MYSTERIUM FIDEI: SOBRE LA DOCTRINA Y CULTO DE LA SAGRADA EUCARISTÍA
Carta Encíclica del Papa Pablo VI promulgada el 3 de septiembre de
1965
El misterio de fe, es decir, el inefable don de la Eucaristía, que la
Iglesia católica ha recibido de Cristo, su Esposo, como prenda de su inmenso
amor, lo ha guardado siempre religiosamente como el tesoro más precioso, y
el Concilio Ecuménico Vaticano II le ha tributado una nueva y solemnísima
profesión de fe y culto. En efecto, los Padres del Concilio, al tratar de
restaurar la Sagrada Liturgia, con su pastoral solicitud en favor de la
Iglesia universal, de nada se han preocupado tanto como de exhortar a los
fieles a que con entera fe y suma piedad participen activamente en la
celebración de este sacrosanto misterio, ofreciéndolo, juntamente con el
sacerdote, como sacrificio a Dios por la salvación propia y de todo el mundo
y nutriéndose de él como alimento espiritual.
Porque si la Sagrada Liturgia ocupa el primer puesto en la vida de la
Iglesia, el Misterio Eucarístico es como el corazón y el centro de la
Sagrada Liturgia, por ser la fuente de la vida que nos purifica y nos
fortalece de modo que vivamos no ya para nosotros, sino para Dios, y nos
unamos entre nosotros mismos con el estrechísimo vínculo de la caridad.
Y para resaltar con evidencia la íntima conexión entre la fe y la piedad,
los Padres del Concilio, confirmando la doctrina que la Iglesia siempre ha
sostenido y enseñado y el Concilio de Trento definió solemnemente juzgaron
que era oportuno anteponer, al tratar del sacrosanto Misterio de la
Eucaristía, esta síntesis de verdades:
"Nuestro Salvador, en la Ultima Cena, la noche que en que él se entregaba,
instituyó el Sacrificio Eucarístico de su Cuerpo y Sangre, con el cual iba a
perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrifico de la Cruz y a
confiar así a su Esposa, la Iglesia, el Memorial de su Muerte y
Resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad,
banquete pascual, en el cual se come a Cristo, el alma se llena de gracia y
se nos da una prenda de la gloria venidera"[1].
Con estas palabras se enaltecen a un mismo tiempo el sacrificio, que
pertenece a la esencia de la Misa que se celebra cada día, y el Sacramento,
del que participan los fieles por la sagrada Comunión, comiendo la Carne y
bebiendo la Sangre de Cristo, recibiendo la gracia, que es anticipación de
la vida eterna y la medicina de la inmortalidad, conforme a las palabras del
Señor: El que come mi Carne y bebe mi Sangre tiene la vida eterna y Yo le
resucitaré en el último día[2].
Así, pues, de la restauración de la Sagrada Liturgia Nos esperamos
firmemente que brotarán copiosos frutos de piedad eucarística, para que la
santa Iglesia, levantando esta saludable enseña de piedad, avance cada día
más hacia la perfecta unidad[3] e invite a todos cuantos se glorian del
nombre cristiano a la unidad de la fe y de la caridad, atrayéndolos
suavemente bajo la acción de la divina gracia.
Nos parece ya entrever estos frutos y como gustar ya sus primicias en la
alegría manifiesta y en la prontitud de ánimo con que los hijos de la
Iglesia católica han acogido la Constitución de la Sagrada Liturgia
restaurada; y asimismo en muchas y bien escritas publicaciones destinadas a
investigar con mayor profundidad y a conocer con mayor fruto la doctrina
sobre la santísima Eucaristía, especialmente en lo referente a su conexión
con el misterio de la Iglesia.
Todo esto Nos es motivo de no poco consuelo y gozo, que también queremos de
buen grado comunicaros, Venerables Hermanos, para que vosotros, con Nos,
deis también gracias a Dios, dador de todo bien, quien, con su Espíritu,
gobierna a la Iglesia y la fecunda con crecientes virtudes.
MOTIVOS DE SOLICITUD PASTORAL Y DE PREOCUPACIÓN
2. Sin embargo, Venerables Hermanos, no faltan precisamente en la materia de
que hablamos, motivos de grave solicitud pastoral y de preocupación, sobre
los cuales no Nos permite callar la conciencia de Nuestro deber apostólico.
En efecto, sabemos ciertamente que entre los que hablan y escriben de este
Sacrosanto Misterio hay algunos que divulgan ciertas opiniones acerca de las
Misas privadas, del dogma de la transubstanciación y del culto eucarístico,
que perturban las almas de los fieles, causándoles no poca confusión en las
verdades de la fe, como si a cualquiera le fuese lícito olvidar la doctrina,
una vez definida por la Iglesia, o interpretarla de modo que el genuino
significado de las palabra o la reconocida fuerza de los conceptos queden
enervados.
En efecto, no se puede -pongamos un ejemplo- exaltar tanto la Misa, llamada
comunitaria, que se quite importancia a la Misa privada; ni insistir tanto
en la naturaleza del signo sacramental como si el simbolismo, que
ciertamente todos admiten en la Sagrada Eucaristía, expresase
exhaustivamente el modo de la presencia de Cristo en este Sacramento; ni
tampoco discutir sobre el misterio de la transubtanciación sin referirse a
la admirable conversión de toda la substancia del pan en el Cuerpo de Cristo
y de toda la sustancia del vino en su Sangre, conversión de la que habla el
Concilio de Trento, de modo que se limitan ellos tan sólo a lo que llaman
transignificación y transfinalización; como, finalmente, no se puede
proponer y aceptar la opinión, según la cual en las hostias consagradas, que
quedan después de celebrado el santo Sacrificio de la Misa, ya no se halla
presente Nuestro Señor Jesucristo.
Todos comprenden cómo en estas opiniones y en otras semejantes, que se van
divulgando, reciben gran daño la fe y el culto de la divina Eucaristía.
Así, pues, para que la esperanza suscitada por el Concilio de una nueva luz
de piedad eucarística que inunda a toda la Iglesia, no sea frustrada ni
aniquilada por los gérmenes ya esparcidos de falsas opiniones, hemos
decidido hablaros, Venerables Hermanos, de tan grave tema y comunicaros
Nuestro pensamiento acerca de él con autoridad apostólica.
Ciertamente, Nos no negamos a los que divulgan tales opiniones el deseo nada
despreciable de investigar y poner de manifiesto las inagotables riquezas se
tan gran Misterio, para hacerlo entender a los hombres de nuestra época; más
aún; reconocemos y aprobamos tal deseo; pero no podemos aprobar las
opiniones que defiende, y sentimos el deber de avisaros sobre el grave
peligro que esas opiniones constituyen para la recta fe.
