. Teniendo en cuenta el carácter propio de la Misa dominical y la
importancia que tiene para la vida de los fieles, se ha de preparar con
especial esmero. En las formas sugeridas por la prudencia pastoral y por las
costumbres locales de acuerdo con las normas litúrgicas, es preciso dar a la
celebración el carácter festivo correspondiente al día en que se conmemora
la Resurrección del Señor. A este respecto, es importante prestar atención
al canto de la asamblea,
porque es particularmente adecuado para expresar la alegría del corazón,
pone de relieve la solemnidad y favorece la participación de la única fe y
del mismo amor. Por ello, se debe favorecer su calidad, tanto por lo que se
refiere a los textos como a la melodía, para que lo que se propone hoy como
nuevo y creativo sea conforme con las disposiciones litúrgicas y digno de la
tradición eclesial que tiene, en materia de música sacra, un patrimonio de
valor inestimable.
Celebración
atrayente y participada
51. Es necesario además esforzarse para que todos los presentes
—jóvenes y adultos— se sientan interesados, procurando que los fieles
intervengan en aquellas formas de participación que la liturgia sugiere y
recomienda.(90) Ciertamente, sólo a quienes ejercen el sacerdocio
ministerial al servicio de sus hermanos les corresponde realizar el
Sacrificio eucarístico y ofrecerlo a Dios en nombre de todo el pueblo.(91)
Aquí está el fundamento de la distinción, más que meramente disciplinar,
entre la función propia del celebrante y la que se atribuye a los diáconos y
a los fieles no ordenados.(92) No obstante, los fieles han de ser también
conscientes de que, en virtud del sacerdocio común recibido en el bautismo,
« participan en la celebraci��n de la Eucaristía ».(93) Aun en la distinción
de funciones, ellos « ofrecen a Dios la Víctima divina y a sí mismos con
ella. De este modo, tanto por el ofrecimiento como por la sagrada comunión,
todos realizan su función propia en la acción litúrgica »(94) recibiendo luz
y fuerza para vivir su sacerdocio bautismal con el testimonio de una vida
santa.
Otros momentos del
domingo cristiano
52. Si la participación en la Eucaristía es el centro del domingo, sin
embargo sería reductivo limitar sólo a ella el deber de « santificarlo ». En
efecto, el día del Señor es bien vivido si todo él está marcado por el
recuerdo agradecido y eficaz de las obras salvíficas de Dios. Todo ello
lleva a cada discípulo de Cristo a dar también a los otros momentos de la
jornada vividos fuera del contexto litúrgico —vida en familia, relaciones
sociales, momentos de diversión— un estilo que ayude a manifestar la paz y
la alegría del Resucitado en el ámbito ordinario de la vida. El encuentro
sosegado de los padres y los hijos, por ejemplo, puede ser una ocasión, no
solamente para abrirse a una escucha recíproca, sino también para vivir
juntos algún momento formativo y de mayor recogimiento. Además, ¿por qué no
programar también en la vida laical, cuando sea posible, especiales iniciativas
de oración —como son
concretamente la celebración solemne de las Vísperas— o bien eventuales momentos
de catequesis, que en la vigilia del domingo o en la tarde del mismo
preparen y completen en el alma cristiana el don propio de la Eucaristía?
Esta forma bastante tradicional de « santificar el domingo » se ha
hecho tal vez más difícil en muchos ambientes; pero la Iglesia manifiesta su
fe en la fuerza del Resucitado y en la potencia del Espíritu Santo
mostrando, hoy más que nunca, que no se contenta con propuestas minimalistas
o mediocres en el campo de la fe, y ayudando a los cristianos a cumplir lo
que es más perfecto y agradable al Señor. Por lo demás, junto con las
dificultades, no faltan signos positivos y alentadores. Gracias al don del
Espíritu, en muchos ambientes eclesiales se advierte una nueva exigencia de
oración en sus múltiples formas. Se recuperan también expresiones antiguas
de la religiosidad, como la peregrinación, y los fieles aprovechan el reposo
dominical para acudir a los Santuarios donde poder transcurrir,
preferiblemente con toda la familia, algunas horas de una experiencia más
intensa de fe. Son momentos de gracia que es preciso alimentar con una
adecuada evangelización y orientar con auténtico tacto pastoral.
Asambleas
dominicales sin sacerdote
53. Está el problema de las parroquias que no pueden disponer del
ministerio de un sacerdote que celebre la Eucaristía dominical. Esto ocurre
frecuentemente en las Iglesias jóvenes, en las que un solo sacerdote tiene
la responsabilidad pastoral de los fieles dispersos en un extenso
territorio. Pero también pueden darse situaciones de emergencia en los
Países de secular tradición cristiana, donde la escasez del clero no permite
garantizar la presencia del sacerdote en cada comunidad parroquial. La
Iglesia, considerando el caso de la imposibilidad de la celebración
eucarística, recomienda convocar asambleas dominicales en ausencia del
sacerdote,(95) según las indicaciones y directrices de la Santa Sede y cuya
aplicación se confía a las Conferencias Episcopales.(96) El objetivo, sin
embargo, debe seguir siendo la celebración del sacrificio de la Misa, única
y verdadera actualización de la Pascua del Señor, única realización completa
de la asamblea eucarística que el sacerdote preside in
persona Christi, partiendo el pan de la Palabra y de la Eucaristía. Se
tomarán, pues, todas las medidas pastorales que sean necesarias para que los
fieles que están privados habitualmente, se beneficien de ella lo más
frecuentemente posible, bien facilitando la presencia periódica de un
sacerdote, bien aprovechando todas las oportunidades para reunirlos en un
lugar céntrico, accesible a los diversos grupos lejanos.
Transmisión por
radio y televisión
54. Finalmente, los fieles que, por enfermedad, incapacidad o
cualquier otra causa grave, se ven impedidos, procuren unirse de lejos y del
mejor modo posible a la celebración de la Misa dominical, preferiblemente
con las lecturas y oraciones previstas en el Misal para aquel día, así como
con el deseo de la Eucaristía.(97) En muchos Países, la televisión y la
radio ofrecen la posibilidad de unirse a una celebración eucarística cuando
ésta se desarrolla en un lugar sagrado.(98) Obviamente este tipo de
transmisiones no permite de por sí satisfacer el precepto dominical, que
exige la participación en la asamblea de los hermanos mediante la reunión en
un mismo lugar y la consiguiente posibilidad de la comunión eucarística.
Pero para quienes se ven impedidos de participar en la Eucaristía y están
por tanto excusados de cumplir el precepto, la transmisión televisiva o
radiofónica es una preciosa ayuda, sobre todo si se completa con el generoso
servicio de los ministros extraordinarios que llevan la Eucaristía a los
enfermos, transmitiéndoles el saludo y la solidaridad de toda la comunidad.
De este modo, para estos cristianos la Misa dominical produce también
abundantes frutos y ellos pueden vivir el domingo como verdadero « día del
Señor » y « día de la Iglesia ».
CAPÍTULO IV DIES
HOMINIS El
domingo día de alegría, descanso y solidaridad
La « alegría plena »
de Cristo
55. « Sea bendito Aquél que ha elevado el gran día del domingo por
encima de todos los días. Los cielos y la tierra, los ángeles y los hombres
se entregan a la alegría ».(99) Estas exclamaciones de la liturgia maronita
representan bien las intensas aclamaciones de alegría que desde siempre, en
la liturgia occidental y en la oriental, han caracterizado el domingo.
Además, desde el punto de vista histórico, antes aún que día de descanso
—más allá de lo no previsto entonces por el calendario civil— los cristianos
vivieron el día semanal del Señor resucitado sobre todo como día de alegría.
« El primer día de la semana, estad todos alegres », se lee en la Didascalia
de los Apóstoles. (100) Esto era muy destacado en la práctica litúrgica,
mediante la selección de gestos apropiados. (101) San Agustín, haciéndose
intérprete de la extendida conciencia eclesial, pone de relieve el carácter
de alegría de la Pascua semanal: « Se dejan de lado los ayunos y se ora
estando de pie como signo de la resurrección; por esto además en todos los
domingos se canta el aleluya ».(102)
56. Más allá de cada expresión ritual, que puede variar en el tiempo
según la disciplina eclesial, está claro que el domingo, eco semanal de la
primera experiencia del Resucitado, debe llevar el signo de la alegría con
la que los discípulos acogieron al Maestro: « Los discípulos se llenaron de
alegría al ver al Señor » (Jn 20,20).
Se cumplían para ellos, como después se realizarán para todas las
generaciones cristianas, las palabras de Jesús antes de la pasión: «
Estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en gozo » (Jn 16,20).
