Queridos jóvenes:
Os recuerdo unas
palabras del Santo Padre Juan Pablo II que, con una fuerza especial,
quisiera que escuchásemos en estos momentos en que os dirijo unas
palabras. Pertenecen al mensaje que el Papa dirigió a los jóvenes con
motivo de esta Jornada Mundial de la Juventud que estamos celebrando.
Dice el Santo Padre: «En el contexto actual
de secularización, en el que muchos de nuestros contemporáneos piensan
y viven como si Dios no existiera, o son atraídos por formas de
religiosidad irracionales, es necesario que precisamente vosotros,
queridos jóvenes, reafirméis que la fe es una decisión personal que
compromete toda la existencia. ¡Que el Evangelio sea el criterio que
guíe las decisiones y el rumbo de vuestra vida! De este modo os haréis
misioneros con los gestos y las palabras y, dondequiera que trabajéis
y viváis, seréis signos del amor de Dios testigos creíbles de la
presencia amorosa de Cristo. No lo olvidéis: ¡“No se enciende una
lámpara para ponerla debajo del celemín!”(Mt 5, 15)».
1. La vida misma de
Dios, un título y una realidad que nos regaló el Señor:
“Vosotros sois la luz del mundo”. Mantengamos un diálogo
sincero con el Señor para saber lo que hizo en nosotros por el
Bautismo. Escuchemos de sus propios labios: “Vosotros sois la
luz del mundo”(Mt 5,14).
Deseo que hagáis una
composición de lugar. Pensemos todos por unos momentos que no vemos
absolutamente nada. Incluso hagamos la experiencia de cerrar los ojos
y todos nuestros sentidos, también el oído y todos los demás sentidos.
No poder saber nada de quién está a nuestro lado, no poder distinguir
lo que sucede, no poder oír ningún ruido…esta experiencia tiene que
ser tremenda. Pero lo es más aún cuando teniendo todos los sentidos,
no sabemos vivir como hijos de Dios y como hermanos de todos los
hombres. Aunque distingamos a quién tenemos a nuestro lado, nos
quedamos en lo más superficial de él. Es terrible pasar por la vida
sin saber de verdad nada de uno mismo y por supuesto de los demás.
Este es un drama de nuestra humanidad, no saber ni quién es uno mismo,
ni quiénes son los otros. ¿Os imagináis lo que es pasar por la vida,
hacer la historia de esta manera, construir este mundo así?
Os invito a tener otra
experiencia diferente. Os invito a descubrir y a vivir aquello que nos
dice el Señor y que nos entregó el día en que morimos a la vida
antigua y nos dio su misma vida por el Bautismo:
“¡Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen!
Os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis
vosotros y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron”(Mt 13,
16-17).
Señor Jesucristo, ¿qué
sucedió en nuestra vida el día de nuestro Bautismo? Fue un día tan
excepcional como indescriptible, porque alcanzamos “las medidas de
Dios” y estas no se pueden describir.
Queridos hermanos, un
día, cada uno de los que estamos aquí lo sabéis muy bien, el Señor
hizo una obra maravillosa con nosotros. Nos dio su propia vida en el
Sacramento del Bautismo, que es la puerta que da acceso a la vida
cristiana (CigC 1213). Es el fundamento de todos los demás
sacramentos, el fundamento de la comunión entre todos los cristianos
(CigC 1271). El rito del Bautismo habla por sí mismo. Sus gestos y sus
palabras son tan expresivos que lo que ha sucedido en el Bautismo lo
indican los ritos de la vestidura blanca y del cirio (CigC 1242-1243),
porque quien ha sido bautizado “ha sido revestido de Cristo” y
se ha convertido en luz. El Bautismo produce en nosotros un efecto
profundo, que se percibe en la vida, que abarca las entrañas del alma
y lo más íntimo del ser humano.
Como muy bien sabéis,
la doctrina católica distingue un doble efecto de los sacramentos. El
primer efecto que se produce inmediatamente después de recibir el
sacramento es que nos convertimos en “criaturas nuevas”, y el
segundo precisa para su desarrollo de la colaboración del que lo
recibe. En definitiva es el ejercicio de la libertad que Dios quiere
para el ser humano con todas las consecuencias. Es decir, uno nos lo
da Cristo en el acto, el otro crece cuando acogemos ese don de Cristo.