LA SAGRADA EUCARISTÍA ES UN MISTERIO DE FE
3. Ante todo queremos recordar una verdad, por vosotros bien sabida, pero
muy necesaria para eliminar todo veneno de racionalismo; verdad, que muchos
católicos han sellado con su propia sangre y que celebres Padres y Doctores
de la Iglesia han profesado y enseñado constantemente, esto es, que la
Eucaristía es un altísimo misterio, más aún, hablando con propiedad, como
dice la Sagrada Liturgia, el misterio de fe. Efectivamente, sólo en él, como
muy sabidamente dice Nuestro predecesor León XIII, de f. m., se contienen
con singular riqueza y variedad de milagros todas las realidades
sobrenaturales[4].
Luego es necesario que nos acerquemos, particularmente a este misterio, con
humilde reverencia, no siguiendo razones humanas, que deben callar, sino
adhiriéndonos firmemente a la Revelación divina.
San Juan Crisóstomo, que, como sabéis, trató con palabra tan elevada y con
piedad tan profunda el misterio eucarístico, instruyendo en cierta ocasión a
sus fieles acerca de esta verdad, se expresó en estos apropiados términos:
Inclinémonos ante Dios; y no le contradigamos, aun cuando lo que El dice
pueda parecer contrario a nuestra razón y a nuestra inteligencia; que su
palabra prevalezca sobre nuestra razón e inteligencia. Observemos esta misma
conducta respecto al Misterio [Eucarístico], no considerando solamente lo
que cae bajo los sentidos, sino atendiendo a sus palabras, porque su palabra
no puede engañar[5].
Idénticas afirmaciones han hecho con frecuencia los Doctores escolásticos.
Que en este Sacramento se halle presente el Cuerpo verdadero y la Sangre
verdadera de Cristo, no se puede percibir con los sentidos -como dice Santo
Tomás-, sino sólo con la fe, la cual se apoya en la autoridad de Dios. Por
esto, comentando aquel pasaje de San Lucas 22, 19 "Hoc est Corpus meum quod
pro vobis tradetur", San Cirilo dice: No dudes si esto es verdad, sino más
bien acepta con fe las palabras del Salvador: porque, siendo El la verdad,
no miente[6].
Por eso, haciendo eco al Docto Angélico, el pueblo cristiano canta
frecuentemente: Visus tactus gustus in te fallitur, Sed auditu solo tuto
creditur: Credo quidquid dixit Dei Filius, Nil hoc Verbo veritatis verius.
["En ti se engaña la vista, el tacto, el gusto; sólo el oído cree con
seguridad. Creo lo que ha dicho el Hijo de Dios, pues nada hay más verdadero
que este Verbo de la verdad"].
Más aún, afirma San Buenaventura: Que Cristo está en el sacramento como
signo, no ofrece dificultad alguna; pero que esté verdaderamente en el
sacramento, como en el cielo, he ahí la grandísima dificultad; creer esto,
pues, es muy meritorio[7].
Por lo demás, esto mismo ya lo insinúa el Evangelio, cuando cuenta cómo
muchos de los discípulos de Cristo, luego de oir que habían de comer su
Carne y beber su Sangre, volvieron las espaldas al Señor y le abandonaron
diciendo: ¡Duras son estas palabras! ¿Quién puede oírlas? En cambio Pedro,
al preguntarle el Señor si también los Doce querían marcharse, afirmó con
pronta firmeza su fe y la de los demás Apóstoles, con esta admirable
respuesta: Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna[8].
Y así es lógico que al investigar este misterio sigamos como una estrella el
magisterio de la Iglesia, a la cual el divino Redentor ha confiado la
Palabra de Dios, escrita o transmitida oralmente, para que la custodie y la
interprete, convencidos de que aunque no se indague con la raz��n, aunque no
se explique con la palabra, es verdad, sin embargo, lo que desde la antigua
edad con fe católica veraz se predica y se cree en toda la Iglesia[9].
Pero esto no basta. Efectivamente, aunque se salve la integridad de la fe,
es también necesario atenerse a una manera apropiada de hablar no sea que,
con el uso de palabras inexactas, demos origen a falsas opiniones -lo que
Dios no quiera- acerca de la fe en los más altos misterios. Muy a propósito
viene el grave aviso de San Agustín, cuando considera el diverso modo de
hablar de los filósofos y el de los cristianos: Los filósofos -escribe-
hablan libremente y en las cosas muy difíciles de entender no temen herir
los oídos religiosos. Nosotros, en cambio, debemos hablar según una regla
determinada, no sea que el abuso de las palabras engendre alguna opinión
impía aun sobre las cosas por ellas significadas[10].
La norma, pues, de hablar que la Iglesia, con un prolongado trabajo de
siglos, no sin ayuda del Espíritu Santo, ha establecido, confirmándola con
la autoridad de los Concilios, norma que con frecuencia se ha convertido en
contraseña y bandera de la fe ortodoxa, debe ser religiosamente observada, y
nadie, a su propio arbitrio o so pretexto de nueva ciencia, presuma
cambiarla. ¿Quién, podría tolerar jamás, que las fórmulas dogmáticas usadas
por los Concilios ecuménicos para los misterios de la Santísima Trinidad y
de la Encarnación se juzguen como ya inadecuadas a los hombres de nuestro
tiempo y que en su lugar se empleen inconsideradamente otras nuevas? Del
mismo modo no se puede tolerar que cualquiera pueda atentar a su gusto
contra las fórmulas con que el Concilio Tridentino ha propuesto la fe del
Misterio Eucarístico. Porque esas fórmulas, como las demás usadas por la
Iglesia para proponer los dogmas de l que con frecuencia se ha convertido en
contraseña y bandera de la fe ortodoxa, debe ser religiosamente observada, y
nadie, a su propio arbitrio o so pretexto de nueva ciencia, presuma
cambiarla. ¿Quién, podría tolerar jamás, que las fórmulas dogmáticas usadas
por los Concilios ecuménicos para los misterios de la Santísima Trinidad y
de la fe, expresan conceptos no ligados a una determinada forma de cultura
ni a una determinada fase de progreso científico, ni a una u otra escuela
teológica, sino que manifiestan lo que la mente humana percibe de la
realidad en la universal y necesaria experiencia y lo expresa con adecuadas
y determinadas palabras tomadas del lenguaje popular o del lenguaje culto.
Por eso resultan acomodadas a todos los hombres de todo tiempo y lugar.
Verdad es que dichas fórmulas se pueden explicar más clara y más ampliamente
con mucho fruto, pero nunca en un sentido diverso de aquel en que fueron
usadas, de modo que al progresar la inteligencia de la fe permanezca intacta
la verdad de la fe. Porque, según enseña el Concilio Vaticano I, en los
sagrados dogmas se debe siempre retener el sentido que la Santa Madre
Iglesia ha declarado una vez para siempre y nunca es lícito alejarse de ese
sentido bajo el especioso pretexto de una más profunda inteligencia[11].