¿Acaso no había orado él mismo para que los discípulos tuvieran « la
plenitud de su alegría »? (cf. Jn 17,13).
El carácter festivo de la Eucaristía dominical expresa la alegría que Cristo
transmite a su Iglesia por medio del don del Espíritu. La alegría es,
precisamente, uno de los frutos del Espíritu Santo (cf. Rm 14,17; Gal 5,
22).
57. Para comprender, pues, plenamente el sentido del domingo, conviene
descubrir esta dimensión de la existencia creyente. Ciertamente, la alegría
cristiana debe caracterizar toda la vida, y no sólo un día de la semana.
Pero el domingo, por su significado como día
del Señor resucitado, en el cual se celebra la obra divina de la
creación y de la « nueva creación », es día de alegría por un título
especial, más aún, un día propicio para educarse en la alegría, descubriendo
sus rasgos auténticos. En efecto, la alegría no se ha de confundir con
sentimientos fatuos de satisfacción o de placer, que ofuscan la sensibilidad
y la afectividad por un momento, dejando luego el corazón en la
insatisfacción y quizás en la amargura. Entendida cristianamente, es algo
mucho más duradero y consolador; sabe resistir incluso, como atestiguan los
santos, (103) en la noche oscura del dolor, y, en cierto modo, es una «
virtud » que se ha de cultivar.
58. Sin embargo no hay ninguna oposición entre la alegría cristina y
las alegrías humanas verdaderas. Es más, éstas son exaltadas y tienen su
fundamento último precisamente en la alegría de Cristo glorioso, imagen
perfecta y revelación del hombre según el designio de Dios. Como escribía en
la Exhortación sobre la alegría cristiana mi venerado predecesor Pablo VI, «
la alegría cristiana es por esencia una participación espiritual de la
alegría insondable, a la vez divina y humana, del Corazón de Jesucristo
glorificado ». (104) Y el mismo Pontífice concluía su Exhortación pidiendo
que, en el día del Señor, la Iglesia testimonie firmemente la alegría
experimentada por los Apóstoles al ver al Señor la tarde de Pascua.
Invitaba, por tanto, a los pastores a insistir « sobre la fidelidad de los
bautizados a la celebración gozosa de la Eucaristía dominical. ¿Cómo podrían
abandonar este encuentro, este banquete que Cristo nos prepara con su amor?
¡Que la participación sea muy digna y festiva a la vez! Cristo, crucificado
y glorificado, viene en medio de sus discípulos para conducirlos juntos a la
renovación de su resurrección. Es la cumbre, aquí abajo, de la Alianza de
amor entre Dios y su pueblo: signo y fuente de alegría cristiana,
preparación para la fiesta eterna ». (105) En esta perspectiva de fe, el
domingo cristiano es un auténtico « hacer fiesta », un día de Dios dado al
hombre para su pleno crecimiento humano y espiritual.
La observancia del
sábado
59. Este aspecto festivo del domingo cristiano pone de relieve de modo
especial la dimensión de la observancia del sábado veterotestamentario. En
el día del Señor, que el Antiguo Testamento vincula a la creación (cf. Gn 2,
1-3; Ex 20,
8-11) y del Éxodo (cf. Dt 5,
12-15), el cristiano está llamado a anunciar la nueva creación y la nueva
alianza realizadas en el misterio pascual de Cristo. La celebración de la
creación, lejos de ser anulada, es profundizada en una visión
cristocéntrica, o sea, a la luz del designio divino de « hacer que todo
tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la
tierra » (Ef 1,10). A su
vez, se da pleno sentido también al memorial de la liberación llevada a cabo
en el Éxodo, que se convierte en memorial de la redención universal
realizada por Cristo muerto y resucitado. El domingo, pues, más que una «
sustitución » del sábado, es su realización perfecta, y en cierto modo su
expansión y su expresión más plena, en el camino de la historia de la
salvación, que tiene su culmen en Cristo.
60. En esta perspectiva, la teología bíblica del « shabbat »,
sin perjudicar el carácter cristiano del domingo, puede ser recuperada
plenamente. Ésta nos lleva siempre de nuevo y con renovado asombro al
misterioso inicio en el cual la eterna Palabra de Dios, con libre decisión
de amor, hizo el mundo de la nada. Sello de la obra creadora fue la
bendición y consagración del día en el que Dios cesó de « toda la obra
creadora que Dios había hecho » (Gn 2,3).
De este día del descanso de Dios toma sentido el tiempo, asumiendo, en la
sucesión de las semanas, no sólo un ritmo cronológico, sino, por así decir,
una dimensión teológica. En efecto, el continuo retorno del « shabbat »
aparta el tiempo del riesgo de encerrarse en sí mismo, para que quede
abierto al horizonte de lo eterno, mediante la acogida de Dios y de sus kairoi,
es decir, de los tiempos de su gracia y de sus intervenciones salvíficas.
61. El « shabbat »,
día séptimo bendecido y consagrado por Dios, a la vez que concluye toda la
obra de la creación, se une inmediatamente a la obra del sexto día, en el
cual Dios hizo al hombre « a su imagen y semejanza » (cf. Gn 1,26).
Esta relación más inmediata entre el « día de Dios » y el « día del hombre »
no escapó a los Padres en su meditación sobre el relato bíblico de la
creación. A este respecto dice Ambrosio: « Gracias pues a Dios Nuestro Señor
que hizo una obra en la que pudiera encontrar descanso. Hizo el cielo, pero
no leo que allí haya descansado; hizo las estrellas, la luna, el sol, y ni
tan siquiera ahí leo que haya descansado en ellos. Leo, sin embargo, que
hizo al hombre y que entonces descansó, teniendo en él uno al cual podía
perdonar los pecados ». (106) El « día de Dios » tendrá así para siempre una
relación directa con el « día del hombre ». Cuando el mandamiento de Dios
dice: « Acuérdate del día del sábado para santificarlo » (Ex 20,8),
el descanso mandado para honrar el día dedicado a él no es, para el hombre,
una imposición pesada, sino más bien una ayuda para que se dé cuenta de su
dependencia del Creador vital y liberadora, y a la vez la vocación a
colaborar en su obra y acoger su gracia. Al honrar el « descanso » de Dios,
el hombre se encuentra plenamente a sí mismo, y así el día del Señor se
manifiesta marcado profundamente por la bendición divina (cf. Gn 2,3)
y, gracias a ella, dotado, como los animales y los hombres (cf. Gn 1,22.28),
de una especie de « fecundidad ». Ésta se manifiesta sobre todo en el
vivificar y, en cierto modo, « multiplicar » el tiempo mismo, aumentando en
el hombre, con el recuerdo del Dios vivo, el gozo de vivir y el deseo de
promover y dar la vida.
62. El cristiano debe recordar, pues, que, si para él han decaído las
manifestaciones del sábado judío, superadas por el « cumplimiento »
dominical, son válidos los motivos de fondo que imponen la santificación del
« día del Señor », indicados en la solemnidad del Decálogo, pero que se han
de entender a la luz de la teología y de la espiritualidad del domingo: «
Guardarás el día del sábado para santificarlo, como te lo ha mandado el
Señor tu Dios. Seis días trabajarás y harás todas tus tareas, pero el día
séptimo es día de descanso para el Señor tu Dios. No harás ningún trabajo,
ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu buey, ni tu
asno, ni ninguna de tus bestias, ni el forastero que vive en tus ciudades;
de modo que puedan descansar, como tú, tu siervo y tu sierva. Recuerda que
fuiste esclavo en el país de Egipto y que el Señor tu Dios te sacó de allí
con mano fuerte y tenso brazo; por eso el Señor tu Dios te ha mandado
guardar el día del sábado » (Dt 5,12-15).
La observancia del sábado aparece aquí íntimamente unida a la obra de
liberación realizada por Dios para su pueblo.
63. Cristo vino a realizar un nuevo « éxodo », a dar la libertad a los
oprimidos. El obró muchas curaciones el día de sábado (cf. Mt 12,9-14
y paralelos), ciertamente no para violar el día del Señor, sino para
realizar su pleno significado: « El sábado ha sido instituido para el hombre
y no el hombre para el sábado » (Mc 2,
27). Oponiéndose a la interpretación demasiado legalista de algunos
contemporáneos suyos, y desarrollando el auténtico sentido del sábado
bíblico, Jesús, « Señor del sábado » (Mc 2,28),
orienta la observancia de este día hacia su carácter liberador, junto con la
salvaguardia de los derechos de Dios y de los derechos del hombre. Así se
entiende por qué los cristianos, anunciadores de la liberación realizada por
la sangre de Cristo, se sintieran autorizados a trasladar el sentido del
sábado al día de la resurrección. En efecto, la Pascua de Cristo ha liberado
al hombre de una esclavitud mucho más radical de la que pesaba sobre un
pueblo oprimido: la esclavitud del pecado, que aleja al hombre de Dios, lo
aleja de sí mismo y de los demás, poniendo siempre en la historia nuevas
semillas de maldad y de violencia.
