Síntesis de la Eucaristía: 4. La liturgia de la eucaristía
José María Iraburu
Nombres. -Lugar de la celebración. -Estructura fundamental de la misa.
Canto de entrada. -Veneración del altar. -La Trinidad y la Cruz. -Amén. -Saludo. -Acto penitencial. -Señor, ten piedad. -Gloria a Dios. -Oración colecta.
Cristo, Palabra de Dios. -Recibir del Padre el pan de la Palabra encarnada. -La doble mesa del Señor. -Lecturas en el ambón. -El leccionario. -Profeta, apóstol y evangelista. -El Credo. -La oración universal u oración de los fieles.
El pan y el vino. -Oraciones de presentación. -Súplicas del sacerdote y del pueblo. -Oración sobre las ofrendas.
El ápice de toda la celebración. -Las diversas plegarias eucarísticas. -Prefacio. -Santo-Hosanna. -Invocación al Espíritu Santo (1ª). -Relato-consagración. -Memorial. -Y ofrenda. -Invocación al Espíritu Santo (2ª). -Intercesiones. -Ofrecer misas por los difuntos. -Doxología final.
El Padrenuestro. -La paz. -La fracción del pan. -Cordero de Dios. -La comunión. -Disposiciones exteriores para la comunión. -Disposiciones interiores para la comunión frecuente. -La oración post-comunión. -Comunión y santidad. -Los santos y la comunión eucarística.
Saludo y bendición. -Despedida y misión.
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La liturgia de la eucaristía
Nombres
Los nombres hoy más usuales para designar la actualización litúrgica del
misterio pascual son: misa, eucaristía, cena del Señor, sacrificio de la
Nueva Alianza, memorial de la Pascua, mesa del Señor, sagrados misterios...
Otros nombres, muy antiguos y venerables, como synaxis, anáfora, sacrum, y
especialmente fracción del pan (Hch 2,42), hoy han caído en desuso.
Lugar de la celebración
-El templo. La eucaristía se celebra normalmente en el templo, lugar de
sacralidad muy intensa y patente. Y recordemos aquí que porque todo el mundo
y todos sus lugares son de Dios, por eso precisamente los cristianos le
consagramos públicamente a Él algunos lugares, los templos, que están
edificados como Casa de Dios, es decir, como lugares privilegiados para
orar, glorificar a Dios y santificar a los hombres. El Ritual de la
dedicación de iglesias y de altares, renovado después del Vaticano II
(1977), expresa estas realidades de la fe con preciosas lecturas y
oraciones.
«Con razón, pues, desde muy antiguo, se llamó iglesia al edificio en el cual
la comunidad cristiana se reúne para escuchar la palabra de Dios, para orar
unida, para recibir los sacramentos y celebrar la eucaristía. Por el hecho
de ser un edificio visible, esta casa es un signo peculiar de la Iglesia
peregrina en la tierra e imagen de la Iglesia celestial» (OGMR 257).
Ahora bien, dentro del templo, y en orden a la eucaristía, hay tres lugares
fundamentales cuya significación hemos de conocer bien: el altar, la sede y
el ambón.
-El altar. El altar es el lugar de Cristo-Víctima sacrificada. Su forma ha
ido variando al paso de los siglos, conservando siempre como referencias
fundamentales la mesa del Señor, en la que cena con sus discípulos, y el
ara, significada a veces antiguamente por el sepulcro de un mártir, en la
que se consuma el sacrificio del Calvario. En todo caso, la distribución
espacial no sólo del presbiterio, sino de todo el templo, debe quedar
centrada en el altar.
-El ambón. Es el lugar propio de Cristo-Palabra divina. Los fieles
congregados reciben cuanto desde allí se proclama «no como palabra humana,
sino como lo que es realmente, como palabra divina» (1Tes 2,13). Ha de
dársele, pues, una importancia semejante a la del altar.
En efecto, «la dignidad de la palabra de Dios exige que en la iglesia haya
un sitio reservado para su anuncio... Conviene que en general este sitio sea
un ambón estable, no un fascistol portátil... Desde el ambón se proclaman
las lecturas, el salmo responsorial y el pregón pascual; pueden también
hacerse desde él la homilía y la oración universal de los fieles. Es menos
conveniente que ocupen el ambón el comentarista, el cantor o el director del
coro» (OGMR 272).
-La sede. Es el lugar de Cristo, Señor y Maestro, que está sentado a la
derecha del Padre, y que preside la asamblea eucarística, haciéndose
visible, en la fe, por el sacerdote. Cristo, en efecto, «está presente en la
persona del ministro» (SC 7a). Por eso, lugar propio del sacerdote,
presedente de la asamblea eclesial, es la sede, o si se quiere, la cátedra
-de ahí viene el nombre de las catedrales-, desde la cual, en el nombre de
Cristo, el obispo o el presbítero preside y predica, ora y bendice al
pueblo.
((No parece, pues, que una silla normal o una banqueta sean los signos más
adecuados de algo tan noble. Sería, por otra parte, en general, un error
pretender que la liturgia de la Iglesia exprese la pobreza que Cristo vivió
en Nazaret o en su ministerio público. Entonces sí, la sede sería una
banqueta, el ambón un atril cualquiera, el altar y los manteles una mesa
común de familia, etc. Pero aunque es verdad que la hermosura propia de la
pobreza evangélica debe marcar, sin duda, los signos de la liturgia, éstos
deben remitir eficazmente a las realidades celestiales. Y en este sentido,
como el Vaticano II enseña, fiel a la tradición unánime de Oriente y
Occidente, «la santa madre Iglesia siempre fue amiga de las bellas artes, y
buscó constantemente su noble servicio y apoyó a los artistas,
principalmente para que las cosas destinadas al culto sagrado fueran en
verdad dignas, decorosas y bellas, signos y símbolos de la realidades
celestiales» (SC 122b).))
Estructura fundamental de la misa
La estructura fundamental de la eucaristía, desde el principio de la
Iglesia, ha sido siempre la misma. Lo podremos comprobar, al final, en un
breve apéndice histórico. Como en la última Cena, siempre la eucaristía ha
celebrado primero una liturgia de la Palabra, seguida de una liturgia
sacrificial, en la que el cuerpo de Cristo se entrega y su sangre se
derrama; y este banquete, sacrificial y memorial, se ha terminado en la
comunión.
Pues bien, aquí nosotros analizaremos la celebración eucarística en su forma
actual, que ya halla antecedentes muy directos en la segunda mitad del siglo
IV, cuando la Iglesia -tras la conversión de Constantino, obtenida ya la
libertad cívica-, va dando a su liturgia, como a tantas otras cosas, formas
comunitarias y públicas más perfectas.
Examinemos, pues, la misa en sus partes fundamentales:
-I. Ritos iniciales
-II. Liturgia de la Palabra
-III. Liturgia del Sacrificio: A. Preparación de los dones; B. plegaria
eucarística; C. comunión.
-IV. Rito de conclusión.
I. Ritos iniciales
-Canto de entrada -Veneración del altar -La Trinidad y la Cruz -Saludo -Acto
penitencial -Señor, ten piedad -Gloria a Dios -Oración colecta.
Canto de entrada
Ya en el siglo V, en Roma, se inicia la eucaristía con una procesión de
entrada, acompañada por un canto. Hoy, como entonces, «el fin de este canto
es abrir la celebración, fomentar la unión de quienes se han reunido, y
elevar sus pensamientos a la contemplación del misterio litúrgico o de la
fiesta» (OGMR 25).
Nótese que en las celebraciones solemnes de la eucaristía puede haber tres
procesiones hacia el altar: ésta, en la entrada; la que se realiza al ir a
presentar los dones en el ofertorio; y la de la comunión.
Veneración del altar
El altar es, durante la celebración eucarística, el símbolo principal de
Cristo. Del Señor dice la liturgia que es para nosotros «sacerdote, víctima
y altar» (Pref. pascual V). Y evocando, al mismo tiempo, la última Cena, el
altar es también, como dice San Pablo, «la mesa del Señor» (1Cor 10,21).
Por eso, ya desde el inicio de la misa, el altar es honrado con signos de
suma veneración: «cuando han llegado al altar, el sacerdote y los ministros
hacen la debida reverencia, es decir, inclinación profunda... El sacerdote
sube al altar y lo venera con un beso. Luego, según la oportunidad, inciensa
el altar rodeándolo completamente» (OGMR 84-85).
El pueblo cristiano debe unirse espiritualmente a éstos y a todos los gestos
y acciones que el sacerdote, como presidente de la comunidad, realiza a lo
largo de la misa. En ningún momento de la misa deben los fieles quedarse
como espectadores distantes, no comprometidos con lo que el sacerdote dice o
hace. El sacerdote, «obrando como en persona de Cristo cabeza» (PO 2c),
encabeza en la eucaristía las acciones del Cuerpo de Cristo; pero el pueblo
congregado, el cuerpo, en todo momento ha de unirse a las acciones de la
cabeza. A todas.
La Trinidad y la Cruz
«En el nombre del Padre, + y del Hijo, y del Espíritu Santo». Con este
formidable Nombre trinitario, infinitamente grandioso, por el que fue creado
el mundo, y por el que nosotros nacimos en el bautismo a la vida divina, se
inicia la celebración eucarística. Los cristianos, en efecto, somos los que
«invocamos el nombre del Señor» (+Gén 4,26; Mc 9,3). Y lo hacemos ahora,
trazando sobre nosotros el signo de la Cruz, de esa Cruz que va a
actualizarse en la misa. No se puede empezar mejor.
El pueblo responde: «Amén». Y Dios quiera que esta respuesta -y todas las
propias de la comunidad eclesial congregada- no sea un murmullo tímido,
apenas formulado con la mente ausente, sino una voz firme y clara, que
expresa con fuerza un espíritu unánime. Pero veamos el significado de esta
palabra.
Amén
La palabra Amén es quizá la aclamación litúrgica principal de la liturgia
cristiana. El término Amén procede de la Antiguo Alianza: «Los levitas
alzarán la voz, y en voz alta dirán a todos los hombres de Israel... Y todo
el pueblo responderá diciendo: Amén» (Dt 27,15-26; +1Crón 16,36; Neh 8,6).
Según los diversos contextos, Amén significa, pues: «Así es, ésa es la
verdad, así sea». Por ejemplo, las cuatro primeras partes del salterio
terminan con esa expresión: «Bendito el Señor, Dios de Israel: Amén, amén»
(Sal 40,14; +71,19; 88,53; 105,48).