EL MISTERIO EUCARÍSTICO SE REALIZA EN EL SACRIFICIO DE LA MISA
4. Y para edificación y alegría de todos, Nos place, Venerables Hermanos,
recordar la doctrina que la Iglesia católica conserva por la tradición y
enseña con unánime consentimiento.
nte todo, es provechoso traer a la memoria lo que es como la síntesis y
punto central de esta doctrina, es decir, que por el Misterio Eucarístico se
representa de manera admirable el sacrificio de la Cruz consumado de una vez
para siempre en el Calvario, se recuerda continuamente y se aplica su virtud
salvadora para el perdón de los pecados que diariamente cometemos[12].
Nuestro Señor Jesucristo, al instituir el Misterio Eucarístico, sancionó con
su sangre el Nuevo Testamento, cuyo Mediador es El, como en otro tiempo
Moisés había sancionado el Antiguo con la sangre de los terneros[13].
Porque, como cuenta el Evangelista, en la última cena, tomando el pan, dio
gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: Este es mi Cuerpo, entregado por
vosotros: haced esto en memoria mía. Asimismo tomó el cáliz, después de la
cena, diciendo: Este es el cáliz de la nueva Alianza en mi Sangre, derramada
por vosotros[14]. Y así, al ordenar a los Apóstoles que hicieran esto en
memoria suya, quiso por lo mismo que se renovase perpetuamente. Y la Iglesia
naciente lo cumplió fielmente, perseverando en la doctrina de los Apóstoles
y reuniéndose para celebrar el Sacrificio Eucarístico: Todos ellos
perseveraban -atestigua cuidadosamente San Lucas- en la doctrina de los
apóstoles y en la comunión de la fracción del pan y en la oración[15]. Y era
tan grande el fervor que los fieles recibían de esto, que podía decirse de
ellos: la muchedumbre de los creyentes era un solo corazón y un alma
sola[16].
Y el apóstol Pablo, que nos transmitió con toda fidelidad lo que el Señor le
había enseñado[17], habla claramente del Sacrificio Eucarístico, cuando
demuestra que los cristianos no pueden tomar parte en los sacrificios de los
paganos, precisamente porque se han hecho participantes de la mesa del
Señor. El cáliz de bendición que bendecimos -dice- ¿no es por ventura la
comunicación de la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es acaso la
participación del Cuerpo de Cristo?... No podéis beber el cáliz de Cristo y
el cáliz de los demonios, no podéis tomar parte en la mesa del Señor y en la
mesa de los demonios[18]. La Iglesia, enseñada por el Señor y por los
Apóstoles ha ofrecido siempre esta nueva oblación del Nuevo Testamento, que
Malaquías había preanunciado[19], no sólo por los pecados de los fieles aún
vivos y por sus penas, expiaciones y demás necesidades, sino también por los
muertos en Cristo, no purificados aún del todo[20].
Y omitiendo otros testimonios, recordamos tan sólo el de San Cirilo de
Jerusalén, el cual, instruyendo a los neófitos en la fe cristiana, dijo
estas memorables palabras: Después de completar el sacrificio espiritual,
rito incruento, sobre la hostia propiciatoria, pedimos a Dios por la paz
común de las Iglesias, por el recto orden del mundo, por los emperadores,
por los ejércitos y los aliados, por los enfermos, por los afligidos, y, en
general, todos nosotros rogamos por todos los que tienen necesidad de ayuda
y ofrecemos esta víctima... y luego [oramos] también por los santos padres y
obispos difuntos y, en general, por todos los que han muerto entre nosotros,
persuadidos de que les será de sumo provecho a las almas por las cuales se
eleva la oración mientras esté aquí presente la Víctima Santa y digna de la
máxima reverencia. Confirmando esto con el ejemplo de la corona entretejida
para el emperador a fin de que perdone a los desterrados, el mismo santo
Doctor concluye así su discurso: Del mismo modo también nosotros ofrecemos
plegarias a Dios por los difuntos, aunque sean pecadores; no le entretejemos
una corona, pero le ofrecemos en compensación de nuestros pecados a Cristo
inmolado, tratando de hacer a Dios propicio para con nosotros y con
ellos[21]. San Agustín atestigua que esta costumbre de ofrecer el sacrificio
de nuestra redención también por los difuntos estaba vigente en la Iglesia
romana[22], y al mismo tiempo hace notar que aquella costumbre, como
transmitida por los Padres, se guardaba en toda la Iglesia[23].
Pero hay otra cosa que, por ser muy útil para ilustrar el misterio de la
Iglesia, Nos place añadir; esto es, que la Iglesia, al desempeñar la función
de sacerdote y víctima juntamente con Cristo, ofrece toda entera el
sacrificio de la misa, y toda entera se ofrece en él. Nos deseamos
ardientemente que esta admirable doctrina, enseñada ya por los Padres[24],
recientemente expuesta por Nuestro Predecesor Pío XII, de i.m.[25], y
últimamente expresada por el Concilio Vaticano II en la Constitución De
Ecclesia a propósito del pueblo de Dios[26], se explique con frecuencia y se
inculque profundamente en las almas de los fieles, dejando a salvo, como es
justo, la distinción no sólo de grado, sino también de naturaleza que hay
entre el sacerdocio de los fieles y el sacerdocio jerárquico[27]. Porque
esta doctrina, en efecto, es muy apta para alimentar la piedad eucarística,
para enaltecer la dignidad de todos los fieles y para estimular a las almas
a llegar a la cumbre de la santidad, que no consiste sino en entregarse por
completo al servicio de la Divina Majestad con generosa oblación de sí
mismo.
Conviene, además, recordar la conclusión que de esta doctrina se desprende
sobre la naturaleza pública y social de toda Misa[28]. Porque toda Misa,
aunque sea celebrada privadamente por un sacerdote, no es acción privada,
sino acción de Cristo y de la Iglesia, la cual, en el sacrifico que ofrece,
aprende a ofrecerse a sí misma como sacrificio universal, y aplica a la
salvación del mundo entero la única e infinita virtud redentora del
sacrificio de la Cruz.
Pues cada Misa que se celebra se ofrece no sólo por la salvación de algunos,
sino también por la salvación de todo el mundo.
De donde se sigue que, si bien a la celebración de la Misa conviene en gran
manera, por su misma naturaleza, que un gran número de fieles tome parte
activa en ella, no hay que desaprobar, sino antes bien aprobar, la Misa
celebrada privadamente, según las prescripciones y tradiciones de la
Iglesia, por un sacerdote con sólo el ministro que le ayuda y le responde;
porque de esta misa se deriva gran abundancia de gracias especiales para
provecho ya del mismo sacerdote, ya del pueblo fiel y de otra la Iglesia, y
aun de todo el mundo: gracias que no se obtienen en igual abundancia con la
sola comunión.
