Congregación para la Doctrina de la Fe: Carta 'Samaritanus Bonus' sobre el cuidado de las personas en las fases críticas y terminales de la vida
Introducción
El Buen Samaritano que deja su camino para socorrer al hombre enfermo
(cfr. Lc 10, 30-37) es la imagen de Jesucristo que encuentra al hombre
necesitado de salvación y cuida de sus heridas y su dolor con «el aceite
del consuelo y el vino de la esperanza».[1] Él es el médico de las almas
y de los cuerpos y «el testigo fiel» (Ap 3, 14) de la presencia
salvífica de Dios en el mundo. Pero, ¿cómo concretar hoy este mensaje?
¿Cómo traducirlo en una capacidad de acompañamiento de la persona
enferma en las fases terminales de la vida de manera que se le ayude
respetando y promoviendo siempre su inalienable dignidad humana, su
llamada a la santidad y, por tanto, el valor supremo de su misma
existencia?
El extraordinario y progresivo desarrollo de las tecnologías biomédicas
ha acrecentado de manera exponencial las capacidades clínicas de la
medicina en el diagnóstico, en la terapia y en el cuidado de los
pacientes. La Iglesia mira con esperanza la investigación científica y
tecnológica, y ve en ellas una oportunidad favorable de servicio al bien
integral de la vida y de la dignidad de todo ser humano.[2] Sin embargo,
estos progresos de la tecnología médica, si bien preciosos, no son
determinantes por sí mismos para calificar el sentido propio y el valor
de la vida humana. De hecho, todo progreso en las destrezas de los
agentes sanitarios reclama una creciente y sabia capacidad de
discernimiento moral[3] para evitar el uso desproporcionado y
deshumanizante de las tecnologías, sobre todo en las fases críticas y
terminales de la vida humana.
Por otro lado, la gestión organizativa y la elevada articulación y
complejidad de los sistemas sanitarios contemporáneos pueden reducir la
relación de confianza entre el médico y el paciente a una relación
meramente técnica y contractual, un riesgo que afecta, sobre todo, a los
países donde se están aprobando leyes que legitiman formas de suicidio
asistido y de eutanasia voluntaria de los enfermos más vulnerables.
Estas niegan los límites éticos y jurídicos de la autodeterminación del
sujeto enfermo, oscureciendo de manera preocupante el valor de la vida
humana en la enfermedad, el sentido del sufrimiento y el significado del
tiempo que precede a la muerte. El dolor y la muerte, de hecho, no
pueden ser los criterios últimos que midan la dignidad humana, que es
propia de cada persona, por el solo hecho de ser un “ser humano”.
Ante tales desafíos, capaces de poner en juego nuestro modo de pensar la
medicina, el significado del cuidado de la persona enferma y la
responsabilidad social frente a los más vulnerables, el presente
documento intenta iluminar a los pastores y a los fieles en sus
preocupaciones y en sus dudas acerca de la atención médica, espiritual y
pastoral debida a los enfermos en las fases críticas y terminales de la
vida. Todos son llamados a dar testimonio junto al enfermo y
transformarse en “comunidad sanadora” para que el deseo de Jesús, que
todos sean una sola carne, a partir de los más débiles y vulnerables, se
lleve a cabo de manera concreta.[4] Se percibe en todas partes, de
hecho, la necesidad de una aclaración moral y de una orientación
práctica sobre cómo asistir a estas personas, ya que «es necesaria una
unidad de doctrina y praxis»[5] respecto a un tema tan delicado, que
afecta a los enfermos más débiles en las etapas más delicadas y
decisivas de la vida de una persona.
Diversas Conferencias Episcopales en el mundo han publicado documentos y
cartas pastorales, con las que han buscado dar una respuesta a los
desafíos planteados por el suicidio asistido y la eutanasia voluntaria –
legitimadas por algunas legislaciones nacionales – con una específica
referencia a cuantos trabajan o se recuperan dentro de los hospitales,
también en los hospitales católicos. Pero la atención espiritual y las
dudas emergentes, en determinadas circunstancias y contextos
particulares, acerca de la celebración de los Sacramentos por aquellos
que intentan poner fin a la propia vida, reclaman hoy una intervención
más clara y puntual de parte de la Iglesia, con el fin de:
- reafirmar el mensaje del Evangelio y sus expresiones como fundamentos
doctrinales propuestos por el Magisterio, invocando la misión de cuantos
están en contacto con los enfermos en las fases críticas y terminales
(los familiares o los tutores legales, los capellanes de hospital, los
ministros extraordinarios de la Eucaristía y los agentes de pastoral,
los voluntarios de los hospitales y el personal sanitario), además de
los mismos enfermos;
- proporcionar pautas pastorales precisas y concretas, de tal manera que
a nivel local se puedan afrontar y gestionar estas situaciones complejas
para favorecer el encuentro personal del paciente con el Amor
misericordioso de Dios.
I. Hacerse cargo del prójimo
Es difícil reconocer el profundo valor de la vida humana cuando, a pesar
de todo esfuerzo asistencial, esta continúa mostrándosenos en su
debilidad y fragilidad. El sufrimiento, lejos de ser eliminado del
horizonte existencial de la persona, continúa generando una inagotable
pregunta por el sentido de la vida.[6] La solución a esta dramática
cuestión no podrá jamás ofrecerse solo a la luz del pensamiento humano,
porque en el sufrimiento está contenida la grandeza de un misterio
específico que solo la Revelación de Dios nos puede desvelar.[7]
Especialmente, a cada agente sanitario le ha sido confiada la misión de
una fiel custodia de la vida humana hasta su cumplimiento natural,[8] a
través de un proceso de asistencia que sea capaz de re-generar en cada
paciente el sentido profundo de su existencia, cuando viene marcada por
el sufrimiento y la enfermedad. Es por esto necesario partir de una
atenta consideración del propio significado del cuidado, para comprender
el significado de la misión específica confiada por Dios a cada persona,
agente sanitario y de pastoral, así como al mismo enfermo y a su
familia.
La experiencia del cuidado médico parte de aquella condición humana,
marcada por la finitud y el límite, que es la vulnerabilidad. En
relación a la persona, esta se inscribe en la fragilidad de nuestro ser
juntos “cuerpo”, material y temporalmente finito, y “alma”, deseo de
infinito y destinada a la eternidad. Nuestro ser criaturas “finitas”, y
también destinadas a la eternidad, revela tanto nuestra dependencia de
los bienes materiales y de la ayuda reciproca de los hombres, como
nuestra relación originaria y profunda con Dios. Esta vulnerabilidad da
fundamento a la ética del cuidado, de manera particular en el ámbito de
la medicina, entendida como solicitud, premura, coparticipación y
responsabilidad hacia las mujeres y hombres que se nos han confiado
porque están necesitados de atención física y espiritual.
De manera específica, la relación de cuidado revela un principio de
justicia, en su doble dimensión de promoción de la vida humana (suum
cuique tribuere) y de no hacer daño a la persona (alterum non laedere):
es el mismo principio que Jesús transforma en la regla de oro positiva
«todo lo que deseáis que los demás hagan con vosotros, hacedlo vosotros
con ellos» (Mt 7, 12). Es la regla que, en la ética médica tradicional,
encuentra un eco en el aforismo primum non nocere.
El cuidado de la vida es, por tanto, la primera responsabilidad que el
médico experimenta en el encuentro con el enfermo. Esta no puede
reducirse a la capacidad de curar al enfermo, siendo su horizonte
antropológico y moral más amplio: también cuando la curación es
imposible o improbable, el acompañamiento médico y de enfermería (el
cuidado de las funciones esenciales del cuerpo), psicológico y
espiritual, es un deber ineludible, porque lo contrario constituiría un
abandono inhumano del enfermo. La medicina, de hecho, que se sirve de
muchas ciencias, posee también una importante dimensión de “arte
terapéutica” que implica una relación estrecha entre el paciente, los
agentes sanitarios, familiares y miembros de las varias comunidades de
pertenencia del enfermo: arte terapéutica, actos clínicos y cuidado
están inseparablemente unidos en la práctica médica, sobre todo en las
fases críticas y terminales de la vida.
El Buen Samaritano, de hecho, «no sólo se acerca, sino que se hace cargo
del hombre medio muerto que encuentra al borde del camino»[9]. Invierte
en él no solo el dinero que tiene, sino también aquel que no tiene y que
espera ganar en Jericó, prometiendo que pagará a su regreso. Así Cristo
nos invita a fiarnos de su gracia invisible y nos empuja a la
generosidad basada en la caridad sobrenatural, identificándose con cada
enfermo: «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más
pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40). La afirmación de Jesús es
una verdad moral de alcance universal: «se trata de “hacerse cargo” de
toda la vida y de la vida de todos»,[10] para revelar el Amor originario
e incondicionado de Dios, fuente del sentido de toda vida.
Por este motivo, sobre todo en las estructuras hospitalarias y
asistenciales inspiradas en los valores cristianos, es más necesario que
nunca hacer un esfuerzo, también espiritual, para dejar espacio a una
relación construida a partir del reconocimiento de la fragilidad y la
vulnerabilidad de la persona enferma. De hecho, la debilidad nos
recuerda nuestra dependencia de Dios, y nos invita a responder desde el
respeto debido al prójimo. De aquí nace la responsabilidad moral ligada
a la conciencia de todo sujeto que se hace cargo del enfermo (médico,
enfermero, familiar, voluntario, pastor) de encontrarse frente a un bien
fundamental e inalienable – la persona humana – que impone no poder
saltarse el límite en el que se da el respeto de sí y del otro, es decir
la acogida, la tutela y la promoción de la vida humana hasta la llegada
natural de la muerte. Se trata, en este sentido, de tener una mirada
contemplativa,[11] que sabe captar en la existencia propia y la de los
otros un prodigio único e irrepetible, recibido y acogido como un don.
Es la mirada de quién no pretende apoderarse de la realidad de la vida,
sino acogerla así como es, con sus fatigas y sufrimientos, buscando
reconocer en la enfermedad un sentido del que dejarse interpelar y
“guiar”, con la confianza de quien se abandona al Señor de la vida que
se manifiesta en él.
Ciertamente, la medicina debe aceptar el límite de la muerte como parte
de la condición humana. Llega un momento en el que ya no queda más que
reconocer la imposibilidad de intervenir con tratamientos específicos
sobre una enfermedad, que aparece en poco tiempo como mortal. Es un
hecho dramático, que se debe comunicar al enfermo con gran humanidad y
también con confiada apertura a la perspectiva sobrenatural, conscientes
de la angustia que la muerte genera, sobre todo en una cultura que la
esconde. No se puede pensar en la vida física como algo que hay que
conservar a toda costa – algo que es imposible -, sino como algo por
vivir alcanzando la libre aceptación del sentido de la existencia
corpórea: «sólo con referencia a la persona humana en su “totalidad
unificada”, es decir, “alma que se expresa en el cuerpo informado por un
espíritu inmortal”, se puede entender el significado específicamente
humano del cuerpo».[12]
Reconocer la imposibilidad de curar ante la cercana eventualidad de la
muerte, no significa, sin embargo, el final del obrar médico y de
enfermería. Ejercitar la responsabilidad hacia la persona enferma,
significa asegurarle el cuidado hasta el final: «curar si es posible,
cuidar siempre (to cure if possible, always to care)».[13] Esta
intención de cuidar siempre al enfermo ofrece el criterio para evaluar
las diversas acciones a llevar a cabo en la situación de enfermedad
“incurable”; incurable, de hecho, no es nunca sinónimo de “in-cuidable”.
La mirada contemplativa invita a ampliar la noción de cuidado. El
objetivo de la asistencia debe mirar a la integridad de la persona,
garantizando con los medios adecuados y necesarios el apoyo físico,
psicológico, social, familiar y religioso. La fe viva, mantenida en las
almas de las personas que la rodean, puede contribuir a la verdadera
vida teologal de la persona enferma, aunque esto no sea inmediatamente
visible. El cuidado pastoral de todos, familiares, médicos, enfermeros y
capellanes, puede ayudar al enfermo a persistir en la gracia
santificante y a morir en la caridad, en el Amor de Dios. Frente a lo
inevitable de la enfermedad, sobre todo si es crónica y degenerativa, si
falta la fe, el miedo al sufrimiento y a la muerte, y el desánimo que se
produce, constituyen hoy en día las causas principales de la tentación
de controlar y gestionar la llegada de la muerte, aun anticipándola, con
la petición de la eutanasia o del suicidio asistido.
II. La experiencia viviente del Cristo sufriente
y el anuncio de la esperanza
Si la figura del Buen samaritano ilumina de luz nueva la práctica del
cuidado, la experiencia viviente del Cristo sufriente, su agonía en la
Cruz y su Resurrección, son los espacios en los que se manifiesta la
cercanía del Dios hecho hombre en las múltiples formas de la angustia y
del dolor, que pueden golpear a los enfermos y sus familiares, durante
las largas jornadas de la enfermedad y en el final de la vida.
No solo en las palabras del profeta Isaías se anuncia la persona de
Cristo como el hombre familiarizado con el dolor y el padecimiento (cfr.
Is 53), si releemos las páginas de la pasión de Cristo encontramos
también la experiencia de la incomprensión, de la mofa, del abandono,
del dolor físico y de la angustia. Son experiencias que hoy golpean a
muchos enfermos, con frecuencia considerados una carga para la sociedad;
a veces no son comprendidos en sus peticiones, a menudo viven formas de
abandono afectivo, de perdida de relaciones.
Todo enfermo tiene necesidad no solo de ser escuchado, sino de
comprender que el propio interlocutor “sabe” que significa sentirse
solo, abandonado, angustiado frente a la perspectiva de la muerte, al
dolor de la carne, al sufrimiento que surge cuando la mirada de la
sociedad mide su valor en términos de calidad de vida y lo hace sentir
una carga para los proyectos de otras personas. Por eso, volver la
mirada a Cristo significa saber que se puede recurrir a quien ha probado
en su carne el dolor de la flagelación y de los clavos, la burla de los
flageladores, el abandono y la traición de los amigos más queridos.
Frente al desafío de la enfermedad y en presencia de dificultades
emotivas y espirituales en aquel que vive la experiencia del dolor,
surge, de manera inexorable, la necesidad de saber decir una palabra de
confort, extraída de la compasión llena de esperanza de Jesús sobre la
Cruz. Una esperanza creíble, profesada por Cristo en la Cruz, capaz de
afrontar el momento de la prueba, el desafío de la muerte. En la Cruz de
Cristo – cantada por la liturgia el Viernes Santo: Ave crux, spes unica
– están concentrados y resumidos todos los males y sufrimientos del
mundo. Todo el mal físico, de los cuales la cruz, cual instrumento de
muerte infame e infamante, es el emblema; todo el mal psicológico,
expresado en la muerte de Jesús en la más sombría soledad, abandono y
traición; todo el mal moral, manifestado en la condena a muerte del
Inocente; todo el mal espiritual, destacado en la desolación que hace
percibir el silencio de Dios.
Cristo es quien ha sentido alrededor de Él la afligida consternación de
la Madre y de los discípulos, que “estaban” bajo la Cruz: en este
“estar”, aparentemente cargado de impotencia y resignación, está toda la
cercanía de los afectos que permite al Dios hecho hombre vivir también
aquellas horas que parecen sin sentido.
Después está la Cruz: de hecho un instrumento de tortura y de ejecución
reservado solo a los últimos, que parece tan semejante, en su carga
simbólica, a aquellas enfermedades que clavan a una cama, que prefiguran
solo la muerte y parecen eliminar el significado del tiempo y de su
paso. Sin embargo, aquellos que “están” alrededor del enfermo no son
solo testigos, sino que son signo viviente de aquellos afectos, de
aquellas relaciones, de aquella íntima disponibilidad al amor, que
permiten al que sufre reconocer sobre él una mirada humana capaz de
volver a dar sentido al tiempo de la enfermedad. Porque en la
experiencia de sentirse amado, toda la vida encuentra su justificación.
Cristo ha estado siempre sostenido, en el camino de su pasión, por el
confiado abandono en el amor del Padre, que se hacía evidente, en la
hora de la Cruz, también a través del amor de la Madre. Porque el Amor
de Dios se revela siempre, en la historia de los hombres, gracias al
amor de quien no nos abandona, de quien “está”, a pesar de todo, a
nuestro lado.
Si reflexionamos sobre el final de la vida de las personas, no podemos
olvidar que en ellas se aloja con frecuencia la preocupación por
aquellos que dejan: por los hijos, el cónyuge, los padres, los amigos.
Un componente humano que nunca podemos descuidar y a los que se debe
ofrecer apoyo y ayuda.
Es la misma preocupación de Cristo, que antes de morir piensa en la
Madre que permanecerá sola, con un dolor que deberá llevar en la
historia. En la crónica austera del Evangelio de Juan, es a la Madre a
quien se dirige Cristo, para tranquilizarla, para confiarla al discípulo
amado de tal manera que se haga cargo de ella: “Madre, ahí tienes a tu
hijo” (cfr. Jn 19, 26-27). El tiempo del final de la vida es un tiempo
de relaciones, un tiempo en el que se deben derrotar la soledad y el
abandono (cfr. Mt 27, 46 y Mc 15, 34), en vista de una entrega confiada
de la propia vida a Dios (cfr. Lc 23, 46).
Desde esta perspectiva, mirar al Crucificado significa ver una escena
coral, en la que Cristo está en el centro porque resume en su propia
carne, y verdaderamente transfigura, las horas más tenebrosas de la
experiencia humana, aquellas en las que se asoma, silenciosa, la
posibilidad de la desesperación. La luz de la fe nos hace captar, en
aquella plástica y descarnada descripción que los Evangelios nos dan, la
Presencia trinitaria, porque Cristo confía en el Padre gracias al
Espíritu Santo, que apoya a la Madre y a los discípulos que “están” y,
en este su “estar” junto a la Cruz, participan, con su humana dedicación
al Sufriente, al misterio de la Redención.
Así, si bien marcada por un tránsito doloroso, la muerte puede
convertirse en ocasión de una esperanza más grande, gracias a la fe, que
nos hace partícipes de la obra redentora de Cristo. De hecho, el dolor
es existencialmente soportable solo donde existe la esperanza. La
esperanza que Cristo transmite al que sufre y al enfermo es la de su
presencia, de su real cercanía. La esperanza no es solo un esperar por
un futuro mejor, es una mirada sobre el presente, que lo llena de
significado. En la fe cristiana, el acontecimiento de la Resurrección no
solo revela la vida eterna, sino que pone de manifiesto que en la
historia la última palabra no es jamás la muerte, el dolor, la traición,
el mal. Cristo resurge en la historia y en el misterio de la
Resurrección existe la confirmación del amor del Padre que no abandona
nunca.
Releer, ahora, la experiencia viviente del Cristo sufriente significa
entregar también a los hombres de hoy una esperanza capaz de dar sentido
al tiempo de la enfermedad y de la muerte. Esta esperanza es el amor que
resiste a la tentación de la desesperación.
Aunque son muy importantes y están cargados de valor, los cuidados
paliativos no bastan si no existe alguien que “está” junto al enfermo y
le da testimonio de su valor único e irrepetible. Para el creyente,
mirar al Crucificado significa confiar en la comprensión y en el Amor de
Dios: y es importante, en una época histórica en la que se exalta la
autonomía y se celebran los fastos del individuo, recordar que si bien
es verdad que cada uno vive el propio sufrimiento, el propio dolor y la
propia muerte, estas vivencias están siempre cargadas de la mirada y de
la presencia de los otros. Alrededor de la Cruz están también los
funcionarios del Estado romano, están los curiosos, están los
distraídos, están los indiferentes y los resentidos; están bajo la Cruz,
pero no “están” con el Crucificado.
En las unidades de cuidados intensivos, en las casas de cuidado para los
enfermos crónicos, se puede estar presente como funcionario o como
personas que “están” con el enfermo.
La experiencia de la Cruz permite así ofrecer al que sufre un
interlocutor creíble a quien dirigir la palabra, el pensamiento, a quien
entregar la angustia y el miedo: a aquellos que se hacen cargo del
enfermo, la escena de la Cruz proporciona un elemento adicional para
comprender que también cuando parece que no hay nada más que hacer
todavía queda mucho por hacer, porque el “estar” es uno de los signos
del amor, y de la esperanza que lleva en sí. El anuncio de la vida
después de la muerte no es una ilusión o un consuelo sino una certeza
que está en el centro del amor, que no se acaba con la muerte.
III. El “corazón que ve” del Samaritano:
la vida humana es un don sagrado e inviolable
El hombre, en cualquier condición física o psíquica que se encuentre,
mantiene su dignidad originaria de haber sido creado a imagen de Dios.
Puede vivir y crecer en el esplendor divino porque está llamado a ser a
«imagen y gloria de Dios» (1 Cor 11, 7; 2 Cor 3, 18). Su dignidad está
en esta vocación. Dios se ha hecho Hombre para salvarnos, prometiéndonos
la salvación y destinándonos a la comunión con Él: aquí descansa el
fundamento último de la dignidad humana.[14]
Pertenece a la Iglesia el acompañar con misericordia a los más débiles
en su camino de dolor, para mantener en ellos la vida teologal y
orientarlos a la salvación de Dios.[15] Es la Iglesia del Buen
Samaritano,[16] que “considera el servicio a los enfermos como parte
integrante de su misión”.[17] Comprender esta mediación salvífica de la
Iglesia en una perspectiva de comunión y solidaridad entre los hombres
es una ayuda esencial para superar toda tendencia reduccionista e
individualista.[18]
Específicamente, el programa del Buen Samaritano es “un corazón que ve”.
Él «enseña que es necesario convertir la mirada del corazón, porque
muchas veces los que miran no ven. ¿Por qué? Porque falta compasión. Sin
compasión, el que mira no se involucra en lo que observa y pasa de
largo; en cambio, el que tiene un corazón compasivo se conmueve y se
involucra, se detiene y se ocupa de lo que sucede».[19] Este corazón ve
dónde hay necesidad de amor y obra en consecuencia.[20] Los ojos
perciben en la debilidad una llamada de Dios a obrar, reconociendo en la
vida humana el primer bien común de la sociedad.[21] La vida humana es
un bien altísimo y la sociedad está llamada a reconocerlo. La vida es un
don[22] sagrado e inviolable y todo hombre, creado por Dios, tiene una
vocación transcendente y una relación única con Aquel que da la vida,
porque «Dios invisible en su gran amor”[23] ofrece a cada hombre un plan
de salvación para que podamos decir: «La vida es siempre un bien. Esta
es una intuición o, más bien, un dato de experiencia, cuya razón
profunda el hombre está llamado a comprender».[24] Por eso la Iglesia
está siempre dispuesta a colaborar con todos los hombres de buena
voluntad, con creyentes de otras confesiones o religiones o no
creyentes, que respetan la dignidad de la vida humana, también en sus
fases extremas del sufrimiento y de la muerte, y rechazan todo acto
contrario a ella.[25] Dios Creador ofrece al hombre la vida y su
dignidad como un don precioso a custodiar y acrecentar y del cual,
finalmente, rendirle cuentas a Él.
La Iglesia afirma el sentido positivo de la vida humana como un valor ya
perceptible por la recta razón, que la luz de la fe confirma y realza en
su inalienable dignidad.[26] No se trata de un criterio subjetivo o
arbitrario; se trata de un criterio fundado en la inviolable dignidad
natural – en cuanto que la vida es el primer bien porque es condición
del disfrute de todos los demás bienes – y en la vocación trascendente
de todo ser humano, llamado a compartir el Amor trinitario del Dios
viviente:[27] «el amor especialísimo que el Creador tiene por cada ser
humano le confiere una dignidad infinita».[28] El valor inviolable de la
vida es una verdad básica de la ley moral natural y un fundamento
esencial del ordenamiento jurídico. Así como no se puede aceptar que
otro hombre sea nuestro esclavo, aunque nos lo pidiese, igualmente no se
puede elegir directamente atentar contra la vida de un ser humano,
aunque este lo pida. Por lo tanto, suprimir un enfermo que pide la
eutanasia no significa en absoluto reconocer su autonomía y apreciarla,
sino al contrario significa desconocer el valor de su libertad,
fuertemente condicionada por la enfermedad y el dolor, y el valor de su
vida, negándole cualquier otra posibilidad de relación humana, de
sentido de la existencia y de crecimiento en la vida teologal. Es más,
se decide al puesto de Dios el momento de la muerte. Por eso, «aborto,
eutanasia y el mismo suicidio deliberado degradan la civilización
humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente
contrarias al honor debido al Creador».[29]
IV. Los obstáculos culturales
que oscurecen el valor sagrado de toda vida humana
Hoy en día algunos factores limitan la capacidad de captar el valor
profundo e intrínseco de toda vida humana: el primero se refiere a un
uso equivoco del concepto de “muerte digna” en relación con el de
“calidad de vida”. Irrumpe aquí una perspectiva antropológica
utilitarista, que viene «vinculada preferentemente a las posibilidades
económicas, al “bienestar”, a la belleza y al deleite de la vida física,
olvidando otras dimensiones más profundas – relacionales, espirituales y
religiosas – de la existencia».[30] En virtud de este principio, la vida
viene considerada digna solo si tiene un nivel aceptable de calidad,
según el juicio del sujeto mismo o de un tercero, en orden a la
presencia-ausencia de determinadas funciones psíquicas o físicas, o con
frecuencia identificada también con la sola presencia de un malestar
psicológico. Según esta perspectiva, cuando la calidad de vida parece
pobre, no merece la pena prolongarla. No se reconoce que la vida humana
tiene un valor por sí misma.