El Bautismo imprimió en todos nosotros, nada más recibirlo, un
“sello espiritual indeleble” (CigC 1272). Debemos saber que este
sello significa y produce realmente en nosotros la pertenencia a
Cristo. Pertenecemos a Cristo, hemos quedado libres y nos hemos
convertido en una “criatura nueva”. Él ha hecho del Bautismo la
puerta de entrada en su vida. Si el Bautismo purifica de todos los
pecados, ¿por qué permanece en nosotros la inclinación al pecado? La
Iglesia enseña que el bautizado queda libre de todo pecado, pero
permanecen en él las consecuencias del pecado: los sufrimientos, la
enfermedad, la muerte, las debilidades del carácter y también la
inclinación al pecado, que en sí no es más que la propensión al mal.
Por eso la vida de todos nosotros los bautizados es un combate
permanente para no malgastar el don recibido en el Bautismo (CigC
1264). Hay que mantener esa realidad que introdujo el Señor en
nuestras vidas: “Vosotros sois la luz del mundo”(Mt 5, 14).
Para ello, tenemos que comprender que no estamos solos, que por el
Bautismo nos hemos convertido en miembros del Cuerpo de Cristo. El
Bautismo nos incorpora a la Iglesia (CigI 1267) y para mantener la
gracia del Bautismo, necesitamos de toda la comunidad de la Iglesia:
la ayuda de los santos, la guía de los pastores, el amor fraterno
entre nosotros.
2. Gracias Señor
por el Bautismo que me hizo entrar en tu santidad
Os invito a decir
conmigo desde el silencio de vuestro corazón así:
“Gracias Señor, por
esta vida que me entregaste y por este mundo que me diste para gozar y
para trabajar por mejorarlo. Gracias porque me hiciste instrumento
tuyo, porque tú eres quien hace todo bien sin que me necesites para
nada. Gracias por hacerme gustar hoy quien soy yo verdaderamente, ya
que por el Bautismo he entrado en la santidad de Dios. Me has
injertado en ti Señor. No puedo contentarme con una vida mediocre.
Quiero ser santo Señor. Todo lo que soy y tengo es tuyo. Tómalo Señor.
Todo es tuyo. Es cierto que teniendo tu vida, me he manchado las
manos, el corazón y el pensamiento, que eran tuyos. La túnica blanca
con que me vestiste en el Bautismo, la he convertido en una túnica
sucia y harapienta. Devuelve a su estado auténtico esta túnica.
Señor Jesucristo,
amigo de la luz y de la vida, anhelo vivir en plenitud. Me sorprende
siempre esa llamada tajante, esa tarjeta de visita que me indica
permanentemente la dirección que debo tomar: “Vosotros sois la luz del
mundo”. Quiero asumir hoy aquí el oficio de vivir siendo luz. Deseo
ser esa luz que es el mismo Jesucristo y que me fue entregada por Él
en el Bautismo.
Señor, quiero
recordar aquella pregunta que le hizo el sacerdote a mis padres y
padrinos el día de mi Bautismo. Ellos contestaron por mí, pero hoy
deseo responder por mí mismo: “¿Quieres recibir el Bautismo?, que es
lo mismo que decir, “¿quieres ser santo?” Y, ciertamente, lo quiero,
Señor, y acepto tu vida en mí y deseo poner la vida en la dirección
que Tú marcaste para siempre. Gracias Señor por poder tener esta
conversación contigo en el camino de la vida”.
3.