Por lo tanto, con paternal insistencia, recomendamos a los sacerdotes -que
de un modo particular constituyen Nuestro gozo y nuestra corona en el Señor-
que, recordando la potestad, que recibieron del Obispo que los consagró para
ofrecer a Dios el sacrificio y celebrar misas tanto por los vivos como por
los difuntos en nombre del Señor[29], celebren cada día la misa digna y
devotamente, de suerte que tanto ellos mismos como los demás cristianos
puedan gozar en abundancia de la aplicación de los frutos que brotan del
sacrificio de la Cruz. Así también contribuyen en grado sumo a la salvación
del genero humano.
EN EL SACRIFICIO DE LA MISA, CRISTO SE HACE SACRAMENTALMENTE PRESENTE
5. Cuanto hemos dicho brevemente acerca del Sacrificio de la Misa nos anima
sacerdotes -que de un modo particular constituyen Nuestro gozo y nuestra
corona en el Señor- que, recordando la potestad, que recibieron del Obispo
que los consagró para ofrecer a Dios el sacrificio y celebrar misas tanto
por los vivos como por los difuntos en nombre del Señor, celebren cada día
la misa digna y devotamente, de suerte que tanto ellos mismos como los demás
cristianos a exponer algo también sobre el Sacramento de la Eucaristía, ya que
ambos, Sacrificio y Sacramento, pertenecen al mismo misterio sin que se
pueda separar el uno del otro. El Señor se inmola de manera incruenta en el
Sacrificio de la Misa, que representa el Sacrifico de la Cruz, y nos aplica
su virtud salvadora, cuando por las palabras de la consagración comienza a
estar sacramentalmente presente, como alimento espiritual de los fieles,
bajo las especies del pan y del vino.
Bien sabemos todos que son distintas las maneras de estar presente Cristo en
su Iglesia. Resulta útil recordar algo más por extenso esta bellísima verdad
que la Constitución De Sacra Liturgia expuso brevemente[30]. Presente está
Cristo en su Iglesia que ora, porque es él quien ora por nosotros, ora en
nosotros y a El oramos: ora por nosotros como Sacerdote nuestro; ora en
nosotros como Cabeza nuestra y a El oramos como a Dios nuestro[31]. Y El
mismo prometió: Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy
yo en medio de ellos"[32].
Presente está El en su Iglesia que ejerce las obras de misericordia, no sólo
porque cuando hacemos algún bien a uno de sus hermanos pequeños se lo
hacemos al mismo Cristo[33], sino también porque es Cristo mismo quien
realiza estas obras por medio de su Iglesia, socorriendo así continuamente a
los hombres con su divina caridad. Presente está en su Iglesia que peregrina
y anhela llegar al puerto de la vida eterna, porque El habita en nuestros
corazones por la fe[34] y en ellos difunde la caridad por obra del Espíritu
Santo que El nos ha dado[35].
De otra forma, muy verdadera, sin embargo, está también presente en su
Iglesia que predica, puesto que el Evangelio que ella anuncia es la Palabra
de Dios, y solamente en el nombre, con la autoridad y con la asistencia de
Cristo, Verbo de Dios encarnado, se anuncia, a fin de que haya una sola grey
gobernada por un solo pastor[36].
Presente está en su Iglesia que rige y gobierna al pueblo de Dios, puesto
que la sagrada potestad se deriva de Cristo, y Cristo, Pastor de los
pastores[37], asiste a los pastores que la ejercen, según la promesa hecha a
los Apóstoles. Además, de modo aún más sublime, está presente Cristo en su
Iglesia que en su nombre ofrece el Sacrificio de la Misa y administra los
Sacramentos. A propósito de la presencia de Cristo en el ofrecimiento del
Sacrificio de la Misa, Nos place recordar lo que San Juan Crisóstomo, lleno
de admiración, dijo con verdad y elocuencia: Quiero añadir una cosa
verdaderamente maravillosa, pero no os extrañéis ni turbéis. ¿Qué es? La
oblación es la misma, cualquiera que sea el oferente, Pablo o Pedro; es la
misma que Cristo confió a sus discípulos, y que ahora realizan los
sacerdotes; esta no es, en realidad, menor que aquélla, porque no son los
hombre quienes la hacen santa, sino Aquel que la santificó. Porque así como
las palabras que Dios pronunció son las mismas que el sacerdote dice ahora,
así la oblación es la misma[38].
Nadie ignora, en efecto, que los Sacramentos son acciones de Cristo, que los
administra por medio de los hombres. Y así los Sacramentos son santos por sí
mismos y por la virtud de Cristo: al tocar los cuerpos, infunden gracia en
la almas.
Estas varias maneras de presencia llenan el espíritu de estupor y dan a
contemplar el misterio de la Iglesia. Pero es muy distinto el modo,
verdaderamente sublime, con el cual Cristo está presente a su Iglesia en el
Sacramento de la Eucaristía, que por ello es, entre los demás sacramentos,
el mas dulce por la devoción, el más bello por la inteligencia, el más santo
por el contenido[39]; ya que contiene al mismo Cristo y es como la
perfección de la vida espiritual y el fin de todos los sacramentos[40].
Tal presencia se llama real, no por exclusión, como si las otras no fueran
reales, sino por antonomasia, porque es también corporal y substancial, pues
por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e
íntegro[41]. Falsamente explicaría esta manera de presencia quien se
imaginara una naturaleza, como dicen, "pneumática" y omnipresente, o la
redujera a los límites de un simbolismo, como si este augustísimo Sacramento
no consistiera sino tan sólo en un signo eficaz de la presencia espiritual
de Cristo y de su íntima unión con los fieles del Cuerpo Místico[42].
Verdad es que acerca del simbolismo eucarístico, sobre todo con referencia a
la unidad de la Iglesia, han tratado mucho los Padres y Doctores
escolásticos. El Concilio de Trento, al resumir su doctrina, enseña que
nuestro Salvador dejó en su Iglesia la Eucaristía como un símbolo... de su
unidad y de la caridad con la que quiso estuvieran íntimamente unidos entre
sí todos los cristianos, y por lo tanto, símbolo de aquel único Cuerpo del
cual El es la Cabeza[43].
Ya en los comienzos de la literatura cristiana, a propósito de este asunto
escribió el autor desconocido de la obra llamada Didaché o Doctrina de los
doce Apóstoles: Por lo que toca a la Eucaristía, dad gracias así... como
este pan partido estaba antes disperso sobre los montes y recogido se hizo
uno, así se reúna tu Iglesia desde los confines de la tierra en tu
reino[44].
Igualmente San Cipriano, defendiendo la unidad de la Iglesia contra el
cisma, dice: Finalmente, los mismos sacrificios del Señor manifiestan la
unanimidad de los cristianos, entrelazada con sólida e indisoluble caridad.
Porque cuando el Señor llama Cuerpo suyo al pan integrado por la unión de
muchos granos, El está indicando la unión de nuestro pueblo, a quien El
sostenía; y cuando llama Sangre suya al vino exprimido de muchos granos y
racimos y que unidos forman una cosa, indica igualmente nuestra grey,
compuesta de una multitud reunida entre sí[45].