Un segundo obstáculo que oscurece la percepción de la sacralidad de la
vida humana es una errónea comprensión de la “compasión”.[31] Ante un
sufrimiento calificado como “insoportable”, se justifica el final de la
vida del paciente en nombre de la “compasión”. Para no sufrir es mejor
morir: es la llamada eutanasia “compasiva”. Sería compasivo ayudar al
paciente a morir a través de la eutanasia o el suicidio asistido. En
realidad, la compasión humana no consiste en provocar la muerte, sino en
acoger al enfermo, en sostenerlo en medio de las dificultades, en
ofrecerle afecto, atención y medios para aliviar el sufrimiento.
El tercer factor, que hace difícil reconocer el valor de la propia vida
y la de los otros dentro de las relaciones intersubjetivas, es un
individualismo creciente, que induce a ver a los otros como límite y
amenaza de la propia libertad. En la raíz de tal actitud está «un
neo-pelagianismo para el cual el individuo, radicalmente autónomo,
pretende salvarse a sí mismo, sin reconocer que depende, en lo más
profundo de su ser, de Dios y de los demás . Un cierto neo-gnosticismo,
por su parte, presenta una salvación meramente interior, encerrada en el
subjetivismo»,[32] que favorece la liberación de la persona de los
límites de su cuerpo, sobre todo cuando está débil y enferma.
El individualismo, en particular, está en la raíz de la que se
considerada como la enfermedad latente de nuestro tiempo: la
soledad,[33] tematizada en algunos contextos legislativos incluso como
“derecho a la soledad”, a partir de la autonomía de la persona y del
“principio del permiso-consentimiento”: un permiso-consentimiento que,
dadas determinadas condiciones de malestar o de enfermedad, puede
extenderse hasta la elección de seguir o no viviendo. Es el mismo
“derecho” que subyace a la eutanasia y al suicidio asistido. La idea de
fondo es que cuantos se encuentran en una condición de dependencia y no
pueden alcanzar la perfecta autonomía y reciprocidad son cuidados en
virtud de un favor. El concepto de bien se reduce así a ser el resultado
de un acuerdo social: cada uno recibe los cuidados y la asistencia que
la autonomía o la utilidad social o económica hacen posible o
conveniente. Se produce así un empobrecimiento de las relaciones
interpersonales, que se convierten en frágiles, privadas de la caridad
sobrenatural, de aquella solidaridad humana y de aquel apoyo social, tan
necesarios, para afrontar los momentos y las decisiones más difíciles de
la existencia.
Este modo de pensar las relaciones humanas y el significado del bien
hacen mella en el sentido mismo de la vida, haciéndola fácilmente
manipulable, también a través de leyes que legalizan las prácticas
eutanásicas, procurando la muerte de los enfermos. Estas acciones
provocan una gran insensibilidad hacia el cuidado de las personas
enfermas y deforman las relaciones. En tales circunstancias, surgen a
veces dilemas infundados sobre la moralidad de las acciones que, en
realidad, no son más que actos debidos de simple cuidado de la persona,
como hidratar y alimentar a un enfermo en estado de inconsciencia sin
perspectivas de curación.
En este sentido, el Papa Francisco ha hablado de la «cultura del
descarte».[34] Las victimas de tal cultura son los seres humanos más
frágiles, que corren el riesgo de ser “descartados” por un engranaje que
quiere ser eficaz a toda costa. Se trata de un fenómeno cultural
fuertemente anti-solidario, que Juan Pablo II calificó como «cultura de
la muerte» y que crea auténticas «estructuras de pecado».[35] Esto puede
inducir a cumplir acciones en sí mismas incorrectas por el único motivo
de “sentirse bien” al cumplirlas, generando confusión entre el bien y el
mal, allí donde toda vida personal posee un valor único e irrepetible,
siempre prometedor y abierto a la trascendencia. En esta cultura del
descarte y de la muerte, la eutanasia y el suicidio asistido aparecen
como una solución errónea para resolver los problemas relativos al
paciente terminal.
V. La enseñanza del Magisterio
1. La prohibición de la eutanasia y el suicidio asistido
La Iglesia, en la misión de transmitir a los fieles la gracia del
Redentor y la ley santa de Dios, que ya puede percibirse en los dictados
de la ley moral natural, siente el deber de intervenir para excluir una
vez más toda ambigüedad en relación con el Magisterio sobre la eutanasia
y el suicidio asistido, también en aquellos contextos donde las leyes
nacionales han legitimado tales prácticas.
Especialmente, la difusión de los protocolos médicos aplicables a las
situaciones de final de la vida, como el Do Not Resuscitate Order o el
Physician Orders for Life Sustaining Treatament – con todas sus
variantes según las legislaciones y contextos nacionales, inicialmente
pensados como instrumentos para evitar el ensañamiento terapéutico en
las fases terminales de la vida – , despierta hoy graves problemas en
relación con el deber de tutelar la vida del paciente en las fases más
críticas de la enfermedad. Si por una parte los médicos se sienten cada
vez más vinculados a la autodeterminación expresada por el paciente en
estas declaraciones, que lleva a veces a privarles de la libertad y del
deber de obrar tutelando la vida allí donde podrían hacerlo, por otra
parte, en algunos contextos sanitarios, preocupa el abuso denunciado
ampliamente del empleo de tales protocolos con una perspectiva
eutanásica, cuando ni el paciente, ni mucho menos la familia, es
consultado en la decisión final. Esto sucede sobre todo en los países
donde la legislación sobre el final de la vida deja hoy amplios márgenes
de ambigüedad en relación con la aplicación del deber de cuidado, al
introducirse en ellos la práctica de la eutanasia.
Por estas razones, la Iglesia considera que debe reafirmar como
enseñanza definitiva que la eutanasia es un crimen contra la vida humana
porque, con tal acto, el hombre elige causar directamente la muerte de
un ser humano inocente. La definición de eutanasia no procede de la
ponderación de los bienes o los valores en juego, sino de un objeto
moral suficientemente especificado, es decir la elección de «una acción
o una omisión que por su naturaleza, o en la intención, causa la muerte,
con el fin de eliminar cualquier dolor».[36] «La eutanasia se sitúa,
pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos usados».[37] La
valoración moral de la eutanasia, y de las consecuencias que se derivan,
no depende, por tanto, de un balance de principios, que, según las
circunstancias y los sufrimientos del paciente, podrían, según algunos,
justificar la supresión de la persona enferma. El valor de la vida, la
autonomía, la capacidad de decisión y la calidad de vida no están en el
mismo plano.
La eutanasia, por lo tanto, es un acto intrínsecamente malo, en toda
ocasión y circunstancia. En el pasado la Iglesia ya ha afirmado de
manera definitiva «que la eutanasia es una grave violación de la Ley de
Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una
persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la
Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y
enseñada por el Magisterio ordinario y universal. Semejante práctica
conlleva, según las circunstancias, la malicia propia del suicidio o del
homicidio».[38] Toda cooperación formal o material inmediata a tal acto
es un pecado grave contra la vida humana: «Ninguna autoridad puede
legítimamente imponerlo ni permitirlo. Se trata, en efecto, de una
violación de la ley divina, de una ofensa a la dignidad de la persona
humana, de un crimen contra la vida, de un atentado contra la
humanidad».[39] Por lo tanto, la eutanasia es un acto homicida que
ningún fin puede legitimar y que no tolera ninguna forma de complicidad
o colaboración, activa o pasiva. Aquellos que aprueban leyes sobre la
eutanasia y el suicidio asistido se hacen, por lo tanto, cómplices del
grave pecado que otros llevarán a cabo. Ellos son también culpables de
escándalo porque tales leyes contribuyen a deformar la conciencia,
también la de los fieles. [40]
La vida tiene la misma dignidad y el mismo valor para todos y cada uno:
el respeto de la vida del otro es el mismo que se debe a la propia
existencia. Una persona que elije con plena libertad quitarse la vida
rompe su relación con Dios y con los otros y se niega a sí mismo como
sujeto moral. El suicidio asistido aumenta la gravedad, porque hace
partícipe a otro de la propia desesperación, induciéndolo a no dirigir
la voluntad hacia el misterio de Dios, a través de la virtud moral de la
esperanza, y como consecuencia a no reconocer el verdadero valor de la
vida y a romper la alianza que constituye la familia humana. Ayudar al
suicida es una colaboración indebida a un acto ilícito, que contradice
la relación teologal con Dios y la relación moral que une a los hombres
para que compartan el don de la vida y sean coparticipes del sentido de
la propia existencia.
También cuando la petición de eutanasia nace de una angustia y de una
desesperación,[41] y «aunque en casos de ese género la responsabilidad
personal pueda estar disminuida o incluso no existir, sin embargo el
error de juicio de la conciencia – aunque fuera incluso de buena fe – no
modifica la naturaleza del acto homicida, que en sí sigue siendo siempre
inadmisible».[42] Dígase lo mismo para el suicidio asistido. Tales
prácticas no son nunca una ayuda auténtica al enfermo, sino una ayuda a
morir.
Se trata, por tanto, de una elección siempre incorrecta: «El personal
médico y los otros agentes sanitarios – fieles a la tarea de “estar
siempre al servicio de la vida y de asistirla hasta el final – no pueden
prestarse a ninguna práctica eutanásica ni siquiera a petición del
interesado, y mucho menos de sus familiares. No existe, en efecto, un
derecho a disponer arbitrariamente de la propia vida, por lo que ningún
agente sanitario puede erigirse en tutor ejecutivo de un derecho
inexistente».[43]
Es por esto que la eutanasia y el suicidio asistido son siempre un
fracaso de quienes los teorizan, de quienes los deciden y de quienes los
practican.[44]
Son gravemente injustas, por tanto, las leyes que legalizan la eutanasia
o aquellas que justifican el suicidio y la ayuda al mismo, por el falso
derecho de elegir una muerte definida inapropiadamente digna solo porque
ha sido elegida.[45] Tales leyes golpean el fundamento del orden
jurídico: el derecho a la vida, que sostiene todo otro derecho, incluido
el ejercicio de la libertad humana. La existencia de estas leyes hiere
profundamente las relaciones humanas, la justicia y amenazan la
confianza mutua entre los hombres. Los ordenamientos jurídicos que han
legitimado el suicidio asistido y la eutanasia muestran, además, una
evidente degeneración de este fenómeno social. El Papa Francisco
recuerda que «el contexto sociocultural actual está erosionando
progresivamente la conciencia de lo que hace que la vida humana sea
preciosa. De hecho, la vida se valora cada vez más por su eficiencia y
utilidad, hasta el punto de considerar como “vidas descartadas” o “vidas
indignas” las que no se ajustan a este criterio. En esta situación de
pérdida de los valores auténticos, se resquebrajan también los deberes
inderogables de solidaridad y fraternidad humana y cristiana. En
realidad, una sociedad se merece la calificación de “civil” si
desarrolla los anticuerpos contra la cultura del descarte; si reconoce
el valor intangible de la vida humana; si la solidaridad se practica
activamente y se salvaguarda como fundamento de la convivencia».[46] En
algunos países del mundo, decenas de miles de personas ya han muerto por
eutanasia, muchas de ellas porque se quejaban de sufrimientos
psicológicos o depresión. Son frecuentes los abusos denunciados por los
mismos médicos sobre la supresión de la vida de personas que jamás
habrían deseado para sí la aplicación de la eutanasia. De hecho, la
petición de la muerte en muchos casos es un síntoma mismo de la
enfermedad, agravado por el aislamiento y por el desánimo. La Iglesia ve
en esta dificultad una ocasión para la purificación espiritual, que
profundiza la esperanza, haciendo que se convierta en verdaderamente
teologal, focalizada en Dios, y solo en Dios.
Más bien, en lugar de complacerse en una falsa condescendencia, el
cristiano debe ofrecer al enfermo la ayuda indispensable para salir de
su desesperación. El mandamiento «no matarás» (Ex 20, 13; Dt 5, 17), de
hecho, es un sí a la vida, de la cual Dios se hace garante: «se
transforma en la llamada a un amor solícito que tutela e impulsa la vida
del prójimo».[47] El cristiano, por tanto, sabe que la vida terrena no
es el valor supremo. La felicidad última está en el cielo. Así, el
cristiano no pretenderá que la vida física continúe cuando la muerte
está cerca. El cristiano ayudará al moribundo a liberarse de la
desesperación y a poner su esperanza en Dios.
Desde la perspectiva clínica, los factores que más determinan la
petición de eutanasia y suicidio asistido son: el dolor no gestionado y
la falta de esperanza, humana y teologal, inducida también por una
atención, humana, psicológica y espiritual a menudo inadecuada por parte
de quien se hace cargo del enfermo.[48]
Es lo que la experiencia confirma: «las súplicas de los enfermos muy
graves que alguna vez invocan la muerte no deben ser entendidas como
expresión de una verdadera voluntad de eutanasia; estas en efecto son
casi siempre peticiones angustiadas de asistencia y de afecto. Además de
los cuidados médicos, lo que necesita el enfermo es el amor, el calor
humano y sobrenatural, con el que pueden y deben rodearlo todos aquellos
que están cercanos, padres e hijos, médicos y enfermeros».[49] El
enfermo que se siente rodeado de una presencia amorosa, humana y
cristiana, supera toda forma de depresión y no cae en la angustia de
quien, en cambio, se siente solo y abandonado a su destino de
sufrimiento y de muerte.
El hombre, en efecto, no vive el dolor solamente como un hecho
biológico, que se gestiona para hacerlo soportable, sino como el
misterio de la vulnerabilidad humana en relación con el final de la vida
física, un acontecimiento difícil de aceptar, dado que la unidad de alma
y cuerpo es esencial para el hombre.
Por eso, solo re-significando el acontecimiento mismo de la muerte –
mediante la apertura en ella de un horizonte de vida eterna, que anuncia
el destino trascendente de toda persona – el “final de la vida” se puede
afrontar de una manera acorde a la dignidad humana y adecuada a aquella
fatiga y sufrimiento que inevitablemente produce la sensación inminente
del final. De hecho, «el sufrimiento es algo todavía más amplio que la
enfermedad, más complejo y a la vez aún más profundamente enraizado en
la humanidad misma».[50] Y este sufrimiento, con ayuda de la gracia,
puede ser animado desde dentro con la caridad divina, como en el caso
del sufrimiento de Cristo en la Cruz.
Por eso, la actitud de quien atiende a una persona afectada por una
enfermedad crónica o en la fase terminal de la vida, debe ser aquella de
“saber estar”, velar con quien sufre la angustia del morir, “consolar”,
o sea de ser-con en la soledad, de ser co-presencia que abre a la
esperanza.[51] Mediante la fe y la caridad expresadas en la intimidad
del alma la persona que cuida es capaz de sufrir el dolor del otro y de
abrirse a una relación personal con el débil que amplía los horizontes
de la vida más allá del acontecimiento de la muerte, transformándose así
en una presencia llena de esperanza.
«Llorad con los que lloran» (Rm 12, 15), porque es feliz quien tiene
compasión hasta llorar con los otros (cfr. Mt 5, 4). En esta relación,
en la que se da la posibilidad de amar, el sufrimiento se llena de
significado en el com-partir de una condición humana y con la
solidaridad en el camino hacia Dios, que expresa aquella alianza radical
entre los hombres[52] que les hace entrever una luz también más allá de
la muerte. Ella nos hace ver el acto médico desde dentro de una alianza
terapéuticaentre el médico y el enfermo, unidos por el reconocimiento
del valor trascendente de la vida y del sentido místico del sufrimiento.
Esta alianza es la luz para comprender el buen obrar médico, superando
la visión individualista y utilitarista hoy predominante.
2. La obligación moral de evitar el ensañamiento terapéutico
El Magisterio de la Iglesia recuerda que, cuando se acerca el término de
la existencia terrena, la dignidad de la persona humana se concreta como
derecho a morir en la mayor serenidad posible y con la dignidad humana y
cristiana que le son debidas.[53] Tutelar la dignidad del morir
significa tanto excluir la anticipación de la muerte como el retrasarla
con el llamado “ensañamiento terapéutico”.[54] La medicina actual
dispone, de hecho, de medios capaces de retrasar artificialmente la
muerte, sin que el paciente reciba en tales casos un beneficio real.
Ante la inminencia de una muerte inevitable, por lo tanto, es lícito en
ciencia y en conciencia tomar la decisión de renunciar a los
tratamientos que procurarían solamente una prolongación precaria y
penosa de la vida, sin interrumpir todavía los cuidados normales debidos
al enfermo en casos similares.[55] Esto significa que no es lícito
suspender los cuidados que sean eficaces para sostener las funciones
fisiológicas esenciales, mientras que el organismo sea capaz de
beneficiarse (ayudas a la hidratación, a la nutrición, a la
termorregulación y otras ayudas adecuadas y proporcionadas a la
respiración, y otras más, en la medida en que sean necesarias para
mantener la homeostasis corpórea y reducir el sufrimiento orgánico y
sistémico). La suspensión de toda obstinación irrazonable en la
administración de los tratamientos no debe ser una retirada terapéutica.
Tal aclaración se hace hoy indispensable a la luz de los numerosos casos
judiciales que en los últimos años han llevado a la retirada de los
cuidados – y a la muerte anticipada – a pacientes en condiciones
críticas, pero no terminales, a los cuales se ha decidido suspender los
cuidados de soporte vital, porque no había perspectivas de una mejora en
su calidad de vida.
En el caso específico del ensañamiento terapéutico, viene reafirmado que
la renuncia a medios extraordinarios y/o desproporcionados «no equivale
al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la aceptación de la
condición humana ante la muerte»[56] o la elección ponderada de evitar
la puesta en marcha de un dispositivo médico desproporcionado a los
resultados que se podrían esperar. La renuncia a tales tratamientos, que
procurarían solamente una prolongación precaria y penosa de la vida,
puede también manifestar el respeto a la voluntad del paciente,
expresada en las llamadas voluntades anticipadas de tratamiento,
excluyendo sin embargo todo acto de naturaleza eutanásica o suicida.[57]
La proporcionalidad, de hecho, se refiere a la totalidad del bien del
enfermo. Nunca se puede aplicar el falso discernimiento moral de la
elección entre valores (por ejemplo, vida versus calidad de vida); esto
podría inducir a excluir de la consideración la salvaguarda de la
integridad personal y del bien-vida y el verdadero objeto moral del acto
realizado.[58] En efecto, todo acto médico debe tener en el objeto y en
las intenciones de quien obra el acompañamiento de la vida y nunca la
consecución de la muerte[59]. En todo caso, el médico no es nunca un
mero ejecutor de la voluntad del paciente o de su representante legal,
conservando el derecho y el deber de sustraerse a la voluntad
discordante con el bien moral visto desde la propia conciencia.[60]
3. Los cuidados básicos: el deber de alimentación e hidratación
Principio fundamental e ineludible del acompañamiento del enfermo en
condiciones críticas y/o terminales es la continuidad de la asistencia
en sus funciones fisiológicas esenciales. En particular, un cuidado
básico debido a todo hombre es el de administrar los alimentos y los
líquidos necesarios para el mantenimiento de la homeostasis del cuerpo,
en la medida en que y hasta cuando esta administración demuestre
alcanzar su finalidad propia, que consiste en el procurar la hidratación
y la nutrición del paciente.[61]
Cuando la administración de sustancias nutrientes y líquidos
fisiológicos no resulte de algún beneficio al paciente, porque su
organismo no está en grado de absorberlo o metabolizarlo, la
administración viene suspendida. De este modo, no se anticipa
ilícitamente la muerte por privación de las ayudas a la hidratación y a
la nutrición, esenciales para las funciones vitales, sino que se respeta
la evolución natural de la enfermedad crítica o terminal. En caso
contrario, la privación de estas ayudas se convierte en una acción
injusta y puede ser fuente de gran sufrimiento para quien lo padece.
Alimentación e hidratación no constituyen un tratamiento médico en
sentido propio, porque no combaten las causas de un proceso patológico
activo en el cuerpo del paciente, sino que representan el cuidado debido
a la persona del paciente, una atención clínica y humana primaria e
ineludible. La obligatoriedad de este cuidado del enfermo a través de
una apropiada hidratación y nutrición puede exigir en algunos casos el
uso de una vía de administración artificial,[62] con la condición que
esta no resulte dañina para el enfermo o provoque sufrimientos
inaceptables para el paciente.[63]
4. Los cuidados paliativos
De la continuidad de la asistencia forma parte el constante deber de
comprender las necesidades del enfermo: necesidad de asistencia, de
alivio del dolor, necesidades emotivas, afectivas y espirituales. Como
se ha demostrado por la más amplia experiencia clínica, la medicina
paliativa constituye un instrumento precioso e irrenunciable para
acompañar al paciente en las fases más dolorosas, penosas, crónicas y
terminales de la enfermedad. Los así llamados cuidados paliativos son la
expresión más auténtica de la acción humana y cristiana del cuidado, el
símbolo tangible del compasivo “estar” junto al que sufre. Estos tienen
como objetivo «aliviar los sufrimientos en la fase final de la
enfermedad y de asegurar al mismo paciente un adecuado acompañamiento
humano”[64] digno, mejorándole – en la medida de lo posible – la calidad
de vida y el completo bienestar. La experiencia enseña que la aplicación
de los cuidados paliativos disminuye drásticamente el número de personas
que piden la eutanasia. Por este motivo, parece útil un compromiso
decidido, según las posibilidades económicas, para llevar estos cuidados
a quienes tengan necesidad, para aplicarlos no solo en las fases
terminales de la vida, sino como perspectiva integral de cuidado en
relación a cualquier patología crónica y/o degenerativa, que pueda tener
un pronóstico complejo, doloroso e infausto para el paciente y para su
familia.[65]
La asistencia espiritual al enfermo, y a sus familiares, forma parte de
los cuidados paliativos. Esta infunde confianza y esperanza en Dios al
moribundo y a los familiares, ayudándoles a aceptar la muerte del
pariente. Es una contribución esencial que compete a los agentes de
pastoral y a toda la comunidad cristiana, con el ejemplo del Buen
Samaritano, para que al rechazo le siga la aceptación, y sobre la
angustia prevalezca la esperanza,[66] sobre todo cuando el sufrimiento
se prolonga por la degeneración de la patología, al aproximarse el
final. En esta fase, la prescripción de una terapia analgésica eficaz
permite al paciente afrontar la enfermedad y la muerte sin miedo a un
dolor insoportable. Este remedio estará asociado, necesariamente, a un
apoyo fraternal que pueda vencer la sensación de soledad del paciente
causada, con frecuencia, por no sentirse suficientemente acompañado y
comprendido en su difícil situación.
La técnica no da una respuesta radical al sufrimiento y no se puede
pensar que esta pueda llegar a eliminarlo de la vida de los hombres.[67]
Una pretensión semejante genera una falsa esperanza, causando una
desesperación todavía mayor en el que sufre. La ciencia médica es capaz
de conocer cada vez mejor el dolor físico y debe poner en práctica los
mejores recursos técnicos para tratarlo; pero el horizonte vital de una
enfermedad terminal genera un sufrimiento profundo en el enfermo, que
requiere una atención no meramente técnica. Spe salvi facti sumus, en la
esperanza, teologal, dirigida hacia Dios, hemos sido salvados, dice San
Pablo (Rm 8, 24).
“El vino de la esperanza” es la contribución específica de la fe
cristiana en el cuidado del enfermo y hace referencia al modo como Dios
vence el mal en el mundo. En el sufrimiento el hombre debe poder
experimentar una solidaridad y un amor que asume el sufrimiento
ofreciendo un sentido a la vida, que se extiende más allá de la muerte.
Todo esto posee una gran relevancia social: «Una sociedad que no logra
aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la
compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado, también
interiormente, es una sociedad cruel e inhumana».[68]
Debe, sin embargo, precisarse que la definición de los cuidados
paliativos ha asumido en años recientes una connotación que puede
resultar equívoca. En algunos países del mundo, las legislaciones
nacionales que regulan los cuidados paliativos (Palliative Care Act) así
como las leyes sobre el “final de la vida” (End-of-Life Law), prevén,
junto a los cuidados paliativos, la llamada Asistencia Médica a la
Muerte (MAiD), que puede incluir la posibilidad de pedir la eutanasia y
el suicidio asistido. Estas previsiones legislativas constituyen un
motivo de confusión cultural grave, porque hacen creer que la asistencia
médica a la muerte voluntaria sea parte integrante de los cuidados
paliativos y que, por lo tanto, sea moralmente lícito pedir la eutanasia
o el suicidio asistido.
Además, en estos mismos contextos legislativos, las intervenciones
paliativas para reducir el sufrimiento de los pacientes graves o
moribundos pueden consistir en la administración de fármacos dirigidos a
anticipar la muerte o en la suspensión/interrupción de la hidratación y
la alimentación, incluso cuando hay un pronóstico de semanas o meses.
Sin embargo, estas prácticas equivalen a una acción u omisión directa
para procurar la muerte y son por tanto ilícitas. La difusión progresiva
de estas leyes, también a través de los protocolos de las sociedades
científicas nacionales e internacionales, además de inducir a un número
creciente de personas vulnerables a elegir la eutanasia o el suicidio,
constituye una irresponsabilidad social frente a tantas personas, que
solo tendrían necesidad de ser mejor atendidas y consoladas.
5. El papel de la familia y los hospices
En el cuidado del enfermo terminal es central el papel de la
familia.[69] En ella la persona se apoya en relaciones fuertes, viene
apreciada por sí misma y no solo por su productividad o por el placer
que pueda generar. En el cuidado es esencial que el enfermo no se sienta
una carga, sino que tenga la cercanía y el aprecio de sus seres
queridos. En esta misión, la familia necesita la ayuda y los medios
adecuados. Es necesario, por tanto, que los Estados reconozcan la
función social primaria y fundamental de la familia y su papel
insustituible, también en este ámbito, destinando los recursos y las
estructuras necesarias para ayudarla. Además, el acompañamiento humano y
espiritual de la familia es un deber en las estructuras sanitarias de
inspiración cristiana; nunca debe descuidarse, porque constituye una
única unidad de cuidado con el enfermo.