“Vosotros sois la luz del mundo”,
una realidad dada en un encuentro con Jesucristo, tan profundo, que
cambió todo mi ser y hacer
¿Te das cuenta que
eres luz del mundo por Jesucristo? Vive de esta Luz para que tu ser
alcance la plenitud y progrese la humanidad. No hagas lo que nuestra
cultura acostumbra a hacer, entregando su ‘luz’ que cualquier viento
apaga. Lo que en nuestra cultura se alienta para crecer y que llama
progreso, podemos compararlo a una máquina de tren con caldera de
carbón y muchos vagones de madera. Un día se agota el carbón. Para
poder alimentar la caldera y que siga funcionando el tren, a unos
cuantos se les ocurrió la feliz idea de ir desarmando los vagones de
madera y así alimentar la caldera. Sin embargo, un día la madera se
acabó, la máquina se detuvo y se quedaron sin tren y sin viaje. Como
veis esa ‘luz’ no sirve, se apaga y, además, nos deja en el camino sin
nada.
¿Te das cuenta que
eres luz del mundo por Jesucristo? Necesitas de esta Luz para vivir y
hacer vivir a los demás.
Un día tuve la
oportunidad de encontrarme con un grupo de jóvenes como vosotros. Me
indicaron que deseaban cambiar su forma de vivir, que se reducía a
disfrutar de la vida a tope a costa de lo que fuera, a utilizar a los
demás egoístamente, banalizar la sexualidad, las relaciones de las
personas. Les dije que para cambiar la forma de vivir la vida tenían
que enfrentarse a ellos mismos y preguntarse en profundidad quiénes
eran. Lo hicieron con mi ayuda. Se dieron cuenta que no eran nada sin
los demás. Les indiqué que observaran los rostros y las acciones de
quienes les rodeaban. Pudieron comprobar que existía mucha
desesperación, vaciedad y superficialidad entre la gente. Es verdad
que también encontraron muchas cosas buenas. Pero lo más importante es
que descubrieron que solamente los otros, que eran como ellos, no les
daban más salidas que atarse a la cuerda que les llevaba en una
dirección sin sentido y llena de vacío. Fue entonces cuando pude
presentarles a Jesucristo y explicarles que Él era la Luz, y que desde
Él ellos podían ser la luz del mundo.
Os quiero hablar del
encuentro verdaderamente humano. Quizá lo habéis oído muchas veces,
pero aquí tiene una resonancia especial cuando el Señor nos dice lo
que produce en nosotros ese encuentro, porque “vosotros sois la luz
del mundo”. Ser luz del mundo, fruto del encuentro con quien es la Luz
verdadera que es Jesucristo. Poned mucha atención a lo que os voy a
decir: sabéis muy bien que ser persona, tener una dignidad plena, es
un hecho que nos viene dado por Dios mismo y precede a la relación con
los demás, pero también es cierto que solamente a través de algunos
encuentros verdaderos nos damos cuenta de lo que significa ser
persona. Solamente a partir de esos encuentros verdaderos uno puede
hallar respuestas a esas preguntas profundas que, más tarde o más
temprano, todo ser humano que quiere tener la vida en sus manos y no
ser un esclavo, tiene que hacerse: ¿quién soy yo? ¿para qué existo?
¿para qué valgo? ¿cuál es el sentido de mi libertad?.
Hay muchos tipos de
encuentros. Solamente hay uno que nos hace tomar conciencia de
nosotros mismos y nos permite existir como personas con las medidas
auténticas que tiene el ser humano. Y esto se realiza solamente en el
encuentro con Jesucristo, donde reconocemos el ‘precio’, es decir, el
valor, de nuestra existencia personal. Por eso, a partir de esa
acogida que Dios mismo nos hace y que percibimos en toda su intensidad
en el Bautismo, cuando el Hijo de Dios nos da su propia vida, es
entonces cuando tenemos una percepción de la existencia tan
maravillosa que tomamos conciencia de la unidad, de la bondad, de la
verdad y de la belleza de la misma. Y todo ello porque descubrimos que
Dios mismo nos dice ¡qué bueno que existas y que tengas mi vida!
