Carta Encíclica Probe Nostis Sobre las misiones y la obra de la propagación de la Fe - SS Gregorio XVI 18 de Septiembre de 1840
1. La perversa campaña de los herejes contra la Santa Iglesia.
Conocéis perfectamente, Venerables Hermanos, con cuántas calamidades está
plagado por todas partes este tristísimo tiempo, y de qué manera lamentable
es vejada la Iglesia católica; tampoco ignoráis con cuán grande torrente de
errores de todo género, con cuan desenfrenada audacia de los que yerran se
ataca la Religión santa, y con qué astucia y y con que fraudes los herejes e
incrédulos se unen en procura de la perversión de los corazones y las mentes
de los fieles. En una palabra, conocéis que casi no hay ningún género de
trabajos y de esfuerzos que no se emprenda para arrancar, si fuera posible,
de sus más profundos cimientos, el edificio inconmovible de la santa Ciudad.
Porque, en verdad, para omitir lo demás, ¿no nos vemos obligados,
desgraciadamente a ver que los muy astutos enemigos de la verdad, se
propagan impunemente y que no sólo atacan la Religión con burlas, a la
Iglesia y a los católicos con insultos y calumnias, sino que invaden las
ciudades y pueblos, fundan escuelas de error e impiedad y propagan impreso
el veneno de sus doctrinas disfrazados, para mayor engaño, con el uso
deformado de las ciencias naturales y de los inventos modernos? Más aún, ¿no
los vemos penetrar en los tugurios, recorrer los campos e introducirse en la
familiaridad del pueblo más humilde y de los campesinos? De esta manera,
nada dejan sin intentar, ya sean Biblias corrompidas, y en lengua vulgar, ya
sean revistas infectas y otros folletos, exhortaciones capciosas, caridad
simulada, dones en dinero, para atraer a sus sectas aunque sea, al pueblo
ignorante, en especial a la juventud y hacerlos abandonar la fe católica.
Nos referimos, Venerables Hermanos, a hechos que no sólo son comprobados,
sino cuyos testigos sois vosotros mismos, quienes con dolor ciertamente y de
ninguna numera sin protestas como conviene a vuestro oficio pastoral, os
veis obligados a tolerar en vuestras diócesis a los susodichos propagadores
de herejías e incredulidad, y a los insolentes pregoneros que, disfrazados a
veces con pieles de ovejas, son internamente lobos rapaces que no cesan de
insidiar y herir a la grey. ¿A qué decir más? Ya casi no queda en toda la
tierra ni una región bárbara a que las conocidísimas suciedades centrales de
los herejes e incrédulos no hayan enviado, sin parar en gastos, sus
exploradores y emisarios, los cuales o por engaños, o abiertamente en orden
de batalla y a banderas desplegadas declaran guerra a la Religión católica y
a sus pastores y ministros, para separar a los fieles del seno de la Iglesia
e impedir a los infieles la entrada en ella.
De lo dicho fácilmente puede inferirse cuánto Nos angustiamos, de día y de
noche, ya que cargados con la solicitud de todas las iglesias, debemos dar
cuenta de lodo al divino Príncipe de los pastores. Y si hemos juzgado deber
recordar con vosotros, en estas nuestras letras, estas causas de congojas
comunes a Nos y a vosotros, Venerables Hermanos, ha sido para que
consideréis más intensamente cuánto le importa a la Iglesia el que todos los
sagrados obispos, con doblado interés y actividad mancomunada trabajen con
todo esfuerzo para que sean reprimidos los ataques de enemigos tan numerosos
de la Religión, para que sean rechazados sus tiros, y precavidos y armados
los fieles contra las astutas caricias que muchas veces emplean. Lo cual
Nos, como sabéis procuramos hacer en toda oportunidad y no desistiremos,
como no ignoramos que lo habéis hecho también vosotros, y confiamos lo
seguiréis haciendo con siempre más intenso empeño.