Junto a la familia, la creación de los hospices, centros y estructuras
donde acoger los enfermos terminales, para asegurar el cuidado hasta el
último momento, es algo bueno y de gran ayuda. Después de todo, «la
respuesta cristiana al misterio del sufrimiento y de la muerte no es una
explicación sino una Presencia»[70] que se hace cargo del dolor, lo
acompaña y lo abre a una esperanza confiada. Estas estructuras se ponen
como ejemplo de humanidad en la sociedad, santuarios del dolor vivido
con plenitud de sentido. Por esto deben estar equipadas con personal
especializado y medios materiales específicos de cuidado, siempre
abiertos a la familia: «A este respecto, pienso en lo bien que funcionan
los hospices para los cuidados paliativos, en los que los enfermos
terminales son acompañados con un apoyo médico, psicológico y espiritual
cualificado, para que puedan vivir con dignidad, confortados por la
cercanía de sus seres queridos, la fase final de su vida terrenal.
Espero que estos centros continúen siendo lugares donde se practique con
compromiso la “terapia de la dignidad”, alimentando así el amor y el
respeto por la vida».[71] En estas situaciones, así como en cualquier
estructura sanitaria católica, es necesaria la presencia de agentes
sanitarios y pastorales preparados no solo bajo el perfil clínico, sino
también practicantes de una verdadera vida teologal de fe y esperanza,
dirigida hacia Dios, porque esta constituye la forma más elevada de
humanización del morir.[72]
6. El acompañamiento y el cuidado en la edad prenatal y pediátrica
En relación al acompañamiento de los neonatos y de los niños afectados
de enfermedades crónicas degenerativas incompatibles con la vida, o en
las fases terminales de la vida misma, es necesario reafirmar cuanto
sigue, siendo conscientes de la necesidad de desarrollar una estrategia
operativa capaz de garantizar calidad y bienestar al niño y a su
familia.
Desde la concepción, los niños afectados por malformaciones o patologías
de cualquier tipo son pequeños pacientes que la medicina hoy es capaz de
asistir y acompañar de manera respetuosa con la vida. Su vida es
sagrada, única, irrepetible e inviolable, exactamente como aquella de
toda persona adulta.
En el caso de las llamadas patologías prenatales “incompatibles con la
vida” – es decir que seguramente lo llevaran a la muerte dentro de un
breve espacio de tiempo – y en ausencia de tratamientos fetales o
neonatales capaces de mejorar las condiciones de salud de estos niños,
de ninguna manera son abandonados en el plano asistencial, sino que son
acompañados, como cualquier otro paciente, hasta la consecución de la
muerte natural; el comfort care perinatal favorece, en este sentido, un
proceso asistencial integrado, que, junto al apoyo de los médicos y de
los agentes de pastoral sostiene la presencia constante de la familia.
El niño es un paciente especial y requiere por parte del acompañante una
preparación específica ya sea en términos de conocimiento como de
presencia. El acompañamiento empático de un niño en fase terminal, que
está entre los más delicados, tiene el objetivo de añadir vida a los
años del niño y no años a su vida.
Especialmente, los Hospices Perinatales proporcionan un apoyo esencial a
las familias que acogen el nacimiento de un hijo en condiciones de
fragilidad. En tales casos, el acompañamiento médico competente y el
apoyo de otras familias-testigos, que han pasado por la misma
experiencia de dolor y de pérdida, constituyen un recurso esencial,
junto al necesario acompañamiento espiritual de estas familias. Es un
deber pastoral de los agentes sanitarios de inspiración cristiana
trabajar para favorecer la máxima difusión de los mismos en el mundo.
Todo esto se revela especialmente importante en el caso de aquellos
niños que, en el estado actual del conocimiento científico, están
destinados a morir inmediatamente después del parto o en un corto
periodo de tiempo. Cuidar a estos niños ayuda a los padres a elaborar el
luto y a concebirlo no solo como una pérdida, sino como una etapa de un
camino de amor recorrido junto al hijo.
Desafortunadamente, la cultura hoy dominante no promueve esta
perspectiva: a nivel social, el uso a veces obsesivo del diagnóstico
prenatal y el afirmarse de una cultura hostil a la discapacidad inducen,
con frecuencia, a la elección del aborto, llegando a configurarlo como
una práctica de “prevención”. Este consiste en la eliminación deliberada
de una vida humana inocente y como tal nunca es lícito. Por lo tanto, el
uso del diagnóstico prenatal con una finalidad selectiva es contrario a
la dignidad de la persona y gravemente ilícito porque es expresión de
una mentalidad eugenésica. En otros casos, después del nacimiento, la
misma cultura lleva a suspender, o no iniciar, los cuidados al niño
apenas nacido, por la presencia o incluso solo por la posibilidad que
desarrolle en el futuro una discapacidad. También esta perspectiva, de
matriz utilitarista, no puede ser aprobada. Un procedimiento semejante,
además de inhumano, es gravemente ilícito desde el punto de vista moral.
Un principio fundamental de la asistencia pediátrica es que el niño en
la fase final de la vida tiene el derecho al respeto y al cuidado de su
persona, evitando tanto el ensañamiento terapéutico y la obstinación
irrazonable como toda anticipación intencional de su muerte. En la
perspectiva cristiana, el cuidado pastoral de un niño enfermo terminal
reclama la participación a la vida divina en el Bautismo y la
Confirmación.
En la fase terminal del recorrido de una enfermedad incurable, incluso
si se suspenden las terapias farmacológicas o de otra naturaleza
destinadas a luchar contra la patología que sufre el niño, porque no son
apropiadas a su deteriorada condición clínica y son consideradas por los
médicos como fútiles o excesivamente gravosas para él, en cuanto causa
de un mayor sufrimiento, no deben reducirse los cuidados integrales del
pequeño enfermo, en sus diversas dimensiones fisiológica, psicológica,
afectivo-relacional y espiritual. Cuidar no significa solo poner en
práctica una terapia o curar; así como interrumpir una terapia, cuando
esta ya no beneficia al niño incurable, no implica suspender los
cuidados eficaces para sostener las funciones fisiológicas esenciales
para la vida del pequeño paciente, mientras su organismo sea capaz de
beneficiarse (ayuda a la hidratación, a la nutrición, a la
termorregulación y todavía otras, en la medida en que estas se requieran
para sostener la homeostasis corporal y reducir el sufrimiento orgánico
y sistémico). La abstención de toda obstinación terapéutica, en la
administración de los tratamientos juzgados ineficaces, no debe ser una
retirada terapéutica en los cuidados, sino que debe mantener abierto el
camino de acompañamiento a la muerte. Se debe considerar, también, que
las intervenciones rutinarias, como la ayuda a la respiración, se
administren de manera indolora y proporcionada, personalizando sobre el
paciente el tipo de ayuda adecuada, para evitar que la justa
preocupación por la vida contraste con la imposición injusta de un dolor
evitable.
En este contexto, la evaluación y la gestión del dolor físico del
neonato y del niño son esenciales para respetarlo y acompañarlo en las
fases más estresantes de la enfermedad. Los cuidados personalizados y
delicados, que hoy en día se llevan a cabo en la asistencia clínica
pediátrica, acompañados por la presencia de los padres, hacen posible
una gestión integrada y más eficaz de cualquier intervención
asistencial.
El mantenimiento del vínculo afectivo entre los padres y el hijo es
parte integrante del proceso de cuidado. La relación de cuidado y de
acompañamiento padre-niño viene favorecida con todos los instrumentos
necesarios y constituye la parte fundamental del cuidado, también para
las enfermedades incurables y las situaciones de evolución terminal.
Además del contacto afectivo, no se debe olvidar el momento espiritual.
La oración de las personas cercanas, por la intención del niño enfermo,
tiene un valor sobrenatural que sobrepasa y profundiza la relación
afectiva.
El concepto ético/jurídico del “mejor interés del niño” – hoy utilizado
para efectuar la evaluación costes-beneficios de los cuidados que se
lleven a cabo – de ninguna manera puede constituir el fundamento para
decidir abreviar su vida con el objetivo de evitarle sufrimientos, con
acciones u omisiones que por su naturaleza o en la intención se puedan
configurar como eutanásicas. Como se ha dicho, la suspensión de terapias
desproporcionadas no puede conducir a la supresión de aquellos cuidados
básicos necesarios para acompañarlo a una muerte digna, incluidas
aquellas para aliviar el dolor, y tampoco a la suspensión de aquella
atención espiritual que se ofrece a quienes pronto se encontrarán con
Dios.
7. Terapias analgésicas y supresión de la conciencia
Algunos cuidados especializados requieren, por parte de los agentes
sanitarios, una atención y competencias específicas para llevar a cabo
la mejor práctica médica, desde el punto de vista ético, siempre
conscientes de acercarse a las personas en su situación concreta de
dolor.
Para disminuir los dolores del enfermo, la terapia analgésica utiliza
fármacos que pueden causar la supresión de la conciencia (sedación). Un
profundo sentido religioso puede permitir al paciente vivir el dolor
como un ofrecimiento especial a Dios, en la óptica de la Redención;[73]
sin embargo, la Iglesia afirma la licitud de la sedación como parte de
los cuidados que se ofrecen al paciente, de tal manera que el final de
la vida acontezca con la máxima paz posible y en las mejores condiciones
interiores. Esto es verdad también en el caso de tratamientos que
anticipan el momento de la muerte (sedación paliativa profunda en fase
terminal),[74] siempre, en la medida de lo posible, con el
consentimiento informado del paciente. Desde el punto de vista pastoral,
es bueno cuidar la preparación espiritual del enfermo para que llegue
conscientemente tanto a la muerte como al encuentro con Dios.[75] El uso
de los analgésicos es, por tanto, una parte de los cuidados del
paciente, pero cualquier administración que cause directa e
intencionalmente la muerte es una práctica eutanásica y es
inaceptable.[76] La sedación debe por tanto excluir, como su objetivo
directo, la intención de matar, incluso si con ella es posible un
condicionamiento a la muerte en todo caso inevitable.[77]
Se necesita aquí una aclaración en relación al contexto pediátrico: en
el caso del niño incapaz de entender, como por ejemplo un neonato, no se
debe cometer el error de suponer que el niño podrá soportar el dolor y
aceptarlo, cuando existen sistemas para aliviarlo. Por eso, es un deber
médico trabajar para reducir al máximo posible el sufrimiento del niño,
de tal manera que pueda alcanzar la muerte natural en paz y pudiendo
percibir lo mejor posible la presencia amorosa de los médicos y, sobre
todo, de la familia.
8. El estado vegetativo y el estado de mínima consciencia
Otras situaciones relevantes son la del enfermo con falta persistente de
consciencia, el llamado “estado vegetativo”, y la del enfermo en estado
“de mínima consciencia”. Es siempre engañoso pensar que el estado
vegetativo, y el estado de mínima consciencia, en sujetos que respiran
autónomamente, sean un signo de que el enfermo haya cesado de ser
persona humana con toda la dignidad que le es propia.[78] Al contrario,
en estos estados de máxima debilidad, debe ser reconocido en su valor y
asistido con los cuidados adecuados. El hecho que el enfermo pueda
permanecer por años en esta dolorosa situación sin una esperanza clara
de recuperación implica, sin ninguna duda, un sufrimiento para aquellos
que lo cuidan.
Puede ser útil recordar lo que nunca se puede perder de vista en
relación con semejante situación dolorosa. Es decir, el paciente en
estos estados tiene derecho a la alimentación y a la hidratación;
alimentación e hidratación por vías artificiales son, en línea de
principio, medidas ordinarias; en algunos casos, tales medidas pueden
llegar a ser desproporcionadas, o porque su administración no es eficaz,
o porque los medios para administrarlas crean una carga excesiva y
provocan efectos negativos que sobrepasan los beneficios.
En la óptica de estos principios, el compromiso del agente sanitario no
puede limitarse al paciente sino que debe extenderse también a la
familia o a quien es responsable del cuidado del paciente, para quienes
se debe prever también un oportuno acompañamiento pastoral. Por lo
tanto, es necesario prever una ayuda adecuada a los familiares para
llevar el peso prolongado de la asistencia al enfermo en estos estados,
asegurándoles aquella cercanía que los ayude a no desanimarse y, sobre
todo, a no ver como única solución la interrupción de los cuidados. Hay
que estar adecuadamente preparados, y también es necesario que los
miembros de la familia sean ayudados debidamente.
9. La objeción de conciencia por parte de los agentes sanitarios y de
las instituciones sanitarias católicas.
Ante las leyes que legitiman – bajo cualquier forma de asistencia médica
– la eutanasia o el suicidio asistido, se debe negar siempre cualquier
cooperación formal o material inmediata. Estas situaciones constituyen
un ámbito específico para el testimonio cristiano, en las cuales «es
necesario obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29). No
existe el derecho al suicidio ni a la eutanasia: el derecho existe para
tutelar la vida y la coexistencia entre los hombres, no para causar la
muerte. Por tanto, nunca le es lícito a nadie colaborar con semejantes
acciones inmorales o dar a entender que se pueda ser cómplice con
palabras, obras u omisiones. El único verdadero derecho es aquel del
enfermo a ser acompañado y cuidado con humanidad. Solo así se custodia
su dignidad hasta la llegada de la muerte natural. «Ningún agente
sanitario, por tanto, puede erigirse en tutor ejecutivo de un derecho
inexistente, aun cuando la eutanasia fuese solicitada con plena
conciencia por el sujeto interesado».[79]
A este respecto, los principios generales referidos a la cooperación al
mal, es decir a acciones ilícitas, son reafirmados: «Los cristianos,
como todos los hombres de buena voluntad, están llamados, por un grave
deber de conciencia, a no prestar su colaboración formal a aquellas
prácticas que, aun permitidas por la legislación civil, se oponen a la
Ley de Dios. En efecto, desde el punto de vista moral, nunca es lícito
cooperar formalmente con el mal. Esta cooperación se produce cuando la
acción realizada, o por su misma naturaleza o por la configuración que
asume en un contexto concreto, se califica como colaboración directa en
un acto contra la vida humana inocente o como participación en la
intención moral del agente principal. Esta cooperación nunca puede
justificarse invocando el respeto a la libertad de los demás, ni
apoyarse en el hecho de que la ley civil la prevea y exija. En efecto,
los actos que cada cual realiza personalmente tienen una responsabilidad
moral, a la que nadie puede nunca substraerse y sobre la que todos y
cada uno serán juzgados por Dios mismo (cfr. Rm 2, 6; 14, 12)».[80]
Es necesario que los Estados reconozcan la objeción de conciencia en
ámbito médico y sanitario, en el respeto a los principios de la ley
moral natural, y especialmente donde el servicio a la vida interpela
cotidianamente la conciencia humana.[81]Donde esta no esté reconocida,
se puede llegar a la situación de deber desobedecer a la ley, para no
añadir injusticia a la injusticia, condicionando la conciencia de las
personas. Los agentes sanitarios no deben vacilar en pedirla como
derecho propio y como contribución específica al bien común.
Igualmente, las instituciones sanitarias deben superar las fuertes
presiones económicas que a veces les inducen a aceptar la práctica de la
eutanasia. Y donde la dificultad para encontrar los medios necesarios
hiciese gravoso el trabajo de las instituciones públicas, toda la
sociedad está llamada a un aumento de responsabilidad de tal manera que
los enfermos incurables no sean abandonados a su suerte o a los únicos
recursos de sus familiares. Todo esto requiere una toma de posición
clara y unitaria por parte de las Conferencias Episcopales, las Iglesias
locales, así como de las comunidades y de las instituciones católicas
para tutelar el propio derecho a la objeción de conciencia en los
contextos legislativos que prevén la eutanasia y el suicidio.
Las instituciones sanitarias católicas constituyen un signo concreto del
modo con el que la comunidad eclesial, tras el ejemplo del Buen
Samaritano, se hace cargo de los enfermos. El mandamiento de Jesús,
“cuidad a los enfermos” (Lc 10, 9), encuentra su concreta actuación no
solo imponiendo sobre ellos las manos, sino también recogiéndolos de la
calle, asistiéndolos en sus propias casas y creando estructuras
especiales de acogida y de hospitalidad. Fiel al mandamiento del Señor,
la Iglesia ha creado, a lo largo de los siglos varias estructuras de
acogida, donde la atención médica encuentra una específica declinación
en la dimensión del servicio integral a la persona enferma.
Las instituciones sanitarias “católicas” están llamadas a ser fieles
testigos de la irrenunciable atención ética por el respeto a los valores
fundamentales y a aquellos cristianos constitutivos de su identidad,
mediante la abstención de comportamientos de evidente ilicitud moral y
la declarada y formal obediencia a las enseñanzas del Magisterio
eclesial. Cualquier otra acción, que no corresponda a la finalidad y a
los valores a los cuales las instituciones católicas se inspiran, no es
éticamente aceptable y, por tanto, perjudica la atribución de la
calificación de “católica”, a la misma institución sanitaria.
En este sentido, no es éticamente admisible una colaboración
institucional con otras estructuras hospitalarias hacia las que orientar
y dirigir a las personas que piden la eutanasia. Semejantes elecciones
no pueden ser moralmente admitidas ni apoyadas en su realización
concreta, aunque sean legalmente posibles. De hecho, las leyes que
aprueban la eutanasia «no sólo no crean ninguna obligación de
conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa
obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia. Desde
los orígenes de la Iglesia, la predicación apostólica ha inculcado a los
cristianos el deber de obedecer a las autoridades públicas legítimamente
constituidas (cfr. Rm 13, 1-7, 1 P 2, 13-14), pero al mismo tiempo ha
enseñado firmemente que “hay que obedecer a Dios antes que a los
hombres” (Hch 5, 29)».[82]
El derecho a la objeción de conciencia no debe hacernos olvidar que los
cristianos no rechazan estas leyes en virtud de una concepción religiosa
privada, sino de un derecho fundamental e inviolable de toda persona,
esencial para el bien común de toda la sociedad. Se trata, de hecho, de
leyes contrarias al derecho natural en cuanto que minan los fundamentos
mismos de la dignidad humana y de una convivencia basada en la justicia.
10. El acompañamiento pastoral y el apoyo de los sacramentos
El momento de la muerte es un paso decisivo del hombre en su encuentro
con Dios Salvador. La Iglesia está llamada a acompañar espiritualmente a
los fieles en esta situación, ofreciéndoles los “recursos sanadores” de
la oración y los sacramentos. Ayudar al cristiano a vivirlo en un
contexto de acompañamiento espiritual es un acto supremo de caridad.
Simplemente porque «ningún creyente debería morir en la soledad y en el
abandono»,[83] es necesario crear en torno al enfermo una sólida
plataforma de relaciones humanas y humanizadoras que lo acompañen y lo
abran a la esperanza.
La parábola del Buen Samaritano indica cual debe ser la relación con el
prójimo que sufre, que actitudes hay que evitar – indiferencia, apatía,
prejuicio, miedo a mancharse las manos, encerrarse en sus propias
preocupaciones – y cuales hay que poner en práctica – atención, escucha,
comprensión, compasión, discreción.
La invitación a la imitación, «Ve y haz también tú lo mismo» (Lc 10,
37), es una llamada a no subestimar todo el potencial humano de
presencia, de disponibilidad, de acogida, de discernimiento, de
implicación, que la proximidad hacia quien está en una situación de
necesidad exige y que es esencial en el cuidado integral de la persona
enferma.
La calidad del amor y del cuidado de las personas en las situaciones
críticas y terminales de la vida contribuye a alejar de ellas el
terrible y extremo deseo de poner fin a la propia vida. Solo un contexto
de calor humano y de fraternidad evangélica es capaz de abrir un
horizonte positivo y de sostener al enfermo en la esperanza y en un
confiado abandono.
Este acompañamiento forma parte de la ruta definida por los cuidados
paliativos y debe incluir al paciente y a su familia.
La familia, desde siempre, ha tenido un papel importante en el cuidado,
cuya presencia, apoyo, afecto, constituyen para el enfermo un factor
terapéutico esencial. Ella, de hecho, recuerda el Papa Francisco, «ha
sido siempre el “hospital” más cercano. Aún hoy, en muchas partes del
mundo, el hospital es un privilegio para pocos, y a menudo está
distante. Son la mamá, el papá, los hermanos, las hermanas, las abuelas
quienes garantizan las atenciones y ayudan a sanar».[84]
El hacerse cargo del otro o el hacerse cargo de los sufrimientos de
otros es una tarea que implica no solo a algunos, sino que abraza la
responsabilidad de todos, de toda la comunidad cristiana. San Pablo
afirma que, cuando un miembro sufre, todo el cuerpo está sufriendo (cfr.
1 Cor 12, 26) y todo entero se inclina sobre el miembro enfermo para
darle alivio. Cada uno, por su parte, está llamado a ser “siervo del
consuelo” frente a las situaciones humanas de desolación y desánimo.
El acompañamiento pastoral reclama el ejercicio de las virtudes humanas
y cristianas de la empatía (en-pathos), de la compasión (cum-passio),
del hacerse cargo del sufrimiento del enfermo compartiéndolo, y del
consuelo (cum-solacium), del entrar en la soledad del otro para hacerle
sentirse amado, acogido, acompañado, apoyado.
El ministerio de la escucha y del consuelo que el sacerdote está llamado
a ofrecer, haciéndose signo de la solicitud compasiva de Cristo y de la
Iglesia, puede y debe tener un papel decisivo. En esta importante misión
es extremadamente importante testimoniar y conjugar aquella verdad y
caridad con las que la mirada del Buen Pastor no deja de acompañar a
todos sus hijos. Dada la importancia de la figura del sacerdote en el
acompañamiento humano, pastoral y espiritual de los enfermos en las
fases terminales de la vida, es necesario que en su camino de formación
esté prevista una preparación actualizada y orientada en este sentido.
También es importante que sean formados en este acompañamiento cristiano
los médicos y los agentes sanitarios, porque pueden darse circunstancias
específicas que hacen muy difícil una adecuada presencia de los
sacerdotes a la cabecera del enfermo terminal.
Ser hombres y mujeres expertos en humanidad significa favorecer, a
través de las actitudes con las que se cuida del prójimo que sufre, el
encuentro con el Señor de la vida, el único capaz de verter, de manera
eficaz, sobre las heridas humanas el aceite del consuelo y el vino de la
esperanza.
Todo hombre tiene el derecho natural de ser atendido en esta hora
suprema según las expresiones de la religión que profesa.
El momento sacramental es siempre el culmen de toda la tarea pastoral de
cuidado que lo precede y fuente de todo lo que sigue.
La Iglesia llama sacramentos «de curación»[85] a la Penitencia y a la
Unción de los enfermos, que culminan en la Eucaristía como “viático”
para la vida eterna.[86] Mediante la cercanía de la Iglesia, el enfermo
vive la cercanía de Cristo que lo acompaña en el camino hacia la casa
del Padre (cfr. Jn 14, 6) y lo ayuda a no caer en la desesperación,[87]
sosteniéndolo en la esperanza, sobre todo cuando el camino se hace más
penoso.[88]
11. El discernimiento pastoral hacia quien pide la eutanasia o el
suicidio asistido
Un caso del todo especial en el que hoy es necesario reafirmar la
enseñanza de la Iglesia es el acompañamiento pastoral de quien ha pedido
expresamente la eutanasia o el suicidio asistido. Respecto al sacramento
de la Reconciliación, el confesor debe asegurarse que haya contrición,
la cual es necesaria para la validez de la absolución, y que consiste en
el «dolor del alma y detestación del pecado cometido, con propósito de
no pecar en adelante».[89] En nuestro caso nos encontramos ante una
persona que, más allá de sus disposiciones subjetivas, ha realizado la
elección de un acto gravemente inmoral y persevera en él libremente. Se
trata de una manifiesta no-disposición para la recepción de los
sacramentos de la Penitencia,[90] con la absolución, y de la Unción,[91]
así como del Viático.[92] Podrá recibir tales sacramentos en el momento
en el que su disposición a cumplir los pasos concretos permita al
ministro concluir que el penitente ha modificado su decisión. Esto
implica también que una persona que se haya registrado en una asociación
para recibir la eutanasia o el suicidio asistido debe mostrar el
propósito de anular tal inscripción, antes de recibir los sacramentos.
Se recuerda que la necesidad de posponer la absolución no implica un
juicio sobre la imputabilidad de la culpa, porque la responsabilidad
personal podría estar disminuida o incluso no existir.[93] En el caso en
el que el paciente estuviese desprovisto de conciencia, el sacerdote
podría administrar los sacramentos sub condicione si se puede presumir
el arrepentimiento a partir de cualquier signo dado con anterioridad por
la persona enferma.
Esta posición de la Iglesia no es un signo de falta de acogida al
enfermo. De hecho, debe ser el ofrecimiento de una ayuda y de una
escucha siempre posible, siempre concedida, junto a una explicación
profunda del contenido del sacramento, con el fin de dar a la persona,
hasta el último momento, los instrumentos para poder escogerlo y
desearlo. La Iglesia está atenta a escrutar los signos de conversión
suficientes, para que los fieles puedan pedir razonablemente la
recepción de los sacramentos. Se recuerda que posponer la absolución es
también un acto medicinal de la Iglesia, dirigido, no a condenar al
pecador, sino a persuadirlo y acompañarlo hacia la conversión.
También en el caso en el que una persona no se encuentre en las
disposiciones objetivas para recibir los sacramentos, es necesaria una
cercanía que invite siempre a la conversión. Sobre todo si la eutanasia,
pedida o aceptada, no se lleva a cabo en un breve periodo de tiempo. Se
tendrá entonces la posibilidad de un acompañamiento para hacer renacer
la esperanza y modificar la elección errónea, y que el enfermo se abra
al acceso a los sacramentos.