Nos estamos moviendo
en una cultura que crea desequilibrios en la vida del ser humano. ¿No
serán también porque los encuentros que generan equilibrio verdadero
no se posibilitan? Una vida humanamente equilibrada será aquella en la
que se ha dado el encuentro necesario para existir, encuentro
determinante en el que se une la vida de dos personas
inseparablemente. Cuanto mayor sea el desarrollo de la persona con la
que me encuentro, mayor equilibrio dará a mi vida. Esto es lo que
sucede en el encuentro de Jesucristo con cada uno de nosotros. La Luz
nos invade de tal manera que nos hace ser también su Luz. La Luz, que
es Dios mismo, convierte en luz al hombre, porque se hace verdad
aquella experiencia de existencia del Apóstol San Pablo: “no soy yo
es Cristo quien vive en mí” (Ga 2,20).
Su Santidad el Papa
Juan Pablo II en su encíclica Redemptor Hominis dice así: “El
hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo como un ser
incomprensible, su vida permanece sin sentido si no se le revela el
amor, si no lo experimenta o no lo hace suyo, si no participa en él
vivamente”(n. 10). Se podría parafrasear esta frase del Santo
Padre diciendo, que el hombre no puede vivir sin la Luz, pues sin ella
permanece como un ser incomprensible y sin sentido.
En este encuentro con
Jesucristo sentimos la necesidad de repetir la misma expresión del
Apóstol San Pablo, “habiendo sido yo mismo alcanzado por Jesucristo”
(Fil. 3, 12). Hemos sido alcanzados por Jesucristo y, por eso,
llamados a la santidad. “Todos los cristianos, de cualquier clase o
condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la
perfección del amor”(LG 40). Santidad que tiene que fascinar por
la fortaleza de sus rasgos y de sus fundamentos. Me atrevo a decir y a
pedir esta santidad paulina:
1.
Santidad cristológica: Que se apoya en Cristo, espera todo de Cristo,
vive en Cristo, sólo pretende ganar a todos para Cristo y difundir el
buen aroma de Cristo. Así entendemos “vosotros sois la luz del
mundo”.
2.
Santidad apostólica: Con la conciencia clara de que para eso he sido
llamado y para eso vivo. Vivir a favor de todo lo que redunde en favor
de los hermanos. Y lo más grato para los hermanos es tener la Luz
verdadera. Por eso resuena con más fuerza esa llamada del Señor:
“vosotros sois la luz del mundo”. Hemos de tener pasión por
entregar la Luz.
3.
Santidad luchadora: Hemos de vivir la vida como una carrera, como un
combate, como San Pablo. Prepararse con toda clase de entrenamientos,
esfuerzos y renuncias. Y todo ello para ser “luz del mundo”.
4.
Santidad profundamente humana: La gracia no ha destruido al hombre.
Nos siguen aflorando las virtudes y los defectos temperamentales. Pero
somos “luz del mundo”.
4. Gracias Señor
por este encuentro que me hace ser
“luz del mundo”
El Señor es mi luz
y mi salvación, ¿a quién temeré?
El Señor es la
defensa de mi vida,
¿quién me hará
temblar? (Sal. 26)
“Gracias Señor por
la Luz. Gracias porque me haces ser Luz para el mundo.
Señor, tu Luz me
hace ver como desde hace cien años los hombres han hecho casi cien
guerras. Tu Luz me hace pedirte que nos enseñes a amarnos. No hay amor
sin tu Amor. No hay luz sin tu Luz. Haz Señor que cada día y de por
vida, en la alegría y en el dolor, nosotros seamos hermanos sin
fronteras que entregamos la Luz. Entonces nuestros hospitales,
nuestros laboratorios, nuestras fábricas y oficinas, nuestras
universidades, nuestros campos y todo lo que existe y el hombre hizo,
serán testigos de tu grandeza y de tu Luz. Y en los corazones de los
olvidados, también aparecerá esa Luz. Y en nuestra civilización,
machacada por el odio, la violencia, el dinero, la utilización de las
personas para nuestros fines egoístas aparecerá la Luz.
Señor con tu Luz
que se hace visible a través de nosotros, nacerá la esperanza, crecerá
la paz, progresará la justicia”.
Por eso nuestra
reflexión se hace canto ahora:
No pongáis los ojos
en nadie más que Él (bis)
No pongáis los ojos
en nadie más (bis)
No pongáis los ojos
en nadie más que en Él.