Pues bien, en la Nueva Alianza sigue resonando el Amén antiguo. Es la
aclamación característica de la liturgia celestial (+Ap 3,14; 5,14; 7,11-12;
19,4), y en la tradición cristiana conserva todo su antiquísimo vigor
expresivo (+1Cor 14,16; 2Cor 1,20). En efecto, el pueblo cristiano culmina
la recitación del Credo o del Gloria con el término Amén, y con él responde
también a las oraciones presidenciales que en la misa recita el sacerdote,
concretamente a las tres oraciones variables -colecta, ofertorio y
postcomunión- y especialmente a la doxología final solemnísima, con la que
se concluye la gran plegaria eucarística. Y cuando el sacerdote en la
comunión presenta la sagrada hostia, diciendo «El cuerpo de Cristo», el fiel
responde Amén: «Sí, ésa es la verdad, ésa es la fe de la Iglesia».
Saludo
El Señor nos lo aseguró: «Donde dos o tres están congregados en mi Nombre,
allí estoy yo presente en medio de ellos» (Mt 18,19). Y esta presencia
misteriosa del Resucitado entre los suyos se cumple especialmente en la
asamblea eucarística. Por eso el saludo inicial del sacerdote, en sus
diversas fórmulas, afirma y expresa esa maravillosa realidad:
-«El Señor esté con vosotros» (+Rut 2,4; 2Tes 3,16)... «La gracia de nuestro
Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo estén
con todos vosotros» (2Cor 13,13)...
-«Y con tu espíritu».
«La finalidad de estos ritos [iniciales] es hacer que los fieles reunidos
constituyan una comunidad, y se dispongan a oír como conviene la palabra de
Dios y a celebrar dignamente la eucaristía» (OGMR 24).
Acto penitencial
Moisés, antes de acercarse a la zarza ardiente, antes de entrar en la
Presencia divina, ha de descalzarse, porque entra en una tierra sagrada (+Ex
3,5). Y nosotros, los cristianos, antes que nada, «para celebrar dignamente
estos sagrados misterios», debemos solicitar de Dios primero el perdón de
nuestras culpas. Hemos de tener clara conciencia de que, cuando vamos a
entrar en la Presencia divina, cuando llevamos la ofrenda ante el altar (+Mt
5,23-25), debemos examinar previamente nuestra conciencia ante el Señor
(1Cor 11,28), y pedir su perdón. «Los limpios de corazón verán a Dios» (Mt
5,8).
Este acto penitencial, que puede realizarse según diversas fórmulas, ya
estaba en uso a fines del siglo I, según el relato de la Didaqué: «Reunidos
cada día del Señor, partid el pan y dad gracias, después de haber confesado
vuestros pecados, a fin de que vuestro sacrificio sea puro» (14,1).
Antiguamente, el acto penitencial era realizado sólamente por los ministros
celebrantes. Y por primera vez este acto se hace comunitario en el Misal de
Pablo VI. En las misas dominicales, especialmente en el tiempo pascual,
puede convenir que la aspersión del agua bendita, evocando el bautismo, dé
especial solemnidad a este rito penitencial.
-«Yo confieso, ante Dios todopoderoso»... A veces, con malevolencia, se
acusa de pecadores a los cristianos piadosos, «a pesar de ir tanto a
misa»... Pues bien, los que frecuentamos la eucaristía hemos de ser los más
convencidos de esa condición nuestra de pecadores, que en la misa
precisamente confesamos: «por mi gran culpa». Y por eso justamente, porque
nos sabemos pecadores, por eso frecuentamos la eucaristía, y comenzamos su
celebración con la más humilde petición de perdón a Dios, el único que puede
quitarnos de la conciencia la mancha indeleble y tantas veces horrible de
nuestros pecados. Y para recibir ese perdón, pedimos también «a Santa María,
siempre Virgen, a los ángeles, a los santos y a vosotros, hermanos», que
intercedan por nosotros.
-«Dios todopoderoso tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados
y nos lleve a la vida eterna». Esta hermosa fórmula litúrgica, que dice el
sacerdote, no absuelve de todos los pecados con la eficacia ex opere operato
propia del sacramento de la penitencia. Tiene más bien un sentido
deprecativo, de tal modo que, por la mediación suplicante de la Iglesia y
por los actos personales de quienes asisten a la eucaristía, perdona los
pecados leves de cada día, guardando así a los fieles de caer en culpas más
graves. Por lo demás, en otros momentos de la misa -el Gloria, el
Padrenuestro, el No soy digno- se suplica también, y se obtiene, el perdón
de Dios.
El Catecismo enseña que «la eucaristía no puede unirnos [más] a Cristo sin
purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de
futuros pecados» (1393). «Como el alimento corporal sirve para restaurar la
pérdida de fuerzas, la eucaristía fortelece la caridad que, en la vida
cotidiana, tiende a debilitarse; y esta caridad vivificada borra los pecados
veniales (+Conc. Trento). Dándose a nosotros, Cristo reaviva nuestro amor y
nos hace capaces de romper los lazos desordenados con las criaturas y de
arraigarnos en Él» (1394). Así pues, «por la misma caridad que enciende en
nosotros, la eucaristía nos preserva de futuros pecados mortales. Cuanto más
participamos en la vida de Cristo y más progresamos en su amistad, tanto más
dificil se nos hará romper con él por el pecado mortal. La eucaristía [sin
embargo] no está ordenada al perdón de los pecados mortales. Esto es propio
del sacramento de la Reconciliación. Lo propio de la eucaristía es ser el
sacramento de los que están en plena comunión con la Iglesia» (1395).
En este sentido, «nadie, consciente de pecado mortal, por contrito que se
crea, se acerque a la sagrada eucaristía, sin que haya precedido la
confesión sacramental. Pero si se da una necesidad urgente y no hay
suficientes confesores, emita primero un acto de contrición perfecta»
(Eucharisticum mysterium 35), antes de recibir el Pan de vida.
Señor, ten piedad
Con frecuencia los Evangelios nos muestran personas que invocan a Cristo,
como Señor, solicitando su piedad: así la cananea, «Señor, Hijo de David,
ten compasión de mí» (Mt 15,22); los ciegos de Jericó, «Señor, ten compasión
de nosotros» (20,30-31) o aquellos diez leprosos (Lc 17,13).
En este sentido, los Kyrie eleison (Señor, ten piedad), pidiendo seis veces
la piedad de Cristo, en cuanto Señor, son por una parte prolongación del
acto penitencial precedente; pero por otra, son también proclamación gozosa
de Cristo, como Señor del universo, y en este sentido vienen a ser prólogo
del Gloria que sigue luego. En efecto, Cristo, por nosotros, se anonadó,
obediente hasta la muerte de cruz, y ahora, después de su resurrección,
«toda lengua ha de confesar que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios
Padre» (+Flp 2,3-11).
Es muy antigua la inserción, en una u otra forma, de los Kyrie en la
liturgia. Hacia el 390, la peregrina gallega Egeria, en su Diario de
peregrinación, describe estas aclamaciones en la iglesia de la Resurrección,
en Jerusalén, durante el oficio lucernario: «un diácono va leyendo las
intenciones, y los niños que están allí, muy numerosos, responden siempre
Kyrie eleison. Sus voces forman un eco interminable» (XXIV,4).
Gloria a Dios
El Gloria, la grandiosa doxología trinitaria, es un himno bellísimo de
origen griego, que ya en el siglo IV pasó a Occidente. Constituye, sin duda,
una de las composiciones líricas más hermosas de la liturgia cristiana.
«Es un antiquísimo y venerable himno con que la Iglesia, congregada en el
Espíritu Santo, glorifica a Dios Padre y al Cordero, y le presenta sus
súplicas... Se canta o se recita los domingos, fuera de los tiempos de
Adviento y de Cuaresma, en las solemnidades y en las fiestas y en algunas
peculiares celebraciones más solmenes» (OGMR 31).
Esta gran oración es rezada o cantada juntamente por el sacerdote y el
pueblo. Su inspiración primera viene dada por el canto de los ángeles sobre
el portal de Belén: Gloria a Dios, y paz a los hombres (Lc 2,14). Comienza
este himno, claramente trinitario, por cantar con entusiasmo al Padre, «por
tu inmensa gloria», acumulando reiterativamente fórmulas de extrema
reverencia y devoción. Sigue cantando a Jesucristo, «Cordero de Dios, Hijo
del Padre», de quien suplica tres veces piedad y misericordia. Y concluye
invocando al Espíritu Santo, que vive «en la gloria de Dios Padre».
¿Podrá resignarse un cristiano a recitar habitualmente este himno tan
grandioso con la mente ausente?...
Oración colecta
Para participar bien en la misa es fundamental que esté viva la convicción
de que es Cristo glorioso el protagonista principal de las oraciones
litúrgicas de la Iglesia. El sacerdote es en la misa quien pronuncia las
oraciones, pero el orante principal, invisible y quizá inadvertido para
tantos, «¡es el Señor!» (Jn 21,7). En efecto, la oración de la Iglesia en la
eucaristía, lo mismo que en las Horas litúrgicas, es sin duda «la oración de
Cristo con su cuerpo al Padre» (SC 84). Dichosos, pues, nosotros, que en la
liturgia de la Iglesia podemos orar al Padre encabezados por el mismo
Cristo. Así se cumple aquello de San Pablo: «El mismo Espíritu viene en
ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos
conviene; él mismo ora en nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26).
De las tres oraciones variables de la misa -colecta, ofertorio,
postcomunión-, la colecta es la más solemne, y normalmente la más rica de
contenido. Y de las tres, es la única que termina con una doxología
trinitaria completa. El sacerdote la reza -como antiguamente todo el pueblo-
con las manos extendidas, el gesto orante tradicional.
La palabra collecta procede quizá de que esta oración se decía una vez que
el pueblo se había reunido -colligere, reunir- para la misa. O quizá venga
de que en esta oración el sacerdote resume, colecciona, las intenciones
privadas de los fieles orantes. En todo caso, su origen en la eucaristía es
muy antiguo.
Veamos una que puede servir como ejemplo:
/ «Oh Dios, fuente de todo bien, /escucha sin cesar nuestras súplicas, y
concédenos, inspirados por ti, pensar lo que es recto y cumplirlo con tu
ayuda. / Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo, en
la unidad del Espíritu Santo, y es Dios por los siglos de los siglos.
-Amén».
La oración, llena de concisión, profundidad y belleza, se inicia / invocando
al Padre celestial, y evocando normalmente alguno de sus principales
atributos divinos. En seguida, apoyándose en la anterior premisa de
alabanza, viene / la súplica, en plural, por supuesto. Y la oración concluye
apoyándose en / la mediación salvífica de Cristo, el Hijo Salvador, y en el
amor del Espíritu Santo. Ésa suele ser la forma general de todas estas
oraciones.