El día del descanso
64. Durante algunos siglos los cristianos han vivido el domingo sólo
como día del culto, sin poder relacionarlo con el significado específico del
descanso sabático. Solamente en el siglo IV, la ley civil del Imperio Romano
reconoció el ritmo semanal, disponiendo que en el « día del sol » los
jueces, las poblaciones de las ciudades y las corporaciones de los
diferentes oficios dejaran de trabajar. (107) Los cristianos se alegraron de
ver superados así los obstáculos que hasta entonces habían hecho heroica a
veces la observancia del día del Señor. Ellos podían dedicarse ya a la
oración en común sin impedimentos. (108)
Sería, pues, un error ver en la legislación respetuosa del ritmo
semanal una simple circunstancia histórica sin valor para la Iglesia y que
ella podría abandonar. Los Concilios han mantenido, incluso después de la
caída del Imperio, las disposiciones relativas al descanso festivo. En los
Países donde los cristianos son un número reducido y donde los días festivos
del calendario no se corresponden con el domingo, éste es siempre el día del
Señor, el día en el que los fieles se reúnen para la asamblea eucarística.
Esto, sin embargo, cuesta sacrificios no pequeños. Para los cristianos no es
normal que el domingo, día de fiesta y de alegría, no sea también el día de
descanso, y es ciertamente difícil para ellos « santificar » el domingo, no
disponiendo de tiempo libre suficiente.
65. Por otra parte, la relación entre el día del Señor y el día de
descanso en la sociedad civil tiene una importancia y un significado que
están más allá de la perspectiva propiamente cristiana. En efecto, la
alternancia entre trabajo y descanso, propia de la naturaleza humana, es
querida por Dios mismo, como se deduce del pasaje de la creación en el Libro
del Génesis (cf. 2,2-3; Ex 20,8-11):
el descanso es una cosa « sagrada », siendo para el hombre la condición para
liberarse de la serie, a veces excesivamente absorbente, de los compromisos
terrenos y tomar conciencia de que todo es obra de Dios. El poder prodigioso
que Dios da al hombre sobre la creación correría el peligro de hacerle
olvidar que Dios es el Creador, del cual depende todo. En nuestra época es
mucho más urgente este reconocimiento, pues la ciencia y la técnica han
extendido increíblemente el poder que el hombre ejerce por medio de su
trabajo.
66. Es preciso, pues, no perder de vista que, incluso en nuestros
días, el trabajo es para muchos una dura servidumbre, ya sea por las
miserables condiciones en que se realiza y por los horarios que impone,
especialmente en las regiones más pobres del mundo, ya sea porque subsisten,
en las mismas sociedades más desarrolladas económicamente, demasiados casos
de injusticia y de abuso del hombre por parte del hombre mismo. Cuando la
Iglesia, a lo largo de los siglos, ha legislado sobre el descanso dominical,
(109) ha considerado sobre todo el trabajo de los siervos y de los obreros,
no porque fuera un trabajo menos digno respecto a las exigencias
espirituales de la práctica dominical, sino porque era el más necesitado de
una legislación que lo hiciera más llevadero y permitiera a todos santificar
el día del Señor. A este respecto, mi predecesor León XIII en la Encíclica Rerum
novarum presentaba el
descanso festivo como un derecho del trabajador que el Estado debe
garantizar. (110)
Rige aún en nuestro contexto histórico la obligación de empeñarse para
que todos puedan disfrutar de la libertad, del descanso y la distensión que
son necesarios a la dignidad de los hombres, con las correspondientes
exigencias religiosas, familiares, culturales e interpersonales, que
difícilmente pueden ser satisfechas si no es salvaguardado por lo menos un
día de descanso semanal en el que gozar juntos de
la posibilidad de descansar y de hacer fiesta. Obviamente este derecho del
trabajador al descanso presupone su derecho al trabajo y, mientras
reflexionamos sobre esta problemática relativa a la concepción cristiana del
domingo, recordamos con profunda solidaridad el malestar de tantos hombres y
mujeres que, por falta de trabajo, se ven obligados en los días laborables a
la inactividad.
67. Por medio del descanso dominical, las preocupaciones y las tareas
diarias pueden encontrar su justa dimensión: las cosas materiales por las
cuales nos inquietamos dejan paso a los valores del espíritu; las personas
con las que convivimos recuperan, en el encuentro y en el diálogo más
sereno, su verdadero rostro. Las mismas bellezas de la naturaleza
—deterioradas muchas veces por una lógica de dominio que se vuelve contra el
hombre— pueden ser descubiertas y gustadas profundamente. Día de paz del
hombre con Dios, consigo mismo y con sus semejantes, el domingo es también
un momento en el que el hombre es invitado a dar una mirada regenerada sobre
las maravillas de la naturaleza, dejándose arrastrar en la armonía
maravillosa y misteriosa que, como dice san Ambrosio, por una « ley
inviolable de concordia y de amor », une los diversos elementos del cosmos
en un « vínculo de unión y de paz ». (111) El hombre se vuelve entonces
consciente, según las palabras del Apóstol, de que « todo lo que Dios ha
creado es bueno y no se ha de rechazar ningún alimento que se coma con
acción de gracias; pues queda santificado por la Palabra de Dios y por la
oración » (1 Tm 4,4-5).
Por tanto, si después de seis días de trabajo —reducidos ya para muchos a
cinco— el hombre busca un tiempo de distensión y de más atención a otros
aspectos de la propia vida, esto responde a una auténtica necesidad, en
plena armonía con la perspectiva del mensaje evangélico. El creyente está,
pues, llamado a satisfacer esta exigencia, conjugándola con las expresiones
de su fe personal y comunitaria, manifestada en la celebración y
santificación del día del Señor.
Por eso, es natural que los cristianos procuren que, incluso en las
circunstancias especiales de nuestro tiempo, la legislación civil tenga en
cuenta su deber de santificar el domingo. De todos modos, es un deber de
conciencia la organización del descanso dominical de modo que les sea
posible participar en la Eucaristía, absteniéndose de trabajos y asuntos
incompatibles con la santificación del día del Señor, con su típica alegría
y con el necesario descanso del espíritu y del cuerpo. (112)
68. Además, dado que el descanso mismo, para que no sea algo vacío o
motivo de aburrimiento, debe comportar enriquecimiento espiritual, mayor
libertad, posibilidad de contemplación y de comunión fraterna, los fieles
han de elegir, entre los medios de la cultura y las diversiones que la
sociedad ofrece, los que estén más de acuerdo con una vida conforme a los
preceptos del Evangelio. En esta perspectiva, el descanso dominical y
festivo adquiere una dimensión « profética », afirmando no sólo la primacía
absoluta de Dios, sino también la primacía y la dignidad de la persona en
relación con las exigencias de la vida social y económica, anticipando, en
cierto modo, los « cielos nuevos » y la « tierra nueva », donde la
liberación de la esclavitud de las necesidades será definitiva y total. En
resumen, el día del Señor se convierte así también, en el modo más propio,
en el día del hombre.
Día de la
solidaridad
69. El domingo debe ofrecer también a los fieles la ocasión de
dedicarse a las actividades de misericordia, de caridad y de apostolado. La
participación interior en la alegría de Cristo resucitado implica compartir
plenamente el amor que late en su corazón: ¡no hay alegría sin amor! Jesús
mismo lo explica, relacionando el « mandamiento nuevo » con el don de la
alegría: « Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo
he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. Os he
dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado.
Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he
amado » (Jn 15,10-12).
La Eucaristía dominical, pues, no sólo no aleja de los deberes de
caridad, sino al contrario, compromete más a los fieles « a toda clase de
obras de caridad, piedad y apostolado, mediante las cuales se manifieste que
los cristianos, aunque no son de este mundo, sin embargo son luz del mundo y
glorifican al Padre ante los hombres ». (113)
70. De hecho, desde los tiempos apostólicos, la reunión dominical fue
para los cristianos un momento para compartir fraternalmente con los más
pobres. « Cada primer día de la semana, cada uno de vosotros reserve en su
casa lo que haya podido ahorrar » (1 Co 16,2).