Cuando la Luz llena el
corazón de la persona se produce lo que hace muy poco tiempo contaba a
los niños de mi Diócesis en una carta, y que ahora os leen. (Sigue la
lectura de la carta por un joven).
5. Con el título
del bautizado se nos entrega una misión
¡Cómo me gustaría que
captaseis toda la profundidad que tiene la Palabra que hemos
proclamado y vieseis en ella la tarea tan excepcional a la que el
Señor nos llama. Escuchad ahora con la sabiduría que llega de Dios sus
palabras: “Vosotros sois la luz del mundo... No puede ocultarse una
ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una
lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para
que alumbre a todos los que están en la casa”. Hemos recibido la Luz
para alumbrar en este mundo: “vosotros sois
la luz del mundo”.
La obra de Dios nunca
es sectaria, sino, por el contrario, en su intención y en su amplitud,
es siempre católica. “Tanto amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo
único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida
eterna”(Jn 3, 16). Un día que estaba meditando estas palabras del
Señor, recordé aquellas otras del Apóstol San Pablo, “¿Cómo creerán
en aquél a quien no han oído?” (Rom 10, 14). Si es cierto que la
reconciliación del mundo sucedió por un acontecimiento, datable
históricamente, el nacimiento, la muerte y la resurrección de
Jesucristo, hemos de pensar en alguien que llevase el anuncio de este
acontecimiento hasta los confines de la tierra. Tiene que ser como un
rayo de luz que alcance los ángulos más oscuros, y en esta historia de
lograr que la noticia de Jesucristo llegue a todos los rincones del
mundo estamos nosotros.
No puede existir
misión sin un misionero, sin un enviado. Recordemos cómo Cristo fue
pura misión del Padre. Recordemos cómo aquella pregunta que hicieron a
Jesucristo, “¿quién eres tú?”, es la misma que se les formula
necesariamente a los enviados de Cristo. Aquí, ante esta pregunta, no
cabe disolverse en brillos anónimos y encomendar la respuesta a Cristo
y al Espíritu Santo. Los testigos deben enseñar su documento de
identidad; debemos saber justificar nuestra fe y nuestra misión.
Cristo ha determinado que nosotros seamos los enviados y los que Él
destina para ser “luz del mundo”.
¿Sabes en qué consiste
el envío misionero que te entrega el Señor? Consiste en irradiar la
luz de la reconciliación de Dios en Cristo a todo el mundo. Ser luz
tiene una traducción concreta: vivir la generosidad hasta el fondo, la
entrega sincera por todos los hombres, la libertad verdadera -que no
es hacer lo que quiero, sino descubrir que viviendo y alcanzando las
medidas de Jesucristo soy verdaderamente libre-; llegar a ver que el
Camino, la Verdad y la Vida tienen un rostro y una descripción
concreta que es Jesucristo y que hay que aproximarse, con la gracia de
Dios, a esta descripción.
En la misión se nos
dan regalos. Al darnos la misión se nos han concedido dos regalos. Uno
es la capacidad, la facultad, el deseo, el poder de hablar de
Jesucristo a los hombres. No podemos retenerlo para nosotros mismos. Y
más cuando junto a nosotros hay jóvenes que niegan a Jesucristo de la
manera más dura, pues se trata no de negar a Dios, sino de prescindir
de Él, pues dicen que no les aporta nada nuevo para la vida. ¿Qué
sucede en nuestra comunicación de Jesucristo...? Otro don es saber que
personalmente somos Luz, que hemos recibido esa Luz de Jesucristo y
que tenemos el imperativo de comunicarla a todos los hombres para que
vean de verdad.
“Vosotros sois la
luz del mundo”,
nos hace entender que el cristianismo es Dios en dirección hacia el
mundo y unos hombres que, creyendo en Él, siguen su dirección. Sabéis
muy bien cómo Dios ha elegido el mundo para entregar esta Luz y por
eso nos dice “vosotros sois la luz del mundo”. El Señor ha
elegido el mundo para que sea su morada. Y nosotros hechos hijos e
hijas, como Jesús era hijo, con su mismo estilo y manera. Así nuestras
vidas se convierten en la continuación de la misión de Jesús, que es
entregar la Luz.