Otros ejemplos. «Padre de bondad, que por la gracia de la adopción nos has
hecho hijos de la luz, concédenos vivir fuera de las tinieblas del error y
permanecer siempre en el esplendor de la verdad. Por nuestro Señor, etc.»
(dom. 13 T.O.). «Oh Dios, protector de los que en ti esperan, sin ti nada es
fuerte ni santo; multiplica sobre nosotros los signos de tu misericordia,
para que, bajo tu guía providente, de tal modo nos sirvamos de los bienes
pasajeros, que podamos adherirnos a los eternos. Por nuestro Señor, etc.»
(dom. 17 T.O.).
Gran parte de las colectas tienen origen muy antiguo, y las más bellas
proceden de la edad patrística. Vienen, pues, resonando en la Iglesia desde
hace muchos siglos. Cada una suele ser una micro-catequesis implícita, y de
ellas concretamente podría extraerse la más preciosa doctrina católica sobre
la gracia.
¿Será posible, también, que muchas veces el pueblo conceda su Amén a
oraciones tan grandiosas sin haberse enterado apenas de lo dicho por el
sacerdote? Efectivamente. Y no sólo es posible, sino probable, si el
sacerdote pronuncia deprisa y mal, y, sobre todo, si los fieles no hacen uso
de un Misal manual que, antes o después de la misa, les facilite enterarse
de las maravillosas oraciones y lecturas que en ella se hacen.
II. Liturgia de la Palabra
-Lecturas -Evangelio -Homilía -Credo -Oración de los fieles.
Cristo, Palabra de Dios
Nos asegura la Iglesia que Cristo «está presente en su palabra, pues cuando
se lee en la Iglesia la sagrada Escritura, es él quien nos habla» (SC 7a).
En efecto, «cuando se leen en la iglesia las Sagradas Escrituras, Dios mismo
habla a su pueblo, y Cristo, presente en su palabra, anuncia el Evangelio.
Por eso, las lecturas de la palabra de Dios, que proporcionan a la liturgia
un elemento de la mayor importancia, deben ser escuchadas por todos con
veneración» (OGMR 9).
«En las lecturas, que luego desarrolla la homilía, Dios habla a su pueblo,
le descubre el misterio de la redención y salvación, y le ofrece alimento
espiritual; y el mismo Cristo, por su palabra, se hace presente en medio de
los fieles. Esta palabra divina la hace suya el pueblo con los cantos y
muestra su adhesión a ella con la Profesión de fe; y una vez nutrido con
ella, en la oración universal, hace súplicas por las necesidades de la
Iglesia entera y por la salvación de todo el mundo» (OGMR 33).
Recibir del Padre el pan de la Palabra encarnada
En la liturgia es el Padre quien pronuncia a Cristo, la plenitud de su
palabra, que no tiene otra, y por él nos comunica su Espíritu. En efecto,
cuando nosotros queremos comunicar a otro nuestro espíritu, le hablamos,
pues en la palabra encontramos el medio mejor para transmitir nuestro
espíritu. Y nuestra palabra humana transmite, claro está, espíritu humano.
Pues bien, el Padre celestial, hablándonos por su Hijo Jesucristo, plenitud
de su palabra, nos comunica así su espíritu, el Espíritu Santo.
Siendo esto así, hemos de aprender a comulgar a Cristo-Palabra como
comulgamos a Cristo-pan, pues incluso del pan eucarístico es verdad aquello
de que «no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la
boca de Dios» (Dt 8,3; Mt 4,4).
En la liturgia de la Palabra se reproduce aquella escena de Nazaret, cuando
Cristo asiste un sábado a la sinagoga: «se levantó para hacer la lectura» de
un texto de Isaías; y al terminar, «cerrando el libro, se sentó. Los ojos de
cuantos había en la sinagoga estaban fijos en él. Y comenzó a decirles: Hoy
se cumple esta escritura que acabáis de oir» (Lc 4,16-21). Con la misma
realidad le escuchamos nosotros en la misa. Y con esa misma veracidad
experimentamos también aquel encuentro con Cristo resucitado que vivieron
los discípulos de Emaús: «Se dijeron uno a otro: ¿No ardían nuestros
corazones dentro de nosotros mientras en el camino nos hablaba y nos
declaraba las Escrituras?» (Lc 24,32).
Si creemos, gracias a Dios, en la realidad de la presencia de Cristo en el
pan consagrado, también por gracia divina hemos de creer en la realidad de
la presencia de Cristo cuando nos habla en la liturgia. Recordemos aquí que
la presencia eucarística «se llama real no por exclusión, como si las otras
[modalidades de su presencia] no fueran reales, sino por antonomasia, ya que
es substancial» (Mysterium fidei).
Cuando el ministro, pues, confesando su fe, dice al término de las lecturas:
«Palabra de Dios», no está queriendo afirmar sólamente que «Ésta fue la
palabra de Dios», dicha hace veinte o más siglos, y ahora recordada
piadosamente; sino que «Ésta es la palabra de Dios», la que precisamente hoy
el Señor está dirigiendo a sus hijos.
La doble mesa del Señor
En la eucaristía, como sabemos, la liturgia de la Palabra precede a la
liturgia del Sacrificio, en la que se nos da el Pan de vida. Lo primero va
unido a lo segundo, lo prepara y lo fundamenta. Recordemos, por otra parte,
que ése fue el orden que comprobamos ya en el sacrificio del Sinaí (Ex
24,7), en la Cena del Señor, o en el encuentro de Cristo con los discípulos
de Emaús (Lc 24,13-32).
En este sentido, el Vaticano II, siguiendo antigua tradición, ve en la
eucaristía «la doble mesa de la Sagrada Escritura y de la eucaristía» (PO
18; +DV 21; OGMR 8). En efecto, desde el ambón se nos comunica Cristo como
palabra, y desde el altar se nos da como pan. Y así el Padre, tanto por la
Palabra divina como por el Pan de vida, es decir, por su Hijo Jesucristo,
nos vivifica en la eucaristía, comunicándonos su Espíritu.
Por eso San Agustín, refiriéndose no sólo a las lecturas sagradas sino a la
misma predicación -«el que os oye, me oye» (Lc 10,16)-, decía: «Toda la
solicitud que observamos cuando nos administran el cuerpo de Cristo, para
que ninguna partícula caiga en tierra de nuestras manos, ese mismo cuidado
debemos poner para que la palabra de Dios que nos predican, hablando o
pensando en nuestras cosas, no se desvanezca de nuestro corazón. No tendrá
menor pecado el que oye negligentemente la palabra de Dios, que aquel que
por negligencia deja caer en tierra el cuerpo de Cristo» (ML 39,2319). En la
misma convicción estaba San Jerónimo cuando decía: «Yo considero el
Evangelio como el cuerpo de Jesús. Cuando él dice «quien come mi carne y
bebe mi sangre», ésas son palabras que pueden entenderse de la eucaristía,
pero también, ciertamente, son las Escrituras verdadero cuerpo y sangre de
Cristo» (ML 26,1259).
Lecturas en el ambón
El Vaticano II afirma que «la Iglesia siempre ha venerado la Sagrada
Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues sobre todo en la
sagrada liturgia, nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de
vida que ofrece la mesa de la palabra de Dios y del cuerpo de Cristo» (DV
21). En efecto, al Libro sagrado se presta en el ambón -como al símbolo de
la presencia de Cristo Maestro- los mismos signos de veneración que se
atribuyen al cuerpo de Cristo en el altar. Así, en las celebraciones
solemnes, si el altar se besa, se inciensa y se adorna con luces, en honor
de Cristo, Pan de vida, también el leccionario en el ambón se besa, se
inciensa y se rodea de luces, honrando a Cristo, Palabra de vida. La Iglesia
confiesa así con expresivos signos que ahí está Cristo, y que es Él mismo
quien, a través del sacerdote o de los lectores, «nos habla desde el cielo»
(Heb 12,25).
((Un ambón pequeño, feo, portátil, que se retira quizá tras la celebración,
no es, como ya hemos visto, el signo que la Iglesia quiere para expresar el
lugar de la Palabra divina en la misa. Tampoco parece apropiado confiar las
lecturas litúrgicas de la Palabra a niños o a personas que leen con
dificultad. Si en algún caso puede ser esto conveniente, normalmente no es
lo adecuado para simbolizar la presencia de Cristo que habla a su pueblo. La
tradición de la Iglesia, hasta hoy, entiende el oficio de lector como «un
auténtico ministerio litúrgico» (SC 29a; +Código 230; 231,1).))
Podemos recordar aquí aquella escena narrada en el libro de Nehemías, en la
que se hace en Jerusalén, a la vuelta del exilio (538 a.C.), una solemne
lectura del libro de la Ley. Sobre un estrado de madera, «Esdras abrió el
Libro, viéndolo todos, y todo el pueblo estaba atento... Leía el libro de la
Ley de Dios clara y distintamente, entendiendo el pueblo lo que se le leía»
(Neh 8,3-8).
Otra anécdota significativa. San Cipriano, obispo de Cartago, en el siglo
III, reflejaba bien la veneración de la Iglesia antigua hacia el oficio de
lector cuando instituye en tal ministerio a Aurelio, un mártir que ha
sobrevivido a la prueba. En efecto, según comunica a sus fieles, le confiere
«el oficio de lector, ya que nada cuadra mejor a la voz que ha hecho tan
gloriosa confesión de Dios que resonar en la lectura pública de la divina
Escritura; después de las sublimes palabras que se pronunciaron para dar
testimonio de Cristo, es propio leer el Evangelio de Cristo por el que se
hacen los mártires, y subir al ambón después del potro; en éste quedó
expuesto a la vista de la muchedumbre de paganos; aquí debe estarlo a la
vista de los hermanos» (Carta 38).
El leccionario
Desde el comienzo de la Iglesia, se acostumbró leer las Sagradas Escrituras
en la primera parte de la celebración de la eucaristía. Al principio, los
libros del Antiguo Testamento. Y en seguida, también los libros del Nuevo, a
medida que éstos se iban escribiendo (+1Tes 5,27; Col 4,16).