Por lo demás, a todos se había adelantado el Apóstol, cuando escribía a los
Corintios: Porque el pan es uno solo, constituimos un solo cuerpo todos los
que participamos de un solo pan[46].
Pero si el simbolismo eucarístico nos hace comprender bien el efecto propio
de este sacramento, que es la unidad del Cuerpo Místico, no explica, sin
embargo, ni expresa la naturaleza del Sacramento por la cual éste se
distingue de los demás. Porque la perpetua instrucción impartida por la
Iglesia a los catecúmenos, el sentido del pueblo cristiano, la doctrina
definida por el Concilio de Trento, y las mismas palabras de Cristo, al
instituir la santísima Eucaristía, nos obligan a profesar que la Eucaristía
es la carne de nuestro Salvador Jesucristo, que padeció por nuestros
pecados, y al que el Padre, por su bondad, ha resucitado[47]. A estas
palabras de San Ignacio de Antioquía Nos agrada añadir las de Teodoro de
Mopsuestia, fiel testigo en esta materia de la fe de la Iglesia, cuando
decía al pueblo: Porque el Señor no dijo: Esto es un símbolo de mi cuerpo, y
esto un símbolo de mi sangre, sino: Esto es mi cuerpo y mi sangre. Nos
enseña a no considerar la naturaleza de la cosa propuesta a los sentidos, ya
que con la acción de gracias y las palabras pronunciadas sobre ella se ha
cambiado en su carne y sangre[48].
Apoyado en esta fe de la Iglesia, el Concilio de Trento abierta y
simplemente afirma que en el benéfico sacramento de la santa Eucarístia,
después de la consagración del pan y del vino, se contiene bajo la
apariencia de estas cosas sensibles, verdadera, real y substancialmente
Nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Por lo tanto,
nuestro Salvador está presente según su humanidad, no sólo a la derecha del
Padre, según el modo natural de existir, sino al mismo tiempo también en el
Sacramento de la Eucaristía con un modo de existir que si bien apenas
podemos expresar con las palabras podemos, sin embargo, alcanzar con la
razón ilustrada por la fe y debemos creer firmísimamente que para Dios es
posible[49].
CRISTO SEÑOR ESTÁ PRESENTE EN EL SACRAMENTO DE LA EUCARISTÍA POR LA
TRANSUBSTANCIACIÓN
6. Mas para que nadie entienda erróneamente este modo de presencia, que
supera las leyes de la naturaleza y constituye en su género el mayor de los
milagros[50], es necesario escuchar con docilidad la voz de la iglesia que
enseña y ora. Esta voz que, en efecto, constituye un eco perenne de la voz
de Cristo, nos asegura que Cristo no se hace presente en este Sacramento
sino por la conversión de toda la substancia del pan en su cuerpo y de toda
la substancia del vino en su sangre; conversión admirable y singular, que la
Iglesia católica justamente y con propiedad llama transubstanciación[51].
Realizada la transubstanciación, las especies del pan y del vino adquieren
sin duda un nuevo significado y un nuevo fin, puesto que ya no son el pan
ordinario y la ordinaria bebida, sino el signo de una cosa sagrada, y signo
de un alimento espiritual; pero ya por ello adquieren un nuevo significado y
un nuevo fin, puesto que contienen una nueva realidad que con razón
denominamos ontológica.
Porque bajo dichas especies ya no existe lo que antes había, sino una cosa
completamente diversa; y esto no tan sólo por el juicio de la fe de la
Iglesia, sino por la realidad objetiva, puesto que, convertida la substancia
o naturaleza del pan y del vino en el cuerpo y en la sangre de Cristo, no
queda ya nada del pan y del vino, sino tan sólo las especies: bajo ellas
Cristo todo entero está presente en su realidad física, aun corporalmente,
pero no a la manera que los cuerpos están en un lugar.
Por ello los Padres tuvieron gran cuidado de advertir a los fieles que, al
considerar este augustísimo sacramento creyeran no a los sentidos que se
fijan en las propiedades del pan y del vino, sino a las palabras de Cristo,
que tienen tal virtud que cambian, transforman, transelementan el pan y el
vino en su cuerpo y en su sangre; porque, como más de una vez lo afirman los
mismos Padres, la virtud que realiza esto es la misma virtud de Dios
omnipotente, que al principio del tiempo creó el universo de la nada.
Instruido en estas cosas -dice San Cirilo de Jerusalén al concluir su sermón
sobre los misterios de la fe- e imbuido de una certísima fe, para lo cual lo
que parece pan no es pan, no obstante la sensación del gusto, sino que es el
Cuerpo de Cristo; y lo que parece vino no es vino, aunque así le parezca al
gusto, sino que es la Sangre de Cristo...; confirmar tu corazón y come ese
pan como algo espiritual y alegra la faz de tu alma[52].
E insiste San Juan Crisóstomo: No es el hombre quien convierte las cosas
ofrecidas en el cuerpo y sangre de Cristo, sino el mismo Cristo que por
nosotros fue crucificado. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia aquellas
palabras, pero su virtud y la gracia son de Dios. Esto es mi cuerpo, dice. Y
esta palabra transforma las cosas ofrecidas[53]. Y con el Obispo de
Constantinopla Juan, está perfectamente de acuerdo el Obispo de Alejandría
Cirilo, cuando en su comentario al Evangelio de San Mateo, escribe:
[Cristo], señalando, dijo: Esto es mi cuerpo, y esta es mi sangre, para que
no creas que son simples figuras las cosas que se ven, sino que las cosas
ofrecidas son transformadas, de manera misteriosa pero realmente por Dios
omnipotente, en el cuerpo y en la sangre de Cristo, por cuya participación
recibimos la virtud vivificante y santificadora de Cristo[54].
Y Ambrosio, Obispo de Milán, hablando con claridad sobre la conversión
eucarística, dice: Convenzámonos de que esto no es lo que la naturaleza
formó, sino lo que la bendición consagró y que la fuerza de la bendición es
mayor que la de la naturaleza, porque con la bendición aun la misma
naturaleza se cambia. Y queriendo confirmar la verdad del misterio, propone
muchos ejemplos de milagros narrados en la Escritura, entre los cuales el
nacimiento de Jesús de la Virgen María, y luego, volviéndose a la creación
concluye: Por lo tanto, la palabra de Cristo, que ha podido hacer de la nada
lo que no existía, ¿no puede acaso cambiar las cosas que ya existen, en lo
que no eran? Pues no es menos dar a las cosas su propia naturaleza, que
cambiársela[55].