Aquí se trata de la colecta organizada por Pablo en favor de las Iglesias
pobres de Judea. En la Eucaristía dominical el corazón creyente se abre a
toda la Iglesia. Pero es preciso entender en profundidad la invitación del
Apóstol, que lejos de promover una mentalidad reductiva sobre el « óbolo »,
hace más bien una llamada a una exigente cultura
del compartir, llevada a cabo tanto entre los miembros mismos de la
comunidad como en toda la sociedad. (114) Es más que nunca importante
escuchar las severas exhortaciones a la comunidad de Corinto, culpable de
haber humillado a los pobres en el ágape fraterno que acompañaba a la « cena
del Señor »: « Cuando os reunís, pues, en común, eso ya no es comer la cena
del Señor; porque cada uno come primero su propia cena, y mientras uno pasa
hambre, otro se embriaga. ¿No tenéis casas para comer y beber? ¿O es que
despreciáis a la Iglesia de Dios y avergonzáis a los que no tienen? » (1
Co 11,20-22). Valientes son
asimismo las palabras de Santiago: « Supongamos que entra en vuestra
asamblea un hombre con un anillo de oro y un vestido espléndido; y entra
también un pobre con un vestido sucio; y que dirigís vuestra mirada al que
lleva el vestido espléndido y le decís: "Tú, siéntate aquí, en un buen
lugar"; y en cambio al pobre le decís: "Tú, quédate ahí de pie", o "Siéntate
a mis pies". ¿No sería esto hacer distinciones entre vosotros y ser jueces
con criterios malos? » (2,2-4).
71. Las enseñanzas de los Apóstoles encontraron rápidamente eco desde
los primeros siglos y suscitaron vigorosos comentarios en la predicación de
los Padres de la Iglesia. Palabras ardorosas dirigía san Ambrosio a los
ricos que presumían de cumplir sus obligaciones religiosas frecuentando la
iglesia sin compartir sus bienes con los pobres y quizás oprimiéndolos: «
¿Escuchas, rico, qué dice el Señor? Y tú vienes a la iglesia no para dar
algo a quien es pobre sino para quitarle ». (115) No menos exigente es san
Juan Crisóstomo: « ¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies,
pues, cuando lo encuentres desnudo en los pobres, ni lo honres aquí, en el
templo, con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez.
Porque el mismo que dijo: Esto es mi cuerpo, y con su palabra llevó a
realidad lo que decía, afirmo también: Tuve hambre y no me disteis de comer,
y más adelante: Siempre que dejasteis de hacerlo a uno de estos pequeñuelos,
a mí en persona lo dejasteis de hacer [...] ¿De qué serviría adornar la mesa
de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere de hambre? Da primero
de comer al hambriento, y luego, con lo que te sobre, adornarás la mesa de
Cristo ». (116)
Son palabras que recuerdan claramente a la comunidad cristiana el
deber de hacer de la Eucaristía el lugar donde la fraternidad se convierta
en solidaridad concreta, y los últimos sean los primeros por la
consideración y el afecto de los hermanos, donde Cristo mismo, por medio del
don generoso hecho por los ricos a los más pobres, pueda de alguna manera
continuar en el tiempo el milagro de la multiplicación de los panes. (117)
72. La Eucaristía es acontecimiento y proyecto de fraternidad. Desde
la Misa dominical surge una ola de caridad destinada a extenderse a toda la
vida de los fieles, comenzando por animar el modo mismo de vivir el resto
del domingo. Si éste es día de alegría, es preciso que el cristiano
manifieste con sus actitudes concretas que no se puede ser feliz « solo ».
Él mira a su alrededor para identificar a las personas que necesitan su
solidaridad. Puede suceder que en su vecindario o en su ámbito de amistades
haya enfermos, ancianos, niños e inmigrantes, que precisamente en domingo
sienten más duramente su soledad, sus necesidades, su condición de
sufrimiento. Ciertamente la atención hacia ellos no puede limitarse a una
iniciativa dominical esporádica. Pero teniendo una actitud de entrega más
global, ¿por qué no dar al día del Señor un mayor clima en el compartir,
poniendo en juego toda la creatividad de que es capaz la caridad cristiana?
Invitar a comer consigo a alguna persona sola, visitar enfermos,
proporcionar comida a alguna familia necesitada, dedicar alguna hora a
iniciativas concretas de voluntariado y de solidaridad, sería ciertamente
una manera de llevar en la vida la caridad de Cristo recibida en la Mesa
eucarística.
73. Vivido así, no sólo la Eucaristía
dominical sino todo el domingo se convierte en una gran escuela de caridad,
de justicia y de paz. La presencia del Resucitado en medio de los suyos se
convierte en proyecto de solidaridad, urgencia de renovación interior,
dirigida a cambiar las estructuras de pecado en las que los individuos, las
comunidades, y a veces pueblos enteros, están sumergidos. Lejos de ser
evasión, el domingo cristiano es más bien « profecía » inscrita en el
tiempo; profecía que obliga a los creyentes a seguir las huellas de Aquél
que vino « para anunciar a los pobres la Buena Nueva, para proclamar la
liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a
los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor » (Lc 4,18-19).
Poniéndose a su escucha, en la memoria dominical de la Pascua y recordando
su promesa: « Mi paz os dejo, mi paz os doy » (Jn 14,27),
el creyente se convierte a su vez en operador
de paz.
CAPÍTULO V DIES
DIERUM El
domingo fiesta primordial, reveladora del sentido del tiempo
Cristo Alfa y Omega
del tiempo
74. « En el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental.
Dentro de su dimensión se crea el mundo, en su interior se desarrolla la
historia de la salvación, que tiene su culmen en la "plenitud de los
tiempos" de la Encarnación y su término en el retorno glorioso del Hijo de
Dios al final de los tiempos. En Jesucristo, Verbo encarnado, el tiempo
llega a ser una dimensión de Dios, que en sí mismo es eterno ». (118)
Los años de la existencia terrena de Cristo, a la luz de Nuevo
Testamento, son realmente el centro
del tiempo. Este centro tiene su culmen en la resurrección. En efecto,
si es verdad que él es Dios hecho hombre desde el primer instante de su
concepción en el seno de la Santísima Virgen, es también verdad que sólo con
la resurrección su humanidad es totalmente transfigurada y glorificada,
revelando de ese modo plenamente su identidad y gloria divina. En el
discurso tenido en la sinagoga de Antioquía de Pisidia (cf. Hch 13,33),
Pablo aplica precisamente a la resurrección de Cristo la afirmación del
Salmo 2: « Tú eres mi hijo, yo te he engendrado » [7]. Precisamente por
esto, en la celebración de la Vigilia pascual, la Iglesia presenta a Cristo
Resucitado como « Principio y Fin, Alfa y Omega ». Estas palabras,
pronunciadas por el celebrante en la preparación del cirio pascual, sobre el
cual se marca la cifra del año en curso, ponen de relieve el hecho de que «
Cristo es el Señor del tiempo, su principio y su cumplimiento; cada año,
cada día y cada momento son abarcados por su Encarnación y Resurrección,
para de este modo encontrarse de nuevo en la "plenitud de los tiempos" ».
(119)
75. Al ser el domingo la Pascua semanal, en la que se recuerda y se
hace presente el día en el cual Cristo resucitó de entre los muertos, es
también el día que revela el sentido del tiempo. No hay equivalencia con los
ciclos cósmicos, según los cuales la religión natural y la cultura humana
tienden a marcar el tiempo, induciendo tal vez al mito del eterno retorno.
¡El domingo cristiano es otra cosa! Brotando de la Resurrección, atraviesa
los tiempos del hombre, los meses, los años, los siglos como una flecha
recta que los penetra orientándolos hacia la segunda venida de Cristo. El
domingo prefigura el día final, el de la Parusía,
anticipada ya de alguna manera en el acontecimiento de la Resurrección.
En efecto, todo lo que ha de suceder hasta el fin del mundo no será
sino una expansión y explicitación de lo que sucedió el día en que el cuerpo
martirizado del Crucificado resucitó por la fuerza del Espíritu y se
convirtió a su vez en la fuente del mismo Espíritu para la humanidad. Por
esto, el cristiano sabe que no debe esperar otro tiempo de salvación, ya que
el mundo, cualquiera que sea su duración cronológica, vive ya en el último
tiempo. No sólo la Iglesia, sino el cosmos mismo y la historia están
continuamente regidos y guiados por Cristo glorificado. Esta energía vital
es la que impulsa la creación, que « gime hasta el presente y sufre dolores
de parto » (Rm 8,22),
hacia la meta de su pleno rescate. De este proceso, el hombre no puede tener
más que una oscura intuición; los cristianos tienen la clave y certeza de
ello, y la santificación del domingo es un testimonio significativo que
ellos están llamados a ofrecer, para que los tiempos del hombre estén
siempre sostenidos por la esperanza.