Al paso de los siglos, se fueron formando leccionarios para ser usados en la
eucaristía. El leccionario actual, formado según las instrucciones del
Vaticano II (SC 51), es el más completo que la Iglesia ha tenido, pues,
distribuido en tres ciclos de lecturas, incluye casi un 90 por ciento de la
Biblia, y respeta normalmente el uso tradicional de ciertos libros en
determinados momentos del año litúrgico. De este modo, la lectura continua
de la Escritura, según el leccionario del misal -y según también el
leccionario del Oficio de Lectura-, nos permite leer la Palabra divina en el
marco de la liturgia, es decir, en ese hoy eficacísimo que va actualizando
los diversos misterios de la vida de Cristo.
Esta lectura de la Biblia, realizada en el marco sagrado de la Liturgia, nos
permite escuchar los mensajes que el Señor envía cada día a su pueblo. Por
eso, «el que tenga oídos, que oiga lo que el Espíritu dice [hoy] a las
iglesias» (Ap 2,11).
Así como cada día la luz del sol va amaneciendo e
iluminando las diversas partes del mundo, así la palabra de Cristo, una
misma, va iluminando a su Iglesia en todas las naciones. Es el pan de la
palabra que ese día, concretamente, y en esa fase del año litúrgico, reparte
el Señor a sus fieles. Innumerables cristianos, de tantas lenguas y
naciones, están en ese día meditando y orando esas palabras de la sagrada
Escritura que Cristo les ha dicho. También, pues, nosotros, como Jesús en
Nazaret, podemos decir: «Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oir»
(Lc 4,21).
Por otra parte, «en la presente ordenación de las lecturas, los textos del
Antiguo Testamento están seleccionados principalmente por su congruencia con
los del Nuevo Testamento, en especial del Evangelio, que se leen en la misma
misa» (Orden de lecturas, 1981, 67). De este modo, la cuidadosa distribución
de las lecturas bíblicas permite, al mismo tiempo, que los libros antiguos y
los nuevos se iluminen entre sí, y que todas las lecturas estén sintonizadas
con los misterios que en ese día o en esa fase del Año litúrgico se están
celebrando.
Profeta, apóstol y evangelista
Los días feriales en la misa hay dos lecturas, pero cuando los domingos y
otros días señalados hay tres, éstas corresponden a «el profeta, el apóstol
y el evangelista», como se dice en expresión muy antigua.
-El profeta, u otros libros del Antiguo Testamento, enciende una luz que irá
creciendo hasta el Evangelio.
En efecto, «muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a
nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días,
nos habló por su Hijo... el resplandor de su gloria, la imagen de su propio
ser» (Heb 1,1-3). Es justamente en el Evangelio donde se cumple de modo
perfecto lo que estaba escrito acerca de Cristo «en la Ley de Moisés, en los
Profetas y en los Salmos» (Lc 24,44; +25.27).
-El apóstol nos trae la voz inspirada de los más íntimos discípulos del
Maestro: Juan, Pedro, Pablo...
-El salmo responsorial da una respuesta meditativa a la lectura -a la
lectura primera, si hay dos-. La Iglesia, con todo cuidado, ha elegido ese
salmo con una clara intención cristológica. Así es como fueron empleados los
salmos frecuentemente en la predicación de los apóstoles (+Hch 1,20;
2,25-28.34-35; 4,25-26). Y ya en el siglo IV, en Roma, se usaba en la misa
el salmo responsorial, como también el Aleluya -es decir, «alabad al
Señor»-, que precede al Evangelio.
-El Evangelio es el momento más alto de la liturgia de la Palabra. Ante los
fieles congregados en la eucaristía, «Cristo hoy anuncia su Evangelio» (SC
33), y a veinte siglos de distancia histórica, podemos escuchar nosotros su
palabra con la misma realidad que quienes le oyeron entonces en Palestina;
aunque ahora, sin duda, con más luz y más ayuda del Espíritu Santo. El
momento es, de suyo, muy solemne, y todas las palabras y gestos previstos
están llenos de muy alta significación:
«Mientras se entona el Aleluya u otro canto, el sacerdote, si se emplea el
incienso, lo pone en el incensario. Luego, con las manos juntas e inclinado
ante el altar, dice en secreto el Purifica mi corazón [y mis labios, Dios
todopoderoso, para que anuncie dignamente tu Evangelio]. Después toma el
libro de los evangelios, y precedido por los ministros, que pueden llevar el
incienso y los candeleros, se acerca al ambón.
Llegado al ambón, el
sacerdote abre el libro y dice: El Señor esté con vosotros, y en seguida:
Lectura del santo Evangelio, haciendo la cruz sobre el libro con el pulgar,
y luego sobre su propia frente, boca y pecho. Luego, si se utiliza el
incienso, inciensa el libro. Después de la aclamación del pueblo [Gloria a
ti, Señor] proclama el evangelio, y, una vez terminada la lectura, besa el
libro, diciendo en secreto: Las palabras del Evangelio borren nuestros
pecados. Después de la lectura del evangelio se hace la aclamación del
pueblo», Gloria a ti, Señor Jesús (OGMR 93-95).
-La homilía, que sigue a las lecturas de la Escritura, ya se hacía en la
Sinagoga, como aquella que un sábado hizo Jesús en Nazaret (Lc 4,16-30). Y
desde el principio se practicó también en la liturgia eucarística cristiana,
como hacia el año 153 testifica San Justino (I Apología 67). La homilía, que
está reservada al sacerdote o al diácono (OGMR 61; Código 767,1), y que «se
hace en la sede o en el ambón» (OGMR 97), es el momento más alto en el
ministerio de la predicación apostólica, y en ella se cumple especialmente
la promesa del Señor: «El que os oye, me oye» (Lc 10,16).
«La homilía es parte de la liturgia, y muy recomendada, pues es necesaria
para alimentar la vida cristiana. Conviene que sea una explicación o de
algún aspecto particular de las lecturas de la Sagrada Escritura, o de otro
texto del Ordinario, o del Propio de la misa del día, teniendo siempre
presente el misterio que se celebra y las particulares necesidades de los
oyentes» (OGMR 41).
-Un silencio, meditativo y orante, puede seguir a las lecturas y a la
predicación.
El Credo
El Credo es la respuesta más plena que el pueblo cristiano puede dar a la
Palabra divina que ha recibido. Al mismo tiempo que profesión de fe, el
Credo es una grandiosa oración, y así ha venido usándose en la piedad
tradicional cristiana. Comienza confesando al Dios único, Padre creador; se
extiende en la confesión de Jesucristo, su único Hijo, nuestro Salvador;
declara, en fin, la fe en el Espíritu Santo, Señor y vivificador; y termina
afirmando la fe en la Iglesia y la resurrección.
Puede rezarse en su forma breve, que es el símbolo apostólico (del siglo
III-IV), o en la fórmula más desarrollada, que procede de los Concilios
niceno (325) y constan-tinopolitano (381).
La oración universal u oración de los fieles
La liturgia de la Palabra termina con la oración de los fieles, también
llamada oración universal, que el sacerdote preside, iniciándola y
concluyéndola, en el ambón o en la sede. Ya San Pablo ordena que se hagan
oraciones por todos los hombres, y concretamente por los que gobiernan, pues
«Dios nuestro Salvador quiere que todos los hombres se salven y vengan al
conocimiento de la verdad» (1Tim 2,1-4). Y San Justino, hacia 153, describe
en la eucaristía «plegarias comunes que con fervor hacemos por nosotros, por
nuestros hermanos, y por todos los demás que se encuentran en cualquier
lugar» (I Apología 67,4-5).
De este modo, «en la oración universal u oración de los fieles, el pueblo,
ejercitando su oficio sacerdotal, ruega por todos los hombres. Conviene que
esta oración se haga, normalmente, en las misas a las que asiste el pueblo,
de modo que se eleven súplicas por la santa Iglesia, por los gobernantes,
por los que sufren algunas necesitades y por todos los hombres y la
salvación de todo el mundo» (OGMR 45).
Al hacer la oración de los fieles, hemos de ser muy conscientes de que la
eucaristía, la sangre de Cristo, se ofrece por los cristianos «y por todos
los hombres, para el perdón de los pecados». La Iglesia, en efecto, es
«sacramento universal de salvación», de tal modo que todos los hombres que
alcanzan la salvación se salvan por la mediación de la Iglesia, que actúa
sobre ellos inmediatamente -cuando son cristianos- o en una mediación a
distancia, sólamente espiritual -cuando no son cristianos-. Es lo mismo que
vemos en el evangelio, donde unas veces Cristo sanaba por contacto físico y
otras veces a distancia. En todo caso, nadie sana de la enfermedad profunda
del hombre, el pecado, si no es por la gracia de Cristo Salvador que, desde
Pentecostés, «asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia» (SC
7b), sin la que no hace nada.
Según esto, la Iglesia, por su enseñanza y acción, y muy especialmente por
la oración universal y el sacrificio eucarístico, sostiene continuamente al
mundo, procurándole por Cristo incontables bienes materiales y espirituales,
e impidiendo su total ruina.
De esto tenían clara conciencia los cristianos primeros, con ser tan pocos y
tan mal situados en el mundo de su tiempo. Es una firme convicción que se
refleja, por ejemplo, en aquella Carta a Diogneto, hacia el año 200: «Lo que
es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo. El alma está
esparcida por todos los miembros del cuerpo, y cristianos hay por todas las
ciudades del mundo... La carne aborrece y combate al alma, sin haber
recibido agravio alguno de ella, porque no le deja gozar de los placeres; a
los cristianos los aborrece el mundo, sin haber recibido agravio de ellos,
porque renuncian a los placeres... El alma está encerrada en el cuerpo, pero
ella es la que mantiene unido al cuerpo; así los cristianos están detenidos
en el mundo, como en una cárcel, pero ellos son los que mantienen la
trabazón del mundo... Tal es el puesto que Dios les señaló, y no es lícito
desertar de él» (VI,1-10).
Pero a veces somos hombres de poca fe, y no pedimos. «No tenéis porque no
pedís» (Sant 4,2). O si pedimos algo -por ejemplo, que termine el
comunismo-, cuando Dios por fin nos concede que desaparezca de muchos
países, fácilmente atribuímos el bien recibido a ciertas causas segundas
-políticas, económicas, personales, etc.-, sin recordar que «todo buen don y
toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del Padre de las luces»
(Sant 1,17). Es indudable que, por ejemplo, las religiosas de clausura y los
humildes feligreses de misa diaria contribuyen mucho más poderosamente al
bien del mundo que todo el conjunto de prohombres y políticos que llenan las
páginas de los periódicos y las pantallas de la televisión. Aquellos
humildes creyentes son los que más influjo tienen en la marcha del mundo.
Basta un poquito de fe para creerlo así.