Sin embargo, no es admisible por parte de aquellos que asisten
espiritualmente a estos enfermos ningún gesto exterior que pueda ser
interpretado como una aprobación de la acción eutanásica, como por
ejemplo el estar presentes en el instante de su realización. Esta
presencia solo puede interpretarse como complicidad. Este principio se
refiere de manera particular, pero no solo, a los capellanes de las
estructuras sanitarias donde puede practicarse la eutanasia, que no
deben dar escándalo mostrándose de algún modo cómplices de la supresión
de una vida humana.
12. La reforma del sistema educativo y la formación de los agentes
sanitarios
En el contexto social y cultural actual, tan denso en desafíos en
relación con la tutela de la vida humana en las fases más críticas de la
existencia, el papel de la educación es ineludible. La familia, la
escuela, las demás instituciones educativas y las comunidades
parroquiales deben trabajar con perseverancia para despertar y madurar
aquella sensibilidad hacia el prójimo y su sufrimiento, de la que se ha
convertido en símbolo la figura evangélica del Samaritano.[94]
A las capellanías hospitalarias se les pide ampliar la formación
espiritual y moral de los agentes sanitarios, incluidos médicos y
personal de enfermería, así como de los grupos de voluntariado
hospitalario, para que sepan dar la atención humana y espiritual
necesaria en las fases terminales de la vida. El cuidado psicológico y
espiritual del paciente durante toda la evolución de la enfermedad debe
ser una prioridad para los agentes pastorales y sanitarios, teniendo
cuidado de poner en el centro al paciente y a su familia.
Los cuidados paliativos deben difundirse en el mundo y es obligatorio
preparar, para tal fin, los cursos universitarios para la formación
especializada de los agentes sanitarios. También es prioritaria la
difusión de una correcta y meticulosa información sobre la eficacia de
los auténticos cuidados paliativos para un acompañamiento digno de la
persona hasta la muerte natural. Las instituciones sanitarias de
inspiración cristiana deben preparar protocolos para sus agentes
sanitarios que incluyan una apropiada asistencia psicológica, moral y
espiritual como componente esencial de los cuidados paliativos.
La asistencia humana y espiritual debe volver a entrar en los recorridos
formativos académicos de todos los agentes sanitarios y en las prácticas
hospitalarias.
Además de todo esto, las estructuras sanitarias y asistenciales deben
preparar modelos de asistencia psicológica y espiritual para los agentes
sanitarios que tienen a su cargo los pacientes en las fases terminales
de la vida humana. Hacerse cargo de quienes cuidan es esencial para
evitar que sobre los agentes y los médicos recaiga todo el peso (burn
out) del sufrimiento y de la muerte de los pacientes incurables. Estos
tienen necesidad de apoyo y de momentos de discusión y de escucha
adecuados para poder procesar no solo valores y emociones, sino también
el sentido de la angustia, del sufrimiento y de la muerte en el ámbito
de su servicio a la vida. Tienen que poder percibir el sentido profundo
de la esperanza y la conciencia que su misión es una verdadera vocación
a apoyar y acompañar el misterio de la vida y de la gracia en las fases
dolorosas y terminales de la existencia.[95]
Conclusión
El misterio de la Redención del hombre está enraizado de una manera
sorprendente en el compromiso amoroso de Dios con el sufrimiento humano.
Por eso podemos fiarnos de Dios y trasmitir esta certeza en la fe al
hombre sufriente y asustado por el dolor y la muerte.
El testimonio cristiano muestra como la esperanza es siempre posible,
también en el interior de la cultura del descarte. «La elocuencia de la
parábola del buen Samaritano, como también la de todo el Evangelio, es
concretamente esta: el hombre debe sentirse llamado personalmente a
testimoniar el amor en el sufrimiento».[96]
La Iglesia aprende del Buen Samaritano el cuidado del enfermo terminal y
obedece así el mandamiento unido al don de la vida: «¡respeta, defiende,
ama y sirve a la vida, a toda vida humana!».[97] El evangelio de la vida
es un evangelio de la compasión y de la misericordia dirigido al hombre
concreto, débil y pecador, para levantarlo, mantenerlo en la vida de la
gracia y, si es posible, curarlo de toda posible herida.
No basta, sin embargo, compartir el dolor, es necesario sumergirse en
los frutos del Misterio Pascual de Cristo para vencer el pecado y el
mal, con la voluntad de «desterrar la miseria ajena como si fuese
propia».[98] Sin embargo, la miseria más grande es la falta de esperanza
ante la muerte. Esta es la esperanza anunciada por el testimonio
cristiano que, para ser eficaz, debe ser vivida en la fe implicando a
todos, familiares, enfermeros, médicos, y la pastoral de las diócesis y
de los hospitales católicos, llamados a vivir con fidelidad el deber de
acompañar a los enfermos en todas las fases de la enfermedad, y en
particular, en las fases críticas y terminales de la vida, así como se
ha definido en el presente documento.
El Buen Samaritano, que pone en el centro de su corazón el rostro del
hermano en dificultad, sabe ver su necesidad, le ofrece todo el bien
necesario para levantarlo de la herida de la desolación y abrir en su
corazón hendiduras luminosas de esperanza.
El “querer el bien” del Samaritano, que se hace prójimo del hombre
herido no con palabras ni con la lengua, sino con los hechos y en la
verdad (cfr. 1 Jn 3, 18), toma la forma de cuidado, con el ejemplo de
Cristo que pasó haciendo el bien y sanando a todos (cfr. Hch 10, 38).
Curados por Jesús, nos transformamos en hombres y mujeres llamados a
anunciar su potencia sanadora, a amar y a hacernos cargo del prójimo
como él nos ha enseñado.
Esta vocación al amor y al cuidado del otro,[99] que lleva consigo
ganancias de eternidad, se anuncia de manera explícita por el Señor de
la vida en esta paráfrasis del juicio final: recibid en heredad el
reino, porque estaba enfermo y me habéis visitado. ¿Cuándo, Señor? Todas
las veces que habéis hecho esto con un hermano vuestro más pequeño, a un
hermano vuestro que sufre, lo habéis hecho conmigo (cfr. Mt 25, 31-46).
El Sumo Pontífice Francisco, en fecha 25 de junio de 2020 ha aprobado
esta Carta, decidida en la Sesión Plenaria de esta Congregación el 29 de
enero de 2020, y ha ordenado su publicación.
Dada en Roma, desde la sede de la Congregación para la Doctrina de la
Fe, el 14 de julio de 2020, memoria litúrgica de san Camilo de Lelis.
Luis F. Card. LADARIA, S.I.
Prefecto
✠ Giacomo MORANDI
Arzobispo Titular de Cerveteri
Secretario
__________________
[1] Misal Romano reformado por mandato del Concilio Ecuménico Vaticano
II, promulgado por la autoridad del papa Pablo VI, revisado por el papa
Juan Pablo II, Conferencia Episcopal Española, Madrid 2017, Prefacio
común VIII, p. 515.
[2] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de
los Agentes sanitarios, Ed. Salterrae, Maliaño (Cantabria – España)
2017, n. 6.
[3] Benedicto XVI, Carta Enc. Spes salvi (30 noviembre 2007), n. 22: AAS
99 (2007), 1004: «Si el progreso técnico no se corresponde con un
progreso en la formación ética del hombre, con el crecimiento del hombre
interior (cfr. Ef 3, 16; 2 Cor 4, 16), no es un progreso sino una
amenaza para el hombre y para el mundo».
[4] Cfr. Francisco, Discurso a la Asociación Italiana contra las
leucemias-linfomas y mielomas (AIL) (2 marzo 2019): L’Osservatore
Romano, 3 marzo 2019, 7.
[5] Francisco, Exhort. Ap. Amoris laetitia (19 marzo2016), n. 3: AAS 108
(2016), 312.
[6] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Past. Gaudium et spes (7 diciembre
1965), n. 10: AAS 58 (1966), 1032-1033.
[7] Cfr. Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 febrero 1984),
n. 4: AAS 76 (1984), 203.
[8] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de
los Agentes sanitarios, n. 144.
[9] Francisco, Mensaje para la XLVIII Jornada Mundial de las
Comunicaciones Sociales (24 enero 2014): AAS 106 (2014), 114.
[10] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 87:
AAS 87 (1995), 500.
[11] Cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), n.
37: AAS 83 (1991), 840.
[12] Juan Pablo II, Carta Enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), n.
50; AAS 85 (1993), 1173.
[13] Juan Pablo II, Discurso a los participantes al Congreso
Internacional sobre “Los tratamientos de soporte vital y estado
vegetativo. Progresos científicos y dilemas éticos” (20 marzo 2004), n.
7: AAS 96 (2004), 489.
[14] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Placuit Deo (22
febrero 2018), n. 6: AAS 110 (2018), 430.
[15] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de
los Agentes sanitarios, n. 9.
[16] Cfr. Pablo VI, Mensaje en la última sesión pública del Concilio (7
diciembre 1965): AAS 58 (1966), 55-56.
[17] Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los
Agentes sanitarios, n. 9.
[18] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Placuit Deo (22
febrero 2018), n. 12: AAS 110 (2018), 433-434.
[19] Francisco, Discurso a los participantes en la Asamblea Plenaria de
la Congregación para la Doctrina de la Fe (30 enero 2020): L’Osservatore
Romano, 31 enero 2020, 7.
[20] Benedicto XVI, Carta Enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), n.
31: AAS 98 (2006), 245.
[21] Benedicto XVI, Carta Enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), n.
76: AAS 101 (2009), 707.
[22] Cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n.
49: AAS 87 (1995), 455: «El sentido más verdadero y profundo de la vida:
ser un don que se realiza al darse».
[23] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Dogm. Dei Verbum (8 noviembre 1965), n.
2: AAS 58 (1966), 818.
[24] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 34:
AAS 87 (1995), 438.
[25] Cfr. Declaración conjunta de las Religiones Monoteístas Abrahámicas
sobre las cuestiones del final de la vida, Ciudad del Vaticano, 28
octubre 2019: «Nos oponemos a cualquier forma de eutanasia -que es el
acto directo, deliberado e intencional de quitar la vida - así como al
suicidio médicamente asistido - que es el apoyo directo, deliberado e
intencional para suicidarse porque contradicen fundamentalmente el valor
inalienable de la vida humana y, por lo tanto, son inherente y
consecuentemente erróneos desde el punto de vista moral y religioso, y
deben ser prohibidos sin excepciones».
[26] Cfr. Francisco, Discurso al Congreso de la Asociación de Médicos
Católicos Italianos en el 70 aniversario de su fundación (15 noviembre
2014): AAS 106 (2014), 976.
[27] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de
los Agentes sanitarios, n. 1; Congregación para la Doctrina de la Fe,
Instr. Dignitas personae (8 septiembre 2008), n. 8: AAS 100 (2008), 863.
[28] Francisco, Carta Enc. Laudato si’ (24 mayo 2015), n. 65: AAS 107
(2015), 873.
[29] Con. Ecum. Vat. II, Const. Past. Gaudium et spes (7 diciembre
1965), n. 27: AAS 58 (1966), 1047-1048.
[30] Francisco, Discurso al Congreso de la Asociación de Médicos
Católicos Italianos en el 70 aniversario de su fundación (15 noviembre
2014): AAS 106 (2014), 976.
[31] Cfr. Francisco, Discurso a la Federación Nacional de las Ordenes de
Médicos Cirujanos y de los Odontólogos (20 septiembre 2019):
L’Osservatore Romano, 21 septiembre 2019, 8: «Son formas apresuradas de
tratar opciones que no son, como podría parecer, una expresión de la
libertad de la persona, cuando incluyen el descarte del enfermo como una
posibilidad, o la falsa compasión frente a la petición de que se le
ayude a anticipar la muerte».
[32] Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Placuit Deo (22
febrero 2018), n. 3: AAS 110 (2018), 428-429; cfr.Francisco, Carta Enc.
Laudato si’ (24 mayo 2015), n.162: AAS 107 (2015), 912.
[33] Benedicto XVI, Carta Enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), n.
53: AAS 101 (2009), 688: «Una de las pobrezas más hondas que el hombre
puede experimentar es la soledad. Ciertamente, también las otras
pobrezas, incluidas las materiales, nacen del aislamiento, del no ser
amados o de la dificultad de amar».
[34] Cfr. Francisco, Exhort. Ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013),
n. 53: AAS 105 (2013), 1042; se puede ver también: Id., Discurso a la
delegación del Instituto “Dignitatis Humanae” (7 diciembre 2013): AAS
106 (2014) 14-15; Id., Encuentro con los ancianos (28 septiembre 2014):
AAS 106 (2014), 759-760.
[35] Cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n.
12: AAS 87 (1995), 414.
[36] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5
mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
[37] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 65:
AAS 87 (1995), 475; cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe,
Declarac. Iura et bona (5 mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
[38] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 65:
AAS 87 (1995), 477. Es una doctrina propuesta de modo definitivo en la
cual la Iglesia compromete su infalibilidad: cfr. Congragación para la
Doctrina de la Fe, Nota doctrinal ilustrativa de la fórmula conclusiva
de la Professio fidei (29 junio 1998), n. 11: AAS 90 (1998), 550.
[39] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5
mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
[40] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2286.
[41] Cfr. ibidem, nn. 1735 y 2282.
[42] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5
mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
[43] Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los
Agentes sanitarios, n. 169.
[44] Cfr. ibidem, n. 170.
[45] Cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n.
72: AAS 87 (1995), 484-485.
[46] Francisco, Discurso a los participantes en la Asamblea Plenaria de
la Congregación para la Doctrina de la Fe (30 enero 2020): L’Osservatore
Romano, 31 enero 2020, 7.
[47] Juan Pablo II, Carta Enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), n.
15; AAS 85 (1993), 1145.
[48] Cfr. Benedicto XVI, Carta Enc. Spes salvi (30 noviembre 2007), nn.
36-37: AAS 99 (2007), 1014-1016.
[49] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5
mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
[50] Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 febrero 1984), n. 5:
AAS 76 (1984), 204.
[51] Cfr. Benedicto XVI, Carta. Enc. Spe salvi (30 noviembre 2007), n.
38: AAS 99 (2007), 1016.
[52] Cfr. Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 febrero 1984),
n. 29: AAS 76 (1984), 244: «No puede el hombre “prójimo” pasar con
desinterés ante el sufrimiento ajeno, en nombre de la fundamental
solidaridad humana; y mucho menos en nombre del amor al prójimo. Debe
“pararse”, “conmoverse”, actuando como el Samaritano de la parábola
evangélica. La parábola en sí expresa una verdad profundamente
cristiana, pero a la vez tan universalmente humana».
[53] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5
mayo 1980), IV: AAS 72 (1980), 549-551.
[54] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2278; Pontificio Consejo
para los Agentes Sanitarios, Carta de los Agentes sanitarios, Ciudad del
Vaticano, 1995, n. 119; Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25
marzo 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 475; Francisco, Mensaje a los
participantes en la reunión de la región europea de la Asociación Médica
Mundial (7 noviembre 2017): «Y si sabemos que no siempre se puede
garantizar la curación de la enfermedad, a la persona que vive debemos y
podemos cuidarla siempre: sin acortar su vida nosotros mismos, pero
también sin ensañarnos inútilmente contra su muerte»; Pontificio Consejo
para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los Agentes sanitarios, n.
149.
[55] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2278; Congregación para
la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5 mayo 1980), IV: AAS 72
(1980), 550-551; Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo
1995), n. 65: AAS 87 (1995), 475; Pontificio Consejo para los Agentes
Sanitarios, Nueva carta de los Agentes sanitarios, n. 150.
[56] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 65:
AAS 87 (1995), 476.
[57] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de
los Agentes sanitarios, n. 150.
[58] Cfr. Juan Pablo II, Discurso a los participantes en un encuentro de
estudio sobre la procreación responsable (5 junio 1987), n.1:
Insegnamenti di Giovanni Paolo II, X/2 (1987), 1962: «Hablar de
“conflicto de valores o bienes” y de la consiguiente necesidad de llevar
a cabo como una especie de “equilibrio” de los mismos, eligiendo uno y
rechazando el otro, no es moralmente correcto».
[59] Cfr. Juan Pablo II, Discurso a la Asociación de Médicos Católicos
Italianos (28 diciembre 1978): Insegnamenti di Giovanni Paolo II, I
(1978), 438.
[60] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de
los Agentes sanitarios, n. 150.
[61] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Respuesta a algunas
preguntas de la Conferencia Episcopal Estadounidense acerca de la
alimentación y la hidratación artificiales (1 agosto 2007): AAS 99
(2007), 820.
[62] Cfr. ibidem.
[63] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de
los Agentes sanitarios, n. 152: «La alimentación y la hidratación, aun
artificialmente administradas, son parte de los tratamientos normales
que siempre han de proporcionarse al moribundo, cuando no resulten
demasiados gravosos o de ningún beneficio para él. Su indebida
suspensión significa verdadera y propia eutanasia. “Suministrar alimento
y agua, incluso por vía artificial, es, en principio, un medio ordinario
y proporcionado para la conservación de la vida. Por lo tanto, es
obligatorio en la medida y mientras se demuestre que cumple su propia
finalidad, que consiste en procurar la hidratación y la nutrición del
paciente. De este modo se evitan el sufrimiento y la muerte derivados de
la inanición y la deshidratación”».
[64] Francisco, Discurso a la plenaria de la Pontificia Academia para la
Vida (5 marzo 2015): AAS 107 (2015), 274, citando a: Juan Pablo II,
Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 476.
Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2279.
[65] Cfr. [65] Francisco, Discurso a la Plenaria de la Pontificia
Academia para la Vida (5 marzo 2015): AAS 107 (2015), 275.
[66] Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los
Agentes sanitarios, n. 147.
[67] Cfr. Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 febrero 1984),
n. 2: AAS 76 (1984), 202: «El sufrimiento parece pertenecer a la
trascendencia del hombre; es uno de esos puntos en los que el hombre
está en cierto sentido “destinado” a superarse a sí mismo, y de manera
misteriosa es llamado a hacerlo».
[68] Benedicto XVI, Carta. Enc. Spe salvi (30 noviembre 2007), n. 38:
AAS 99 (2007), 1016.
[69] Cfr. Francisco, Exhort. Ap. Amoris laetitia (19 marzo 2016), n. 48:
AAS 108 (2016), 330.
[70] C. Saunders, Velad conmigo. Inspiración para una vida en cuidados
paliativos. Ed. Obra Social de la Caixa, 2011, p. 56.
[71] Francisco, Discurso a los participantes a la Asamblea Plenaria de
la Congregación para la Doctrina de la Fe (30 enero 20202):
L’Osservatore Romano, 31 enero 2020, 7.
[72] Cfr. Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de
los Agentes sanitarios, n. 148.
[73] Cfr. Pio XII, Allocutio. Trois questions religieuses et morales
concernant l’analgésie (24 febrero 1957): AAS 49 (1957) 134-136;
Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5 mayo
1980), III: AAS 72 (1980), 547; Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici
doloris (11 febrero 1984), n. 19: AAS 76 (1984), 226.
[74] Cfr. Pio XII, Allocutio. Iis qui interfuerunt Conventui
internationali. Romae habito, a «Collegio Internationali
Neuro-Psycho-Pharmacologico » indicto (9 septiembre 1958): AAS 50
(1958), 694; Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et
bona (5 mayo 1980), III: AAS 72 (1980), 548; Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 2779; Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva
carta de los Agentes sanitarios, n. 155: «Se da, además, la posibilidad
de provocar con los analgésicos y los narcóticos la supresión de la
conciencia del moribundo. Este uso merece una consideración particular.
En presencia de dolores insoportables, resistentes a las terapias
analgésicas habituales, en proximidad del momento de la muerte o en la
previsión fundada de una crisis particular en ese momento, una seria
indicación clínica puede conllevar, con el consentimiento del enfermo,
el suministro de fármacos que suprimen la conciencia. Esta sedación
paliativa profunda en la fase terminal, clínicamente fundamentada, puede
ser moralmente aceptable siempre que se realice con el consenso del
enfermo, se informe a los familiares, se excluya toda intencionalidad
eutanásica y el enfermo haya podido satisfacer sus deberes morales,
familiares y religiosos: “acercándose a la muerte, los hombres deben
estar en condiciones de poder cumplir sus obligaciones morales y
familiares y, sobre todo, deben poder prepararse con plena conciencia
para el encuentro definitivo con Dios”. Por consiguiente, “no es lícito
privar al moribundo de la conciencia propia sin grave motivo”».
[75] Cfr. Pio XII, Allocutio. Trois questions religieuses et morales
concernant l’analgésie (24 febrero 1957): AAS 49 (1957) 145;
Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona (5 mayo
1980), III: AAS 72 (1980), 548; Juan Pablo II,Carta Enc. Evangelium
vitae (25 marzo 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 476.
[76] Cfr. Francisco, Discurso al Congreso de la Asociación de Médicos
Católicos Italianos en el 70 aniversario de su fundación (15 noviembre
2014): AAS 106 (2014), 978.
[77] Pio XII, Allocutio. Trois questions religieuses et morales
concernant l’analgésie (24 febrero 1957): AAS 49 (1957) 146; Id.,
Allocutio. Iis qui interfuerunt Conventui internationali. Romae habito,
a «Collegio Internationali Neuro-Psycho-Pharmacologico» indicto (9
septiembre 1958): AAS 50 (1958), 695; Congregación para la Doctrina de
la Fe, Declarac. Iura et bona (5 mayo 1980), III: AAS 72 (1980), 548;
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2779; Juan Pablo II, Carta Enc.
Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 476; Pontificio
Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los Agentes
sanitarios, n. 154.
[78] Cfr. Juan Pablo II, Discurso a los participantes al Congreso
Internacional sobre «Los tratamientos de soporte vital y estado
vegetativo. Progresos científicos y dilemas éticos» (20 marzo 2004), n.
3: AAS 96 (2004), 487: «Un hombre, aunque esté gravemente enfermo o se
halle impedido en el ejercicio de sus funciones más elevadas, es y será
siempre un hombre; jamás se convertirá en un “vegetal” o en un
“animal”».
[79] Pontificio Consejo para los Agentes Sanitarios, Nueva carta de los
Agentes sanitarios, n. 151.
[80] Ibidem, n. 151; cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25
marzo 1995), n. 74: AAS 87 (1995), 487.
[81] Cfr. Francisco, Discurso al Congreso de la Asociación de Médicos
Católicos Italianos en el 70 aniversario de su fundación (15 noviembre
2014): AAS 106 (2014), 977.
[82] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 73
AAS 87 (1995), 486.
[83] Benedicto XVI, Discurso a los participantes al Congreso de la
Pontificia Academia para la Vida sobre el tema “Junto al enfermo
incurable y al moribundo: orientaciones éticas y operativas” (25 febrero
2008): AAS 100 (2008), 171.
[84] Francisco, Audiencia General (10 junio 2015): L’Osservatore Romano,
11 junio 2015, 8.
[85] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1420.
[86] Cfr. Rituale Romanum ex decreto Sacrosancti Oecumenici Concilii
Vaticani II instaruratum auctoritate Pauli PP. VI promulgatum, Ordo
unctionis infirmorum eorumque pastoralis curae, Editio typica,
Praenotanda, Typis Polyglotis Vaticanis, Civitate Vaticana 1972, n. 26;
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1524.
[87] Francisco, Carta Enc. Laudato si’ (24 mayo 2015), n. 235: AAS 107
(2015), 939.
[88] Cfr. Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n.
67: AAS 87 (1995), 478-479.
[89] Concilio de Trento, Ses. XIV, De sacramento penitentiae, cap. 4: DH
1676.
[90] Cfr. CIC, can. 987.
[91] Cfr. CIC, can. 1007: «No se dé la unción de los enfermos a quienes
persisten obstinadamente en un pecado grave manifiesto».
[92] Cfr. CIC, can. 915 y can. 843 § 1.
[93] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declarac. Iura et bona
(5 mayo 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
[94] Cfr. Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 febrero 1984),
n. 29: AAS 76 (1984), 244-246.
[95] Cfr. Francisco, Discurso a los presidentes de los Colegios de
Médicos de España e Hispanoamérica (9 junio 2016): AAS108 (2016),
727-728. «La fragilidad el dolor y la enfermedad son una dura prueba
para todos, también para el personal médico, son un llamado a la
paciencia, al padecer-con; por ello no se puede ceder a la tentación
funcionalista de aplicar soluciones rápidas y drásticas, movidos por una
falsa compasión o por meros criterios de eficacia y ahorro económico.
Está en juego la dignidad de la vida humana; está en juego la dignidad
de la vocación médica».
[96] Juan Pablo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11 febrero 1984), n.
29: AAS 76 (1984), 246.
[97] Juan Pablo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 marzo 1995), n. 5:
AAS 87 (1995), 407.
[98] Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 21, a. 3.
[99] Cfr. Benedicto XVI, Carta. Enc. Spe salvi (30 noviembre 2007), n.
39: AAS 99 (2007), 1016: «Sufrir con el otro, por los otros; sufrir por
amor de la verdad y de la justicia; sufrir a causa del amor y con el fin
de convertirse en una persona que ama realmente, son elementos
fundamentales de humanidad, cuya pérdida destruiría al hombre mismo».
[01077-ES.01] [Texto original: Italiano]
Traduzione in lingua portoghese
Congregação para a Doutrina da Fé
Carta
Samaritanus Bonus
Sobre o cuidado das pessoas nas fases críticas e terminais da vida
Introdução
O Bom Samaritano que deixa o seu caminho para socorrer o homem doente
(cfr. Lc 10, 30-37) é a imagem de Jesus Cristo que encontra o homem
necessitado de salvação e cuida das suas feridas e da sua dor com «o
óleo da consolação e o vinho da esperança»[1]. Ele é o médico das almas
e dos corpos e «a testemunha fiel» (Ap 3, 14) da Presença salvífica de
Deus no mundo. Mas como tornar concreta hoje esta mensagem? Como traduzi-la
em capacidade de acompanhamento da pessoa doente nas fases terminais da
vida, de modo a assisti-la respeitando e promovendo sempre a sua
inalienável dignidade humana, o seu chamado à santidade e, por
conseguinte, o valor supremo da sua própria existência?