2. Auxilio y victoria de Cristo Jesús.
Por lo demás, Venerables Hermanos, para no desanimarnos en medio de las
dificultades, conviene guardarnos de creer que las debamos superar mediante
nuestras propias fuerzas, siendo Cristo nuestro consejo y fortaleza, y
pudiéndolo todo Él, sin el cual, confirmando a los predicadores del
Evangelio y a los ministros de los sacramentos dice: "He aquí que con
vosotros estoy todos los días hasta la consumación de los siglos". Y en otra
ocasión: "Os he dicho estas cosas para que tengáis paz en Mí; en el mundo
tendréis tribulación pero tened confianza, yo he vencido al mundo[1]. Estas
promesas, siendo manifiestas a todas luces, no deben perder su fuerza por
ningún impedimento; no sea que aparezcamos ingratos a la elección de Dios,
cuyo auxilio es tan poderoso como son veraces sus promesas[2]. ¿Quién no ve
manifiestamente, aún en esta edad, los frutos de las promesas divinas,
frutos que nunca faltaron en la Iglesia y nunca faltarán? Éstos, sin duda,
aparecen evidentemente en la insuperable firmeza de la Iglesia en medio de
tantas agresiones de los enemigos, en la propagación de la Religión en medio
de tantas perturbaciones y peligros, y en los consuelos con que por esta
misma causa, el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación nos
conforta en toda tribulación nuestra[3]. Porque mientras hemos de llorar por
una parte, el perjuicio que en algunas regiones ha sufrido y sufre la
Religión católica, debemos por otra, alegrarnos de los frecuentes triunfos
que, aún allí mismo, ha conseguido y consigue, por la invicta constancia de
los católicos y sus pastores. De tal manera que nos alegramos grandemente de
aquellos felices y admirables progresos en medio de tantos obstáculos, y
nuestros mismos adversarios perciben que las opresiones y vejaciones con que
se asalta a la Iglesia, no pocas veces sirven para su gloria y para
confirmar más y más a los fieles en la Religión católica.
3. Triunfo de la Iglesia en las Misiones.
Y en verdad, para hablar de las misiones apostólicas, ¡qué causa de
alegrarnos no nos ofrecen los copiosos frutos de la Iglesia universal en
esas mismas misiones, los progresos de la fe en América, y especialmente en
las Indias y otras tierras de infieles! Porque no ignoráis, Venerables
Hermanos, que también en nuestros tiempos se difunde intensamente en
aquéllas regiones el número y el celo de los varones apostólicos, que, sin
ayuda, con la coraza de la fe, no sólo se atreven a pelear, de palabra y por
escrito, en privado y en público, las batallas del Señor contra las herejías
y la incredulidad, y ciertamente con éxito, sino también encendidos en el
fuego de la caridad, sin detenerse ante las dificultades de los viajes y la
magnitud de los trabajos, buscan por tierra y mar a los que están sentados
en las tinieblas y a la sombra de la muerta, para llamarlos a la luz y a la
vida de la Religión católica. De aquí que, intrépidos en medio de todos los
peligros, atraviesan con ánimo heroico las selvas y cavernas de los
bárbaros, y después de amansarlos, poco a poco con la suavidad cristiana,
los instruyen en la verdadera fe y en la virtud, para arrancarlos finalmente
de la esclavitud del demonio por medio del bautismo, y trasladarlos a la
libertad de los hijos adoptivos de Dios.