III. Liturgia del Sacrificio
A. Preparación de los dones. -B. Plegaria eucarística. -C. Rito de la
comunión.
A. Preparación de los dones
-El pan y el vino -Oraciones de presentación -Súplicas -Lavabo -Oración
sobre las ofrendas.
El pan y el vino
La acción litúrgica queda centrada desde ahora en el altar, al que se acerca
el sacerdote. A él se llevan, en forma simple o procesional, el pan y el
vino, y quizá también otros dones. En el pan y el vino, que se han de
convertir en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, va actualizarse a un tiempo la
Cena última y la Cruz del Calvario.
«Es conveniente que la participación de los fieles se manifieste en la
presentación del pan y del vino para la celebración de la eucaristía, o de
dones con los que se ayude a las necesidades de la Iglesia o de los pobres»
(OGMR 101). Es éste, pues, el momento más propio, y más tradicional, para
realizar la colecta entre los fieles.
Oraciones de presentación
El sacerdote toma primero la patena con el pan, «y con ambas manos la eleva
un poco sobre el altar, mientras dice la fórmula correspondiente»; y lo
mismo hace con el vino (OGMR 102). Las dos oraciones que el sacerdote
pronuncia, en alta voz o en secreto, casi idénticas, son muy semejantes a
las que empleaba Jesús en sus plegarias de bendición, siguiendo la tradición
judía (berekáh; +Lc 10,21; Jn 11,41). Primero sobre el pan, y después sobre
el vino, como lo hizo Cristo, el sacerdote dice:
-«Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan [vino], fruto de la
tierra [vid] y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y
ahora te presentamos; él será para nosotros pan de vida [bebida de
salvación]».
-«Bendito seas por siempre, Señor» (+Rm 9,5; 2Cor 11,31).
Súplicas del sacerdote y del pueblo
Después de presentar el pan y el vino, el sacerdote se inclina ante el altar
orando en secreto:
-«Acepta, Señor, nuestro corazón contrito y nuestro espíritu humilde; que
éste sea hoy nuestro sacrificio y que sea agradable en tu presencia, Señor,
Dios nuestro».
Ahora puede realizarse la incensación de las ofrendas, del altar, del
celebrante y de todo el pueblo. En seguida, el sacerdote lava sus manos,
procurando así su «purificación interior» (OGMR 52), y vuelto al centro del
altar solicita la súplica de todos:
-«Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a
Dios, Padre todopoderoso».
-«El Señor reciba de tus manos este sacrificio para alabanza y gloria de su
nombre, para nuestro bien y el de toda su santa Iglesia» (OGMR 107).
Las oraciones de los fieles, uniéndose a la de Cristo, se elevan aquí a Dios
como el incienso (+Sal 140,2; Ap 5,8; 8,3-4). Y el pueblo asistente,
uniéndose a Cristo víctima, se dispone a ofrecerse a Dios «en oblación y
sacrificio de suave perfume» (+Ef 5,2).
Oración sobre las ofrendas
El rito de preparación al sacrificio concluye con una oración sacerdotal
sobre las ofrendas. Es una de las tres oraciones propias de la misa que se
celebra. La oración sobre las ofrendas suele ser muy hermosa, y expresa
muchas veces la naturaleza mistérica de lo que se está celebrando. Valga un
ejemplo:
«Acepta, Señor, estas ofrendas en las que vas a realizar con nosotros un
admirable intercambio, pues al ofrecerte los dones que tú mismo nos diste,
esperamos merecerte a ti mismo como premio. Por Jesucristo nuestro Señor»
(29 dicm.).
B. Plegaria eucarística
-Prefacio -Santo -Invocación al Espíritu Santo (1ª) -Relato y consagración
-Memorial y ofrenda -Invocación al Espíritu Santo (2ª) -Intercesiones
-Doxología final.
El ápice de toda la celebración
La cima del sacrificio de la misa se da en la plegaria eucarística, que en
el Occidente cristiano se llama canon, norma invariable, y en el Oriente
anáfora, que significa llevar de nuevo hacia arriba. En ningún momento de la
misa la distracción de los participantes vendrá a ser más lamentable. Es el
momento de la suma atención sagrada.
«Ahora es cuando empieza el centro y el culmen de toda la celebración, a
saber: la plegaria eucarística, que es una plegaria de acción de gracias y
de consagración. El sacerdote invita al pueblo a elevar el corazón hacia
Dios en oración y acción de gracias, y se le asocia en la oración, que él
dirige, en nombre de toda la comunidad, por Jesucristo, a Dios Padre. El
sentido de esta oración es que toda la congregación de los fieles se una con
Cristo en el reconocimiento de la grandeza de Dios y en la ofrenda del
sacrificio» (OGMR 54).
Con los mismos gestos y palabras de la Cena, Cristo y la Iglesia realizan
ahora el memorial que actualiza el misterio de la Cruz y de la Resurrección:
misterio pascual, glorificación suma de Dios, fuente sobreabundante y
permanente de redención para los hombres. Y al mismo tiempo, la plegaria
eucarística, pronunciada exclusivamente por el sacerdote, es la oración
suprema de la Iglesia, visiblemente congregada. La forma básica de esta gran
oración es la berakáh de los judíos, que se recitaba en la liturgia
familiar, en la sinagogal, y por supuesto en la Cena pascual: es el modo
propio de la eulogía, bendición de Dios, y la eucharistía, acción de
gracias, frecuentes en el Nuevo Testamento.
«La naturaleza de las intervenciones presidenciales exige que se pronuncien
claramente y en voz alta, y que todos las escuchen atentamente. Por
consiguiente, mientras interviene el sacerdote no se cante ni se rece otra
cosa, y estén igualmente callados el órgano y cualquier otro instrumento
musical» (OGMR 12). Por eso mismo, durante la plegaria eucarística, «no se
permite recitar ninguna de sus partes a un ministro de grado inferior, a la
asamblea o a cualquiera de los fieles» (S.C.Culto, instrucción 5-9-1970, 4).
Las diversas plegarias eucarísticas
En cualesquiera de sus variantes, la plegaria eucarística incluye siempre la
acción de gracias, varias aclamaciones, la epíclesis o invocación del
Espíritu Santo, la narración de la institución y la consagración, la
anámnesis o memorial, la oblación de la víctima, las intercesiones varias y
la suprema doxología final trinitaria (OGMR 55). Actualmente, el Misal
romano presenta también cinco plegarias eucarísticas, y además de ellas
existen tres para niños y dos de reconciliación.
I. Es el Canon Romano. Procede del siglo IV, y su forma queda ya casi fijada
desde San Gregorio Magno (+604). Su uso se universaliza en la Iglesia por
los siglos IX-XI, y llega casi intacto hasta nuestros días. Goza, pues, de
especial honor en la tradición litúrgica.
II. Es una reelaboración de la anáfora de San Hipólito (+225), la más
antigua que se conoce de Occidente. Sencilla y breve, sumamente venerable,
es armoniosa y perfecta.
III. Esta plegaria, expresión de la tradición romana y gálica, fue compuesta
después del Vaticano II, y el orden de sus partes, así como su conjunto,
hace de ella una anáfora de proporciones ideales. En ella fijaremos ahora
especialmente nuestro comentario.
IV. Procedente de la tradición litúrgica antioquena, es también una plegaria
de composición actual. Con prefacio fijo y propio, es una pieza lírica muy
bella, en la que se confiesa ampliamente la fe, contemplando, a partir de la
creación, toda la obra de la redención.
V. En 1974 aprobó la Iglesia la plegaria eucarística preparada con ocasión
del Sínodo de Suiza, adoptada posteriormente por varias Conferencias
Episcopales, entre ellas la de España (1985). En lenguaje moderno, y con la
estructura de la tradición romana, la plegaria, que tiene cuatro variantes,
contempla sobre todo al Señor que camina con su Iglesia peregrina.
En el Apéndice II reproducimos, dispuestas en columnas, las cuatro plegarias
eucarísticas principales. Después del Padrenuestro, son las más altas y
bellas oraciones de la Iglesia. Conviene leerlas primero en vertical, para
captar el ritmo y la armonía de cada una, y después en horizontal,
descubriendo los paralelos que hay entre unas y otras.
Prefacio
En la misa «la acción de gracias se expresa, sobre todo, en el prefacio: [en
éste] el sacerdote, en nombre de todo el pueblo santo, glorifica a Dios
Padre y le da las gracias por toda la obra de salvación o por alguno de sus
aspectos particulares, según las variantes [hay casi un centenar de
prefacios diversos] del día, fiesta o tiempo litúrgico» (OGMR 55a). Viene a
ser así el prefacio el grandioso pórtico de entrada en la plegaria
eucarística, que se recita o se canta antes (prae), o mejor, al comienzo de
la acción (factum) eucarística. Consta de cuatro partes:
-El diálogo inicial, siempre el mismo y de antiquísimo origen, que ya desde
el principio vincula al pueblo a la oración del sacerdote, y que al mismo
tiempo levanta su corazón «a las cosas de arriba, donde está Cristo sentado
a la derecha de Dios» (Col 3,1-2).
-«El Señor esté con vosotros. -Y con tu espíritu. -Levantemos el corazón.
-Lo tenemos levantado hacia el Señor. -Demos gracias al Señor, nuestro Dios.
-Es justo y necesario».
-La elevación al Padre retoma las últimas palabras del pueblo, «es justo y
necesario», y con leves variantes, levanta la oración de la Iglesia al Padre
celestial. De este modo el prefacio, y con él toda la plegaria eucarística,
dirige la oración de la Iglesia precisamente al Padre. Así cumplimos la
voluntad de Cristo: «Cuando oréis, decid Padre» (Lc 11,2), y somos dóciles
al Espíritu Santo que, viniendo en ayuda de nuestra flaqueza, ora en
nosotros diciendo: «¡Abba, Padre!» (+Rm 8,15.26).
«En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias,
Padre santo, siempre y en todo lugar, por Jesucristo, tu Hijo amado» (Pref.
PE II).
-La parte central, la más variable en sus contenidos, según días y fiestas,
proclama gozosamente los motivos fundamentales de la acción de gracias, que
giran siempre en torno a la creación y la redención:
«Por él, que es tu Palabra, hiciste todas las cosas; tú nos lo enviaste para
que, hecho hombre por obra del Espíritu Santo y nacido de María, la Virgen,
fuera nuestro Salvador y Redentor.
«Él, en cumplimiento de tu voluntad, para destruir la muerte y manifestar la
resurrección, extendió sus brazos en la cruz, y así adquirió para ti un
pueblo santo» (ib.).
