Síntesis de la Eucaristía: 5. Fuente y cumbre
José María Iraburu
-Eucaristía y vida sacramental.
-Eucaristía y Liturgia de las Horas.
-El
culto de la eucaristía fuera de la misa.
-La eucaristía, «prenda de la
gloria futura».
5
Fuente y cumbre
Comenzábamos nuestro escrito afirmando con la Iglesia que «la celebración de
la misa es el centro de toda la vida cristiana» (OGMR 1). Volvamos, pues,
sobre este tema, una vez que hemos analizado y contemplado las diversas
partes de la eucaristía.
Eucaristía y vida cristiana.
En todo momento de gracia, el cristiano, muriendo al hombre viejo carnal,
vive el hombre nuevo espiritual. Si un cristiano perdona, mata en sí el
deseo de venganza y vive la misericordia de Cristo. Si da una limosna, muere
al egoísmo y vive la caridad del Espíritu Santo. Si se priva de un placer
pecaminoso, toma la cruz y sigue a Cristo. Y así sucede «cada día», en todos
y cada uno de los instantes de la vida cristiana: muerte y vida, cruz y
resurrección. No se puede participar de la vida divina sin inmolar al Señor
sacrificialmente toda la vida humana, en cuanto está marcada por el pecado:
sentimientos y afectos, memoria, entendimiento y voluntad. San Juan de la
Cruz es, quizá, quien más profundamente ha explicado este misterio.
Esto significa que toda la vida cristiana es una participación en el
misterio pascual de Cristo, que muere y resucita, para salvarnos del pecado
y darnos vida divina. De Cristo nos viene, pues, juntamente, la capacidad de
morir a la vida vieja, y la posibilidad de recibir la vida nueva y santa. De
Él nos viene esta gracia, y no sólo como ejemplo, sino como impulso que
íntimamente nos mueve y vivifica.
Ahora bien, siendo la misa actualización del misterio pascual, es en ella
fundamentalmente donde participamos de la muerte y resurrección del
Salvador. Por tanto, de la eucaristía fluye, como de su fuente, toda la vida
cristiana, la personal y la comunitaria. «Todas las obras de la vida
cristiana se relacionan con ella, proceden de ella y a ella se ordenan»
(OGMR 1).
Esto nos hace concluir que la espiritualidad cristiana ha de arraigarse
siempre y cada vez más en la eucaristía. Quiere Dios que haya en la Iglesia
diversas espiritualidades, en referencia a un santo fundador, a un cierto
estado de vida, a un servicio de caridad predominante. Pero, en todo caso,
será excéntrica cualquier espiritualidad cristiana concreta que no tenga su
centro en el sacrificio de la Nueva Alianza. Y, pasando ya del plano teórico
al de los hechos, habrá que reconocer que hay espiritualidades concretas más
o menos centradas en la eucaristía. Las más centradas en el sacrificio
eucarístico son las más perfectas, las más conformes a la revelación y a la
tradición; las menos centradas son las más deficientes. Éstas, al extremo,
pueden ser simplemente una falsificación del cristianismo.
Eucaristía y vida sacramental
El concilio Vaticano II nos enseña que todos los sacramentos «están unidos
con la eucaristía y a ella se ordenan, pues en la sagrada eucaristía se
contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, Cristo mismo, nuestra Pascua
y pan vivo, que por su carne vivificada y vivificante en el Espíritu Santo,
da vida a los hombres» (PO 5b).
Todos los sacramentos contienen la gracia que significan, y la confieren a
los fieles que los reciben con buena disposición. «Pero en la eucaristía
está el autor mismo de la santidad» (Trento: Denz 876/1639). Y en todos y
cada uno de los sacramentos -bautismo, penitencia, etc.-, participa el
cristiano de la pasión de Cristo, muriendo al pecado, y de su gloriosa
resurrección, renaciendo y viviendo a la vida santa de la gracia.
Eucaristía y Liturgia de las Horas
«La "obra de la redención de los hombres y de la perfecta glorificación de
Dios" (SC 5b) es realizada por Cristo en el Espíritu Santo por medio de su
Iglesia no sólo en la celebración de la eucaristía y en la administración de
los sacramentos, sino también, con preferencia a los modos restantes, cuando
se celebra la Liturgia de las Horas. En ella, Cristo está presente en la
asamblea congregada, en la palabra de Dios que se proclama y "cuando la
Iglesia suplica y canta salmos" (SC 7a)» (Ordenación general de la Liturgia
de las Horas 13).