O extraordinário e progressivo desenvolvimento das tecnologias
biomédicas aumentou de maneira exponencial as capacidades clínicas da
medicina no diagnóstico, na terapia e no cuidado dos pacientes. A Igreja
olha com esperança as pesquisas científicas e tecnológicas e nelas vê
uma oportunidade favorável de serviço ao bem integral da vida e da
dignidade de cada ser humano[2]. Todavia, esses progressos da tecnologia
médica, ainda que preciosos, não são por si mesmos determinantes para
qualificar o sentido próprio e o valor da vida humana. De fato, cada
progresso nas habilidades dos profissionais da saúde requer uma
crescente e sábia capacidade de discernimento moral[3] para evitar a
utilização desproporcional e desumanizante das tecnologias, sobretudo
nas fases críticas ou terminais da vida humana.
Além disso, a gestão organizativa e as elevadas articulação e
complexidade dos sistemas sanitários contemporâneos podem reduzir o
vínculo de confiança entre médico e paciente a uma relação meramente
técnica e contratual, um risco que se corre sobretudo nos Países onde
estão sendo aprovadas leis que legitimam formas de suicídio assistido e
eutanásia voluntária dos doentes mais vulneráveis. Essas práticas negam
os confins éticos e jurídicos da autodeterminação do sujeito doente,
obscurecendo de maneira preocupante o valor da vida humana na doença, o
sentido do sofrimento e o significado do tempo que precede a morte. Com
efeito, a dor e a morte não podem ser os critérios últimos que medem a
dignidade humana, a qual é própria de cada pessoa pelo simples fato de
que é um “ser humano”.
Frente a tais desafios, capazes de colocar em jogo o nosso modo de
pensar a medicina, o sentido do cuidado da pessoa doente e a
responsabilidade social em relação aos mais vulneráveis, o presente
documento deseja iluminar os pastores e os fieis nas suas preocupações e
nas suas dúvidas acerca da assistência médica, espiritual e pastoral
devida aos doentes nas fases críticas e terminais da vida. Todos são
chamados a dar testemunho junto ao doente e a tornar-se “comunidade
curante”, para que o desejo de Jesus, de que todos sejam uma só carne, a
partir dos mais fracos e vulneráveis, seja atuado concretamente[4]. De
fato, percebe-se em toda parte a necessidade de um esclarecimento moral
e de índole prática sobre como assistir estas pessoas, já que «é
necessária uma unidade de doutrina e de práxis»[5] a respeito de um tema
tão delicado e que se refere aos doentes mais fracos, nos estágios mais
delicados e decisivos da vida de uma pessoa.
Diversas Conferências Episcopais já publicaram documentos e cartas
pastorais, com que procuraram dar uma resposta aos desafios postos pelo
suicídio assistido e pela eutanásia voluntária – legitimados por algumas
normativas nacionais – com particular referência a quantos trabalham ou
são internados nas estruturas hospitalares, inclusive católicas. Mas a
assistência espiritual e as dúvidas emergentes, em determinadas
circunstâncias e em contextos particulares, acerca da celebração dos
Sacramentos para aqueles que desejam pôr fim à própria vida, requerem
hoje uma intervenção mais clara e puntual da Igreja, a fim de:
- reafirmar a mensagem do Evangelho e as suas expressões como
fundamentos doutrinais propostos pelo Magistério, relembrando a missão
de quantos estão em contato com os doentes nas fases críticas e
terminais (os familiares ou os tutores legais, os capelães hospitalares,
os ministros extraordinários da Eucaristia e os agentes de pastoral, os
voluntários e os profissionais da saúde), além dos próprios doentes;
- fornecer orientações pastorais precisas e concretas, a fim de que em
nível local se possam enfrentar e gerir essas complexas situações, para
favorecer o encontro pessoal do paciente com o Amor misericordioso de
Deus.
I. Cuidar do Próximo
É difícil reconhecer o profundo valor da vida humana quando, não
obstante todo esforço de assistência, ela continua a se nos apresentar
na sua fraqueza e fragilidade. O sofrimento, longe de ser removido do
horizonte existencial da pessoa, continua a gerar uma inexaurível
pergunta sobre o sentido do viver[6]. A solução desta dramática
interrogação não poderá jamais ser oferecida somente à luz do pensamento
humano, já que o sofrimento contém a grandeza de um específico mistério
que somente a Revelação de Deus pode desvelar[7]. Em particular, a cada
profissional da saúde é confiada a missão de um fiel cuidado da vida
humana até o seu cumprimento natural[8], através de um percurso de
assistência que seja capaz de fazer renascer em cada paciente o sentido
profundo de sua existência, quando é marcada pelo sofrimento e pela
doença. Mostra-se necessário, para isso, partir de uma atenta
consideração do significado próprio do cuidado, para compreender o
sentido da específica missão confiada por Deus a cada pessoa,
profissional da saúde e agente de pastoral, como também ao próprio
doente e à sua família.
A experiência do cuidado médico parte daquela condição humana, marcada
pela finitude e pelo limite, que é a vulnerabilidade. Em relação à
pessoa, ela se insere na fragilidade do nosso ser conjuntamente – “corpo”,
material e temporalmente finito, e “alma”, desejo de infinito e
destinação à eternidade. O fato de sermos criaturas “finitas”, porém
destinadas à eternidade, revela seja a nossa dependência dos bens
materiais e da ajuda recíproca dos outros, seja o nosso liame originário
e profundo com Deus. Tal vulnerabilidade dá fundamento à ética do
cuidado, de modo particular no âmbito da medicina, entendida como
solicitude, premura, participação e responsabilidade para com as
mulheres e os homens que nos são confiados porque necessitados de
assistência física e espiritual.
Em particular, a relação de cuidado revela um princípio de justiça, na
sua dúplice dimensão de promoção da vida humana (suum cuique tribuere) e
de não causar dano à pessoa (alterum non laedere): o mesmo princípio que
Jesus transforma na regra de ouro positiva – «Tudo quanto quiserdes que
os homens vos façam, fazei-o vós a eles» (Mt 7, 12). É a regra que na
ética médica tradicional encontra um eco no aforisma primum non nocere.
O cuidado da vida é pois a primeira responsabilidade que o médico
experimenta no encontro com o doente. Ela não é redutível à capacidade
de curar o doente, sendo o seu horizonte antropológico e moral mais
amplo: também quando a cura é impossível ou improvável, o acompanhamento
do médico/enfermeiro (cuidado das funções fisiológicas essenciais do
corpo), como também psicológico e espiritual, é um dever imprescindível,
já que o oposto constituiria um desumano abandono do doente. A medicina,
com efeito, que se serve de muitas ciências, possui também uma
importante dimensão de “arte terapêutica” que implica uma relação
estreita entre paciente, profissionais da saúde, familiares e membros
das várias comunidades de pertença do doente: arte terapêutica, atos
clínicos e cuidado são incindivelmente unidos na prática médica,
sobretudo nas fases críticas e terminais da vida.
O Bom Samaritano, de fato, «não só se faz próximo, mas cuida do homem
que encontra quase morto ao lado da estrada»[9]. Investe nele não
somente o dinheiro que tem, bem como o que não tem e que espera de
ganhar em Jericó, prometendo que pagará no seu retorno. Assim Cristo nos
convida a confiar na sua invisível graça e impele à generosidade baseada
na caridade sobrenatural, identificando-se com cada doente: «Toda vez
que fizestes isto a um só desses meus irmãos mais pequeninos, a mim o
fizestes» (Mt 25, 40). A afirmação de Jesus é uma verdade moral de
âmbito universal: «trata-se de “cuidar” da vida toda e da vida de
todos»[10], para revelar o Amor originário e incondicional de Deus,
fonte do sentido de cada vida.
A este fim, sobretudo nas estruturas hospitalares e assistenciais
inspiradas nos valores cristãos, é mais que nunca necessário fazer um
esforço, também espiritual, para deixar espaço a uma relação construída
a partir do reconhecimento da fragilidadee vulnerabilidade da pessoa
doente. A fraqueza, com efeito, recorda-nos a nossa dependência de Deus
e convida a responder-lhe no respeito devido ao próximo. Daqui nasce a
responsabilidade moral, ligada à tomada de consciência de cada sujeito
que cuida do doente (médico, enfermeiro, familiar, voluntário, pastor)
de encontrar-se diante de um bem fundamental e inalienável – a pessoa
humana – que impõe não poder ultrapassar o limite em que se dá o
respeito de si e do outro, ou seja o acolhimento, a tutela e a promoção
da vida humana até que sobrevenha naturalmente a morte. Trata-se, neste
sentido, de ter um olhar contemplativo[11], que sabe colher na
existência própria e alheia um prodígio único e irrepetível, recebido e
acolhido como um dom. É o olhar de quem não pretende apossar-se da
realidade da vida, mas sabe acolhê-la assim como é, com as suas fadigas
e os seus sofrimentos, buscando reconhecer na doença um sentido pelo
qual se deixa interpelar e “guiar”, com a confiança de quem se abandona
ao Senhor da vida que nele se manifesta.
Certamente, a medicina deve aceitar o limite da morte como parte da
condição humana. Chega um momento em que não há outra coisa a fazer
senão reconhecer a impossibilidade de intervir com terapias específicas
em uma doença, que se apresenta em breve tempo como mortal. É um fato
dramático, que deve ser comunicado ao doente com grande humanidade e
também com confiante abertura à perspectiva sobrenatural, conscientes da
angústia que a morte gera, sobretudo em uma cultura que a esconde. Não
se pode, de fato, pensar a vida física como algo a ser conservado a todo
custo – o que é impossível – mas como algo a ser vivido de modo tal a se
poder chegar à livre aceitação do sentido da existência corpórea: «só
fazendo referência à pessoa humana na sua “totalidade unificada”, ou
seja, “alma que se exprime no corpo e corpo informado por um espírito
imortal”, pode ser lido o significado especificamente humano do
corpo»[12].
Reconhecer a impossibilidade de curar, na perspectiva próxima da morte,
não significa todavia o fim do agir médico e dos enfermeiros. Exercitar
a responsabilidade para com a pessoa doente significa assegurar-lhe o
cuidado até o fim: «curar se possível, cuidar sempre (to cure if
possible, always to care)»[13]. Esta intenção de cuidar sempre do doente
oferece o critério para avaliar as diversas ações a se empreender na
situação de doença “incurável”: incurável, com efeito, não é jamais
sinônimo de “incuidável”. O olhar contemplativo convida ao alargamento
da noção de cuidado. O objetivo da assistência deve mirar à integridade
da pessoa, garantindo com os meios adequados e necessários o suporte
físico, psicológico, social, familiar e religioso. A fé viva, mantida
nas almas das pessoas ao entorno, pode contribuir à verdadeira vida
teologal da pessoa doente, mesmo se isso não é imediatamente visível. O
cuidado pastoral da parte de todos, familiares, médicos, enfermeiros e
capelães, pode ajudar o doente a perseverar na graça santificante e
morrer na caridade, no Amor de Deus. Perante o caráter inelutável da
doença, sobretudo se é crônica e degenerativa, vindo a faltar a fé, o
medo do sofrimento e da morte, e o desconforto que disso deriva,
constituem hoje as causas principais da tentativa de controlar e gerir a
chegada da morte, até antecipando-a, com o pedido de eutanásia ou de
suicídio assistido.
II. A experiência viva do Cristo Sofredore
o anúncio da esperança
Se a figura do Bom Samaritano ilumina com nova luz a práxis do cuidar, a
experiência viva do Cristo sofredor, da sua agonia na Cruz e da sua
Ressurreição, são os lugares em que se manifesta a proximidade do Deus
feito homem às múltiplas formas da angústia e da dor, que podem atingir
os doentes e os seus familiares, durante os longos dias da doença e no
final da vida.
Não só a pessoa de Cristo é anunciada pelas palavras do Profeta Isaías,
como o homem acostumado à dor e ao sofrer (cfr. Is53), mas se relermos
as páginas da paixão de Cristo, encontraremos nela a experiência da
imcompreensão, do escárnio, do abandono, da dor física e da angústia.
São experiências que hoje atingem muitos doentes, frequentemente
considerados um peso para a sociedade; às vezes não compreendidos nas
suas demandas, vivem não raro formas de abandono afetivo, de perda dos
laços interpessoais.
Cada doente necessita não somente de ser escutado, mas de perceber que o
próprio interlocutor “sabe” o que significa sentir-se só, abandonado,
angustiado diante da perspectiva da morte, da dor da carne, do
sofrimento que surge quando o olhar da sociedade mede o seu valor em
termos de qualidade de vida, fazendo-o sentir-se como um peso para os
projetos dos outros. Por isso, voltar o olhar a Cristo significa saber
que se pode apelar a quem provou na sua carne a dor das chicotadas e dos
cravos, a ridicularização por parte dos flageladores, o abandono e a
traição dos amigos mais caros.
Frente ao desafio da doença e em presença de incômodos emocionais e
espirituais de quem vive a experiência da dor, emerge de maneira
inexorável a necessidade de saber dizer uma palavra de conforto, haurida
da compaixão cheia de esperança de Jesus crucificado. Uma esperança
credível, aquela professada por Jesus sobre a Cruz, capaz de enfrentar o
momento da prova, o desafio da morte. Na Cruz de Cristo – cantada pela
liturgia na sexta-feira santa: Ave crux, spes unica – são concentrados e
resumidos todos os males e os sofrimentos do mundo. Todo o mal físico,
de que a cruz, como instrumento de morte infame e infamante, é o
emblema; todo o mal psicológico, expresso na morte de Jesus na mais
obscura solidão, no abandono e na traição; todo o mal moral, manifestado
na condenação à morte do Inocente; todo o mal espiritual, evidenciado na
desolação que faz perceber o silêncio de Deus.
Cristo é aquele que sente em torno a si a consternação dolorosa da Mãe e
dos discípulos, que “estão” junto à Cruz: neste seu “estar”,
aparentemente carregado de impotência e resignação, há toda a
proximidade afetiva que permite ao Deus feito homem viver aquelas horas
que parecem sem sentido.
Há, ainda, a Cruz: um instrumento de tortura e de execução reservado
somente aos últimos, que se assemelha tanto, na sua carga simbólica,
àquelas doenças que cravam a pessoa em um leito, que prefiguram só a
morte e parecem tolher o significado ao tempo e ao seu transcorrer.
Contudo, aqueles que “estão” em torno ao doente não são somente
testemunhas, mas são sinal vivente daqueles afetos, daqueles laços,
daquela íntima disponibilidade ao amor, que permitem ao sofredor
encontrar sobre si um olhar humano, capaz de devolver o sentido ao tempo
da doença. Porque na experiência de sentir-se amado toda a vida encontra
a sua justificação. Cristo foi sustentado, no percurso da sua paixão,
pela confiança no amor no Pai, que se manifestava, nas horas da cruz,
também através do amor da Mãe. De fato, o Amor de Deus se evidencia
sempre na história humana graças ao amor de quem não nos abandona, de
quem “está”, apesar de tudo, ao nosso lado.
Se refletimos sobre o fim da vida das pessoas, não podemos esquecer que
nelas se faz presente muitas vezes a preocupação por aqueles que deixam:
pelos filhos, o cônjuge, os pais, os amigos. Este é um elemento humano
que não podemos jamais transcurar e a que se deve oferecer um apoio e
uma ajuda.
É a mesma preocupação de Cristo, que antes de morrer pensa na Mãe que
ficará sozinha, dentro de uma dor que deverá carregar na história. Na
enxuta crônica do Evangelho de João, Cristo se dirige à Mãe para
tranquilizá-la, para confiá-la ao discípulo amado, a fim de que cuidasse
dela: «Mãe, eis o teu filho» (cfr. Jo 19, 26-27). O tempo do fim da vida
é um tempo de relações, um tempo em que se devem vencer a solidão e o
abandono (cfr. Mt 27, 46 e Mc 15, 34), em vista de uma entrega confiante
da própria vida a Deus (cfr. Lc 23, 46).
Nesta perspectiva, olhar o Crucificado significa ver uma cena coral, em
que Cristo está no centro porque resume na própria carne, e realmente
transfigura, as horas mais tenebrosas da experiência humana, aquelas em
que se apresenta, silenciosa, a possibilidade do desespero. A luz da fé
nos faz colher, naquela plástica e escassa descrição que os Evangelhos
nos fornecem, a Presença Trinitária, porque Cristo confia no Pai graças
ao Espírito Santo, que sustenta a Mãe e os discípulos, que “estão” e,
neste seu “estar” junto à Cruz, participam, com a sua humana dedicação
ao Sofredor, do mistério da Redenção.
Assim, ainda que marcada por um doloroso fim, a morte pode se tornar
ocasião de uma grande esperança, graças à fé, que nos torna partícipes
da obra redentora de Cristo. De fato, a dor é suportável
existencialmente apenas onde há esperança. A esperança que Cristo
transmite ao sofredor e ao doente é aquela da sua presença, da sua real
proximidade. A esperança não é só uma espera por um futuro melhor, mas é
um olhar ao presente, que o torna cheio de significado. Na fé cristã, o
evento da Ressurreição não somente desvela a vida eterna, mas manifesta
que na história a palavra última não é jamais a morte, a dor, a traição,
o mal. Cristo ressurge na história, e no mistério da Ressurreição se
confirma o amor do Pai que nunca abandona.
Reler, então, a experiência viva do Cristo sofredor significa doar aos
homens de hoje uma esperança capaz de dar sentido ao tempo da doença e
da morte. Esta esperança é o amor que resiste à tentação do desespero.
Por mais importantes e cheios de valor que sejam, os cuidados paliativos
não bastam se não há ninguém que “esteja” junto ao doente e lhe
testemunhe o seu valor único e irrepetível. Para quem tem fé, olhar o
Crucificado significa confiar na compreensão e no Amor de Deus: e é
importante, numa época histórica em que se exalta a autonomia e se
celebram os esplendores do indivíduo, recordar que, se é verdade que
cada um vive o seu sofrimento, a sua dor e a sua morte, tais vivências
são sempre carregadas do olhar e da presença de outros. Perto da Cruz
estavam também os funcionários do Estado Romano, os curiosos, os
distraídos, os indiferentes e os ressentidos: eram todos em torno à
Cruz, mas não “estavam” com o Crucificado.
Nas unidades de terapia intensiva, nas casas de cuidado para os doentes
crônicos, pode-se estar presente como funcionários ou como pessoas que
“estão” com o doente.
A experiência da Cruz permite assim oferecer ao sofredor um interlocutor
credível a quem dirigir a palavra, o pensamento, a quem entregar a
angústia e o medo. Àqueles que cuidam do doente, a cena da Cruz fornece
um ulterior elemento para compreender que mesmo quando parece que não
exista mais nada a fazer, há ainda muito a fazer, porque o “estar” é um
dos sinais do amor e da esperança que ele traz consigo. O anúncio da
vida além da morte não é uma ilusão ou uma consolação, mas uma certeza
que está no centro do amor, o qual não desaparece com a morte.
III. O “coração que vê” do Samaritano:
a vida humana é um dom sagrado e inviolável
O homem, em qualquer condição física ou psíquica em que se encontre,
mantém a sua dignidade originária de ser criado à imagem de Deus. Pode
viver e crescer no esplendor divino porque é chamado a ser à «imagem e
glória de Deus» (1Cor 11, 7; 2Cor 3, 18). A sua dignidade está nesta
vocação. Deus se fez Homem para salvar-nos, prometendo-nos a salvação e
destinando-nos à comunhão consigo: aqui reside o fundamento último da
dignidade humana[14].
É próprio da Igreja acompanhar com misericórdia os mais fracos no seu
caminho de dor, para manter neles a vida teologal e orientá-los à
salvação de Deus[15]. É a Igreja do Bom Samaritano[16] que «considera o
serviço aos doentes como parte integrante da sua missão»[17].
Compreender esta mediação salvífica da Igreja numa perspectiva de
comunhão e solidariedade entre os homens é uma ajuda essencial para
superar toda tendência reducionista e individualista[18].
Em particular, o programa do Bom Samaritano é “um coração que vê”. Ele
«ensina que é necessário converter o olhar do coração, porque muitas
vezes quem olha não vê. Por que? Porque falta a compaixão […]. Sem
compaixão, quem olha não se comove com o que vê e passa adiante; ao
contrário, quem tem um coração compassivo deixa-se tocar e comover, pára
e cuida»[19]. Este coração vê onde há necessidade de amor e age de modo
consequente[20]. Os olhos percebem na fraqueza um chamado de Deus a
agir, reconhecendo na vida humana o primeiro bem comum da sociedade[21].
A vida humana é um bem altíssimo e a sociedade é chamada a reconhecê-lo.
A vida é um dom[22] sagrado e inviolável e cada homem, criado por Deus,
tem uma vocação transcendente e uma relação única com Aquele que dá a
vida, porque «Deus invisível, no seu grande amor»[23] oferece a cada
homem um plano de salvação, de modo a poder afirmar: «A vida é sempre um
bem. Esta é uma intuição ou até um dado de experiência, cuja razão
profunda o homem é chamado a compreender»[24]. Por isso a Igreja se
alegra sempre em colaborar com todos os homens de boa vontade, com
crentes de outras confissões ou religiões ou não-crentes, que respeitam
a dignidade da vida humana, também nas suas fases extremas de sofrimento
e morte, e rejeitam todo ato contrário a ela[25]. Deus Criador, de fato,
oferece ao homem a vida e a sua dignidade como um dom precioso a ser
preservado e incrementado e do qual se deverá por fim prestar contas a
Ele.
A Igreja afirma o sentido positivo da vida humana como um valor já
perceptível pela reta razão, que a luz da fé confirma e valoriza na sua
inalienável dignidade[26]. Não se trata de um critério subjetivo ou
arbitrário; trata-se ao contrário de um critério fundado na dignidade
natural inviolável – enquanto a vida é o primeiro bem, porque condição
para a fruição de qualquer outro bem – e na vocação transcendente de
cada ser humano, chamado a compartilhar o Amor trinitário do Deus
vivo:[27] «o amor muito especial que o Criador tem por cada ser humano
“confere-lhe uma dignidade infinita”»[28]. O valor inviolável da vida é
uma verdade basilar da lei moral natural e um fundamento essencial da
ordem jurídica. Assim como não se pode aceitar que um outro homem seja
nosso escravo, mesmo se no-lo pedisse, do mesmo modo não se pode
escolher diretamente atentar contra a vida de um ser humano, mesmo se
este o requeresse. Portanto, suprimir um doente que pede a eutanásia não
significa de nenhum modo reconhecer a sua autonomia e valorizá-la, mas
ao invés significa desconhecer o valor da sua liberdade, fortemente
condicionada pela doença e pela dor, e o valor da sua vida, negando-lhe
qualquer ulterior possibilidade de relação humana, de sentido da
existência e de crescimento na vida teologal. Ainda mais, decide-se no
lugar de Deus o momento da morte. Por isso, «aborto, eutanásia e
suicídio voluntário (…) corrompem a civilização humana, desonram mais
aqueles que assim procedem do que os que os padecem; e ofendem
gravemente a honra devida ao Criador»[29].
IV. Os obstáculos culturais
que obscurecem o valor sagrado de cada vida humana
Alguns fatores atualmente limitam a capacidade de colher o valor
profundo e intrínseco de cada vida humana: o primeiro é a referência ao
uso equívoco do conceito de “morte digna” em relação ao de “qualidade de
vida”. Emerge aqui uma perspectiva antropológica utilitarista, que é
«ligada prevalentemente às possibilidades econômicas, ao “bem-estar”, à
beleza e à fruição da vida física, esquecendo outras dimensões mais
profundas — relacionais, espirituais e religiosas — da existência»[30].
Em virtude deste princípio, a vida é considerada digna somente se tem um
nível aceitável de qualidade, segundo o juízo do sujeito mesmo ou de
terceiros, em ordem à presença-ausência de determinadas funções
psíquicas ou físicas, muitas vezes identificada também com a simples
presença de um incômodo psicológico. Segundo esta abordagem, quando a
qualidade da vida aparece pobre, não merece ser continuada. Assim,
porém, não se reconhece mais que a vida humana tem um valor em si mesma.
Um segundo obstáculo que obscurece a percepção da sacralidade da vida
humana é uma errônea compreensão da “compaixão”[31]. Diante de um
sofrimento qualificado como “insuportável”, justifica-se o fim da vida
do paciente em nome da “compaixão”. Para não sofrer é melhor morrer: é a
eutanásia assim chamada “compassiva”. Seria compassivo ajudar o paciente
a morrer através da eutanásia ou do suicídio assistido. Na realidade, a
compaixão humana não consiste em provocar a morte, mas em acolher o
doente, em dar-lhe suporte nas dificuldades, em oferecer-lhe afeto,
atenção e os meios para aliviar o sofrimento.
O terceiro fator que torna difícil reconhecer o valor da vida própria e
alheia, ao interno das relações intersubjetivas, é um individualismo
crescente que induz a ver os outros como limite e ameaça à própria
liberdade. Na raiz de uma tal atitude está «um neo-pelagianismo em que o
homem, radicalmente autônomo, pretende salvar-se a si mesmo sem
reconhecer que ele depende, no mais profundo do seu ser, de Deus e dos
outros […]. Um certo neo-gnosticismo, por outro lado, apresenta uma
salvação meramente interior, fechada no subjetivismo»[32], que espera a
libertação da pessoa dos limites do seu corpo, sobretudo quando é frágil
e doente.