-El final del prefacio, que viene a ser un prólogo del Sanctus que le sigue,
asocia la oración eucarística de la Iglesia terrena con el culto litúrgico
celestial, haciendo de aquélla un eco de éste:
«Por eso, con los ángeles y los santos, proclamamos tu gloria, diciendo» ...
Santo - Hosanna
El prefacio culmina en el sagrado trisagio -tres veces santo-, por el que,
ya desde el siglo IV, en Oriente, participamos los cristianos en el llamado
cántico de los serafines, el mismo que escucharon Isaías (Is 6,3) y el
apóstol San Juan (Ap 4,8):
«Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo. Llenos están el cielo y
la tierra de tu gloria».
Santo es el nombre mismo de Dios, y más y antes que una cualidad moral de
Dios, designa la misma calidad infinita del ser divino: sólo Él es el Santo
(Lev 11,44), y al mismo tiempo es la única «fuente de toda santidad» (PE
II).
El pueblo cristiano, en el Sanctus, dirige también a Cristo, que en este
momento de la misa entra a actualizar su Pasión, las mismas aclamaciones que
el pueblo judío le dirigió en Jerusalén, cuando entraba en la Ciudad sagrada
para ofrecer el sacrificio de la Nueva Alianza. Hosanna, «sálvanos»
(hôsîana, +Sal 117,25); bendito el que viene en el nombre del Señor (Mc
11,9-10).
«Hosanna en el cielo. Bendito el que viene en el nombre del Señor. Hosanna
en el cielo».
El Prefacio, y concretamente el Santo, es una de las partes de la misa que
más pide ser cantada.
A propósito de esto conviene recordar la norma litúrgica, no siempre
observada: «En la selección de las partes [de la misa] que se deben cantar
se comenzará por aquellas que por su naturaleza son de mayor importancia; en
primer lugar, por aquellas que deben cantar el sacerdote o los ministros con
respuestas del pueblo; se añadirán después, poco a poco, las que son propias
sólo del pueblo o sólo del grupo de cantores» (Instrucción Musicam sacram
1967,7).
Invocación al Espíritu Santo (1ª)
En continuidad con el Santo, la plegaria eucarística reafirma la santidad de
Dios, y prosigue con la epíclesis o invocación al Espíritu Santo:
«Santo eres en verdad, Padre, y con razón te alaban todas las criaturas...
Te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos
preparado para ti, de manera que sean cuerpo y sangre de Jesucristo, Hijo
tuyo y Señor nuestro» (III; +II).
El sacerdote, imponiendo sus manos sobre las ofrendas, pide, pues, al
Espíritu Santo que, así como obró la encarnación del Hijo en el seno de la
Virgen María, descienda ahora sobre el pan y el vino, y obre la
transubstanciación de estos dones ofrecidos en sacrificio, convirtiéndolos
en cuerpo y sangre del mismo Cristo (+Heb 9,14; Rm 8,11; 15,16). Es éste
para los orientales el momento de la transubstanciación, mientras que los
latinos la vemos en las palabras mismas de Cristo, es decir, en el
relato-memorial, «esto es mi cuerpo». En todo caso, siempre la liturgia ha
unido, en Oriente y Occidente, el relato de la institución de la eucaristía
y la invocación al Espíritu Santo.
Por otra parte, esa invocación, al mismo tiempo que pide al Espíritu divino
que produzca el cuerpo de Jesucristo, le pide también que realice su Cuerpo
místico, que es la Iglesia:
«Para que, fortalecidos con el cuerpo y la sangre de tu Hijo y llenos de su
Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (III;
+II y IV).
«Por obra del Espíritu Santo» nace Cristo en la encarnación, se produce la
transusbstanciación del pan en su mismo cuerpo sagrado, y se transforma la
asamblea cristiana en Cuerpo místico de Cristo, Iglesia de Dios. Es, pues,
el Espíritu Santo el que, de modo muy especial en la eucaristía, hace la
Iglesia, y la «congrega en la unidad» (I).
Todos estos misterios son afirmados ya por San Pablo en formas muy
explícitas. Si pan eucarístico es el cuerpo de Cristo (1Cor 11,29), también
la Iglesia es el Cuerpo de Cristo (1Cor 12). En efecto, «porque el pan es
uno, por eso somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese
único pan» (1Cor 10,17). Es Cristo en la eucaristía el que une a todos los
fieles en un solo corazón y una sola alma (Hch 4,32), formando la Iglesia.
Según todo esto, cada vez que los cristianos celebramos el sacrificio
eucarístico, reafirmamos en la sangre de Cristo la Alianza que nos une con
Dios, y que nos hace hijos suyos amados. Reafirmamos la Alianza con un
sacrificio, como Moisés en el Sinaí o Elías en el Carmelo.
Relato - consagración
Es el momento más sagrado de la misa, en el que se actualiza con toda verdad
la Cena del Señor, su pasión redentora en la Cruz. El resto de la misa es el
marco sagrado de este sagrado momento decisivo, en el que, «con las palabras
y gestos de Cristo, se realiza el sacrificio que el mismo Cristo instituyó
en la última cena, cuando bajo las especies del pan y vino ofreció su cuerpo
y sangre, y se lo dio a sus apóstoles en forma de comida y bebida, y les
encargó perpetuar ese mismo misterio» (OGMR 55d).
«El cual, cuando iba a ser entregado a su Pasión, voluntariamente aceptada,
tomó pan... tomó el cáliz lleno del fruto de la vid... Esto es mi cuerpo,
que será entregado por vosotros... Éste es el cáliz de mi sangre, que será
derramada por vosotros y por todos, para el perdón de los pecados»...
Por el ministerio del sacerdote cristiano, es el mismo Cristo, Sacerdote
único de la Nueva Alianza, el que hoy pronuncia estas palabras litúrgicas,
de infinita eficacia doxológica y redentora. Por esas palabras, que al mismo
tiempo son de Cristo y de su esposa la Iglesia, el acontecimiento único del
misterio pascual, sucedido hace muchos siglos, escapando de la cárcel
espacio-temporal, en la que se ven apresados todos los acontecimientos
humanos de la historia, se actualiza, se hace presente hoy, bajo los velos
sagrados de la liturgia. «Tomad y comed mi cuerpo, tomad y bebed mi
sangre»...
Los cristianos en la eucaristía, lo mismo exactamente que los
apóstoles, participamos de la Cena del Señor, y lo mismo que la Virgen
María, San Juan y las piadosas mujeres, asistimos en el Calvario al
sacrificio de la Cruz... Mysterium fidei!
Ésta es, en efecto, la fe de la Iglesia, solemnemente proclamada por Pablo
VI en el Credo del Pueblo de Dios (1968, n. 24): «Nosotros creemos que la
misa, que es celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo,
es realmente el sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente
presente en nuestros altares».
El sacerdote ostenta con toda reverencia, alzándolos, el cuerpo y la sangre
de Cristo, y hace una y otra vez la genuflexión, mientras los acólitos
pueden incensar las sagradas especies veneradas. El pueblo cristiano adora
primero en silencio, y puede decir jaculatorias como «¡Es el Señor!» (Jn
21,7), «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28); «el Hijo de Dios me amó y se
entregó por mí» (Gál 2,20). Y en seguida confiesa comunitariamente su fe y
su devoción:
-«Éste es el sacramento de nuestra fe».
-«Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap
22,20). «Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz,
anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas» (+1Cor 11,26). «Por tu cruz
y tu resurrección nos has salvado, Señor».
Memorial
Después del relato-consagración, viene el memorial y la ofrenda, que van
significativamente unidos en las cinco plegarias eucarísticas principales:
«Así, pues, Padre, al celebrar ahora el memorial de la pasión salvadora de
tu Hijo, de su admirable resurrección y ascensión al cielo, mientras
esperamos su venida gloriosa, te ofrecemos, en esta acción de gracias, el
sacrificio vivo y santo» (III; +I, II, IV, V).
Memorial (anámnesis), pues, en primer lugar. Los cristianos, de oriente a
occidente, obedecemos diariamente en la eucaristía aquella última voluntad
de Cristo, «haced esto en memoria mía». Éste fue el mandato que nos dio el
Señor claramente en la última Cena, es decir, «la víspera de su pasión» (I),
«la noche en que iba a ser entregado» (III). Y nosotros podemos cumplir ese
mandato, a muchos siglos de distancia y en muchos lugares, precisamente
porque el sacerdocio de Cristo es eterno y celestial (Heb 4,14; 8,1):
«El sacrificio de Cristo se consuma en el santuario celeste; perdura en el
momento de la consumación, porque la eternidad es una característica de la
esfera celeste... Y si el sacrificio de Cristo perdura en el cielo, puede
hacerse presente entre nosotros en la medida en que esa misma víctima y esa
misma acción sacerdotal se hagan presentes en la eucaristía... En realidad,
el sacerdote no pone otra acción, sino que participa de la eterna acción
sacerdotal de Cristo en el cielo... Nada se repite, nada se multiplica; sólo
se participa repetidamente bajo forma sacramental del único sacrificio de
Cristo en la cruz, que perdura eternamente en el cielo. No se repite el
sacrificio de Cristo, sino las múltiples participaciones de él» (Sayés, El
misterio eucarístico 321-323).
De este modo la eucaristía permanece en la Iglesia como un corazón siempre
vivo, que con sus latidos hace llegar a todo el Cuerpo místico la gracia
vivificante, que es la sangre de Cristo, sacerdote eterno. En efecto, «la
obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el
sacrificio de la cruz, por medio del cual "Cristo, nuestra Pascua, ha sido
inmolado" (1Cor 5,7)» (LG 3).
Y ofrenda
El memorial de la cruz es ofrenda de Cristo víctima: «te ofrecemos, Dios de
gloria y majestad, el sacrificio puro, inmaculado y santo: pan de vida
eterna y cáliz de eterna salvación» (I); «el pan de vida y el cáliz de
salvación» (II); «el sacrificio vivo y santo» (III); «su cuerpo y su sangre,
sacrificio agradable a ti y salvación para todo el mundo» (IV); «esta
ofrenda: es Jesucristo que se ofrece con su Cuerpo y con su Sangre» (V).
En efecto, «la Iglesia, en este memorial, sobre todo la Iglesia aquí y ahora
reunida, ofrece al Padre en el Espíritu Santo la Víctima inmaculada. Y la
Iglesia quiere que los fieles no sólo ofrezcan la Víctima inmaculada, sino
que aprendan a ofrecerse a sí mismos y que de día en día perfeccionen, con
la mediación de Cristo, la unidad con Dios y entre sí, para que, finalmente,
Dios lo sea todo para todos» (OGMR 55f).