-Preparación a la eucaristía. Pues bien, según nos enseña la Iglesia, «la
celebración eucarística halla una preparación magnífica en la Liturgia de
las Horas, ya que ésta suscita y acrecienta muy bien las disposiciones que
son necesarias para celebrar la eucaristía, como la fe, la esperanza, la
caridad, la devoción y el espíritu de abnegación» (ib. 12).
-Extensión de la eucaristía. Y, por otra parte, «la Liturgia de las Horas
extiende a los distintos momentos del día la alabanza y la acción de gracias
[de la eucaristía], así como el recuerdo de los misterios de la salvación,
las súplicas y el gusto anticipado de la gloria celeste, que se nos ofrecen
en el misterio eucarístico, "centro y cumbre de toda la vida de la comunidad
cristiana"» (ib.).
El Misal de los fieles
Estimamos sumamente recomendable el uso habitual del Misal de los fieles. Él
pone en nuestras manos las maravillosas oraciones del Ordinario de la misa,
especialmente las Plegarias Eucarísticas, y cada día nos ofrece las lecturas
bíblicas, las oraciones variables, que van celebrando, con distintas
tonalidades, el Año del Señor, sus grandes misterios, las fiestas de los
santos.
Es tal la riqueza del Misal en doctrina y espiritualidad, que apenas puede
ser asimilada, si sólo en el momento de la celebración, entra el fiel en
contacto con las oraciones y lecturas, anáforas, antífonas y aclamaciones.
Sin embargo, la espiritualidad de los cristianos, sin duda alguna, debe
buscar y encontrar en el Misal y en las Horas las fuentes más preciosas de
donde mana inagotablemente el Espíritu de Jesucristo y de su Iglesia.
En los años de la renovación litúrgica que precedieron al concilio Vaticano
II se difundieron abundantemente entre los fieles los Misales manuales,
normalmente bilingües. Ellos ayudaron mucho a los fieles a participar en la
eucaristía. Pero después del Concilio, una vez traducida la liturgia a las
lenguas vernáculas, el uso de esos Misales ha disminuido notablemente. Es,
por tanto, muy deseable que todos los hogares cristianos tengan un Misal de
fieles, como deben tener la Biblia o el Catecismo de la Iglesia. Y los
utilicen, claro.
El culto de la eucaristía fuera de la misa
El pueblo cristiano, con sus pastores al frente, al paso de los siglos, ha
ido prestando un culto siempre creciente a la eucaristía fuera de la misa:
oración ante el Sagrario, exposiciones en la Custodia, procesiones, Horas
santas, visitas al Santísimo, asociaciones de Adoración nocturna o perpetua,
etc. Esto lo ha ido haciendo la Iglesia, bajo la guía del Espíritu Santo,
que nos conduce «hacia la verdad plena» (+Jn 14,26; 16,13). Con toda verdad
dijo Cristo del Espíritu Santo: «Él me glorificará» (Jn 16,14).
Recordemos en esto la enseñanza del Catecismo de la Iglesia Católica:
«El culto de la Eucaristía. En la liturgia de la misa expresamos nuestra fe
en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, entre
otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente en señal de
adoración al Señor. "La Iglesia católica ha dado y continúa dando este culto
de adoración que se debe al sacramento de la Eucaristía no solamente durante
la misa, sino también fuera de su celebración: conservando con el mayor
cuidado las hostias consagradas, presentándolas a los fieles para que las
veneren con solemnidad, llevándolas en procesión" (Mysterium fidei)» (1378).
«Es grandemente admirable que Cristo haya querido hacerse presente en su
Iglesia de esta singular manera. Puesto que Cristo iba a dejar a los suyos
bajo su forma visible, quiso darnos su presencia sacramental; puesto que iba
a ofrecerse en la cruz por nuestra salvación, quiso que tuviéramos el
memorial del amor con que nos había amado "hasta el extremo" (Jn 13,1),
hasta el don de su vida. En efecto, en su presencia eucarística permanece
misteriosamente en medio de nosotros como quien nos amó y se entregó por
nosotros (+Gál 2,20), y se queda bajo los signos que expresan y comunican
este amor:
«"La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico.
Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir
a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a
reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra
adoración" ([Juan Pablo II], Dominicae cenae 3)» (1380).
Todo hace pensar que si Dios le concede a un cristiano la gracia de la
comunión diaria, querrá concederle también la gracia de adorarle
diariamente, en una oración más o menos prolongada, ante el sagrario.