O individualismo, em particular, está na raiz daquela que é considerada
a doença mais latente do nosso tempo: a solidão[33], tematizada em
alguns contextos normativos até mesmo como “direito à solidão”, a partir
da autonomia da pessoa e do “princípio da permissão-consentimento”: uma
permissão-consentimento que, dadas determinadas condições de mal-estar
ou de doença, pode estender-se até a escolha de continuar a viver ou
não. É o mesmo “direito” que subjaz à eutanásia e ao suicídio assistido.
A ideia de fundo é de que quantos se encontram em uma condição de
dependência e não podem ser assimilados à perfeita autonomia e
reciprocidade são cuidados em virtude de um favor. O conceito de bem se
reduz assim a ser o resultado de um acordo social: cada um recebe os
cuidados e a assitência que a autonomia ou a utilidade social e
econômica tornam possíveis ou convenientes. Disso deriva um
empobrecimento das relações interpessoais, que se tornam frágeis,
privadas de caridade sobrenatural, daquela solidariedade humana e
daquele suporte social tão necessários para enfrentar os momentos e as
decisões mais difíceis da existência.
Este modo de pensar as relações humanas e o significado do bem não pode
não afetar o sentido mesmo da vida, tornando-a facilmente manipulável,
também através de leis que legalizam práticas eutanásicas, provocando a
morte dos doentes. Estas ações causam uma grave insensibilidade quanto
ao cuidado da pessoa doente e deformam as relações. Em tais
circunstâncias, surgem às vezes dilemas infundados sobre a moralidade de
ações que, na verdade, não são mais que atos devidos de simples atenção
à pessoa, como hidratar e alimentar um doente em estado de
inconsciência, sem perspectiva de cura.
Neste sentido, Papa Francisco tem falado da «cultura do descarte»[34].
As vítimas de tal cultura são propriamente os seres humanos mais
frágeis, que correm o perigo de serem “descartados” por uma engrenagem
que quer ser eficiente a todo custo. Trata-se de um fenômeno cultural
fortemente antisolidário que João Paulo II qualificou como «cultura de
morte» e que cria autênticas «estruturas de pecado»[35]. Isso pode
induzir a realizar ações em si erradas, só pelo motivo de “sentir-se
bem” ao cometê-las, gerando confusão entre bem e mal, onde, ao
contrário, cada vida pessoal possui um valor único e irrepetível, sempre
prometente e aberto à transcendência. Nesta cultura do descarte e da
morte, a eutanásia e o suicídio assistido aparecem como uma solução
errônea para resolver os problemas relativos ao paciente terminal.
V. O Ensinamento do Magistério
1. A proibição da eutanásia e do suicídio assistido
A Igreja, na missão de transmitir aos fieis a graça do Redentor e a
santa lei de Deus, já perceptível nos ditames da lei moral natural,
sente o dever de intervir nesta sede para excluir ainda uma vez toda
ambiguidade acerca do ensinamento do Magistério sobre a eutanásia e o
suicídio assistido, também naqueles contextos em que as leis nacionais
legitimaram tais práticas.
Em particular, o difundir-se de protocolos médicos aplicáveis às
situações de fim-de-vida, como o Do Not Resuscitate Orderou os Physician
Orders for Life Sustaining Treatment – com todas as suas variantes
segundo os ordenamentos e contextos nacionais, inicialmente pensados
como instrumentos para evitar a obstinação terapêutica nas fases
terminais da vida – levanta hoje graves problemas em relação ao dever de
tutelar a vida dos pacientes nas fases mais críticas da doença. Se de um
lado, com efeito, os médicos se sentem sempre mais vinculados pela
autodeterminação expressa pelos pacientes, segundo estas declarações, o
que chega até mesmo a privá-los da liberdade e do dever de agir em
tutela da vida, também onde poderiam fazê-lo; de outro, em alguns
contextos sanitários, preocupa o abuso, já amplamante denunciado, na
utilização de tais protocolos em uma perspectiva eutanásica, quando nem
os pacientes, nem tampouco as famílias são consultados na decisão
extrema. Isto acontece sobretudo nos países onde as leis sobre o
fim-da-vida deixam hoje amplas margens de ambiguidade em mérito à
aplicação do dever do cuidado, tendo introduzido a prática da eutanásia.
Por tais razões, a Igreja considera que deve reafirmar como ensinamento
definitivo que a eutanásia é um crime contra a vida humana porque, com
tal ato, o homem escolhe causar diretamente a morte de um outro ser
humano inocente. A definição de eutanásia não procede da ponderação dos
bens ou valores em jogo, mas de um objeto moral suficientemente
especificado, ou seja da escolha de «uma ação ou omissão que, por sua
natureza ou nas intenções, provoca a morte a fim de eliminar toda a
dor»[36]. «A eutanásia situa-se, portanto, ao nível das intenções e ao
nível dos métodos empregados»[37]. A sua avaliação moral, bem como a das
consequências que dela derivam, não depende portanto de um balanceamento
de princípios que, de acordo com as circunstâncias e o sofrimento do
paciente, poderiam segundo alguns justificar a supressão da pessoa
doente. Valor da vida, autonomia, capacidade decisional e qualidade de
vida não estão no mesmo plano.
A eutanásia, portanto, é um ato intrinsecamente mau, em qualquer ocasião
ou circunstância. A Igreja no passado já afirmou de modo definitivo «que
a eutanásia é uma violação grave da Lei de Deus, enquanto morte
deliberada moralmente inaceitável de uma pessoa humana. Tal doutrina
está fundada sobre a lei natural e sobre a Palavra de Deus escrita, é
transmitida pela Tradição da Igreja e ensinada pelo Magistério ordinário
e universal. A eutanásia comporta, segundo as circunstâncias, a malícia
própria do suicídio ou do homicídio»[38]. Qualquer cooperação formal ou
material imediata a um tal ato é um pecado grave contra a vida humana:
«Não há autoridade alguma que o possa legitimamente impor ou permitir.
Trata-se, com efeito, de uma violação da lei divina, de uma ofensa à
dignidade da pessoa humana, de um crime contra a vida e de um atentado
contra a humanidade»[39]. Por isso, a eutanásia é um ato homicida que
nenhum fim pode legitimar e que não tolera nenhuma forma de cumplicidade
ou colaboração, ativa ou passiva. Aqueles que aprovam leis sobre a
eutanásia e o suicídio assistido se tornam, portanto, cúmplices do grave
pecado que outros realizarão. Eles são outrossim culpados de escândalo
porque tais leis contribuem a deformar a consciência, mesmo dos
fieis[40].
A vida humana tem a mesma dignidade e o mesmo valor para cada um: o
respeito da vida do outro é o mesmo que se deve para com a própria
existência. Uma pessoa que escolhe com plena liberdade tirar a própria
vida rompe a sua relação com Deus e com os outros e nega si mesma como
sujeito moral. O suicídio assistido aumenta a sua gravidade, enquanto
torna partícipe um outro do próprio desespero, induzindo-o a não
direcionar a vontade para o mistério de Deus, através da virtude
teologal da esperança, e por consequência a não reconhecer o verdadeiro
valor da vida e a romper a aliança que constitui a família humana.
Ajudar o suicida é uma indevida colaboração a um ato ilícito, que
contradiz a relação teologal com Deus e a realização moral que une os
homens a fim de que compartilhem o dom da vida e participem do sentido
da própria existência.
Mesmo quando o pedido de eutanásia nascer de uma angústia e de um
desespero[41] e «embora em tais casos a responsabilidade possa ficar
atenuada ou até não existir, o erro de juízo da consciência — mesmo de
boa fé — não modifica a natureza deste gesto homicida que, em si,
permanece sempre inaceitável»[42]. O mesmo se diga do suicídio
assistido. Tais práticas jamais são uma autêntica ajuda ao doente, mas
uma ajuda a morrer.
Trata-se, por isso, de uma escolha sempre errada: «o pessoal médico e os
outros profissionais da saúde – fieis à tarefa de “estar sempre a
serviço da vida e assisti-la até o fim” – não podem prestar-se a nenhuma
prática eutanásica nem mesmo a pedido do interessado, menos ainda dos
seus familiares. Não existe, de fato, um direito a dispor
arbitrariamente da própria vida, pelo que nenhum profissional da saúde
pode fazer-se tutor executivo de um direito inexistente»[43].
É por isso que a eutanásia e o suicídio assistido são uma derrota para
quem os teoriza, para quem os decide e para quem os pratica[44].
São gravemente injustas, portanto, as leis que legalizam a eutanásia ou
aquelas que justificam o suicídio e a ajuda ao mesmo, pelo falso direito
de escolher uma morte definida impropriamente como digna somente porque
escolhida[45]. Tais leis atingem o fundamento da ordem jurídica: o
direito à vida, que sustenta todo outro direito, inclusive o exercício
da liberdade humana. A existência destas leis fere profundamente as
relações humanas e a justiça, ameaçando a mútua confiança entre os
homens. Os ordenamentos jurídicos que legitimaram o suicídio assistido e
a eutanásia mostram, além disso, uma evidente degeneração deste fenômeno
social. Papa Francisco recorda que «o atual contexto sociocultural está
progressivamente a desgastar a consciência do que torna a vida humana
preciosa. Na realidade, ela está a ser cada vez mais avaliada com base
na sua eficiência e utilidade, a ponto de considerar “vidas descartadas”
ou “vidas indignas” aquelas que não correspondem a este critério. Nesta
situação de perda dos valores autênticos, vêm a faltar os deveres
inalienáveis de solidariedade e fraternidade humana e cristã. Na
realidade, uma sociedade merece a qualificação de “civilizada" se
desenvolver anticorpos contra a cultura do descarte; se reconhecer o
valor intangível da vida humana; se a solidariedade for ativamente
praticada e salvaguardada como fundamento da convivência»[46]. Em alguns
países do mundo, dezenas de milhares de pessoas já morreram por
eutanásia, muitas das quais porque lamentavam-se de sofrimentos
psicológicos ou depressão. E frequentes são os abusos denunciados pelos
próprios médicos pela supressão da vida de pessoas que jamais teriam
desejado para si a aplicação da eutanásia. Com efeito, o pedido de
morte, em muitos casos, é já um sintoma da doença, agravado pelo
isolamento e pelo desconforto. A Igreja vê nestas dificuldades uma
ocasião para a purificação espiritual, que aprofunda a esperança, a fim
de que se torne realmente teologal, focalizada em Deus e somente em
Deus.
Mais que isso, ao invés de ceder a uma falsa condescendência, o cristão
deve oferecer ao doente a ajuda indispensável para sair do seu
desespero. O mandamento «não matar» (Ex 20, 13; Dt 5, 17), de fato, é um
sim à vida, da qual Deus se faz garante: «torna-se apelo a um amor
solícito que tutela e promove a vida do próximo»[47]. O cristão portanto
sabe que a vida terrena não é o supremo valor. A beatitude última está
no céu. Assim, o cristão não pretenderá que a vida física continue
quando evidentemente a morte é próxima. O cristão ajudará o moribundo a
se libertar do desespero e a colocar sua esperança em Deus.
Sob o perfil clínico, os fatores que mormente determinam o pedido de
eutanásia e suicídio assistido são: a dor não administrada; a falta de
esperança, humana e teologal, induzida também por uma assistência
humana, psicológica e espiritual muitas vezes inadequada por parte de
quem cuida do doente[48].
É isto que a experiência confirma: «as súplicas dos doentes muito graves
que, por vezes, pedem a morte, não devem ser compreendidas como
expressão de uma verdadeira vontade de eutanásia; nestes casos são quase
sempre pedidos angustiados de ajuda e de afeto. Para além dos cuidados
médicos, aquilo de que o doente tem necessidade é de amor, de calor
humano e sobrenatural, que podem e devem dar-lhe todos os que o rodeiam,
pais e filhos, médicos e enfermeiros»[49]. O doente que se sente
circundado pela presença amorosa, humana e cristã, supera toda forma de
depressão e não cai na angústia de quem, ao invés, se sente só e
abandonado ao seu destino de sofrimento e de morte.
De fato, o homem vive a dor não somente como um fato biológico que deve
ser administrado para que seja suportável, mas como o mistério da
vulnerabilidade humana em relação ao fim da vida física, um evento
difícil de aceitar, dado que a unidade de alma e corpo é essencial para
o homem.
Por isso, somente re-significando o evento mesmo da morte – mediante a
abertura a um horizonte de vida eterna, que anuncia a destinação
transcendente de cada pessoa – o “fim-da-vida” pode ser enfrentado de
modo cônsono à dignidade humana e adequado àquele sentimento de
perturbação e sofrimento que a percepção do fim iminente produz
inevitavelmente. Com efeito, «o sofrimento é algo mais amplo e mais
complexo do que a doença e, ao mesmo tempo, algo mais profundamente
enraizado na própria humanidade»[50]. E este sofrimento, com a ajuda da
graça, pode ser animado desde dentro com a caridade divina, assim como
no caso do sofrimento de Cristo na Cruz.
Portanto, a capacidade de quem assiste uma pessoa atingida por doença
crônica ou na fase terminal da vida deve ser aquela de “saber estar”,
vigiar com quem sofre a angústia do morrer, “consolar”, ou seja
estar-com na solidão, ser co-presença que abre à esperança[51]. Mediante
a fé e a caridade expressas na intimidade da alma, a pessoa que assiste
é capaz de sofrer a dor do outro e de abrir-se a uma relação pessoal com
o fraco, que alarga os horizontes da vida para além do evento da morte,
tornando-se assim uma presença plena de esperança.
«Chorai com os que choram» (Rm 12, 15), porque é feliz quem tem
compaixão ao ponto de chorar com os outros (cfr. Mt 5, 4). Nesta
relação, que se faz possibilidade de amor, o sofrimento se enche de
significado no com-partilhamento da condição humana e na solidariedade
no caminho para Deus, que exprime aquela aliança radical entre os
homens[52], que os faz entrever uma luz mesmo para além da morte. Isso
nos faz ver o ato médico desde dentro de uma aliança terapêutica entre o
médico e o doente, ligados pelo reconhecimento do valor transcendente da
vida e do sentido místico do sofrimento. Tal aliança é a luz para
compreender um bom agir médico, superando a visão individualista e
utilitarista hoje predominante.
2. A obrigação moral de excluir a obstinação terapêutica
O Magistério da Igreja recorda que, quando se aproxima o término da
existência terrena, a dignidade da pessoa humana é precisada como
direito a morrer na maior serenidade possível e com a dignidade humana e
cristã que lhe é devida[53]. Tutelar a dignidade do morrer significa
excluir seja a antecipação da morte, seja sua dilação com a assim
chamada “obstinação terapêutica”[54]. A medicina atual dispõe de meios
capazes de retardar artificialmente a morte, sem que o paciente receba,
em alguns casos, um real benefício. Na iminência de uma morte
inevitável, pois, é lícito tomar a decisão, em ciência e consciência, de
renunciar a tratamentos que provocariam somente um prolongamento
precário e penoso da vida, sem todavia interromper os cuidados normais
devidos ao doente em casos similares[55]. Isto significa que não é
lícito suspender os cuidados eficazes para sustentar as funções
fisiológicas essenciais, até quando o organismo seja capaz de se
beneficiar deles (suportes à hidratação, à nutrição, à termorregulação;
outrossim, ajudas adequadas e proporcionadas à respiração e ainda
outras, na medida em que sejam requeridas para suportar a homeostase
corpórea e reduzir o sofrimento do órgão e sistêmico). A suspensão de
toda obstinação irrazoável na administração dos tratamentos não deve ser
desistência terapêutica. Tal precisação se torna hoje indispensável à
luz dos numerosos casos judiciais que nos últimos anos têm conduzido à
desistência do cuidado – e à morte antecipada – de pacientes em
condições críticas, mas não terminais, a quem se decidiu suspender os
cuidados de suporte vital, já não tendo eles perspectivas de melhora da
qualidade de vida.
No caso específico da obstinação terapêutica, deve-se reafirmar que a
renúncia a meios extraordinários e/ou desproporcionais «não equivale ao
suicídio ou à eutanásia; exprime antes a aceitação da condição humana
diante da morte»[56] ou a escolha ponderada de evitar a aplicação de um
dispositivo médico desproporcionado aos resultados que se poderiam
esperar. A renúncia a tais tratamentos, que provocariam somente um
prolongamento precário e penoso da vida, pode também querer exprimir o
respeito à vontade do moribundo, expressa nas assim chamadas declarações
antecipadas de vontade quanto ao tratamento, excluindo porém todo ato
eutanásico ou suicida[57].
Com efeito, a proporcionalidade se refere à totalidade do bem do doente.
Jamais se pode aplicar o falso discernimento moral da escolha entre
valores (por exemplo, vida versus qualidade de vida). Isso poderia
induzir a excluir da consideração a salvaguarda da integridade pessoal e
do bem-vida e o verdadeiro objeto moral do ato realizado[58]. Todo ato
médico deve sempre ter como objeto, nas intenções de quem age, o
acompanhamento da vida e nunca a busca da morte[59]. O médico, em todo
caso, não é jamais um mero executor da vontade do paciente ou do seu
representante legal, conservando o direito e o dever de subtrair-se a
vontades discordantes do bem moral visto pela própria consciência[60].
3. Os cuidados básicos: o dever de alimentação e hidratação
Princípio fundamental e ineludível do acompanhamento do doente em
condições críticas e/ou terminais é a continuidade da assistência às
suas funções fisiológicas essenciais. Em particular, um cuidado básico
devido a cada ser humano é o de administrar os alimentos e os líquidos
necessários à manutenção da homeostase do corpo, na medida em que e até
quando esta administração demonstra alcançar sua finalidade própria, que
consiste em promover a hidratação e a nutrição do paciente[61].
Quando o fornecer substâncias nutrientes e líquidos fisiológicos não
produz nenhum benefício ao paciente, porque o seu organismo não mais
está em condições de absorvê-los ou metabolizá-los, a sua administração
deve ser suspensa. Deste modo não se antecipa ilicitamente a morte por
privação de suportes hidratantes e nutricionais essenciais às funções
vitais, mas se respeita o decurso natural da doença crítica ou terminal.
Em caso contrário, a privação destes suportes se torna uma ação injusta
e pode ser fonte de grandes sofrimentos para quem a padece. Alimentação
e hidratação não constituem uma terapia médica em sentido próprio,
enquanto não combatem as causas de um processo patológico em ato no
corpo do paciente, mas representam um cuidado devido à pessoa do
paciente, uma atenção clínica e humana primária e ineludível. A
obrigatoriedade deste cuidado do doente, através de apropriada
hidratação e nutrição, pode exigir em alguns casos o uso de via
artificial na sua administração[62], sob condição de que ela não resulte
danosa ao doente ou lhe provoque sofrimentos inaceitáveis[63].
4. Os cuidados paliativos
Da continuidade da assistência faz parte o dever constante de
compreensão das necessidades do doente: necessidades de assistência,
alívio da dor, necessidades emocionais, afetivas e espirituais. Como
demonstrado pela mais ampla experiência clínica, a medicina paliativa
constitui um instrumento precioso e irrenunciável para acompanhar o
paciente nas fases mais dolorosas, sofridas, crônicas e terminais da
doença. Os assim chamados cuidados paliativos são a expressão mais
autêntica da ação humana e cristã de cuidar, o símbolo tangível do
compassivo “estar” junto a quem sofre. Eles têm como objetivo «aliviar
os sofrimentos na fase final da doença e, ao mesmo tempo, assegurar ao
paciente um adequado acompanhamento humano»[64] digno, melhorando-lhe –
quanto possível – a qualidade de vida e o bem-estar em geral. A
experiência ensina que a aplicação dos cuidados paliativos diminui
drasticamente o número de pessoas que pedem a eutanásia. A tal fim,
aparece útil um decidido empenho, segundo as possibilidades econômicas,
para difundir tais cuidados àqueles que deles venham a ter necessidade,
o que deve ser implementado não somente nas fases terminais da vida, mas
como abordagem integrada de cuidado em relação a qualquer patologia
crônica e/ou degenerativa que possa ter um prognóstico complexo,
doloroso e infausto para o paciente e para a sua família[65].
Dos cuidados paliativos faz parte a assistência espiritual ao doente e
aos seus familiares. Esta infunde confiança e esperança em Deus ao
moribundo e aos familiares, ajudando-os a aceitar a sua morte. É uma
contribuição essencial que diz respeito aos agentes de pastoral e à
inteira comunidade cristã, a exemplo do Bom Samaritano, para que a
rejeição dê lugar à aceitação e sobre a angústia prevaleça a
esperança[66], sobretudo quando o sofrimento se prolonga pela
degeneração patológica, ao aproximar-se do fim. Nesta fase, a
determinação de uma eficaz terapia contra a dor permite ao paciente
enfrentar a doença e a morte sem o medo de uma dor insuportável. Tal
tratamento deverá necessariamente ser associado a um apoio fraterno, que
possa vencer o sentimento de solidão do paciente, muitas vezes causado
pelo não sentir-se suficientemente acompanhado e compreendido na sua
difícil situação.
A técnica não dá uma resposta radical ao sofrimento e não se pode
considerar que ela possa chegar a removê-lo da vida humana[67]. Similar
pretensão gera uma falsa esperança, que causa um desespero ainda maior
naquele que sofre. A ciência médica é capaz de conhecer sempre melhor a
dor física e deve colocar em campo os melhores recursos técnicos para
tratá-la; mas o horizonte vital de uma doença terminal gera um
sofrimento profundo no doente, que pede uma atenção não meramente
técnica. Spe salvi facti sumus: na esperança, aquela teologal,
direcionada a Deus, fomos salvos, diz São Paulo (Rm 8, 24).
“O vinho da esperança” é o específico contributo da fé cristã no cuidado
do doente e faz referência ao modo com que Deus vence o mal no mundo. No
sofrimento, homem deve poder experimentar uma solidariedade e um amor
que assumem a dor, oferecendo um sentido à vida, que se estende para
além da morte. Tudo isto possui um grande relevo social: «Uma sociedade
que não consegue aceitar os que sofrem e não é capaz de contribuir,
mediante a com-paixão, para fazer com que o sofrimento seja
compartilhado e assumido, também interiormente, é uma sociedade cruel e
desumana»[68].
Todavia, deve ser precisado que a definição dos cuidados paliativos
assumiu em anos recentes uma conotação que pode resultar equívoca. Em
alguns países do mundo, as normativas nacionais que disciplinam os
cuidados paliativos (Palliative Care Act), assim como as leis sobre o
“fim-da-vida” (End-of-life Law), prevêem junto aos cuidados paliativos a
assim chamada Assistência Médica à Morte (MAiD), que pode incluir a
possibilidade de requerer eutanásia e suicídio assistido. Tal previsão
normativa constitui um motivo de grave confusão cultural, porque faz
crer que seja parte integrante dos cuidados paliativos a assistência
médica à morte voluntária e que portanto seja moralmente lícito requerer
a eutanásia ou o suicídio assistido.
Além disso, nestes mesmos contextos normativos, os interventos
paliativos para reduzir o sofrimento dos pacientes graves ou moribundos
podem consistir na administração de fármacos orientados a antecipar a
morte ou na suspensão/interrupção de hidratação e alimentação, mesmo
onde haja um prognóstico de semanas ou meses. Tais práticas equivalem,
porém, a uma ação ou omissão voltadas a provocar a morte e são portanto
il��citas. O difundir-se progressivo dessas normativas, também através de
diretrizes das sociedades científicas nacionais e internacionais, além
de induzir um número crescente de pessoas vulneráveis a escolher a
eutanásia ou o suicídio, constitui uma desresponsabilização social
diante de tantas pessoas que teriam somente necessidade de serem melhor
assistidas e confortadas.
5. O papel da família e das casas de acolhida (hospice)
No cuidado do doente terminal é central o papel da família[69]. Nela a
pessoa se apóia em relações sólidas, é valorizada em si mesma e não
somente por sua produtividade ou pelo prazer que pode proporcionar. No
cuidado, é essencial que o doente não se sinta um peso, mas que tenha a
proximidade e a consideração dos seus caros. Nesta missão, a família tem
necessidade de ajuda e de meios adequados. É necessário, portanto, que
os Estados reconheçam a primária e fundamental função social da família
e o seu papel insubstituível, também neste âmbito, predispondo recursos
e estruturas necessárias a sustentá-la. Além disso, o acompanhamento
humano e espiritual da família é um dever nas estruturas sanitárias de
inspiração cristã; ela jamais seja transcurada, pois constitui uma única
unidade de cuidado com o doente.
Junto à família, a instituição das casas de acolhida (hospice), onde se
recebem os doentes terminais para assegurar-lhes o cuidado até o momento
extremo, é algo bom e de grande ajuda. De resto, «a resposta cristã ao
mistério da morte e do sofrimento não é uma explicação, mas uma
Presença»[70] que toma sobre si a dor, acompanha-a e a abre a uma
esperança confiável. Tais estruturas se colocam como um exemplo de
humanidade na sociedade, santuários de uma dor vivida com plenitude de
sentido. Por isso, devem ser equipadas com pessoal especializado e meios
materiais próprios de cuidado, sempre abertas às famílias: «A este
respeito, penso quanto bem fazem os hospice para os cuidados paliativos,
onde os doentes terminais são assistidos com apoio médico, psicológico e
espiritual qualificado, para que possam viver com dignidade, confortados
pela proximidade dos seus entes queridos, a fase final da sua vida
terrena. Espero que estes centros continuem a ser lugares onde a
“terapia da dignidade” seja praticada com esmero, alimentando assim o
amor e o respeito pela vida»[71]. Nestes contextos, assim como em
qualquer estrutura sanitária católica, deve haver a presença de
profissionais da saúde e agentes de pastoral preparados não somente no
aspecto clínico, mas que também se exercitem em uma verdadeira vida
teologal de fé e esperança, orientadas a Deus, pois esta constitui a
mais alta forma de humanização do morrer[72].