4. Consuelo y dolor por los nuevos mártires.
No podemos, con todo, conmemorar sin lágrimas (lágrimas de dolor, execrando
la crueldad de los perseguidores y esbirros; y lágrimas de consuelo,
contemplando la constancia en la fe de los confesores) no podemos, digo,
conmemorar aquí sin lágrimas las hazañas gloriosas en el lejano Oriente de
los mártires recientes, cuyas alabanzas no es por cierto la primera vez que
celebramos. Humean todavía las regiones de Tonquin y Cochinchina con la
sangre de muchos sagrados obispos, presbíteros y fieles, quienes renovando
los ejemplos de los mártires cristianos que ilustraron las primeras edades
de la Iglesia, enfrentaron, impávidos en los tormentos, una muerte
crudelísima, testimoniando su fe en Cristo. ¿Qué triunfo más preclaro puede
pedirse de la Iglesia y de la Religión? ¿Qué mayor confusión de los que la
persiguen que el ver, aun en nuestros días, cumplirse las promesas divinas
de protección y ayuda, con lo que resulta, como dice San León[4], que la
religión fundada en el Misterio de la Cruz de Cristo con ningún género de
crueldad pueda destruirse?
5. Las nuevas Asociaciones apostólicas.
Lo que hemos recordado hasta aquí, Venerables Hermanos, es ciertamente
consolador y glorioso para la Religión cristiana, pero no faltan otros
consuelos para la Iglesia en medio de tan grandes tribulaciones; es, a
saber, las pías instituciones que se acrecientan para el bien de la Religión
y de la sociedad cristiana, algunas de las cuales son ayuda y auxilio para
las mismas sagradas misiones apostólicas. Y por cierto, ¿qué verdadero
católico no se alegra, considerando la providencia de Dios omnipotente, que
según promesas, asistiendo y protegiendo perpetuamente a su Iglesia, suscita
en ella nuevas sociedades según la oportunidad de los tiempos y lugares y
otras circunstancias, sociedades que, bajo la autoridad de la misma Iglesia,
colaboran celosamente con fuerzas coadunadas y cada una según su manera, a
las obras de caridad, a la instrucción de los fieles y a la dilatación de la
fe? Un hermoso espectáculo, entre otros, ofrecen al mundo católico, y a los
mismos católicos maravillados, aquellas congregaciones de piadosas mujeres,
tantas y tan difundidas, quienes bajo la regla de San Vicente de Paúl, o
asociadas a otros institutos aprobados y conspicuos por el resplandor de las
virtudes cristianas, se consagran alegremente y por entero a apartar a las
mujeres del camino de la perdición, o a instruir a las niñas en la Religión,
la sólida piedad y en los oficios más propios de su condición, o a aliviar
con toda eficacia al prójimo en sus tribulaciones; sin que sean detenidas ni
por la natural debilidad de su sexo, ni por el miedo de ningún peligro.
No menos alegran a Nos y a todos los buenos aquellas otras reuniones de
fieles, que en muchas ciudades, en especial en las más importantes, se están
continuamente formando y cuyo fin y empeño es oponer a los libros perversos
obras útiles, propias o ajenas, a los errores monstruosos la pureza de la
doctrina, a las injurias e insultos la mansedumbre y caridad cristianas.
6. La Propagación de la Fe. Sus excelencias.
¿Qué diremos, por último, sino grandes alabanzas, de aquélla célebre
sociedad, que progresa siempre, no solamente en las regiones católicas, sino
también en las tierras de acatólicos e infieles, y que abre a todos los
fieles de toda condición, un fácil camino y medio expedito para merecer bien
de las misiones apostólicas y participar de sus bienes espirituales? Ya
entendéis que hablamos aquí de la conocidísima sociedad de la Propagación de
la Fe.
Habiéndoos comunicado, Venerables Hermanos, no sólo las angustias que Nos
consumen por las pérdidas que sufre la Religión católica, sino también sus
triunfos que logra y que Nos consuelan y sostienen, resta ahora comunicaros
igualmente la solicitud que nos urge velar por la mayor prosperidad de
sociedades tan beneméritas de la Religión. Os exhortamos, pues,
vehementemente en el Señor, que os empeñéis en fomentarlas, defenderlas y
aumentarlas dentro de los límites de vuestras diócesis.