El domingo en el año
litúrgico
76. Si el día del Señor, con su ritmo semanal, está enraizado en la
tradición más antigua de la Iglesia y es de vital importancia para el
cristiano, no ha tardado en implantarse otro ritmo: el ciclo
anual. En efecto, es propio de la psicología humana celebrar los
aniversarios, asociando al paso de las fechas y de las estaciones el
recuerdo de los acontecimientos pasados. Cuando se trata de acontecimientos
decisivos para la vida de un pueblo, es normal que su celebración suscite un
clima de fiesta que rompe la monotonía de los días.
Pues bien, los principales acontecimientos de salvación en que se
fundamenta la vida de la Iglesia estuvieron, por designio de Dios,
vinculados estrechamente a la Pascua y a Pentecostés, fiestas anuales de los
judíos, y prefigurados proféticamente en dichas fiestas. Desde el siglo II,
la celebración por parte de los cristianos de la Pascua anual, junto con la
de la Pascua semanal, ha permitido dar mayor espacio a la meditación del
misterio de Cristo muerto y resucitado. Precedida por un ayuno que la
prepara, celebrada en el curso de una larga vigilia, prolongada en los
cincuenta días que llevan a Pentecostés, la fiesta de Pascua, « solemnidad
de las solemnidades », se ha convertido en el día por excelencia de la
iniciación de los catecúmenos. En efecto, si por medio del bautismo ellos
mueren al pecado y resucitan a la vida nueva es porque Jesús « fue entregado
por nuestros pecados, y fue resucitado para nuestra justificación » (Rm 4,25;
cf. 6,3-11). Vinculada íntimamente con el misterio pascual, adquiere un
relieve especial la solemnidad de Pentecostés, en la que se celebran la
venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, reunidos con María, y el
comienzo de la misión hacia todos los pueblos. (120)
77. Esta lógica conmemorativa ha guiado la estructuración de todo el
año litúrgico. Como recuerda el Concilio Vaticano II, la Iglesia ha querido
distribuir en el curso del año « todo el misterio de Cristo, desde la
Encarnación y el Nacimiento hasta la Ascensión, el día de Pentecostés y la
expectativa de la feliz esperanza y venida del Señor. Al conmemorar así los
misterios de la redención, abre la riqueza de las virtudes y de los méritos
de su Señor, de modo que se los hace presentes en cierto modo, durante todo
tiempo, a los fieles para que los alcancen y se llenen de la gracia de la
salvación ». (121)
Celebración solemnísima, después de Pascua y de Pentecostés, es sin
duda la Navidad del Señor, en la cual los cristianos meditan el misterio de
la Encarnación y contemplan al Verbo de Dios que se digna asumir nuestra
humanidad para hacernos partícipes de su divinidad.
78. Asimismo, « en la celebración de este ciclo anual de los misterios
de Cristo, la santa Iglesia venera con especial amor a la bienaventurada
Madre de Dios, la Virgen María, unida con un vínculo indisoluble a la obra
salvadora de su Hijo ». (122) Del mismo modo, introduciendo en el ciclo
anual, con ocasión de sus aniversarios, las memoras de los mártires y de
otros santos, « proclama la Iglesia el misterio pascual cumplido en ellos,
que padecieron con Cristo y han sido glorificados con él ». (123) El
recuerdo de los santos, celebrado con el auténtico espíritu de la liturgia,
no disminuye el papel central de Cristo, sino que al contrario lo exalta,
mostrando el poder de su redención. Al respecto, dice san Paulino de Nola: «
Todo pasa, la gloria de los santos dura en Cristo, que lo renueva todo,
mientras él permanece el mismo ». (124) Esta relación intrínseca de la
gloria de los santos con la de Cristo está inscrita en el estatuto mismo del
año litúrgico y encuentra precisamente en el carácter fundamental y
dominante del domingo como día del Señor, su expresión más elocuente.
Siguiendo los tiempos del año litúrgico, observando el domingo que lo marca
totalmente, el compromiso eclesial y espiritual del cristiano está
profundamente incardinado en Cristo, en el cual encuentra su razón de ser y
del que obtiene alimento y estímulo.
79. El domingo se presenta así como el modelo natural para comprender
y celebrar aquellas solemnidades del año litúrgico, cuyo valor para la
existencia cristiana es tan grande que la Iglesia ha determinado subrayar su
importancia obligando a los fieles a participar en la Misa y a observar el
descanso, aunque caigan en días variables de la semana. (125) El número de
estas fechas ha cambiado en las diversas épocas, teniendo en cuenta las
condiciones sociales y económicas, así como su arraigo en la tradición,
además del apoyo de la legislación civil. (126)
El ordenamiento canónico-litúrgico actual prevé la posibilidad de que
cada Conferencia Episcopal, teniendo en cuenta las circunstancias propias de
uno u otro País, reduzca la lista de los días de precepto. La eventual
decisión en este sentido necesita ser confirmada por una especial aprobación
de la Sede Apostólica, (127) y en este caso, la celebración de un misterio
del Señor, como la Epifanía, la Ascensión o la solemnidad del Santísimo
Cuerpo y Sangre de Cristo, debe trasladarse al domingo, según las normas
litúrgicas, para que los fieles no se vean privados de la meditación del
misterio. (128) Los Pastores procurarán animar a los fieles a participar
también en la Misa con ocasión de las fiestas de cierta importancia que caen
durante la semana. (129)
80. Una consideración pastoral específica se ha de tener ante las
frecuentes situaciones en las que tradiciones populares y culturales típicas
de un ambiente corren el riesgo de invadir la celebración de los domingos y
de otras fiestas litúrgicas, mezclando con el espíritu de la auténtica fe
cristiana elementos que son ajenos o que podrían desfigurarla. En estos
casos conviene clarificarlo, con la catequesis y oportunas intervenciones
pastorales, rechazando todo lo que es inconciliable con el Evangelio de
Cristo. Sin embargo es necesario recordar que a menudo estas tradiciones —y
esto es válido análogamente para las nuevas propuestas culturales de la
sociedad civil— tienen valores que se adecuan sin dificultad a las
exigencias de la fe. Es deber de los Pastores actuar con discernimiento para
salvar los valores presentes en la cultura de un determinado contexto social
y sobre todo en la religiosidad popular, de modo que la celebración
litúrgica, principalmente la de los domingos y fiestas, no sea perjudicada,
sino que más bien sea potenciada. (130)
CONCLUSIÓN
81. Grande es ciertamente la riqueza espiritual y pastoral del
domingo, tal como la tradición nos lo ha transmitido. El domingo,
considerando globalmente sus significados y sus implicaciones, es como una
síntesis de la vida cristiana y una condición para vivirlo bien. Se
comprende, pues, por qué la observancia del día del Señor signifique tanto
para la Iglesia y sea una verdadera y precisa obligación dentro de la
disciplina eclesial. Sin embargo, esta observancia, antes que un precepto,
debe sentirse como una exigencia inscrita profundamente en la existencia
cristiana. Es de importancia capital que cada fiel esté convencido de que no
puede vivir su fe, con la participación plena en la vida de la comunidad
cristiana, sin tomar parte regularmente en la asamblea eucarística
dominical. Si en la Eucaristía se realiza la plenitud de culto que los
hombres deben a Dios y que no se puede comparar con ninguna otra experiencia
religiosa, esto se manifiesta con eficacia particular precisamente en la
reunión dominical de toda la comunidad, obediente a la voz del Resucitado
que la convoca, para darle la luz de su Palabra y el alimento de su Cuerpo
como fuente sacramental perenne de redención. La gracia que mana de esta
fuente renueva a los hombres, la vida y la historia.
82. Con esta firme convicción de fe, acompañada por la conciencia del
patrimonio de valores incluso humanos insertados en la práctica dominical,
es como los cristianos de hoy deben afrontar la atracción de una cultura que
ha conquistado favorablemente las exigencias de descanso y de tiempo libre,
pero que a menudo las vive superficialmente y a veces es seducida por formas
de diversión que son moralmente discutibles. El cristiano se siente en
cierto modo solidario con los otros hombres en gozar del día de reposo
semanal; pero, al mismo tiempo, tiene viva conciencia de la novedad y
originalidad del domingo, día en el que está llamado a celebrar la salvación
suya y de toda la humanidad. Si el domingo es día de alegría y de descanso,
esto le viene precisamente por el hecho de que es el « día del Señor », el
día del Señor resucitado.