Ni es necesario aducir ya muchos testimonios. Más útil es recordar la
firmeza de la fe con que la Iglesia, con unánime concordia, resistió a
Berengario, quien, cediendo a dificultades sugeridas por la razón humana,
fue el primero que se atrevió a negar la conversión eucarística. La Iglesia
le amenazó repetidas veces con la condena si no se retractaba. Y por eso San
Gregorio VII, Nuestro Predecesor, le impuso prestar un juramento en estos
términos: Creo de corazón y abiertamente confieso que el pan y el vino que
se colocan en el altar, por el misterio de la oración sagrada, y por las
palabras de nuestro Redentor, se convierten substancialmente en la
verdadera, propia y vivificante carne y sangre de Nuestro Señor Jesucristo,
y que después de la consagración está el verdadero cuerpo de Cristo, que
nació de la Virgen, y que ofrecido por la salvación del mundo estuvo
pendiente de la cruz, y que está sentado a la derecha del Padre; y que está
la verdadera sangre de Cristo, que brotó de su costado, y ello no sólo por
signo y virtud del sacramento, sino aun en la propiedad de la naturaleza y
en la realidad de la substancia[56].
Acorde con estas palabras, dando así admirable ejemplo de la firmeza de la
fe católica, está todo cuanto los Concilios Ecuménicos Lateranense,
Constanciense, Florentino y, finalmente, el Tridentino enseñaron de un modo
constante sobre el misterio de la conversión eucarística, ya exponiendo la
doctrina de la Iglesia, ya condenando los errores.
Después del Concilio de Trento, Nuestro Predecesor Pío VI advirtió
seriamente contra los errores del Sínodo de Pistoya, que los párrocos, que
tienen el deber de enseñar, no descuiden hablar de la transubstanciación,
que es uno de los artículos de la fe[57].
También Nuestro Predecesor Pío XII, de f.m, recordó los límites que no deben
pasar todos los que discuten con sutilezas sobre el misterio de la
transubstanciación[58]. Nos mismo, en el reciente Congreso Nacional Italiano
Eucarístico de Pisa, cumpliendo Nuestro deber apostólico hemos dado público
y solemne testimonio de la fe de la Iglesia[59].
Por lo demás, la Iglesia católica, no sólo ha enseñado siempre la fe sobre a
presencia del Cuerpo y Sangre de Cristo en la Eucaristía, sino que la ha
vivido también, adorando en todos los tiempos Sacramento tan grande con el
culto latréutico que tan sólo a Dios es debido. Culto sobre el cual escribe
San Agustín: En esta misma carne [el Señor] ha caminado aquí y esta misma
carne nos la ha dado de comer para la salvación; y ninguno come esta carne
sin haberla adorado antes..., de modo que no pecamos adorándola; antes al
contrario, pecamos si no la adoramos[60].
DEL CULTO LATRÉUTICO DEBIDO AL SACRAMENTO EUCARÍSTICO
7. La Iglesia católica rinde este culto latréutico al Sacramento
Eucarístico, no sólo durante la Misa, sino también fuera de su celebración,
conservando con la máxima diligencia las hostias consagradas, presentándolas
a la solemne veneración de los fieles cristianos, llevándolas en procesión
con alegría de la multitud del pueblo cristiano.
De esta veneración tenemos muchos testimonios en los antiguos documentos de
la Iglesia. Pues los Pastores de la Iglesia siempre exhortaban solícitamente
a los fieles a que conservaran con suma diligencia la Eucaristía que
llevaban a su casa. En verdad, el Cuerpo de Cristo debe ser comido y no
despreciado por los fieles, amonesta gravemente San Hipólito[61].
Consta que los fieles creían, y con razón, que pecaban, según recuerda
Orígenes, cuando, luego de haber recibido [para llevarlo] el Cuerpo del
Señor, aun conservándolo con todo cuidado y veneración, se les caía algún
fragmento suyo por negligencia[62].
Que los mismos Pastores reprobaban fuertemente cualquier defecto de debida
reverencia, lo atestigua Novaciano digno de fe en esto, cuando juzga
merecedor de reprobación a quien, saliendo de la celebración dominical y
llevando aún consigo, como se suele, la Eucaristía..., lleva el Cuerpo Santo
del Señor de acá para allá, corriendo a los espectáculos y no a su casa[63].
Todavía más: San Cirilo de Alejandría rechaza como locura la opinión de
quienes sostenían que la Eucaristía no sirve nada para la santificación,
cuando se trata de algún residuo de ella guardado para el día siguiente:
Pues ni se altera Cristo, dice, ni se muda su sagrado Cuerpo, sino que
persevera siempre en él la fuerza, la potencia y la gracia vivificante[64].
Ni se debe olvidar que antiguamente los fieles, ya se encontrasen bajo la
violencia de la persecución, ya por amor de la vida monástica viviesen en la
soledad, solían alimentarse diariamente con la Eucaristía, tomando la
sagrada Comunión aun con sus propias manos, cuando estaba ausente el
Sacerdote o el Diácono[65].
No decimos esto, sin embargo, para que se cambie el modo de custodiar la
Eucaristía o de recibir la santa Comunión, establecido después por las leyes
eclesiásticas y todavía hoy vigente, sino sólo para congratularnos de la
única fe de la Iglesia, que permanece siempre la misma.
De esta única fe ha nacido también la fiesta del Corpus Christi, que,
especialmente por obra de la sierva de Dios Santa Juliana de Mont Cornillon,
fue celebrada por primera vez en la diócesis de Lieja, y que Nuestro
Predecesor Urbano IV extendió a toda la Iglesia; y de aquella fe han nacido
también otras muchas instituciones de piedad eucarística que, bajo la
inspiración de la gracia divina, se han multipliado cada vez más, y con las
cuales la Iglesia católica, casi a porfía, se esfuerza en rendir homenaje a
Cristo, ya para darle las gracias por don tan grande, ya para implorar su
misericordia.
EXHORTACIÓN PARA PROMOVER EL CULTO EUCARÍSTICO
8. Os rogamos, pues, Venerables Hermanos, que custodiéis pura e íntegra en
el pueblo, confiado a vuestro cuidado y vigilancia, esta fe que nada desea
tan ardientemente como guardar una perfecta fidelidad a la palabra de Cristo
y de los Apóstoles, rechazando en absoluto todas las opiniones falsas y
perniciosas, y que promováis, sin rehuir palabras ni fatigas, el culto
eucarístico, al cual deben conducir finalmente todas las otras formas de
piedad.
Que los fieles, bajo vuestro impulso, conozcan y experimenten más y más esto
que dice San Agustín: El que quiere vivir tiene dónde y de dónde vivir. Que
se acerque, que crea, que se incorpore para ser vivificado. Que no renuncie
a la cohesión de los miembros, que no sea un miembro podrido digno de ser
cortado, ni un miembro deforme de modo que se tenga que avergonzar: que sea
un miembro hermoso, apto, sano; que se adhiera al cuerpo, que viva de Dios
para Dios; que trabaje ahora en la tierra para poder reinar después en el
cielo[66]. Diariamente, como es de desear, los fieles en gran número
participen activamente en el sacrificio de la Misa se alimenten pura y
santamente con la sagrada Comunión, y den gracias a Cristo Nuestro Señor por
tan gran don.