En primer lugar os recomendamos con sumo encarecimiento la dicha sociedad de
la Propagación de la Fe, que desde 1832, año de su fundación en la
nobilísima y antiquísima ciudad de Lyon, se ha difundido por doquiera con
admirable rapidez y prosperidad. No os recomendamos ciertamente menos las
otras congregaciones fundadas en Viena y en otras partes que, aunque bajo
nombres distintos, cooperan con igual entusiasmo a la misma obra de la
propagación de la fe: obra sustentada también con el favor religiosísimo de
los príncipes católicos. Obra grande, en verdad, y santísima, que es
sostenida, aumentada y fortalecida con los pequeños óbolos y cotidianas
oraciones a Dios de cada uno de los asociados; obra que, dirigida al
sustento de de la caridad cristiana para con los neófitos, y la liberación
de los fieles del ímpetu de las persecuciones, a Nos parece dignísima del
amor y admiración de todos los buenos. Se ha de juzgar que no sin una
especial inspiración de la divina providencia ha venido una obra tan
oportuna y útil en ayuda de la Iglesia en estos últimos tiempos. Porque
mientras las maquinaciones infernales de toda clase atacan a la amada Esposa
de Cristo, nada podía serle más oportuno que el que los fieles, inflamados
en el deseo de propagar la verdad católica y cristiana, unidos en la
aplicación y la labor, se esforzasen conjuntamente en ganar a todos para
Cristo.
Por eso, Nos, aunque indignos colocado en la suprema atalaya de la Iglesia,
no hemos dejado pasar ninguna oportunidad, siguiendo en esto el ejemplo de
nuestros predecesores, de testimoniar con suma elocuencia nuestra afición a
tan preclara obra y de aguijonear oportunamente en los fieles el amor a la
misma. Por lo tanto, también vosotros, Venerables Hermanos, que habéis sido
llamados a participar en nuestra solicitud, procurad con empeño que aquélla
obra tan importante reciba cada día mayores incrementos en la grey confiada
a los cuidados de cada uno de vosotros. Haced sonar la trompeta en Sion[5],
y, con paternales avisos y consejos, procurad que los que aun no se han
adscrito a esta piísima sociedad, entren gustosamente en ella; mientras que
los que le dieron su nombre perseveren en su propósito.
Este es, sin duda, un tiempo "en que, enfureciéndose el demonio en todo el
mundo, el ejército cristiano ha de luchar"[6], y así tiempo es este de
procurar con todo empeño que los fieles se junten en santa empresa a los
sacerdotes que lloran, oran y trabajan por la fe. Nos sostiene una esperanza
firmísima en Dios, que no cesa de sostener con su omnipotente brazo y
alegrar con la constancia, caridad y devoción de los fieles a su Iglesia en
tan grande peligro de la Religión y en tan dura y larga lucha contra sus
enemigos, hecho favorable por las multiplicadas oraciones y buenas obras de
sus pastores y ovejas, concederá por fin misericordiosamente a la misma
Iglesia la deseada tranquilidad y paz.
Entre tanto impartimos con todo amor a vosotros, Venerables Hermanos y todos
los clérigos y fieles confiados a vuestros cuidados, la bendición
apostólica.
Dada en Roma, en Santa María la Mayor, bajo el anillo del Pescador el día 18
de Septiembre de 1840, décimo de nuestro Pontificado. Gregorio XVI
[1] Mat. 28,20; Juan 16, 33.
[2] S. León M., Epist. 167, a Rústico de Narbona, (1418-1419) (Migne P.L.
54, col. 1201-B-1202-A).
[3] S. León M., Sermón 82, cap. V (alias 90). Festiv. S. Pedro y S. Pablo
(Migne PL. 51, col. 426-A.
[4] S. León M., Sermón 82, cap. V (alias 90). Festiv. S. Pedro y S. Pablo
(Migne PL. 51, col. 426-A.
[5] Ver Is. 58, 1.
[6] S. León M., Epist. 157, a Rústico de Narbona, (1418) (Migne P.L. 54,
col. 1201).