83. Descubierto y vivido así, el domingo es como el alma de los otros
días, y en este sentido se puede recordar la reflexión de Orígenes según el
cual el cristiano perfecto « está siempre en el día del Señor, celebra
siempre el domingo ». (131) El domingo es una auténtica escuela, un
itinerario permanente de pedagogía eclesial. Pedagogía insustituible
especialmente en las condiciones de la sociedad actual, marcada cada vez más
fuertemente por la fragmentación y el pluralismo cultural, que ponen
continuamente a prueba la fidelidad de los cristianos ante las exigencias
específicas de su fe. En muchas partes del mundo se perfila la condición de
un cristianismo de la « diáspora », es decir, probado por una situación de
dispersión, en la cual los discípulos de Cristo no logran mantener
fácilmente los contactos entre sí ni son ayudados por estructuras y
tradiciones propias de la cultura cristiana. En este contexto problemático,
la posibilidad de encontrarse el domingo con todos los hermanos en la fe,
intercambiando los dones de la fraternidad, es una ayuda irrenunciable.
84. El domingo, establecido como sostén de la vida cristiana, tiene
naturalmente un valor de testimonio y de anuncio. Día de oración, de
comunión y de alegría, repercute en la sociedad irradiando energías de vida
y motivos de esperanza. Es el anuncio de que el tiempo, habitado por Aquél
que es el Resucitado y Señor de la historia, no es la muerte de nuestra
ilusiones sino la cuna de un futuro siempre nuevo, la oportunidad que se nos
da para transformar los momentos fugaces de esta vida en semillas de
eternidad. El domingo es una invitación a mirar hacia adelante; es el día en
el que la comunidad cristiana clama a Cristo su « Marana
tha, ¡Señor, ven! » (1 Co 16,22).
En este clamor de esperanza y de espera, el domingo acompaña y sostiene la
esperanza de los hombres. Y de domingo en domingo, la comunidad cristiana
iluminada por Cristo camina hacia el domingo sin fin de la Jerusalén
celestial, cuando se completará en todas sus facetas la mística Ciudad de
Dios, que « no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la
ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero » (Ap 21,23).
85. En esta tensión hacia la meta la Iglesia es sostenida y animada
por el Espíritu. Él despierta su memoria y actualiza para cada generación de
creyentes el acontecimiento de la Resurrección. Es el don interior que nos
une al Resucitado y a los hermanos en la intimidad de un solo cuerpo,
reavivando nuestra fe, derramando en nuestro corazón la caridad y reanimando
nuestra esperanza. El Espíritu está presente sin interrupción en cada día de
la Iglesia, irrumpiendo de manera imprevisible y generosa con la riqueza de
sus dones; pero en la reunión dominical para la celebración semanal de la
Pascua, la Iglesia se pone especialmente a su escucha y camina con él hacia
Cristo, con el deseo ardiente de su retorno glorioso: « El Espíritu y la
Novia dicen: ¡Ven! » (Ap 22,17).
Considerando verdaderamente el papel del Espíritu he deseado que esta
exhortación a descubrir el sentido del domingo se hiciera este año que, en
la preparación inmediata para el Jubileo, está dedicado precisamente al
Espíritu Santo.
86. Encomiendo la viva acogida de esta
Carta apostólica, por parte de la comunidad cristiana, a la intercesión de
la Santísima Virgen. Ella, sin quitar nada al papel central de Cristo y de
su Espíritu, está presente en cada domingo de la Iglesia. Lo requiere el
mismo misterio de Cristo: en efecto, ¿cómo podría ella, que es la Mater
Domini y la Mater
Ecclesiae, no estar presente por un título especial, el día que es a la
vez dies Domini y dies
Ecclesiae?
Hacia la Virgen María miran los fieles que escuchan la Palabra
proclamada en la asamblea dominical, aprendiendo de ella a conservarla y
meditarla en el propio corazón (cf. Lc 2,19).
Con María los fieles aprenden a estar a los pies de la cruz para ofrecer al
Padre el sacrificio de Cristo y unir al mismo el ofrecimiento de la propia
vida. Con María viven el gozo de la resurrección, haciendo propias las
palabras del Magníficat que
cantan el don inagotable de la divina misericordia en la inexorable sucesión
del tiempo: « Su misericordia alcanza de generación en generación a los que
lo temen » (Lc 1,50). De
domingo en domingo, el pueblo peregrino sigue las huellas de María, y su
intercesión materna hace particularmente intensa y eficaz la oración que la
Iglesia eleva a la Santísima Trinidad.
87. La proximidad del Jubileo, queridos hermanos y hermanas, nos
invita a profundizar nuestro compromiso espiritual y pastoral. Este es
efectivamente su verdadero objetivo. En el año en que se celebrará, muchas
iniciativas lo caracterizarán y le darán el aspecto singular que tendrá la
conclusión del segundo Milenio y el inicio del tercero de la Encarnación del
Verbo de Dios. Pero este año y este tiempo especial pasarán, a la espera de
otros jubileos y de otras conmemoraciones solemnes. El domingo, con su «
solemnidad » ordinaria, seguirá marcando el tiempo de la peregrinación de la
Iglesia hasta el domingo sin ocaso. Os exhorto, pues, queridos Hermanos en
el episcopado y en el sacerdocio a actuar incansablemente, junto con los
fieles, para que el valor de este día sacro sea reconocido y vivido cada vez
mejor. Esto producirá sus frutos en las comunidades cristianas y ejercerá
benéficos influjos en toda la sociedad civil.
Que los hombres y las mujeres del tercer Milenio, encontrándose con la
Iglesia que cada domingo celebra gozosamente el misterio del que fluye toda
su vida, puedan encontrar también al mismo Cristo resucitado. Y que sus
discípulos, renovándose constantemente en el memorial semanal de la Pascua,
sean anunciadores cada vez más creíbles del Evangelio y constructores
activos de la civilización del amor.
¡A todos mi Bendición!
Vaticano, 31 de mayo, solemnidad de Pentecostés
del año 1998, vigésimo de mi Pontificado.
NOTAS
(1) Cf. Ap 1,10:
« Kyriaké heméra »;
cf. también Didaché 14,
1; S. Ignacio de Antioquía, A
los Magnesios 9, 1-2: SC 10,
88-89.
(2) Pseudo Eusebio de Alejandría, Sermón 16: PG 86,
416.
(3) In die dominica Paschae II,
52: CCL 78,
550.
(4) Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 106.
(5) Ibíd.
(6) Cf. Motu proprio Mysterii
paschalis (14 de febrero de
1969): AAS 61
(1969), 222-226.
(7) Cf. Nota pastoral de la Conferencia Episcopal Italiana « El
día del Señor » (15 de julio
de 1984), 5: Ench. CEI 3,
1398.
(8) Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 106.
(9) Homilía al inicio solemne del Pontificado (22 de octubre de 1978) 5: AAS,
70 (1978), 947.
(10) N. 25: AAS 73
(1981), 639.
(11) Const. past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 34.
(12) El sábado es vivido por nuestros hermanos hebreos con una
espiritualidad « esponsal », como se desprende, por ejemplo, en los textos
del Génesis Rabbah X,
9 y XI, 8 (cf. J. Neusner, Génesis
Rabbah, vol. I, Atlanta 1985, p. 107 y p. 117). De tipo nupcial es
también el canto Leka dôdi:
« Estará contento de ti tu Dios, como lo está el esposo con la esposa [...].
En medio de los fieles de tu pueblo predilecto, ven esposa, Shabbat reina
» (Oración vespertina del sábado, de A. Toaff, Roma 1968-69, p. 3).
(13) Cf. A. J. Heschel, The
sabbath. Its meaning for modern man, (22 ed. 1995), pp. 3-24.
(14) « Verum autem sabbatum ipsum
redemptorem nostrum Iesum Christum Dominum habemus »: Epist.
13,1: CCL 140
A, 992.
(15) Ep.
ad Decentium XXV, 4, 7: PL 20,
555.
(16) Homiliae
in Hexaemeron II, 8: SC 26,
184.
(17) Cf. In
Io. ev. tractatus XX, 20, 2: CCL 36,
203; Epist. 55,
2: CSEL 34,
170-171.
(18) Esta referencia a la resurrección es particularmente visible en la
lengua rusa, en la que el domingo se llama precisamente « resurrección » (voskresén'e).
(19) Epist. 10,
96, 7.
(20) Cf. ibíd. En relación
con la carta de Plinio, también Tertuliano recuerda los coetus
antelucani en Apologeticum 2,
6: CCL 1,
88; De corona 3,
3: CCL 2,
1043.
(21) A los Magnesios 9,
1-2: SC 10,
88-89.
(22) Sermo 8 in octava
Paschalis, 4: PL 46,
841. Este carácter de « primer día » del domingo es evidente en el
calendario litúrgico latino, donde el lunes se denomina feria
secunda, el martes feria
tertia, etc. Semejante denominación de los días de la semana se
encuentra en la lengua portuguesa.