6. O acompanhamento e o cuidado em idade pré-natal e pediátrica
Em relação ao acompanhamento dos recém-nascidos e das crianças atingidos
por doenças crônicas degenerativas incompatíveis com a vida ou nas fases
terminais da vida, é preciso reafirmar quanto segue, com a consciência
da necessidade de desenvolver uma estratégia operativa capaz de garantir
qualidade e bem-estar à criança e à sua família.
Desde a concepção, as crianças atingidas por malformações ou patologias
de qualquer gênero são pequenos pacientes que a medicina hoje é capaz de
assistir e acompanhar, de modo a respeitar a vida. A vida delas é
sagrada, única, irrepetível e inviolável, exatamente como aquela de cada
pessoa adulta.
Em caso de patologias pré-natais assim chamadas “incompatíveis com a
vida” – isto é, que seguramente levarão à morte dentro de breve lapso de
tempo – e em ausência de terapias fetais ou neonatais capazes de
melhorar as condições de saúde destas crianças, de nenhum modo sejam
elas abandonadas no âmbito assistencial, mas sejam acompanhadas como
todo outro paciente até que sobrevenha a morte natural; o comfort care
perinatal favorece neste sentido um percurso assistencial integrado que,
junto ao suporte dos médicos e dos agentes de pastoral, coloca a
presença constante da família. A criança é um paciente especial e requer
da parte dos que a acompanham uma preparação particular, seja em termos
de conhecimento, seja de presença. O acompanhamento empático de uma
criança em fase terminal, que está entre os mais delicados, tem a
finalidade de acrescentar vida aos anos da criança e não anos à sua
vida.
As casas de acolhida (hospice) perinatais, em particular, fornecem um
essencial suporte às famílias que acolhem o nascimento de um filho em
condições de fragilidade. Nestes contextos, o acompanhamento médico
competente e o suporte de outras famílias-testemunhas, que passaram pela
mesma experiência de dor e de perda, constituem um recurso essencial,
juntamente ao necessário acompanhamento espiritual dessas famílias. É
dever pastoral dos profissionais da saúde de inspiração cristã
esforçar-se para favorecer sua máxima difusão no mundo.
Tudo isso se revela particularmente necessário em relação àquelas
crianças que, ao estado atual dos conhecimentos científicos, são
destinadas a morrer logo após o parto ou pouco tempo depois. Cuidar
dessas crianças ajuda os pais a elaborar o luto e a entendê-lo não só
como perda, mas como etapa de um caminho de amor percorrido junto com o
filho.
Infelizmente, a cultura hoje dominante não promove esta abordagem: em
nível social, o uso às vezes excessivo do diagnóstico pré-natal e o
afirmar-se de uma cultura hostil à deficiência induzem frequentemente à
escolha do aborto, chegando a configurá-lo como prática de “prevenção”.
Este consiste no assassinato deliberado de uma vida humana inocente e
como tal jamais é lícito. A utilização do diagnóstico pré-natal para
finalidades seletivas, portanto, é contrário à dignidade da pessoa e
gravemente ilícito, porque expressão de uma mentalidade eugenista. Em
outros casos, depois do nascimento, a mesma cultura leva à suspensão ou
ao não-início dos cuidados à criança recém-nascida, pela presença ou,
até mesmo, só pela possibilidade de desenvolver no futuro uma
deficiência. Também esta abordagem, de matriz utilitarista, não pode ser
aprovada. Semelhante procedimento, além de ser desumano, é gravemente
ilícito do ponto de vista moral.
Princípio fundamental da assistência pediátrica é que a criança na fase
final da vida tem direito ao respeito e ao cuidado de sua pessoa,
evitando seja a obstinação terapêutica não razoável, seja toda
antecipação intencional de sua morte. Em perspectiva cristã, o cuidado
pastoral de uma criança doente terminal enseja sua participação à vida
divina através do Batismo e da Crisma.
Na fase terminal do decurso de uma doença incurável, mesmo quando sejam
suspensas as terapias farmacológicas ou de outra natureza – direcionadas
a combater a patologia de que sofre a criança, enquanto não mais
apropriadas à sua deteriorada condição clínica e consideradas pelos
médicos como fúteis ou excessivamente pesadas para ela, causando apenas
mais sofrimento – não se pode deixar, porém, o cuidado integral da
pessoa do pequeno doente, nas suas diversas dimensões: fisológica,
psicológica, afetivo-relacional e espiritual. Cuidar não significa só
aplicar uma terapia e curar; assim como interromper uma terapia, quando
ela não ajuda mais a criança incurável, não implica suspender os
cuidados eficazes para sustentar as funções fisiológicas essenciais para
a vida do pequeno paciente, até quando seu organismo seja capaz de se
beneficiar deles (suportes à hidratação, à nutrição, à termorregulação e
outros ainda, na medida em que estes sejam requeridos para suportar a
homeostase corpórea e reduzir o sofrimento do órgão e sistêmica). A
abstenção de toda obstinação terapêutica na administração dos
tratamentos julgados ineficazes não deve ser desistência do cuidado, mas
deve manter aberto o percurso de acompanhamento à morte. Quanto ao mais,
deve-se ter presente que mesmo intervenções rotineiras, como a ajuda à
respiração, sejam prestadas de maneira indolor e proporcionada,
personalizando o tipo de ajuda adequado de acordo com o paciente, para
evitar que a justa premura pela vida contraste com uma injusta imposição
de dor evitável.
Neste contexto, a avaliação e a gestão da dor física do recém-nascido e
da criança é essencial para respeitá-los e acompanhá-los nas fases mais
estressantes da doença. Cuidados personalizados e suaves, hoje já
verificados na assistência clínica pediátrica, junto com a presença dos
pais, tornam possível uma gestão integrada e mais eficaz de qualquer
intervenção assistencial.
A manutenção do vínculo afetivo entre pais e filho é parte integrante do
processo de cuidado. A relação de atenção e de acompanhamento
pais-criança deve ser favorecida com todos os instrumentos necessários e
constitui parte fundamental do cuidado, mesmo nas patologias incuráveis
e nas situações em evolução terminal. Além do contato afetivo, não se
deve esquecer o momento espiritual. A oração das pessoas próximas, na
intenção da criança doente, tem um valor sobrenatural que sobrepassa e
aprofunda o liame afetivo.
O conceito ético-jurídico do “melhor interesse do menor” – hoje
utilizado para efetuar a avaliação custo-benefício dos cuidados a serem
atuados – em nenhum modo pode constituir o fundamento para decidir
abreviar a sua vida, em vista de evitar-lhe sofrimentos, mediante ações
e omissões que, por sua natureza ou na intenção de quem as realiza,
possam se configurar como eutanásicas. Como se disse, a interrupção de
terapias desproporcionais não pode conduzir à suspensão daqueles
cuidados básicos, necessários para acompanhar o paciente a uma morte
natural digna, inclusive aqueles para aliviar a dor, nem mesmo a
suspensão daquela atenção espiritual que se oferece a quem logo
encontrará Deus.
7. Terapias analgésicas e supressão da consciência
Alguns cuidados especializados requerem da parte dos profissionais da
saúde atenção e competências particulares para realizar a melhor prática
médica do ponto de vista ético, sempre conscientes de aproximar-se às
pessoas na sua concreta situação de dor.
Para atenuar as dores do doente, a terapia analgésica usa fármacos que
podem causar a supressão da consciência (sedação). Um profundo sentido
religioso pode permitir ao paciente viver a dor como uma oferta especial
a Deus, na óptica da Redenção[73]; todavia, a Igreja afirma a liceidade
da sedação como parte do cuidado que se oferece ao paciente, para que o
fim da vida sobrevenha na máxima paz possível e nas melhores condições
interiores. Isto se aplica também ao caso de tratamentos que aproximam o
momento da morte (sedação paliativa profunda em fase terminal)[74],
sempre, na medida do possível, com o consentimento informado do
paciente. Do ponto de vista pastoral, faz bem cuidar da preparação
espiritual do doente para que chegue conscientemente à morte, entendida
como encontro com Deus[75]. O uso dos analgésicos é, pois, parte do
cuidado com o paciente, mas qualquer administração que lhe cause direta
e intencionalmente a morte é uma prática eutanásica e é inaceitável[76].
A sedação deve assim excluir, como seu escopo direto, a intenção de
matar, mesmo se dela resultar um possível condicionamento sobre a morte,
de qualquer modo inevitável[77].
Necessita-se fazer aqui uma precisação em referência aos contextos
pediátricos: no caso da criança não capaz de entender, como por exemplo
um recém-nascido, não se deve cometer o erro de supor que ela possa
suportar a dor e aceitá-la, quando existem sistemas para aliviá-la. Por
isso, é um dever médico esforçar-se para reduzir o mais possível o
sofrimento da criança, para que possa chegar à morte natural em paz e
podendo perceber o mais possível a presença amorosa dos médicos e,
sobretudo, da família.
8. O estado vegetativo e o estado de consciência mínima
Outras situações relevantes são aquela do doente em ausência persistente
de consciência, o assim chamado “estado vegetativo” e aquela do doente
em estado de “consciência mínima”. É sempre totalmente desviante pensar
que o estado vegetativo e o estado de consciência mínima, em sujeitos
que respiram autonomamente, sejam sinal de que o doente tenha deixado de
ser pessoa humana, com toda a dignidade que lhe é própria[78]. Ao
contrário, nesses estados de máxima fraqueza, ele deve ser reconhecido
no seu valor e assistido com cuidados adequados. O fato de que o doente
possa permanecer por anos nesta dolorosa situação, sem uma esperança
clara de recuperação, implica inegável sofrimento para aqueles que dele
cuidam.
Pode ser útil, antes de tudo, relembrar aquilo que não se pode perder de
vista numa situação assim tão dolorosa, a saber: o paciente nesses
estados tem direito à alimentação e à hidratação; alimentação e
hidratação por via artificial são a princípio medidas ordinárias; em
alguns casos, tais medidas podem se tornar desproporcionadas ou porque a
sua administração não é mais eficaz ou porque os meios para
administrá-las criam um peso excessivo e provocam efeitos negativos que
superam os benefícios.
Na óptica destes princípios, o empenho do profissional da saúde não pode
se limitar ao paciente, mas deve estender-se à família ou a quem é o
responsável pelo cuidado do paciente, para os quais é também necessário
prever um oportuno acompanhamento pastoral. Por isso, precisa-se prever
um suporte adequado aos familiares que carregam o peso prolongado da
assistência a doentes em tais estados, assegurando-lhes aquela
proximidade que os ajude a não desanimar e sobretudo a não ver como
única solução a interrupção dos cuidados. Para tanto, é preciso que haja
boa preparação dos agentes, como também que os familiares sejam
apropriadamente apoiados.
9. A objeção de consciência por parte dos profissionais da saúde e das
instituições sanitárias católicas
Diante de leis que legitimam – sob qualquer forma de assistência médica
– a eutanásia ou o suicídio assistido, deve-se sempre negar qualquer
cooperação formal ou material imediata. Tais contextos constituem um
âmbito específico para o testemunho cristão, em que «é necessário
obedecer mais a Deus do que aos homens» (At 5, 29). Não existe o direito
ao suicídio nem à eutanásia: o direito existe para tutelar a vida e a
co-existência entre os homens, não para causar a morte. Portanto, nunca
é lícito a ninguém colaborar com tais ações imorais ou deixar entender
que se lhe possa ser cúmplice com palavras, atos ou omissões. O único
verdadeiro direito é aquele do doente de ser acompanhado e cuidado com
humanidade. Só assim se preserva a sua dignidade até o sobrevir da morte
natural. «Nenhum profissional da saúde, pois, pode fazer-se tutor
executivo de um direito inexistente, mesmo quando a eutanásia fosse
requerida em plena consciência pelo sujeito interessado»[79].
A esse respeito, os princípios gerais acerca da cooperação ao mal, ou
seja, a ações ilícitas, são assim reafirmados: «Os cristãos, como todos
os homens de boa vontade, são chamados, por um grave dever de
consciência, a não dar a sua colaboração formal àquelas práticas que,
mesmo admitidas pela legislação civil, estão em contraste com a Lei de
Deus. De fato, do ponto de vista moral, jamais é lícito cooperar
formalmente ao mal. Tal cooperação se verifica quando a ação realizada,
ou pela sua própria natureza ou pela configuração que ela assume em um
contexto concreto, qualifica-se como participação direta a um ato contra
a vida humana inocente ou como compartilhamento da intenção imoral do
agente principal. Esta cooperação jamais pode ser justificada nem
invocando o respeito à liberdade alheia, nem argumentando que a lei
civil a prevê e a requer: pelos atos que cada um pessoalmente realiza
existe, de fato, uma responsabilidade moral a que ninguém pode
subtrair-se e sobre a qual será julgado por Deus mesmo (cfr. Rm 2, 6;
14, 12)»[80].
É necessário que os Estados reconheçam a objeção de consciência em campo
médico e sanitário, no respeito aos princípios da lei moral natural,
especialmente onde o serviço à vida interpela cotidianamente a
consciência humana[81]. Onde ela não fosse reconhecida, pode-se chegar à
situação de dever desobedecer à lei, para não acrescentar injustiça a
injustiça, condicionando a consciência das pessoas. Os profissionais da
saúde não devem hesitar a pedi-la como direito próprio e como
contribuição específica ao bem comum.
Igualmente, as istituições sanitárias devem superar as fortes pressões
econômicas que talvez as induzam a aceitar a prática da eutanásia. E
quando a dificuldade em encontrar os meios necessários tornasse muito
pesado o empenho das instituições públicas, toda a sociedade é chamada a
um suplemento de responsabilidade a fim de que os doentes incuráveis não
sejam abandonados a si mesmos ou apenas aos recursos de seus familiares.
Tudo isto requer uma tomada de posição clara e unitária por parte das
Conferências Episcopais, das Igrejas locais, assim como das comunidades
e das instituições católicas para tutelar o próprio direito à objeção de
consciência nos contextos legislativos que prevêem a eutanásia e o
suicídio.
As instituições sanitárias católicas constituem um sinal concreto do
modo com que a comunidade eclesial, a exemplo do Bom Samaritano, cuida
dos enfermos. O mandato de Jesus «curai os doentes» (Lc 10, 9) encontra
uma concreta atuação não só impondo-lhes as mãos, mas recolhendo-os da
estrada, assistindo-os nas próprias casas e instaurando apropriadas
estruturas de acolhimento e de hospitalidade. Fiel ao mandato do Senhor,
a Igreja tem efetivado, no curso dos séculos, várias estruturas de
acolhimento, onde o cuidado médico encontra uma específica modalidade na
dimensão de serviço integral à pessoa doente.
As instituições sanitárias católicas são chamadas a ser fieis
testemunhas da irrenunciável atenção ética e do respeito aos valores
humanos fundamentais e àqueles cristãos, constitutivos da sua identidade,
mediante a abstenção de evidentes comportamentos moralmente ilícitos,
bem como a formal obediência aos ensinamentos do Magistério eclesial.
Toda ação que não corresponda às finalidades e aos valores nos quais as
instituições católicas se inspiram não é eticamente aceitável e,
portanto, prejudica a atribuição da qualificação “católica” à mesma
instituição.
Neste sentido, não é eticamente admissível uma colaboração institucional
com outras estruturas hospitalares, direcionando a estas as pessoas que
pedem a eutanásia. Tais escolhas não podem ser eticamente admitidas nem
apoiadas na sua realização concreta, mesmo se são legalmente possíveis.
Com efeito, as leis que aprovam a eutanásia «não só não criam obrigação
alguma para a consciência, como, ao contrário, geram uma grave e precisa
obrigação de opor-se a elas através da objeção de consciência. Desde as
origens da Igreja, a pregação apostólica inculcou nos cristãos o dever
de obedecer às autoridades públicas legitimamente constituídas (cfr. Rm
13, 1-7; 1Pd 2, 13-14), mas, ao mesmo tempo, advertiu firmemente que “é
preciso obedecer mais a Deus do que aos homens” (At 5, 29)»[82].
O direito à objeção de consciência não deve fazer-nos esquecer que os
cristãos rejeitam essas leis não em virtude de uma convicção religiosa
privada, mas de um direito fundamental e inviolável de cada pessoa,
essencial ao bem comum de toda a sociedade. Trata-se, de fato, de leis
contrárias ao direito natural, enquanto minam os próprios fundamentos da
dignidade humana e de uma convivência justa.
10. O acompanhamento pastoral e o apoio dos sacramentos
O momento da morte é um passo decisivo do homem no seu encontro com Deus
Salvador. A Igreja é chamada a acompanhar espiritualmente os fieis nesta
situação, oferecendo-lhes os “recursos sanantes” da oração e dos
sacramentos. Ajudar o cristão a viver tal momento em um contexto de
acompanhamento espiritual é um ato supremo de caridade. Dado que «nenhuma
pessoa de fé deveria morrer na solidão e no abandono»[83], é necessário
criar em torno ao doente uma sólida plataforma de relações humanas e
humanizantes que o acompanhem e o abram à esperança.
A parábola do Bom Samaritano indica qual deve ser a relação com o
próximo sofredor, quais atitudes se precisam evitar – indiferença,
apatia, julgamentos, medo de sujar as mãos, fechamento nos próprios
assuntos – e quais assumir – atenção, escuta, compreensão, compaixão,
discrição.
O convite à imitação, «Vai e faze o mesmo» (Lc 10, 37), é uma
advertência a não subestimar todo o potencial humano de presença, de
disponibilidade, de acolhimento, de discernimento, de participação, que
a proximidade para com quem está em situação de necessidade exige e que
é essencial no cuidado integral da pessoa doente.
A qualidade do amor e do cuidado às pessoas em situações críticas e
terminais da vida concorre a afastar delas o terrível e extremo desejo
de dar fim à própria vida. Só um contexto de calor humano e de
fraternidade evangélica, de fato, é capaz de abrir um horizonte positivo
e de sustentar o doente na esperança e numa confiante entrega.
Tal acompanhamento faz parte do percurso definido pelos cuidados
paliativos e deve compreender o paciente e sua família.
A família, desde sempre, tem desempenhado um papel importante no
cuidado. A sua presença, o apoio, o afeto constituem para o doente um
fator terapêutico essencial. Ela, recorda Papa Francisco, «foi desde
sempre o “hospital” mais próximo. Ainda hoje, em tantas partes do mundo,
o hospital é um privilégio para poucos e muitas vezes é distante. São a
mãe, o pai, os irmãos, as irmãs, as avós que garantem os cuidados e
ajudam a curar»[84].
O assumir para si o peso do outro ou o cuidar dos sofrimentos alheios é
um empenho que envolve não só alguns, mas abraça a responsabilidade de
todos, de toda a comunidade cristã. São Paulo afirma que quando um
membro sofre, todo o corpo sofre (cfr. 1Cor 12, 26) e inteiramente se
inclina sobre o membro doente para aliviá-lo. Cada um, no que lhe diz
respeito, é chamado a ser “servo da consolação” frente a qualquer
situação humana de desolação e de desconforto.
O acompanhamento pastoral chama em causa o exercício das virtudes
humanas e cristãs da empatia (en-pathos), da compaixão (cum-passio), do
responsabilizar-se pelo sofrimento e compartilhá-lo, e da consolação
(cum-solacium), de entrar na solidão do outro para fazê-lo sentir-se
amado, acolhido, acompanhado e apoiado.
O ministério da escuta e da consolação que o sacerdote é chamado a
oferecer, fazendo-se sinal da solicitude compassiva de Cristo e da
Igreja, pode e deve ter um papel decisivo. Nesta importante missão é de
capital importância testemunhar e conjugar a verdade e a caridade com as
quais o olhar do Bom Pastor não deixa de acompanhar todos os seus. Dado
o relevo da figura do sacerdote no acompanhamento humano, pastoral e
espiritual dos doentes nas fases terminais da vida, é preciso que no seu
percurso de formação seja prevista uma atualizada e direcionada
preparação a respeito. É igualmente importante que sejam formados para
tal acompanhamento cristão também os médicos e demais profissionais da
saúde, já que podem haver circunstâncias particulares que tornam muito
difícil a adequada presença dos sacerdotes junto ao leito dos doentes
terminais.
Ser homens e mulheres especialistas em humanidade significa favorecer,
através das atitudes com que se cuida do próximo sofredor, o encontro
com o Senhor da vida, o único capaz de derramar de maneira eficaz sobre
as feridas humanas o óleo da consolação e o vinho da esperança.
Cada homem tem o direito natural de ser assistido nessa hora suprema
segundo as expressões da religião que professa.
O momento sacramental é sempre o ápice de todo empenho pastoral de
cuidado que o precede e fonte de tudo que o segue.
A Igreja chama sacramentos «de cura»[85] a Penitência e a Unção dos
Enfermos, que culminam na Eucaristia como “viático” para a vida
eterna[86]. Mediante a proximidade da Igreja, o doente vive a
proximidade de Cristo que o acompanha no caminho para a casa do Pai
(cfr. Jo 14, 6) e o ajuda a não cair no desespero[87], sustentando-o na
esperança, sobretudo quando o caminho se faz mais árduo[88].
11. O discernimento pastoral para quem pede eutanásia ou suicídio
assistido
Um caso todo particular em que hoje é necessário reafirmar o ensinamento
da Igreja é o acompanhamento pastoral de quem pediu expressamente a
eutanásia ou o suicídio assistido. A respeito do sacramento da
Reconciliação, o confessor deve assegurar-se que haja a contrição, a
qual é necessária para a validade da absolvição, e que consiste na «dor
da alma e a reprovação do pecado cometido, acompanhada do propósito de
não mais pecar no futuro»[89]. No nosso caso, encontramo-nos diante de
uma pessoa que, além de suas disposições subjetivas, realizou a escolha
de um ato gravemente imoral e persevera nisso livremente. Trata-se de
uma manifesta não-disposição para a recepção dos sacramentos da
Penitência, com a absolvição[90], e da Unção[91], assim como do
Viático[92]. Poderá receber tais sacramentos no momento em que a sua
disposição em dar passos concretos permita ao ministro concluir que o
penitente modificou sua decisão. Isto comporta também que uma pessoa que
se registrou em uma associação para receber a eutanásia ou o suicídio
assitido deva mostrar o propósito de anular tal inscrição antes de
receber os sacramentos. Recorde-se que a necessidade de postergar a
absolvição não implica um juízo sobre a imputabilidade da culpa, dado
que a responsabilidade pessoal poderia ser diminuída ou até mesmo não
subsistir[93]. No caso em que o paciente fosse já privado de consciência,
o sacerdote poderia administrar os sacramentos sub condicione se se pode
presumir o arrependimento a partir de algum sinal dado anteriormente
pela pessoa doente.
Esta posição da Igreja não é sinal de falta de acolhimento ao doente.
Ela deve ser, de fato, unida à oferta da ajuda e da escuta sempre
possíveis, sempre concedidas, junto com uma aprofundada explicação do
conteúdo do sacramento, a fim de dar à pessoa, até o último momento, os
instrumentos para poder escolhê-lo e desejá-lo. A Igreja, com efeito, é
atenta a perscrutar os sinais de conversão suficientes, para que os
fieis possam pedir razoavelmente a recepção dos sacramentos. Recorde-se
que postergar a absolvição é também um ato medicinal da Igreja, voltado
não a condenar o pecador, mas a movê-lo e a acompanhá-lo rumo à
conversão.
Deste modo, também no caso em que uma pessoa não se encontre nas
condições objetivas para receber os sacramentos, é necessária uma
proximidade que a convide sempre à conversão, sobretudo se a eutanásia,
requerida ou aceitada, não será praticada em breve tempo. Haverá então a
possibilidade de um acompanhamento para fazer renascer a esperança e
modificar a escolha errônea, de modo que ao doente seja aberto o acesso
aos sacramentos.
Todavia, não é admissível, da parte daqueles que assistem
espiritualmente estes enfermos, qualquer gesto exterior que possa ser
interpretado como uma aprovação da ação eutanásica, como, por exemplo, o
estar presente no momento de sua realização. Tal presença não se pode
interpretar senão como cumplicidade. Este princípio se refere de modo
particular, mas não só, aos capelães das estruturas sanitárias onde pode
ser praticada a eutanásia, que não devem dar escândalo, mostrando-se de
algum modo cúmplices da supressão de uma vida humana.
12. A reforma do sistema educativo e da formação dos profissionais da
saúde
No contexto social e cultural hodierno, tão denso de desafios em relação
à tutela da vida humana nas fases mais críticas da existência, o papel
da educação é ineludível. A família, a escola, as outras instituições
educativas e as comunidades paroquiais devem trabalhar com perseverança
para o despertar e o aperfeiçoamento daquela sensibilidade para com o
próximo e o seu sofrimento, de que se tornou símbolo a figura do
Samaritano evangélico[94].
As capelanias hospitalares têm a obrigação de ampliar a formação
espiritual e moral dos profissionais da saúde, inclusive dos médicos e
enfermeiros, assim como dos grupos de voluntariado hospitalar, para que
saibam fornecer a assistência humana e psicológica necessária nas fases
terminais da vida. O cuidado psicológico e espiritual do paciente
durante todo o decurso da doença deve ser uma prioridade para os agentes
de pastoral e profissionais da saúde, premurando-se em colocar ao centro
o paciente e sua família.
Os cuidados paliativos devem ser difundidos no mundo e é necessário
predispor a tal fim cursos acadêmicos para a formação especializada dos
profissionais da saúde. Prioritária é também a difusão de uma correta e
capilar informação sobre a eficácia de autênticos cuidados paliativos
para um acompanhamento digno da pessoa até a morte natural. As
instituições sanitárias de inspiração cristã devem predispor diretrizes
para os próprios profissionais da saúde que incluam uma apropriada
assistência psicológica, moral e espiritual como componente essencial
dos cuidados paliativos.
A assistência humana e espiritual precisa entrar nos percursos
formativos acadêmicos de todos os profissionais da saúde e nos estágios
hospitalares.