Recuerden estas palabras de Nuestro Predecesor San Pío X: El deseo de Jesús
y de la Iglesia de que todos los fieles se acerquen diariamente al sagrado
banquete, consiste sobre todo en esto: que los fieles, unidos a Dios por
virtud del sacramento, saquen de él fuerza para dominar la sensualidad, para
purificar de las leves culpas cotidianas y para evitar los pecados graves a
los que está sujeto la humana fragilidad[67].
Además, durante el día, que los fieles no omitan el hacer la visita al
Santísimo Sacramento, que ha de estar reservado con el máximo honor en el
sitio más noble de las iglesias, conforme a las leyes litúrgicas, pues la
visita es señal de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo
Nuestro Señor, allí presente.
Todos saben que la divina Eucaristía confiere al pueblo cristiano una
dignidad incomparable. Ya que no sólo mientras se ofrece el Sacrificio y se
realiza el Sacramento, sino también después, mientras la Eucaristía es
conservada en las iglesias y oratorios, Cristo es verdaderamente el
Emmanuel, es decir, Dios con nosotros. Porque día y noche está en medio de
nosotros, habita con nosotros lleno de gracia y de verdad[68]; ordena las
costumbres, alimenta las virtudes, consuela a los afligidos, fortalece a los
débiles, incita a su imitación a todos que a El se acercan, de modo que con
su ejemplo aprendan a ser mansos y humildes de corazón, y a buscar no ya las
cosas propias, sino las de Dios. Y así todo el que se vuelve hacia el
augusto Sacramento Eucarístico con particular devoción y se esfuerza en amar
a su vez con prontitud y generosidad a Cristo que nos ama infinitamente,
experimenta y comprende a fondo, no sin gran gozo y aprovechamiento del
espíritu, cuán preciosa es la vida escondida con Cristo en Dios[69] y cuánto
sirve estar en coloquio con Cristo: nada más dulce, nada más eficaz para
recorrer el camino de la santidad.
Bien conocéis, además, Venerables Hermanos, que la Eucaristía es conservada
en los templos y oratorios como centro espiritual de la comunidad religiosa
y de la parroquial, más aún, de la Iglesia universal y de toda la humanidad,
puesto que bajo el velo de las sagradas especies contiene a Cristo, Cabeza
invisible de la Iglesia, Redentor del mundo, centro de todos los corazones,
por quien son todas las cosas y nosotros por El[70].
De aquí se sigue que el culto de la divina Eucaristía mueve muy fuertemente
el ánimo a cultivar el amor social[71], por el cual anteponemos al bien
privado el bien común; hacemos nuestra la causa de la comunidad, de la
parroquia, de la Iglesia universal, y extendemos la caridad a todo el mundo,
porque sabemos que doquier existen miembros de Cristo.
Venerables Hermanos, puesto que el Sacramento de la Eucaristía es signo y
causa de la unidad del Cuerpo Místico de Cristo y en aquellos que con mayor
fervor lo veneran excita un activo espíritu eclesial, según se dice, no
ceséis de persuadir a vuestros fieles, para que, acercándose al misterio
eucarístico, aprendan a hacer suya propia la causa de la Iglesia, a orar a
Dios sin interrupción, a ofrecerse a sí mismos a Dios como agradable
sacrificio por la paz y la unidad de la Iglesia, a fin de que todos los
hijos de la Iglesia sean una sola cosa y tengan el mismo sentimiento, y que
no haya entre ellos cismas, sino que sean perfectos en una misma manera de
sentir y de pensar, como manda el Apóstol[72]; y que todos cuantos aún no
están unidos en perfecta comunión con la Iglesia católica, por estar
separados de ella, pero que se glorían y honran del nombre cristiano,
lleguen cuanto antes con el auxilio de la gracia divina a gozar juntamente
con nosotros aquella unidad de fe y de comunión que Cristo quiso que fuera
el distintivo de sus discípulos.
Este deseo de orar y consagrarse a Dios por la unidad de la Iglesia lo deben
considerar como particularmente suyo los religiosos, hombres y mujeres,
puesto que ellos se dedican de modo especial a la adoración del Santísismo
Sacramento, y son como su corona aquí en la tierra, en virtud de los votos
que han hecho.
Pero queremos una vez mas expresar el deseo de la unidad de todos los
cristianos, que es el más querido y grato que tuvo y tiene la Iglesia, con
las mismas palabras del Concilio Tridentino en la conclusión del Decreto
sobre la santísima Eucaristía: Finalmente, el Santo Sínodo advierte con
paterno afecto, ruega e implora por las entrañas de la misericordia de
nuestro Dios[73] que todos y cada uno de los cristianos lleguen alguna vez a
unirse concordes en este signo de unidad, en este vínculo de caridad, en
este símbolo de concordia y considerando tan gran majestad y el amor tan
eximio de Nuestro Señor Jesucristo, que dio su preciosa vida como precio de
nuestra salvación y nos dio su carne para comerla[74], crean y adoren estos
sagrados misterios de su Cuerpo y de su Sangre con fe tan firme y constante,
con tanta piedad y culto, que les permita recibir frecuentemente este pan
supersubstancial[75], y que éste sea para ellos verdaderamente vida del alma
y perenne salud de la mente, de tal forma que, fortalecidos con su
vigor[76], puedan llegar desde esta pobre peregrinación terrena a la patria
celestial para comer allí, ya sin velo alguno, el mismo pan de los
ángeles[77] que ahora "comen bajo los sagrados velos"[78].
¡Ojalá que el benignísimo Redentor que, ya próximo a la muerte rogó al Padre
por todos los que habían de creer en El para que fuesen una sola cosa, como
El y el Padre son una cosa sola[79], se digne oír lo más pronto posible este
ardentísimo deseo Nuestro y de toda la Iglesia, es decir, que todos, con una
sola voz y una sola fe, celebremos el Misterio Eucarístico, y que,
participando del Cuerpo de Cristo, formemos un solo cuerpo[80], unido con
los mismos vínculos con los que él quiso quedase asegurada su unidad!
Nos dirigimos, además, con fraterna caridad a todos los que pertenecen a las
venerables Iglesias del Oriente, en las que florecieron tantos celebérrimos
Padres cuyos testimonios sobre la Eucaristía hemos recordado de buen grado
en esta Nuestra Carta. Nos sentimos penetrados por gran gozo cuando
consideramos vuestra fe ante la Eucaristía que coincide con nuestra fe;
cuando escuchamos las oraciones litúrgicas con que celebráis vosotros un
misterio tan grande; cuando admiramos vuestro culto eucarístico y leemos a
vuestros teólogos que exponen y defienden la doctrina sobre este augustísimo
sacramento.