(23) S. Gregorio de Nisa, De
castigatione: PG 46,
309. En la liturgia maronita se subraya también la relación entre el sábado
y el domingo, a partir del « misterio del Sábado Santo » (cf. M. Hayek, Maronite
[Église],, Dictionnaire de spiritualité, X[1980], 632-644.
(24) Rito del Bautismo de
niños, n. 9; cf. Rito de
la iniciación cristiana de adultos, n. 59.
(25) Cf. Misal Romano,
Rito de la aspersión dominical del agua bendita.
(26) Cf. S. Basilio, Sobre el
Espíritu Santo, 27, 66: SC 17, 484-485; cf. también Epístola
de Bernabé, 15, 8-9: SC 172,
186-189; S. Justino, Diálogo
con Trifón, 24.138: PG 6,
528.793; Orígenes, Comentario
sobre los Salmos, Salmo 119 [118], 1: PG 12,
1588.
(27) « Domine, praestitisti
nobis pacem quietis, pacem sabbati, pacem sine vespera »: Confesiones 13,
50: CCL 27,
272.
(28) Cf. S. Agustín, Epist.
55,17: CSEL 34,
188: « Ita ergo erit octavus,
qui primus, ut prima vita sed aeterna reddatur ».
(29) En inglés Sunday y
en alemán Sonntag.
(30) Apología I,
67: PG 6,
430.
(31) Cf. S. Máximo de Turín, Sermo 44,
1: CCL 23,
178; Id., Sermo 53,
2: CCL 23,
219; Eusebio de Cesarea, Comm.
in Ps 91: PG 23,
1169-1173.
(32) Véase, por ejemplo, el himno para el Oficio
de las Lecturas: « Dies
aetasque ceteris octava splendet sanctior in te quam, Iesu, consecras
primitiae surgentium » (I
sem.); y también: « Salve
dies, dierum gloria, dies felix Christi victoria, dies digna iugi laetitia
dies prima. Lux
divina caecis irradiat, in qua Christus infernum spoliat, mortem vincit et
reconciliat summis ima. » (II
sem.). Expresiones parecidas se encuentran en himnos adoptados en la
Liturgia de las Horas en diversas lenguas modernas.
(33) Cf. Clemente de Alejandría, Stromati,
VI, 138, 1-2: PG 9,
364.
(34) Cf. Enc. Dominum et
vivificantem (18 de mayo de
1986), 22-26: AAS 78
(1986), 829-837.
(35) Cf. S. Atanasio de Alejandría, Cartas
dominicales 1, 10: PG 26,
1366.
(36) Cf. Bardesane, Diálogo
sobre el destino, 46: PS 2,
606-607.
(37) Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, Apéndice: Declaración sobre la
revisión del calendario.
(38) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 9.
(39) Cf. Carta Dominicae Cenae (24
de febrero de 1980), 4; AAS 72
(1980), 120; Enc. Dominum et
vivificantem (18 de mayo de
1986), 62-64: AAS 78
(1986), 889-894.
(40) Cf. Carta ap. Vicesimus
quintus annus (4 de diciembre
de 1988), 9; AAS 81
(1989), 905-906.
(41) N. 2177.
(42) Cf. Carta ap. Vicesimus
quintus annus (4 de diciembre
de 1988), 9: AAS 81
(1989), 905-906.
(43) Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 41;
cf. Decr. Christus Dominus,
sobre el oficio pastoral de los obispos, 15.
(44) Son palabras del embolismo, formulado con esta o análogas expresiones
en algunas plegarias eucarísticas en diversas lenguas. Dichas palabras
subrayan eficazmente el carácter « pascual » del domingo.
(45) Cf. Congr. para la Doctrina de la fe, Carta Communionis
notio, a los obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la
Iglesia como comunión (28 de mayo de 1992), 11-14: AAS 85
(1993), 844-847.
(46) Discurso al tercer grupo de Obispos de los Estados Unidos de América
(17 de marzo de 1998), 4: L'Osservatore
Romano ed. en lengua
española, 10 de abril de 1998, p. 9.
(47) Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 42.
(48) S. Congr. de Ritos, Instrucción Eucharisticum
mysterium, sobre el culto del misterio eucarístico (25 de mayo de 1967),
26: AAS 59
(1967), 555.
(49) Cf. S. Cipriano, De
Orat. Dom. 23: PL 4,
553; Id. De cath. Eccl.
unitate, 7: CSEL 31,
215; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 4; Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 26.
(50) Exhort. ap. Familiaris
consortio (22 de noviembre de
1981), 57; 61: AAS 74
(1982), 151; 154.
(51) Cf. S. Congr. para el Culto Divino, Directorio
para las Misas con niños (1
de noviembre de 1973): AAS 66
(1974), 30-46.
(52) S. Congr. de Ritos, Instrucción Eucharisticum
mysterium sobre el culto del
misterio eucarístico (25 de mayo de 1967), 26: AAS 59
(1967), 555-556; S. Congr. Para los Obispos, Directorio Ecclesiae
imago para el ministerio
pastoral de los obispos (22 de febrero de 1973), 86c: Ench.
Vat. 4, n. 2071.
(53) Exhort. ap. postsinodal Christifideles
laici (30 de diciembre de
1988), 30: AAS 81
(1989), 446-447.
(54) S. Congr. Para el Culto Divino, Instruc. Las
misas para grupos particulares (15
de mayo de 1969), 10: AAS 61
(1969), 810.
(55) Cf. Conc. Ecum Vat. II, Const.
dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 48-51.
(56) « Haec est vita nostra,
ut desiderando exerceamur »:
S. Agustín, In prima Ioan.
tract. 4,6: SC 75,
232.
(57) Misal Romano,
Embolismo después del Padre Nuestro.
(58) Conc. Ecum. Vat. II, Const.
past. Gaudium
et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 1.
(59) Ibíd., Const.
dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 1; cf. Enc. Dominum
et vivificantem (18 de mayo
de 1986), 61-64: AAS 78
(1986), 888-894.
(60) Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 7;
cf. 33.
(61) Ibíd., 56; cf. Ordo
Lectionum Missae, Praenotanda, 10.
(62) Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 51.
(63) Cf. ibíd., 52; Código
de Derecho Canónico, can. 767 § 2; Código
de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 614.
(64) Const. ap. Missale
Romanum (3 de abril de 1969): AAS 61
(1969), 220.
(65) En la Const. Sacrosanctum
Concilium, 24, se habla de « suavis
et vivus Sacrae Scripturae affectus ».
(66) Carta Dominicae Cenae (24
de febrero de 1980), 10: AAS 72
(1980), 135.
(67) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogm. Dei
Verbum, sobre la divina revelación, 25.
(68) Cf. Ordo lectionum Missae, Praenotanda,
cap. III.
(69) Cf. Ordo
lectionum Missae, Praenotanda,
cap. I,
6.
(70) Conc. Ecum. Tridentino, Sess.
XXII, Doctrina y cánones sobre el santísimo sacrificio de la Misa, II: DS,
1743; cf. Catecismo de la
Iglesia Católica, 1366.
(71) Catecismo de la Iglesia
Católica, 1368.
(72) S. Congr. de Ritos, Instr. Eucharisticum
mysterium, sobre el culto del misterio eucarístico (25 de mayo de 1967),
3 b: AAS 59
(1967), 541; cf. Pío XII, Enc. Mediator
Dei (20 de noviembre de
1947), II: AAS, 39 (1947),
564-566.
(73) Cf. Catecismo de la
Iglesia Católica, 1385; cf. también Congr. para la Doctrina de la Fe,
Carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la recepción de la comunión
eucarística por parte de los fieles divorciados y vueltos a casar (14 de
septiembre de 1994): AAS 86
(1994), 974-979.
(74) Cf. Inocencio I, Epist.
25, 1 a Decenzio de Gubbio: PL 20,
553.
(75) II, 59; 2-3: ed. F. X. Funk,
1905, 170-171.
(76) Cf. Apologia
I, 67, 3-5: PG 6,
430.
(77) Acta
SS. Saturnini, Dativi et aliorum plurimorum martyrum in Africa, 7,9,10: PL 8,
707.709-710.
(78) Cf. can. 21, Mansi, Conc.
II, 9.
(79) Cf. can. 47, Mansi, Conc. VIII,
332.
(80) Véase la proposición contraria, condenada por Inocencio XI en 1679,
sobre la obligación moral de la santificación de la fiesta: DS 2152.
(81) Can. 1248: « Festis de
praecepto diebus Missa audienda est »;
can. 1247 § 1: « Dies festi
sub praecepto in universa Ecclesia sunt... omnes et singuli dies dominici ».