Além disso, as estruturas sanitárias e assitenciais são chamadas a
oferecer modelos de assistência psicológica e espiritual para os
profissionais da saúde que têm sob sua responsabilidade pacientes
terminais. Cuidar de quem cuida é essencial para evitar que sobre os
agentes e médicos caia todo o peso (burn out) do sofrimento e da morte
dos pacientes incuráveis. Eles precisam de suporte e de momentos
adequados de encontro e de escuta para poder elaborar não somente
valores e emoções, mas também o sentido da ang��stia, do sofrimento e da
morte no âmbito do seu serviço à vida. Devem poder perceber o sentido
profundo de esperança e a consciência de que a própria missão é uma
verdadeira vocação a sustentar e acompanhar o mistério da vida e da
graça nas fases dolorosas e terminais da existência[95].
Conclusão
O Mistério da Redenção do homem é surpreendentemente enraizado no
envolvimento amoroso de Deus com o sofrimento humano. Eis porque podemos
confiar em Deus e transmitir esta certeza de fé ao homem sofredor e
assustado pela dor e pela morte.
O testemunho cristão mostra como a esperança seja sempre possível,
também ao interno da cultura do descarte. «A eloquência da parábola do
Bom Samaritano, como também de todo o Evangelho, está sobretudo nisto: o
homem deve sentir-se como que chamado em primeira pessoa a testemunhar o
amor no sofrimento»[96].
A Igreja aprende do Bom Samaritano o cuidado com o doente terminal e
obedece assim ao mandamento conexo ao dom da vida: «respeita, defende,
ama e serve a vida, cada vida humana!»[97]. O evangelho da vida é um
evangelho da compaixão e da misericórdia, direcionado ao homem concreto,
fraco e pecador, para aliviá-lo, mantê-lo na vida da graça e, se
possível, curá-lo de toda ferida.
Não basta, todavia, compartilhar a dor, é preciso mergulhar nos frutos
do Mistério Pascal de Cristo para vencer o pecado e o mal, com a vontade
de «remover a miséria alheia como se se tratasse da própria»[98]. A
maior miséria consiste, porém, na falta de esperança diante da morte.
Esta é a esperança anunciada pelo testemunho cristão, o qual para ser
eficaz deve ser vivido na fé, envolvendo a todos, familiares,
enfermeiros, médicos e a pastoral das dioceses e dos centros
hospitalares católicos, chamados a viver com fidelidade o dever do
acompanhamento dos doentes em todas as fases da doença, em particular
nas fases críticas e terminais da vida, assim como definido no presente
documento.
O Bom Samaritano, que põe no centro do seu coração o rosto do irmão em
dificuldade, sabe ver a sua necessidade, oferece-lhe todo o bem de que
precisa para aliviá-lo da ferida da desolação e abre no seu coração
luminosas brechas de esperança.
O “querer bem” do Samaritano, que se faz próximo do homem ferido não com
palavras nem com a língua, mas com ações e de verdade (cfr. 1Jo 3, 18),
toma a forma do cuidado, a exemplo de Cristo, que passou fazendo o bem e
curando a todos (cfr. At 10, 38).
Curados por Jesus, tornamo-nos homens e mulheres chamados a anunciar a
seu poder que cura, a amar e a cuidar do próximo como Ele nos
testemunhou.
Esta vocação ao amor e ao cuidado do outro[99], que traz consigo ganhos
de eternidade, é tornada explícita pelo Senhor da vida na paráfrase do
juízo final: recebei em herança o reino, porque eu era doente e fostes
me visitar. Quando, Senhor? Todas as vezes que o fizestes a um irmão
mais pequenino, a um irmão sofredor, a mim o fizestes (cfr. Mt 25,
31-46).
O Sumo Pontífice Francisco, na data de 25 de junho de 2020, aprovou esta
Carta, decidida na Sessão Plenária desta Congregação em 29 de janeiro de
2020, e ordenou a sua publicação.
Dado em Roma, da sede da Congregação para a Doutrina da Fé, em 14 de
julho de 2020, memória litúrgica de São Camilo de Lélis.
Luis F. Card. LADARIA, S.I.
Prefeito
✠ Giacomo MORANDI
Arcebispo tit. de Cerveteri
Secretário
__________________
[1] Missal Romano reformado segundo os decretos do
Concílio Vaticano II, promulgado pelo Papa Paulo VI. Conferências
Episcopais de Portugal, Moçambique, Angola e São Tomé e Dioceses de
Bissau e Cabo Verde, 1992. Prefácio comum VIII, p. 507.
[2] Cfr. Pontifício Conselho Para a Pastoral no
Campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, Libreria Editrice
Vaticana, Città del Vaticano, 2016, n. 6.
[3] Cfr. Bento XVI, Carta Enc. Spe salvi (30 de
novembro de 2007), n. 22: AAS 99 (2007), 1004: «Se ao progresso técnico
não corresponde um progresso na formação ética do homem, no crescimento
do homem interior (cf. Ef 3,16; 2Cor 4,16), então aquele não é um
progresso, mas uma ameaça para o homem e para o mundo».
[4] Cfr. Francisco, Discurso à Associação Italiana
contra as leucemias-linfomas e mieloma (AIL) (2 de março de 2019):
L’Osservatore Romano, 3 de março de 2019, 7.
[5] Id., Exort. Ap. Amoris laetitia (19 de março de
2016), n. 3: AAS 108 (2016), 312.
[6] Cfr. Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Past.
Gaudium et spes (7 de dezembro de 1965), n. 10: AAS 58 (1966),
1032-1033.
[7] Cfr. João Paulo II, Carta Ap. Salvifici doloris
(11 de fevereiro de 1984), n. 4: AAS 76 (1984), 203.
[8] Cfr. Pontifício Conselho para a Pastoral no
campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 144.
[9] Francisco, Mensagem para a XLVIII Jornada
Mundial das Comunicações Sociais (24 de janeiro de 2014): AAS 106
(2014), 114.
[10] João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25
de março de 1995), n. 87: AAS 87 (1995), 500.
[11] Cfr. Id., Carta Enc. Centesimus annus (1° de
maio de 1991), n. 37: AAS 83 (1991), 840.
[12] Id., Carta Enc. Veritatis splendor (6 de
agosto de 1993), n. 50: AAS 85 (1993), 1173.
[13] Id., Discurso aos participantes do Congresso
Internacional sobre “Os tratamentos de suporte vital e estado
vegetativo. Progressos científicos e dilemas éticos” (20 de março de
2004), n. 7: AAS 96 (2004), 489.
[14] Cfr. Congregação para a Doutrina da Fé, Carta
Placuit Deo (22 de fevereiro de 2018), n. 6: AAS 110 (2018), 430.
[15] Cfr. Pontifício Conselho para a Pastoral no
campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 9.
[16] Cfr. Paulo VI, Alocução na última sessão
pública do Concílio (7 de dezembro de 1965): AAS 58 (1966), 55-56.
[17] Pontifício Conselho para a Pastoral no campo
da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 9.
[18] Cfr. Congregação para a Doutrina da Fé, Carta
Placuit Deo (22 de fevereiro de 2018), n.12: AAS 110 (2018), 433-434.
[19] Francisco, Discurso aos participantes da
Plenária da Congregação para a Doutrina da Fé (30 de janeiro de 2020):
L’Osservatore Romano, 31 de janeiro de 2020, 7.
[20] Cfr. Bento XVI, Carta Enc. Deus caritas est
(25 de dezembro de 2005), n. 31: AAS 98 (2006), 245.
[21] Cfr. Id., Carta Enc. Caritas in veritate (29
de junho de 2009), n. 76: AAS 101 (2009), 707.
[22] Cfr. João Paulo II, Carta Enc. Evangelium
vitae (25 de março de 1995), n. 49: AAS 87 (1995), 455: «O sentido mais
verdadeiro e profundo da vida: ser um dom que se consuma no dar-se».
[23] Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Dogm. Dei
Verbum (8 de novembro de 1965), n. 2: AAS 58 (1966), 818.
[24] João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25
de março de 1995), n. 34: AAS 87 (1995), 438.
[25] Cfr. Declaração conjunta das Religiões
Monoteístas Abramíticas sobre as problemáticas do fim da vida, Cidade do
Vaticano, 28 de outubro de 2019: «Opomo-nos a toda forma de eutanásia –
que é um ato direto, deliberado e intencional de tirar a vida – como
também ao suicídio medicamente assistido – que é um direto, deliberado e
intencional suporte ao suicidar-se – enquanto são atos completamente em
contradição com o valor da vida humana e por isso, em consequência, são
ações equivocadas do ponto de vista seja moral, seja religioso e
deveriam ser proibidas sem exceções».
[26] Cfr. Francisco, Discurso ao Congresso da
Associação dos Médicos Católicos Italianos no 70° aniversário de
fundação (15 de novembro de 2014): AAS 106 (2014), 976.
[27] Cfr. Pontifício Conselho para a Pastoral no
campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 1; Congregação
para a Doutrina da Fé, Instr. Dignitas personae (8 de setembro de 2008),
n. 8: AAS 100 (2008), 863.
[28] Francisco, Carta Enc. Laudato si’ (24 de maio
de 2015), n. 65: AAS 107 (2015), 873.
[29] Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Past. Gaudium
et spes (7 de dezembro de 1965), n. 27: AAS 58 (1966), 1047-1048.
[30] Francisco, Discurso ao Congresso da Associação
dos Médicos Católicos Italianos no 70° aniversário de fundação (15 de
novembro de 2014): AAS 106 (2014), 976.
[31] Cfr. Id., Discurso à Federação Nacional da
Ordem dos Médicos Cirurgiões e dos Dentistas (20 de setembro de 2019):
L’Osservatore Romano, 21 de setembro de 2019, 8: «São modos apressados
de lidar com escolhas que não são, como poderiam parecer, uma expressão
de liberdade da pessoa, quando incluem o descarte do paciente como
possibilidade, ou falsa compaixão diante do pedido de ser ajudado a
antecipar a morte».
[32] Congregação para a Doutrina da Fé, Carta
Placuit Deo (22 de fevereiro de 2018), n. 3: AAS 110 (2018), 428-429;
cfr. Francisco, Carta Enc. Laudato si’ (24 de maio de 2015), n. 162: AAS
107 (2015), 912.
[33] Cfr. Bento XVI, Carta Enc. Caritas in veritate
(29 de junho de 2009), n. 53: AAS 101 (2009), 688: «Uma das pobrezas
mais profundas que o homem pode experimentar é a solidão. Vistas bem as
coisas, as outras pobrezas, incluindo a material, também nascem do
isolamento, de não ser amado ou da dificuldade de amar».
[34] Cfr. Francisco, Exort. Ap. Evangelii gaudium
(24 de novembro de 2013), n. 53: AAS 105 (2013), 1042; veja-se também:
Id., Discurso à delegação do Instituto “Dignitatis Humanae” (7 de
dezembro de 2013): AAS 106 (2014), 14-15; Id., Encontro com os anciãos
(28 de setembro de 2014): AAS 106 (2014), 759-760.
[35] Cfr. João Paulo II, Carta Enc. Evangelium
vitae (25 de março de 1995), n. 12: AAS 87 (1995), 414.
[36] Congregação para a Doutrina da Fé, Decl. Iura
et bona (5 de maio de 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
[37] João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25
de março de 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 475; cfr. Congregação para a
Doutrina da Fé, Decl. Iura et bona (5 de maio de 1980), II: AAS 72
(1980), 546.
[38] João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25
de março de 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 477. É uma doutrina proposta de
modo definitivo, na qual a Igreja empenha a sua infalibilidade: cfr.
Congregação para a Doutrina da Fé, Nota doutrinal ilustrativa da fórmula
conclusiva da Professio fidei (29 de junho de 1998), n. 11: AAS 90
(1998), 550.
[39] Congregação para a Doutrina da Fé, Decl. Iura
et bona (5 de maio de 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
[40] Cfr. Catecismo da Igreja Católica, n. 2286.
[41] Cfr. Ibidem, nn. 1735 e 2282.
[42] Congregação para a Doutrina da Fé, Decl. Iura
e bona (5 de maio de 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
[43] Pontifício Conselho para a Pastoral no campo
da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n.169.
[44] Cfr. Ibidem, n.170.
[45] Cfr. João Paulo II, Carta Enc. Evangelium
vitae (25 de março de 1995), n. 72: AAS 87 (1995), 484-485.
[46] Francisco, Discurso aos participantes da
Assembleia Plenária da Congregação para a Doutrina da Fé (30 de janeiro
de 2020): L’Osservatore Romano, 31 de janeiro de 2020, 7.
[47] João Paulo II, Carta Enc. Veritatis splendor
(6 de agosto de 1993), n. 15: AAS 85 (1993), 1145.
[48] Cfr. Bento XVI, Carta Enc. Spe salvi (30 de
novembro de 2007), nn. 36-37: AAS 99 (2007), 1014-1016.
[49] Congregação para a Doutrina da Fé, Decl. Iura
et bona (5 de maio de 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
[50] João Paulo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11
de fevereiro de 1984), n. 5: AAS 76 (1984), 204.
[51] Cfr. Bento XVI, Carta Enc. Spe salvi (30 de
novembro de 2007), n. 38: AAS 99 (2007), 1016.
[52] Cfr. João Paulo II, Carta Ap. Salvifici
doloris (11 de fevereiro de 1984), n. 29: AAS 76 (1984), 244: «O homem
que é o “próximo” não pode passar com indiferença diante do sofrimento
de outrem; e isso, por motivo da solidariedade humana fundamental e em
nome do amor ao próximo. Deve “parar”, “deixar-se comover”, como fez o
Samaritano da parábola evangélica. Esta parábola, em si mesma, exprime
uma verdade profundamente cristã e, ao mesmo tempo, universalmente,
muitíssimo humana».
[53] Cfr. Congregação para a Doutrina da Fé, Decl.
Iura et bona (5 de maio de 1980), IV: AAS 72 (1980), 549-551.
[54] Cfr. Catecismo da Igreja Católica, n. 2278;
Pontifício Conselho para a Pastoral no campo da Saúde, Carta dos
Profissionais da Saúde, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano,
1995, n. 119; João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae(25 de março de
1995), n. 65: AAS 87 (1995), 475; Francisco, Mensagem aos participantes
do meeting regional europeu da World Medical Association (7 de novembro
de 2017): «E se sabemos que nem sempre podemos garantir a cura da doença,
devemos e podemos sempre cuidar da pessoa viva: sem abreviar nós mesmos
a sua vida, mas também sem nos obstinarmos inutilmente contra a sua
morte»; Pontifício Conselho para a Pastoral no campo da Saúde, Nova
carta dos Profissionais da Saúde, n. 149.
[55] Cfr. Catecismo da Igreja Católica, n. 2278;
Congregação para a Doutrina da Fé, Decl. Iura et bona (5 de maio de
1980), IV: AAS 72 (1980), 550-551; João Paulo II, Carta Enc. Evangelium
vitae (25 de março de 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 475; Pontifício
Conselho para a Pastoral no campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais
da Saúde, n. 150.
[56] João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25
de março de 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 476.
[57] Cfr. Pontifício Conselho para a Pastoral no
campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 150.
[58] Cfr. João Paulo II, Discurso aos participantes
de um encontro de estudo sobre a procriação responsável (5 de junho de
1987), n. 1: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, X/2 (1987), 1962: «Falar
de “conflito de valores ou bens” e da consequente necessidade de
realizar como que uma espécie de “balanceamento” dos mesmos, escolhendo
um e rejeitando o outro, não é moralmente correto».
[59] Cfr. Id., Discurso à Associação dos Médicos
Católicos Italianos (28 de dezembro de 1978): Insegnamenti di Giovanni
Paolo II, I (1978), 438.
[60] Pontifício Conselho para a Pastoral no campo
da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 150.
[61] Cfr. Congregação para a Doutrina da Fé,
Respostas a perguntas da Conferência Episcopal dos Estados Unidos sobre
a alimentação e a hidratação artificiais (1 de agosto de 2007): AAS 99
(2007), 820.
[62] Ibidem.
[63] Pontifício Conselho para a Pastoral no campo
da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 152: «A nutrição e a
hidratação, também administradas artificialmente, fazem parte dos
cuidados básicos devidos ao moribundo, quando não resultem
demasiadamente pesados ou sem nenhum benefício. A sua suspensão não
justificada pode ter o significado de um verdadeiro ato eutanásico: “A
administração de alimento e água, mesmo por vias artificiais, é em linha
de princípio um meio ordinário e proporcionado de conservação da vida.
Ela é pois obrigatória, na medida em que e até quando demonstra alcançar
a sua finalidade própria, que consiste em promover a hidratação e a
nutrição do paciente. Desse modo se evitam os sofrimentos e a morte
devidos à inanição e à desidratação”».
[64] Francisco, Discurso à Plenária da Pontifícia
Academia para a Vida (5 de março de 2015): AAS 107 (2015), 274, com
referência a: João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 de março de
1995), n. 65: AAS 87 (1995), 476. Cfr. Catecismo da Igreja Católica, n.
2279.
[65] Cfr. Francisco, Discurso à Plenária da
Pontifícia Academia para a Vida (5 de março de 2015): AAS 107 (2015),
275.
[66] Cfr. Pontifício Conselho para a Pastoral no
campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 147.
[67] Cfr. João Paulo II, Carta Ap. Salvifici
doloris (11 de fevereiro de 1984), n. 2: AAS 76 (1984), 202: «O
sofrimento parece pertencer à transcendência do homem: este é um
daqueles pontos nos quais o homem é de certo modo “destinado” a superar
a si mesmo, sendo chamado a isto de modo misterioso».
[68] Bento XVI, Carta Enc. Spe salvi (30 de
novembro de 2007), n. 38: AAS 99 (2007), 1016.
[69] Francisco, Exort. Ap. Amoris laetitia (19 de
março de 2016), n. 48: AAS 108 (2016), 330.
[70] C. Saunders, Watch with me. Inspiration for a
life in hospice care. Observatory House, Lancaster, UK, 2005, p. 29.
[71] Francisco, Discurso aos participantes da
Assembleia Plenária da Congregação para a Doutrina da Fé (30 de janeiro
de 2020): L’Osservatore Romano, 31 de janeiro de 2020, 7.
[72] Cfr. Pontifício Conselho para a Pastoral no
campo da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 148.
[73] Cfr. Pio XII, Allocutio. Trois questions
religieuses et morales concernant l’analgésie (24 de fevereiro de 1957):
AAS 49 (1957), 134-136; Congregação para a Doutrina da Fé, Decl. Iura et
bona (5 de maio de 1980), III: AAS 72 (1980), 547; João Paulo II, Carta
Ap. Salvifici doloris (11 de fevereiro de 1984), n. 19: AAS 76 (1984),
226.
[74] Cfr. Pio XII, Allocutio. Iis qui interfuerunt
Conventui internationali Romae habito a «Collegio Internationale
Neuro-Psycho-Pharmacologico» indicto (9 de setembro de 1958): AAS 50
(1958), 694; Congregação para a Doutrina da Fé, Decl. Iura et bona (5 de
maio de 1980), III: AAS 72 (1980), 548; Catecismo da Igreja Católica, n.
2779; Pontifício Conselho para a Pastoral no campo da Saúde, Nova carta
dos Profissionais da Saúde, n. 155: «Dá-se ainda a eventualidade de
causar com os analgésicos e os narcóticos a supressão da consciência no
moribundo. Tal emprego merece uma particular consideração. Em presença
de dores insuportáveis, refratárias às terapias analgésicas usuais, em
proximidade do momento da morte, ou na fundada previsão de uma
particular crise no momento da morte, uma séria indicação clínica pode
comportar, com o consentimento do doente, a administração de fármacos
supressivos da consciência. Esta sedação paliativa profunda em fase
terminal, clinicamente motivada, pode ser moralmente aceitável sob a
condição de que seja feita com o consentimento do doente, que seja dada
uma oportuna informação aos familiares, que seja excluída toda
intencionalidade eutanásica e que o doente tenha podido satisfazer seus
deveres morais, familiares e religiosos: “aproximando-se à morte, os
homens devem ser capazes de poder satisfazer suas obrigações morais e
familiares e sobretudo devem poder se preparar com plena consciência ao
encontro definitivo com Deus”. Portanto, “não se deve privar o moribundo
da consciência de si sem grave motivo”».
[75] Cfr. Pio XII, Allocutio. Trois questions
religieuses et morales concernant l’analgésie (24 de fevereiro de 1957):
AAS 49 (1957), 145; Congregação para a Doutrina da Fé, Decl. Iura et
bona (5 de maio de 1980), III: AAS 72 (1980), 548; João Paulo II, Carta
Enc. Evangelium vitae (25 de março de 1995), n. 65: AAS 87 (1995), 476.
[76] Cfr. Francisco, Discurso ao Congresso da
Associação dos Médicos Católicos Italianos no 70° aniversário de
fundação (15 de novembro de 2014): AAS 106 (2014), 978.
[77] Cfr. Pio XII, Allocutio. Trois questions
religieuses et morales concernant l’analgésie (24 de fevereiro de 1957):
AAS 49 (1957), 146; Id., Allocutio. Iis qui interfuerunt Conventui
internationali Romae habito a «Collegio Internationale
Neuro-Psycho-Pharmacologico» indicto (9 de setembro de 1958): AAS 50
(1958), 695; Congregação para a Doutrina da Fé, Decl. Iura et bona (5 de
maio de 1980), III: AAS 72 (1980), 548; Catecismo da Igreja Católica, n.
2279; João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25 de março de 1995),
n. 65: AAS 87 (1995), 476; Pontifício Conselho para a Pastoral no campo
da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 154.
[78] Cfr. João Paulo II, Discurso aos participantes
do Congresso Internacional sobre “Os tratamentos de suporte vital e
estado vegetativo. Progressos científicos e dilemas éticos” (20 de março
de 2004), n. 3: AAS 96 (2004), 487: «Um homem, mesmo se gravemente
doente ou impedido no exercício das suas funções mais elevadas, é e será
sempre um homem, jamais se tornará um “vegetal” ou um “animal”».
[79] Pontifício Conselho para a Pastoral no campo
da Saúde, Nova carta dos Profissionais da Saúde, n. 151.
[80] Ibidem, n. 151; cfr. João Paulo II, Carta Enc.
Evangelium vitae (25 de março de 1995), n. 74: AAS 87 (1995), 487.
[81] Cfr. Francisco, Discurso ao Congresso da
Associação dos Médicos Católicos Italianos no 70° aniversário de
fundação (15 de novembro de 2014): AAS 106 (2014), 977.
[82] João Paulo II, Carta Enc. Evangelium vitae (25
de março de 1995), n. 73: AAS 87 (1995), 486.
[83] Bento XVI, Discurso ao Congresso da Pontifícia
Academia para a Vida sobre o tema “Junto ao doente incurável e ao
moribundo: orientações éticas e operativas” (25 de fevereiro de 2008):
AAS 100 (2008), 171.
[84] Francisco, Audiência Geral (10 de junho de
2015): L’Osservatore Romano, 11 de junho de 2015, 8.
[85] Catecismo da Igreja Católica, n. 1420.
[86] Cfr. Rituale Romanum ex decreto Sacrosancti
Oecumenici Concilii Vaticani II instauratum auctoritate Pauli PP. VI
promulgatum, Ordo unctionis infirmorum eorumque pastoralis curae, Editio
typica, Praenotanda, Typis Poliglotis Vaticanis, Civitate Vaticana,
1972, n. 26; Catecismo da Igreja Católica, n. 1524.
[87] Cfr. Francisco, Carta Enc. Laudato si’ (24 de
maio de 2015), n. 235: AAS 107 (2015), 939.
[88] Cfr. João Paulo II, Carta Enc. Evangelium
vitae (25 de março de 1995), n. 67: AAS 87 (1995), 478-479.
[89] Concílio de Trento, Sess. XIV, De sacramento
penitentiae, cap. 4. In: Denzinger-Hünermann, 1676.
[90] Cfr. CIC, can. 987.
[91] Cfr. CIC, can. 1007: «Não se administre a
Unção dos Enfermos aos que perseverarem obstinadamente em pecado grave
manifesto».
[92] Cfr. CIC, can. 915 e can. 843 §1.
[93] Cfr. Congregação para a Doutrina da Fé, Decl.
Iura et bona, (5 de maio de 1980), II: AAS 72 (1980), 546.
[94] Cfr. João Paulo II, Carta Ap. Salvifici
doloris (11 de fevereiro de 1984), n. 29: AAS 76 (1984), 244-246.
[95] Cfr. Francisco, Discurso aos dirigentes das
Ordens dos Médicos da Espanha e da América Latina (9 de junho de 2016):
AAS 108 (2016), 727-728: «A fragilidade, a dor e a doença são uma
provação difícil para todos, até para o pessoal médico, são um apelo à
paciência, ao padecer-com; portanto não se pode ceder à tentação
funcional de aplicar soluções rápidas e drásticas, movidos por uma falsa
compaixão, nem por meros critérios de eficiência e de economia. É a
dignidade da vida humana que está em jogo; e também a dignidade da
vocação médica».
[96] João Paulo II, Carta Ap. Salvifici doloris (11
de fevereiro de 1984), n. 29: AAS 76 (1984), 246.
[97] Id., Carta Enc. Evangelium vitae (25 de março
de 1995), n. 5: AAS 87 (1995), 407.
[98] Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 21,
a. 3.
[99] Cfr. Bento XVI, Carta Enc. Spe salvi (30 de
novembro de 2007), n. 39: AAS 99 (2007), 1016: «Sofrer com o outro,
pelos outros; sofrer por amor da verdade e da justiça; sofrer por causa
do amor e para se tornar uma pessoa que ama verdadeiramente: estes são
elementos fundamentais de humanidade, o seu abandono destruiria o
próprio homem».
[01077-PO.01] [Texto original: Italiano]