Cristo «quiso que nosotros fuésemos un sacrificio -dice San Agustín-; por lo
tanto, toda la Ciudad redimida, es decir, la sociedad de los santos, es
ofrecida a Dios como sacrificio universal por el Gran Sacerdote, que se
ofreció por nosotros en la pasión para que fuésemos cuerpo de tan gran
cabeza... Así es, pues, el sacrificio de los cristianos, donde todos se
hacen un solo cuerpo de Cristo. Esto lo celebra la Iglesia también con el
sacramento del altar, donde se nos muestra cómo ella misma se ofrece en la
misma víctima que ofrece a Dios» (Ciudad de Dios 10,6). Y Pablo VI: «La
Iglesia, al desempeñar la función de sacerdote y víctima juntamente con
Cristo, ofrece toda entera el sacrificio de la misa y toda entera se ofrece
con él» (Mysterium fidei).
En conformidad con esto, adviértase, pues, que la ofrenda eucarística es
hecha juntamente por el sacerdote y el pueblo, y no por el sacerdote solo:
«Te ofrecemos, y ellos mismos te ofrecen, este sacrificio de alabanza» (I);
«te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio vivo y santo» (III;
+II y IV).
Por otra parte, en la ofrenda cultual que los hombres hacemos no podemos
realmente dar a Dios sino lo que él previamente nos ha dado: la vida, la
libertad, la salud... Por eso decimos, «te ofrecemos, Dios de gloria y
majestad, de los mismos bienes que nos has dado, el sacrificio puro,
inmaculado y santo» (I).
Podemos ahora por la oración hacernos ofrenda grata al Padre. Con la oración
de María: «He aquí la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra». Con
la oración de Jesús: «No se haga mi voluntad, sino la tuya». Con
oraciones-ofrenda, como aquella de San Ignacio, tan perfecta:
«Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y
toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; vos me lo diste, a vos, Señor,
lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro
amor y gracia, que ésta me basta» (Ejercicios 234).
Invocación al Espíritu Santo (2ª)
La eucaristía, que es el mismo sacrificio de la cruz, tiene con él una
diferencia fundamental. Si en la cruz Cristo se ofreció al Padre él solo, en
el altar litúrgico se ofrece ahora con su Cuerpo místico, la Iglesia. Por
eso las plegarias eucarísticas piden tres cosas: -que Dios acepte el
sacrificio que le ofrecemos hoy; -que por él seamos congregados en la unidad
de la Iglesia; -y que así vengamos a ser víctimas ofrecidas con Cristo al
Padre, por obra del Espíritu Santo, cuya acción aquí se implora.
-Súplica de aceptación de la ofrenda. «Mira con ojos de bondad esta ofrenda,
y acéptala» (I); «dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia, y
reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu
amistad» (III); «dirige tu mirada sobre esta Víctima que tú mismo has
preparado a tu Iglesia»(IV)
-Unidad. «Te pedimos humildemente que el Espíritu Santo congregue en la
unidad a cuantos participamos del cuerpo y Sangre de Cristo» (II); «formemos
en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu» (III); «congregados en un solo
cuerpo por el Espíritu Santo» (IV).
-Víctimas ofrecidas. Que «él nos transforme en ofrenda permanente» (III), y
así «seamos en Cristo víctima viva para alabanza de su gloria» (IV)
La verdadera participación en el sacrificio de la Nueva Alianza implica,
pues, decisivamente esta ofrenda victimal de los fieles. Según esto, los
cristianos son en Cristo sacerdotes y víctimas, como Cristo lo es, y se
ofrecen continuamente al Padre en el altar eucarístico, durante la misa, y
en el altar de su propia vida ordinaria, día a día. Ellos, pues, son en
Cristo, por él y con él, «corderos de Dios», pues aceptando la voluntad de
Dios, sin condiciones y sin resistencia alguna, hasta la muerte, como
Cristo, sacrifican (hacen-sagrada) toda su vida en un movimiento espiritual
incesante, que en la eucaristía tiene siempre su origen y su impulso.
Así es
como la vida entera del cristiano viene a hacerse sacrificio eucarístico
continuo, glorificador de Dios y redentor de los hombres, como lo quería el
Apóstol: «os ruego, hermanos, que os ofrezcáis vuestros mismos como víctima
viva, santa, grata a Dios: éste es el culto espiritual que debéis ofrecer»
(Rm 12,1).
Intercesiones
Ya vimos, al hablar de la oración de los fieles, que la Iglesia en la
eucaristía sostiene a la humanidad y al mundo entero en la misericordia de
Dios, por la sangre de Cristo Redentor. Pues bien, las mismas plegarias
eucarísticas incluyen una serie de oraciones por las que nos unimos a la
Iglesia del cielo, de la tierra y del purgatorio. Suelen ser llamadas
intercesiones.
«Con ellas se da a entender que la eucaristía se celebra en comunión con
toda la Iglesia celeste y terrena, y que la oblación se hace por ella y por
todos sus miembros, vivos y difuntos, miembros que han sido todos llamados a
participar de la salvación y redención adquiridas por el cuerpo y la sangre
de Cristo» (OGMR 55g).
En la plegaria eucarística III, por ejemplo, se invoca
-primero la ayuda del cielo, de la Virgen María y de los santos, «por cuya
intercesión confiamos obtener siempre tu ayuda»;
-en seguida se ruega por la tierra, pidiendo salvación y paz para «el mundo
entero» y para «tu Iglesia, peregrina en la tierra», especialmente por el
Papa y los Obispos, pero también, con una intención misionera, por «todos
tus hijos dispersos por el mundo»;
-y finalmente se encomienda las almas del purgatorio a la bondad de Dios, es
decir, se ofrece la eucaristía por «nuestros hermanos difuntos y cuantos
murieron en tu amistad».
Así, la oración cristiana -que es infinitamente audaz, pues se confía a la
misericordia de Dios- alcanza en la eucaristía la máxima dilatación de su
caridad: «recíbelos en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la
plenitud eterna de tu gloria».
Ofrecer misas por los difuntos
La caridad cristiana, si ha de ser católica, ha de ser universal, ha de
interesarse, pues, por los vivos y por los difuntos, no sólo por los vivos.
La Iglesia, nuestra Madre, que nos hace recordar diariamente a los difuntos,
al menos, en la misa y en la última de las preces de vísperas, nos
recomienda ofrecer misas en sufragio de nuestros hermanos difuntos. Es una
gran obra de caridad hacia ellos, como lo enseña el Catecismo:
«El sacrificio eucarístico es también ofrecido por los fieles difuntos, "que
han muerto en Cristo y todavía no están plenamente purificados" (Conc.
Trento), para que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo:
«"Oramos [en la anáfora] por los santos padres y obispos difuntos, y en
general por todos los que han muerto antes que nosotros, creyendo que será
de gran provecho para las almas, en favor de las cuales es ofrecida la
súplica, mientras se halla presente la santa y adorable víctima...
Presentando a Dios nuestras súplicas por los que han muerto, aunque fuesen
pecadores..., presentamos a Cristo, inmolado por nuestros pecados, haciendo
propicio para ellos y para nosotros al Dios amigo de los hombres" (S. Cirilo
de Jerusalén [+386])» (Catecismo 1371; +1032, 1689).
Doxología final
La gran plegaria eucarística llega a su fin. El arco formidable, que se
inició en el prefacio levantando los corazones hacia el Padre, culmina ahora
solemnemente con la doxología final trinitaria. El sacerdote, elevando la
Víctima sagrada, y sosteniéndola en alto, por encima de todas las realidades
temporales, dice:
«Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del
Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos».
Este acto, por sí solo, justifica la existencia de la Iglesia en el mundo:
para eso precisamente ha sido congregado en Cristo el pueblo cristiano
sacerdotal, para elevar en la eucaristía a Dios la máxima alabanza posible,
y para atraer en ella en favor de toda la humanidad innumerable bienes
materiales y espirituales. De este modo, es en la eucaristía donde la
Iglesia se expresa y manifiesta totalmente.
El pueblo cristiano congregado hace suya la plegaria eucarística, y completa
la gran doxología trinitaria diciendo: Amén. Es el Amén más solemne de la
misa.
((Adviértase aquí, por otra parte, que es el sacerdote, y no el pueblo,
quien recita las doxologías que concluyen las oraciones presidenciales. Y
esto tanto en la oración colecta -«Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,
que vive y reina», etc.-, como en la plegaria eucarística -«Por Cristo, con
Él y en Él», etc.-. Y que es el pueblo quien, siguiendo una tradición
continua del Antiguo y del Nuevo Testamento, contesta con la aclamación del
Amén.))
C. La comunión
-Padrenuestro -La paz -Fracción del pan -Cordero de Dios -Comunión -Oración
de postcomunión.
La primera cumbre de la celebración eucarística es sin duda la consagración,
en la que el pan y el vino se transforman en cuerpo entregado y sangre
derramada del mismo Cristo, actualizando el sacrificio redentor. Y la
segunda, ciertamente, es la comunión, en la que la Iglesia obedece el
mandato de Cristo en su última Cena: «Tomad y comed mi cuerpo, tomad y bebed
mi sangre».
El Padrenuestro
El Padrenuestro es la más grande oración cristiana, la más grata al Padre y
la que mejor expresa lo que el Espíritu Santo ora en nosotros (+Rm 8,15.26),
pues es la oración que nos enseñó Jesús (Mt 5,23-24; Lc 11,2-4).
Por eso, en la misa, la oración dominical culmina en cierto modo la gran
plegaria eucarística, y al mismo tiempo inicia el rito de la comunión.
Comienza el Padrenuestro reiterando el Santo del prefacio -«santificado sea
tu Nombre»-, asimila la actitud filial de Cristo, la Víctima pascual
ofrecida -«hágase tu voluntad»-, y continúa pidiendo para la Iglesia la
santidad y la unidad -«venga a nosotros tu reino»-.
Pero también prepara a
la comunión eucarística, pidiendo el pan necesario, material y espiritual
-«danos hoy nuestro pan de cada día»-, implorando el perdón y la superación
del mal -«perdona nuestras ofensas, líbranos del mal»-, y procurando la paz
con los hermanos -«perdonamos a los que nos ofenden»-. No podemos, en
efecto, unirnos al Señor, si estamos en pecado y si permanecemos separados
de los hermanos (+Mt 6,14-15; 6,9-13; 18,35).