(82) Código de Derecho
Canónico, can. 1247; el Código
de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 881 § 1, prescribe que «
los fieles cristianos están obligados los domingos y días de precepto a
participar en la Divina Liturgia o bien, según las prescripciones o la
legítima costumbre de la propia Iglesia sui
iuris, en la celebración de
las alabanzas divinas ».
(83) N. 2181: « Los que deliberadamente faltan a esta obligación cometen un
pecado grave ».
(84) S. Congr. para los Obispos, Directorio Ecclesiae
imago para el ministerio
pastoral de los obispos (22 de febrero de 1973), 86a: Ench.
Vat. 4, 2069.
(85) Cf. Código de Derecho
Canónico, can. 905 § 2.
(86) Cf. Pío XII, Cons. ap. Christus
Dominus (6
de enero de 1953): AAS 45
(1953), 15-24; Motu proprio Sacram
Communionem (19 de marzo de
1957): AAS 49
(1957), 177-178; Congr. S. Oficio, Istr. sobre la disciplina del ayuno
eucarístico (6 de enero de 1953): AAS 45
(1953), 47-51.
(87) Cf. Código de Derecho
Canónico, can. 1248 § 1; Código
de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 881 § 2.
(88) Cf. Missale Romanum,
Normae universales de Anno liturgico et de Calendario, 3.
(89) Cf. S. Congr. para los Obispos, Directorio Ecclesiae
imago para el ministerio
pastoral de los obispos (22 de febrero de 1973), 86: Ench.
Vat. 4, 2069-2073.
(90) Cf. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. Sacrosanctum Concilium,
sobre la sagrada liturgia, 14.26; Carta ap. Vicesimus
quintus annus (4 de diciembre
de 1988), 4.6.12: AAS 81
(1989), 900-901; 902; 909-910.
(91) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 10.
(92) Cf. Instr. interdicasterial Ecclesiae
de mysterio, sobre algunas cuestiones acerca de la colaboración de los
fieles laicos con el ministerio de los sacerdotes (15 de agosto de 1997),
6.8: AAS 89
(1997), 869.870-872.
(93) Conc. Ecum. Vat. II, Const.
dogm. Lumen
gentium, sobre la Iglesia, 10: « in
oblationem Eucharistiae concurrunt ».
(94) Ibíd., 11.
(95) Cf. Código de Derecho
Canónico, can. 1248 § 2.
(96) Cf. S. Congr. para el Culto Divino, Directorio Christi
Ecclesia para las
celebraciones dominicales en ausencia del sacerdote (2 de junio de 1988): Ench.
Vat. 11, 442-468; Instr. interdicasterial Ecclesiae
de mysterio acerca de algunas
cuestiones sobre la colaboración de los fieles laicos con el ministerio de
los sacerdotes (15 de agosto de 1997): AAS 89
(1997), 852-877.
(97) Cf. Código de Derecho
Canónico, can. 1248 § 2; Congr. para la Doctrina de la Fe, Carta Sacerdotium
ministeriale (6 de agosto de
1983), III: AAS 75
(1983), 1007.
(98) Cf. Pont. Comisión para los Medios de Comunicación Social, Instr. past. Communio
et progressio sobre los
medios de comunicación social (23 de mayo de 1971), 150-152.157: AAS 63
(1971), 645-646.647.
(99) Proclamación diaconal en honor del día del Señor: véase el texto
siriaco en el Misal según el rito de la Iglesia de Antioquía de los
Maronitas (ed. en siriaco y árabe), Jounieh (Líbano) 1959, 38.
(100) V, 20, 11: ed. F.X. Funk 1905,
298; cf. Didaché 14,
1: ed. F.X.
Funk, 1901, 32; Tertuliano, Apologeticum 16,
11: CCL 1,
116. Véase en concreto Epístola
de Bernabé, 15, 9: SC 172,
188-189: « He ahí por qué celebramos como una fiesta gozosa el octavo día en
el que Jesús resucitó de entre los muertos y, después de haber aparecido,
subió al cielo ».
(101) Tertuliano, por ejemplo, nos informa que en los domingos estaba
prohibido arrodillarse, ya que esta postura, al ser considerada sobre todo
como gesto penitencial, parecía poco oportuna en el día de la alegría: cf. De
corona 3,4: CCL 2,
1043.
(102) Ep. 55, 28: CSEL 342,
202.
(103) Cf. S. Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, Derniers entretiens,
5-6 julio 1897, en: Oeuvres
complètes, Cerf-Desclée de Brouwer, París, 1992, 1024-1025.
(104) Exhort. ap. Gaudete in
Domino (9 de mayo de 1975),
II: AAS 67
(1975), 295.
(105) Ibíd, VII, l.c.,
322.
(106) Hex. 6, 10, 76: CSEL 321,
261.
(107) Cf. Edicto de Constantino, 3 de julio del
321: Codex Theodosianus II,
tit. 8, 1, ed. Th.
Mommsen, 12, 87; Codex
Iustiniani, 3, 12, 2, ed. P.
Krueger, 248.
(108) Cf. Eusebio de Cesarea, Vida
de Constantino, 4, 18: PG 20,
1165.
(109) El documento eclesiástico más antiguo sobre este tema es el canon 29
del Concilio de Laodicea (segunda mitad del siglo IV): Mansi, II, 569-570.
Desde el siglo VI al IX muchos Concilios prohibieron las « opera
ruralia ». La legislación
sobre los trabajos prohibidos, sostenida también por las leyes civiles, fue
progresivamente muy precisa.
(110) Cf. Enc. Rerum novarum (15
de mayo de 1891): Acta Leonis
XIII 11 (1891), 127-128.
(111) Hex. 2,
1, 1: CSEL 321,
41.
(112) Cf. Código de Derecho
Canónico, can. 1247; Código
de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 881 §§ 1.4.
(113) Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 9.
(114) Cf. también S. Justino, Apología I,
67,6: « Los que viven en la abundancia y quieren dar, dan libremente cada
uno lo que quiere, y lo que se recoge se da al que preside y él asiste a los
huérfanos, las viudas, los enfermos, los indigentes, los prisioneros, los
huéspedes extranjeros, en una palabra, socorre a todos los que tienen
necesidad »: PG 6,
430.
(115) De
Nabuthae, 10, 45: « Audis,
dives, quid Dominus Deus dicat? Et
tu ad ecclesiam venis, non ut aliquid largiaris pauperi, sed ut auferas »: CSEL 322,
492.
(116) Homilías sobre el
Evangelio de Mateo, 50, 3-4: PG 58,
508.509.
(117) Cf. S. Paulino de Nola, Ep.
13, 11-12 a Pamaquio: CSEL 29,
92-93. El senador romano es alabado precisamente por haber reproducido casi
el milagro evangélico, uniendo a la participación eucarística la
distribución de comida a los pobres.
(118) Carta apost. Tertio
millennio adveniente (10 de
noviembre de 1994), 10: AAS 87
(1995), 11.
(119) Ibíd.
(120) Cf. Catecismo de la
Iglesia Católica, 731-732.
(121) Const. Sacrosanctum
Concilium, sobre la sagrada liturgia, 102.
(122) Ibíd., 103.
(123) Ibíd., 104.
(124) Carm. XVI, 3-4:
« Omnia praetereunt, sanctorum gloria durat in Christo qui cuncta novat, dum
permanet ipse »: CSEL30,
67.
(125) Cf. Código de Derecho
Canónico, can. 1247; Código
de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 881 §§ 1.4.
(126) Por derecho común, en la Iglesia latina son de precepto los días de
Navidad, Epifanía, Ascensión, Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Santa
María Madre de Dios, Inmaculada Concepción, Asunción, San José, Santos
Apóstoles Pedro y Pablo y, finalmente, Todos los Santos: cf. Código
de Derecho Canónico, can. 1246. Días festivos de precepto comunes a
todas las Iglesias orientales son los de Navidad, Epifanía, Ascensión,
Dormición de Santa María Madre de Dios, Santos Apóstoles Pedro y Pablo: cf. Código
de los cánones de las Iglesias Orientales, can. 880 § 3.
(127) Cf. Código de Derecho
Canónico, can. 1246 § 2; para las Iglesias orientales, véase Código
de los Cánones de las Iglesias Orientales, can.
880 § 3.
(128) Cf. S. Congr. de Ritos, Normae
universales de Anno liturgico et de Calendario (21
de marzo de 1969), 5.7: Ench.
Vat. 3, 895.897.
(129) Cf. Caeremoniale
Episcoporum, ed. typica 1995, n. 230.
(130) Cf. ibíd., n. 223.
(131) Contra Celso VIII,
22: SC 150,
222-224.