La Madre de Cristo Resucitado
Juan Pablo II
Audiencia general,
2 de mayo 1979
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La Madre de Cristo resucitado
1. “Regina caeli lactare, alleluia/ quia quem meruisti portare, alleluia/
resurrexit, sicut dixit, alleluia/ ora pro nobis Deum, alleluia”.
Deseo dedicar esta audiencia general de hoy, de modo particular, a la Madre
de Cristo resucitado.
El período pascual nos permite dirigirnos a Ella con las palabras de
purísima alegría, con que la saluda la Iglesia. El mes de mayo, comenzado
ayer, nos estimula a pensar y hablar de modo particular de Ella. En efecto,
éste es su mes. Así, pues, el período del año litúrgico y a la vez el
corriente mes llaman e invitan a nuestros corazones a abrirse de manera
singular a María.
2. La Iglesia con su antífona pascual “Regina caeli”, habla a la Madre, a la
que tuvo la fortuna de llevar en su seno, bajo su corazón, y después en sus
brazos, al Hijo de Dios y Salvador nuestro. Lo acogió entre sus brazos, por
última vez, cuando lo depusieron de la cruz, en el Calvario. Ante sus, lo
envolvieron en la sábana fúnebre y lo llevaron al sepulcro. ¡Ante los ojos
de la Madre! Y he aquí que al tercer día la tumba se encontró vacía. Pero
Ella no fue la primera en comprobarlo. Antes fueron allí las “tres Marías”,
y entre ellas particularmente María Magdalena, la pecadora convertida. Lo
comprobaron poco después los Apóstoles, avisados por las mujeres. Y, aunque
los Evangelios no nos dicen nada de la visita de la Madre de Cristo al lugar
de su resurrección, sin embargo, todos nosotros pensamos que Ella debía
hacerse presente allí de algún modo cuanto antes. Ella cuanto antes debía
participar en el misterio de la resurrección, porque éste era el derecho de
la Madre.
La liturgia de la Iglesia respeta este derecho de la Madre, cuando le dirige
esta invitación particular a la alegría de la resurrección: Laetare!
Resurrexit sicut dixit! E inmediatamente la misma antífona añade la súplica
para su intercesión: Ora pro nobis Deum. La revelación del poder divino del
Hijo mediante la resurrección, es al mismo tiempo revelación de la
“omnipotencia suplicante” (omnipotentia suplex) de María en relación con
este Hijo.
3. La Iglesia de todos los tiempos, comenzando por el Cenáculo en
Pentecostés, rodea siempre a María de una veneración particular y se dirige
a Ella con una peculiar confianza.
La Iglesia de nuestro tiempo, mediante el Concilio Vaticano II, ha hecho una
síntesis de todo lo que se había desarrollado durante las generaciones. El
capítulo VIII de la Constitución dogmática Lumen gentium es, en cierto
sentido, una “carta magna” de la mariología para nuestra época: María
presente de modo particular en el misterio de Cristo y en el misterio de la
Iglesia, María, “Madre de la Iglesia”, como comenzó a llamarla Pablo VI (en
el Credo del Pueblo de Dios), dedicándole después un documento aparte
(Marialis cultus).
Esta presencia de María en el misterio de la Iglesia, esto es, al mismo
tiempo en la vida cotidiana del Pueblo de Dios en todo el mundo, es sobre
todo una presencia materna. María, por así decirlo, da a la obra salvífica
del Hijo y a la misión de la Iglesia una forma singular: la forma materna.
Todo lo que se puede proponer en el lenguaje humano sobre el tema de la
“índole” propia de la mujer-madre —la índole del corazón—, todo esto se
refiere a Ella.
María es siempre el cumplimiento más pleno del misterio salvífico —desde la
Inmaculada Concepción hasta la Asunción— y es continuamente un preanuncio
más eficaz de este misterio. Ella revela la salvación, acerca la gracia
incluso a quienes parecen los más indiferentes y alejados. En el mundo, que
junto al progreso manifiesta su “corrupción” y su “envejecimiento”, Ella no
cesa de ser “el comienzo del mundo mejor” (origo mundi melioris), como se
expresó Pablo VI: “Al hombre contemporáneo —escribe entre otras cosas el
llorado Pontífice— la Virgen María... ofrece una visión serena y una palabra
tranquilizadora: la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la
comunión sobre la soledad,/ de la paz sobre la turbación,/ de la alegría y
de la belleza sobre el tedio y la náusea.../ de la vida sobre la muerte”
(Pablo VI, Exhortación Apostólica “Para la recta ordenación y desarrollo del
culto a la Santísima Virgen María”, 57; AAS 66, 1974. 166).
4. A Ella, a María, que es la Madre del Amor Hermoso, deseo acercar de modo
particular a la juventud de todo el mundo y de toda la Iglesia. Ella lleva
en Sí un signo indeleble de la juventud y de la belleza que no pasan jamás.
Deseo y pido que los jóvenes se acerquen a Ella, que tengan confianza en
Ella, que le confíen la vida que tienen ante sí; que la amen con sencillez,
fervor y cordialidad. Sólo Ella es capaz de responder a este amor del mejor
modo:
“Ipsam sequens nos desvias,/ ipsam rogans nos desperas,/ ipsam cogitans nos
erras.../ ipsam propitia pervenis...” (San Bernardo, Homilía II super Missus
est, XVII: PL 183, 71).
A María, que es la Madre de la divina gracia, confío las vocaciones
sacerdotales y religiosas. La nueva primavera de las vocaciones, su nuevo
aumento en toda la Iglesia, se convierta en una prueba particular de su
presencia materna en el misterio de Cristo, en nuestros tiempos, y en el
misterio de su Iglesia sobre toda la tierra. María sola es una viva
encarnación de la entrega total y completa a Dios, a Cristo, a su acción
salvífica, que debe encontrar su expresión adecuada en cada una de las
vocaciones sacerdotales y religiosas. María es la expresión más plena de la
fidelidad perfecta al Espíritu Santo y a su acción en el alma, es la
expresión de la fidelidad que significa una cooperación perseverante a la
gracia de la vocación.
El próximo domingo está destinado en toda la Iglesia a la oración por las
vocaciones sacerdotales y religiosas, masculinas y femeninas. Es el domingo
de las vocaciones. Que, por la intercesión de la Madre de la divina gracia,
dé una cosecha abundante.
5. A la Madre de Cristo y de la Iglesia consagro todo el mundo, todas las
naciones de la tierra, todos los hombres, porque Ella es la Madre de todos
ellos. Le consagro particularmente aquellos para quienes la vida es más
difícil, más dura, los que sufren física o espiritualmente, los que viven en
la miseria, los que sufren injusticias o daños.
De modo singular, sin embargo, para terminar esta meditación de mayo, deseo
venerar mañana a María en Jasna Góra (Monte-Claro) de Czestochowa y en toda
mi patria. Allí iba cada año en peregrinación, el 3 de mayo, que es la
fiesta de la Reina de Polonia. Cada año he celebrado allí una Misa solemne,
durante la cual el cardenal Wyszynski, primado de Polonia, en presencia del
Episcopado y de una inmensa multitud de peregrinos, renovaba el acto de
consagración de Polonia a la “materna esclavitud” de nuestra Señora. También
este año visitaré, si Dios lo permite, Jasna Góra, los días 4 y 5 de junio.
En cambio, mañana estaré con el espíritu y el corazón, junto con todos
vosotros que hoy estáis aquí reunidos en esta espléndida plaza de San Pedro:
“Regina caeli laetare, alleluia!”.