La eucaristía, «prenda de la gloria futura»
«¡Oh sagrado banquete (o sacrum convivium), en que Cristo es nuestra comida;
se celebra el memorial de su pasión; el alma se llena de gracia, y se nos da
la prenda de la gloria futura!». Como dice esta antigua oración de la
Iglesia, la eucaristía es, en efecto, como dice esta antigua oración de la
Iglesia, «la anticipación de la gloria celestial» (Catecismo 1402). Es la
reunión con Dios y la comunión con los santos. Es, pues, el cielo en la
tierra. O si se quiere, es el punto eclesial de tangencia entre la esfera
celestial y la esfera terrestre.
El mismo Cristo quiso que la Cena eucarística fuera entendida también como
prenda anticipadora del banquete celestial, «hasta que llegue el reino de
Dios» (Lc 22,18; +Mt 26,29; +Mc 14,25). Por eso, «cada vez que la Iglesia
celebra la Eucaristía recuerda esta promesa, y su mirada se dirige hacia "el
que viene" (Ap 1,4). Y en su oración, implora su venida: "Marán athá" (1Cor
16,22), "Ven, Señor Jesús" (Ap 22,20), "que tu gracia venga y que este mundo
pase" (Dídaque 10,6)» (Catecismo 1403).
Cada vez que nos reunimos en la eucaristía debe avivarse en nosotros el
deseo del cielo, pues la celebramos «mientras esperamos la gloriosa venida
de nuestro Salvador Jesucristo» (oración después del Padrenuestro; +Tit
2,13). Con frecuencia las oraciones de la misa, especialmente las
postcomuniones, piden que cuantos celebran aquí la eucaristía, lleguen a
participar «en el banquete del Reino de los cielos». La eucaristía, pues, es
como una puerta abierta al más allá celestial. Por eso en ella pedimos al
Padre entrar «en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud
eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque,
al contemplarte como tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes
a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro» (PE
III, en misa por difuntos).
«La creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto, y no sólo
ella, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos
dentro de nosotros mismos, suspirando por la adopción, por la redención de
nuestro cuerpo. Porque es en esperanza como estamos salvados» (Rm 8,22-24).
Pues bien, en este tiempo de prueba, paciente y esperanzado, la eucaristía
es la anticipación y la prenda más segura de «los cielos nuevos y la tierra
nueva» (2Pe 3,13), allí donde, finalmente, «Dios será todo en todas las
cosas» (1Cor 15,28).
María y la eucaristía
Sabemos que, después de la ascensión de nuestro Señor Jesucristo, la Virgen
María fue «acogida en la casa» del apóstol San Juan (Jn 19,27). Como también
sabemos que los apóstoles comenzaron a celebrar la eucaristía a partir de
Pentecostés. Esto nos hace, por tanto, suponer con base muy cierta que la
santísima Virgen participó en la eucaristía cuantas veces pudo hasta el
momento de su asunción a los cielos.
La Virgen María es, pues, indudablemente el modelo perfecto de participación
en la misa. Nadie como ella ha vivido la liturgia eucarística como
actualización del sacrificio de la cruz. Nadie ha reconocido como ella la
presencia de Jesús en los fieles congregados en su Nombre. Nadie como ella
ha distinguido la voz de su hijo divino en la liturgia de la Palabra.
Nadie
ha hecho suyas las oraciones, alabanzas y súplicas de la misa con tanta fe y
esperanza, con tanto amor como la Virgen María. Nadie en la misa se ha
ofrecido con Cristo al Padre de modo tan total a como ella lo hacía. Nadie
ha comulgado el cuerpo de Cristo, ni el mayor de los santos, con el amor de
la Virgen Madre. Nadie ha suplicado la paz y la unidad de la santa Iglesia
con la apasionada confianza de la Virgen en la misericordia de Dios
providente. Nadie, en toda la historia de la Iglesia, ha estado en la misa
tan atenta, tan humilde y respetuosa, tan encendida en oración y en amor,
como la Madre de la divina gracia.
Conviene, pues, que tomemos a la Virgen María como modelo y como intercesora
para adentrarnos más en el misterio eucarístico.
Oigamos la Palabra «con la fe de María». Elevemos al Padre la atrevida
oración de los fieles «con la esperanza de María». Acerquémonos a comulgar
«con el amor de María». Que sea ella, la que estuvo al pie de la Cruz, la
que, con la paciencia propia de las madres, nos enseñe a participar más y
mejor en la santa misa, sacrificio de la Nueva Alianza.