6. Gracias Señor
por la misión que nos entregas
Gracias Señor porque
nos entregas la misión de ser Luz en este mundo. Nuestro mundo está
lleno de contradicciones generadas por el crecimiento económico,
cultural, tecnológico, que ofrece a pocos afortunados grandes
posibilidades, pero que deja a millones de personas al margen del
progreso y en condiciones de vida muy por debajo del mínimo requerido
por la dignidad humana. Junto a estas pobrezas surgen nuevas pobrezas
que afectan a ambientes y grupos no carentes de recursos económicos,
pero que viven expuestos a la desesperación del sin sentido, a la
insidia de la droga, al abandono en la edad avanzada o en la
enfermedad, a la marginación o la discriminación social. Gracias Señor
porque en estas situaciones escuchamos con una fuerza especial las
palabras que expresan el modo en que la Luz debe iluminar: “En esto
conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a
los otros”(Jn 13, 35). Gracias Señor, porque vivir y ser esa Luz pasa
por un decido empeño de encarnar y manifestar lo que es la esencia
misma del misterio de la Iglesia que es la comunión. Gracias Señor
porque esta Luz que somos nosotros, fruto de tu amor, tenemos que
mostrarla en estos momentos históricos del nuevo milenio que acabamos
de comenzar. Enseñarla y darle rostro pasa necesariamente porque
seamos manantial de la caridad y también formulación concreta de la
caridad, que está en el corazón mismo de la Iglesia. Señor, gracias,
porque nos proyectas hacia la práctica de un amor activo y concreto
con cada ser humano; porque haces que no olvidemos que nadie puede ser
excluido de nuestro amor y de regalarle tu Luz, porque con tu
Encarnación te uniste a cada hombre y mujer. Gracias Señor por el
desafío que tenemos ante nosotros en este milenio que comenzamos como
es hacer de la Iglesia “la casa y la escuela
de la comunión”.
Gracias te damos,
porque nos has regalado este Encuentro Mundial de la Juventud,
haciendo del mismo un espacio de comunión de los jóvenes del mundo.
Gracias Señor, porque un nuevo milenio se abre a la Luz de Jesucristo
y nosotros tenemos el maravilloso y exigente cometido de ser su
reflejo. Es una tarea que nos hace temblar, sobre todo cuando vemos
nuestra debilidad que nos vuelve opacos y llenos de sombras, pero al
mismo tiempo descubrimos que es una tarea posible, si nos atrevemos a
exponernos a la Luz de Cristo, de abrirnos a su gracia que siempre nos
hace hombres nuevos.
Gracias Señor porque
tu Luz, nos hace descubrir que, para ser nosotros Luz del mundo,
tenemos que entrar en el movimiento de la ternura que es el que te
llevó a dar la vida por todos los hombres. Gracias Señor porque nos
haces salir del movimiento de la huida que nunca es cristiano; es
decir, de blindar nuestra vida para que no entre en ella nadie, de
acorazarnos, de defendernos, de encapsularnos. Gracias por hacernos
partícipes del ‘movimiento del descenso’ para, como Tú, ser de todos y
para todos. Gracias Señor porque no permites que tengamos momentos de
escepticismo, de tacañería o de incredulidad; todo lo contrario, pues
nos pones en camino: “id y haced discípulos a todas las gentes,
bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”(Mt
28, 19). En este camino nos acompaña la santísima Virgen María a quien
Jesucristo dijo: “Mujer, he aquí a tus hijos”. Gracias Señor
por darnos a tu Madre como Madre nuestra para ayudarnos a ser reflejo
de tu Luz. Ella es la que nos dice: “haced lo que Él os diga”.
Cristo,
Alegría del mundo,
resplandor de la
gloria del Padre,
¡Bendita la mañana
que anuncia tu
esplendor al universo!
En la clara mañana,
tu sagrada luz se
difunde
como una gracia nueva
Que nosotros vivamos
como hijos de la luz y
no pequemos
contra la claridad de
tu presencia.
(Del himno de la
Liturgia de las Horas) |