La Santísima Virgen María, de la que Cristo Señor tomó aquella carne, que en
este Sacramento, bajo las especies del pan y del vino, se contiene, se
ofrece y se come[81], y todos los santos y las santas de Dios, especialmente
los que sintieron más ardiente devoción por la divina Eucaristía, intercedan
junto al Padre de las misericordias, para que de la común fe y culto
eucarístico brote y reciba más vigor la perfecta unidad de comunión entre
todos los cristianos. Impresas están en el ánimo la palabras del santísimo
mártir Ignacio, que amonesta a los fieles de Filadelfia sobre el mal de las
desviaciones y de los cismas, para los que es remedio la Eucaristía:
Esforzáos, pues -dice-, por gozar de una sola Eucaristía: porque una sola es
la carne de Nuestro Señor Jesucristo, y uno solo es el cáliz en la unidad de
su Sangre, uno el alta, como uno es el Obispo...[82].
Confortados con la dulcísima esperanza de que del acrecentado culto
eucarístico se han de derivar muchos bienes para toda la Iglesia y para todo
el mundo, a vosotros, Venerables Hermanos, a los Sacerdotes, a los
Religiosos y a todos los que os prestan su colaboración, a todos los fieles
confiados a vuestros cuidados, impartimos con gran efusión de amor, y en
prenda de las gracias celestiales, la Bendición Apostólica.
Dado en Roma junto a San Pedro, en la fiesta de San Pío X, el 3 de
septiembre del año 1965, tercero de Nuestro Pontificado
_______________________
[1] Const. de Sacra Liturgia c. 2. n. 47: A. A.
S. 56 (1964) 113.
[2] Io. 6, 55.
[3] Cf. Io. 17, 23.
[4] Litt. enc. Mirae caritatis, AL 22, 122.
[5] In Mat. hom. 82, 4 PG. 58, 743.
[6] Sum. theol. 3, 75, 1 c.
[7] In IV Sent. 10, 1, 1; Opera omnia 4, ad Claras Aquas 1889, p. 217.
[8] Io. 6, 61-69.
[9] S. Aug. Contra Iul. 6, 5, 11 PL 44, 829.
[10] De civ. Dei 10, 23 PL 41, 300.
[11] Const dogm. de fide cathol. c. 4.
[12] Cf. Conc. Trid. Doctr. de SS. Missae Sacrif., c. 1.
[13] Cf. Ex. 24, 8.
[14] Luc. 22, 19-20; cf. Mat. 26, 26-28; Marc. 14, 22-24.
[15] Act. 2, 42.
[16] Ibid. 4, 32.
[17] 1 Cor. 11, 23 ss.
[18] Ibid. 10, 16.
[19] Cf. 1, 11.
[20] Conc. Trid. Doctr. de SS. Missae Sacrif., c. 2.
[21] Catecheses 23 (myst. 5), 8-18 PG 33, 1115-18.
[22] Cf. Confess. 9, 12, 32 PL 32, 777; cf. ibid. 9, 11, 27 PL 32, 775.
[23] Cf. Serm. 172, 2 PL 38, 936; cf. De Cura gerenda pro mortuis 13 PL 40,
593.
[24] Cf. S. Aug. De civ. Dei. 10, 6 PL 41, 284.
[25] Cf. Litt. enc. Mediator Dei, A. A. S. 39, 552.
[26] Cf. Const. dogm. de Ecclesia c. 2 n. 11 A. A. S. 57, 15.
[27] Cf. ibid. c. 2, n. 10 A. A. S. 57, 14.
[28] Const. de Sacra Liturgia c. 1 n. 27 A. A. S. 56, 107.
[29] Cf. Pontificale Romanum.
[30] Cf. c. 1 n. 7 A. A. S. 56, 100-1.
[31] S. Aug. In Ps. 85, 1 PL 37, 1081.
[32] Mat. 18, 20.
[33] Cf. Mat. 25, 40.
[34] Cf. Eph. 3, 17.
[35] Cf. Rom. 5, 5.
[36] S. Aug. Contr. litt. Petiliani 3, 10, 11 PL 43, 353.
[37] Idem In Ps. 86, 3 PL 37, 1102.
[38] In ep. 2 ad Tim. hom. 2, 4 PG 62, 612.
[39] Aegidius Romanus Theoremata de Corp. Christi th. 50, Venetiis, 1521,
127.
[40] S. Th. Sum. theol. 3, 73, a. 3 c.
[41] Cf. Conc. Trid. Decr. de SS. Euchar. c. 3.
[42] Pius XII, Litt. enc. Humani generis, A. A. S. 42, 578.
[43] Decr. de SS. Eucharistia prooem. et c. 2.
[44] Didaché 98, 1: F. X. Funk Patres 1, 20.
[45] Epist. ad Magnum, 6 PL 3, 1189.
[46] 1 Cor. 10, 17.
[47] S. Ignatius ad Smyrn. 7, 1 PG 5, 714.
[48] In Mat. Comm. c. 26 PG 66, 714.
[49] Decr. de SS. Eucharistia c. 1.
[50] Cf. Litt. enc. Mirae caritatis, AL 22, 123.
[51] Cf. Conc. Trid. Decr. de SS. Euch. c. 4 et can. 2.
[52] Catecheses 22, 9 (myst. 4) PG 33, 1103.
[53] De prodit. Iudae hom. 1, 6 PG 49, 380; cf. In Mat. hom. 82, 5 PG 58,
744.
[54] In Mat. 26, 27 PG 72, 451.
[55] De myster. 9, 50-52 PL 16, 422-424.
[56] Mansi Coll. ampliss. Concil. 20, 524 D.
[57] Const. Auctorem fidei 28 aug. 1794.
[58] Allocutio habita d. 22 sept. a. 1956 A. A. S. 48, 720.
[59] A. A. S. 57, 588-592.
[60] In Ps. 98, 9 PL 37, 1264.
[61] Tradit. Apost. ed. Botte: La tradition Apostolique de St. Hippolyte,
Munster, 1963, 84.
[62] In Exod. fragm. PG 12, 391.
[63] De Spectaculis: CSEL 3, 8.
[64] Epist. ad Calosyrium PG 76, 1075.
[65] Cf. S. Basil. Ep. 93 PG 32, 483-6.
[66] S. Aug. In Io. tr. 26, 13 PL 35, 1613.
[67] Decr. S. Congr. Concil. 20 dec. 1905, approb. a S. Pío X A. S. S. 38,
401.
[68] Cf. Io. 1, 14.
[69] Cf. Col. 3, 3.
[70] 1 Cor. 8, 6.
[71] Cf. S. Aug. De Gen. ad litt. 11, 15, 20 PL 34, 437.
[72] Cf. 1 Cor. 1, 10.
[73] Luc. 1, 78.
[74] Io. 6, 48 ss.
[75] Mat. 6, 11.
[76] 3 Reg. 19, 8.
[77] Ps. 77, 25.
[78] Decr. de SS. Euchar. c. 8.
[79] Cf. Io. 17, 20-1.
[80] Cf. 1 Cor. 10, 17.
[81] C. I. C. can. 801.
[82] Ep. ad Philadelph. 4 PG 5, 700.