Merece la pena señalar aquí que, en la petición «líbranos del mal», la
Iglesia entiende que «el mal no es una abstracción, sino que designa una
persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios» (Catecismo 2851;
+2850-2853). Ahora bien, en la última petición del Padrenuestro, «al pedir
ser liberados del Maligno, oramos igualmente para ser liberados de todos los
males, presentes, pasado y futuros de los que él es autor o instigador»
(2854).
El Padrenuestro, que es rezado en la misa por el sacerdote y el pueblo
juntamente, es desarrollado sólo por el sacerdote con el embolismo que le
sigue: «Líbranos de todos los males, Señor», en el que se pide la paz de
Cristo y la protección de todo pecado y perturbación, «mientras esperamos la
gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo». Y esta vez es el pueblo el
que consuma la oración con una doxología, que es eco de la liturgia
celestial: «Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria por siempre, Señor»
(+Ap 1,6; 4,11; 5,13).
Conviene advertir que la renovación postconciliar de la liturgia ha
restaurado la costumbre antigua, ya practicada por las primeras generaciones
cristianas, de rezar tres veces cada día el Padrenuestro, concretamente en
laudes, en misa y en vísperas. «Así habéis de orar tres veces al día»
(Dídaque VIII,3).
La paz
Sabemos que Cristo resucitado, cuando se aparecía a los apóstoles, les
saludaba dándoles la paz: «La paz con vosotros» (Jn 20,19.26). En realidad,
la herencia que el Señor deja en la última Cena a sus discípulos es
precisamente la paz: «La paz os dejo, mi paz os doy; pero no como la da el
mundo» (14,27).
El pecado, separando al hombre de Dios, divide de tal modo la humanidad en
partes contrapuestas, e introduce en cada persona tal cúmulo de tensas
contradicciones y ansiedades, que aleja irremediablemente de la vida humana
la paz. Por eso, en la Biblia la paz (salom), que implica, en cierto modo,
todos los bienes, no se espera sino como don propio del Mesías salvador. Él
será constituido «Príncipe de la paz: su soberanía será grande y traerá una
paz sin fin para el trono de David y para su reino» (Is 9,5-6). Sólo él será
capaz de devolver a la humanidad la paz perdida por el pecado (+Ez 34,25;
Joel 4,17ss; Am 9,9-21).
Pues bien, Jesús es el Mesías anunciado: «Él es nuestra paz» (Ef 2,14). Los
ángeles, en su nacimiento, anuncian que Jesús va a traer en la tierra «paz a
los hombres amados por Dios» (Lc 2,14). En efecto, quiso «el Dios de la paz»
(Rm 15,33), en la plenitud de los tiempos, «reconciliar por Él consigo,
pacificando por la sangre de su cruz, todas las cosas, así las de la tierra
como las del cielo» (Col 2,20). Y así él, nuestro Señor Jesucristo, quitando
el pecado del mundo y comunicándonos su Espíritu, es el único que puede
darnos la paz verdadera, la que es «fruto del espíritu» (Gál 5,22) y de la
justificación por gracia (+Rm 5,1), la paz que ni el mundo ni la carne son
capaces de dar, la paz perfecta, de origen celeste, la paz que ninguna
vicisitud terrena será capaz de destruir en los fieles de Cristo.
El rito de la paz, previo a la comunión, es, pues, un gran momento de la
eucaristía. El ósculo de la paz ya se daba fraternalmente en la eucaristía
en los siglos II-III. El sacerdote, en una oración que, esta vez, dirige al
mismo «Señor Jesucristo», comienza pidiéndole para su Iglesia «la paz y la
unidad» en una súplica extremadamente humilde: «no tengas en cuenta nuestros
pecados, sino la fe [la fidelidad] de tu Iglesia». A continuación,
representando al mismo Cristo resucitado, dice a los discípulos reunidos en
el cenáculo de la misa: «La paz del Señor esté siempre con vosotros».
Y puesto que la comunión está ya próxima, y no podemos unirnos a Cristo si
permanecemos separados de nuestros hermanos, añade en seguida: «Daos
fraternalmente la paz». De este modo, la asidua participación en la
eucaristía va haciendo de los cristianos hombres de paz, pues en la misa
reciben una y otra vez la paz de Cristo, y por eso mismo son cada vez más
capaces de comunicar a los hermanos la paz que de Dios han recibido.
«Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados
hijos de Dios» (Mt 5,9).
La fracción del pan
Partir el pan en la mesa era un gesto tradicional que correspondía al padre
de familia. Es un gesto propio de Cristo, y lo realiza varias veces estando
con sus discípulos -al multiplicar los panes, en la Cena última, con los de
Emaús, ya resucitado (Jn 6,11; Lc 24,30; 1Cor 11,23-24; Jn 21,13)-: tomó el
pan, lo bendijo, lo partió y lo dió a los discípulos. Por eso, la antigüedad
cristiana, viendo en esta acción un símbolo profundo, dio a veces a toda la
eucaristía el nombre de «fracción del pan». Y la liturgia ha conservado
siempre este rito, durante el cual el sacerdote parte el pan consagrado, y
antes de dejar caer en el cáliz una partícula de él, dice: «El cuerpo y la
Sangre de nuestro Señor Jesucristo, unidos en este cáliz, sean para nosotros
alimento de vida eterna».
En todo caso, la significación más antigua de esta acción litúrgica está
vinculada a aquellas palabras de San Pablo: «Porque el pan es uno, somos
muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1Cor
10,17; +OGMR 56c). Es la común-comunión eucarística en el Pan partido lo que
hace de nosotros un solo Cuerpo, el de Cristo, la Iglesia. Los que
participamos de un mismo altar, somos uno solo, pues comemos y vivimos de un
mismo Pan, y «hemos bebido del mismo Espíritu» (1Cor 12,13).
Cordero de Dios
A partir de los siglos VI y VII, durante la fracción del pan -que entonces,
cuando no hay todavía hostias pequeñas, dura cierto tiempo-, el pueblo
recita o canta el Cordero de Dios, repitiendo varias veces ese precioso
título de Cristo, que ya en el Gloria ha sido proclamado.
Como ya vimos más arriba, la idea del Salvador como Cordero inmolado, ya
desde el sacrificio de Isaac, pasando por la Pascua y por el Siervo de Yavé
de que habla Isaías, está presente en la revelación divina hasta el
Apocalipsis de San Juan, que contempla en el cielo el culto litúrgico que
los ángeles y los santos ofrecen al Cordero-víctima, esposo de la Iglesia
(Ap 5,6; 6,1; 7,10-17; 12,11; 13,8; 17,14; 19,7-9; 21,22). La misa es la
Cena pascual del Cordero inmolado, y el rito de la fracción precede
lógicamente al de la comunión.
Seguidamente el sacerdote, mostrando la hostia consagrada, dice aquello de
Juan el Bautizador: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del
mundo» (Jn 1,29). Y añade las palabras que, según el Apocalipsis, dice en la
liturgia celeste «una voz que sale del Trono, una voz como de gran
muchedumbre, como voz de muchas aguas, y como voz de fuertes truenos:...
"Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero"» (+Ap 19,1-9). En
efecto, dice el sacerdote: «Dichosos los invitados a la cena del Señor».
A ello responde el pueblo, recordando con toda oportunidad las palabras del
centurión romano, que maravillaron a Cristo por su humilde y atrevida
confianza: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra
tuya bastará para sanarme» (+Mt 8,8-10). Seguidamente el sacerdote, o el
diácono, distribuye la comunión: «El Cuerpo de Cristo». «Amén». Sí, así es
realmente.
De suyo, corresponde distribuir la comunión a quienes en la eucaristía
representan a Cristo y a los apóstoles. Es el Señor quien «tomó, partió y
repartió» el Pan de vida. Y en la multiplicación milagrosa, por ejemplo,
Cristo, «alzando los ojos al cielo, bendijo y partió los panes, y se los dió
a los discípulos [los apóstoles], y éstos a la muchedumbre» (Mt 14,19). De
ahí la tradición universal de la Iglesia de que sean los ministros sagrados
-y cuando sea preciso, los laicos autorizados para ello-, quienes
distribuyan la comunión eucarística (Código 910).
La comunión
La comunión sacramental es el encuentro espiritual más amoroso y profundo,
más cierto y santificante, que podemos tener con Cristo en este mundo. Es
una inefable unión espiritual con Jesucristo glorioso, y en este sentido,
aunque se realice mediante el signo expresivo del pan, no implica, por
supuesto, una digestión del cuerpo físico del Señor -ésta sería la
interpretación cafarnaítica-.
Es notable, en todo caso, la gran sobriedad con que la tradición patrística
e incluso los escritos de los santos tratan de este acto santísimo de la
comunión. Y es que se trata, en el orden del amor y de la gracia, de un
misterio inefable, de algo que apenas es capaz de expresar el lenguaje
humano. Cristo se entrega en la comunión como alimento, como «pan vivo
bajado del cielo», que va transformando en Él a quienes le reciben. A éstos,
que en la comunión le acogen con fe y amor, les promete inmortalidad,
abundancia de vida y resurrección futura. Más aún, les asegura una perfecta
unión vital con Él: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y
yo en él. Y así como yo vivo por mi Padre, así también el que me come vivirá
por mí» (Jn 6,57).
Los cristianos, comulgando el cuerpo victimal y glorioso de Cristo, se
alimentan del pan de vida eterna dado con tanto amor por el Padre celestial,
participan profundamente de la pasión y resurrección de Cristo, reafirman en
sí mismos la Alianza de amor y mutua fidelidad que les une con Dios, reciben
la medicina celestial del Padre, la única que puede sanarles de sus
enfermedades espirituales, y ven acrecentada en sus corazones la presencia y
la acción del Espíritu Santo, «el Espíritu de Jesús» (Hch 16,7).
Sólo Dios, que por medio de la oración actualiza en nosotros la fe y el
amor, puede darnos la gracia de una disposición idónea para la excelsa
comunión eucarística. Por eso la devoción privada ha creado muchas oraciones
para antes de la comunión, y la misma liturgia en el ordinario de la misa
ofrece al sacerdote dos, procedentes del repertorio medieval, que están
dirigidas al mismo Cristo.
«Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por voluntad del Padre, cooperando
el Espíritu Santo, diste con tu muerte la vida al mundo, líbrame por la
recepción de tu Cuerpo y de tu Sangre, de todas mis culpas y de todo mal.
Concédeme cumplir siempre tus mandamientos y jamás permitas que me separe de
ti». O bien:
«Señor Jesucristo, la comunión de tu Cuerpo y de tu Sangre no sea para mí un
motivo de juicio y condenación, sino que, por tu piedad, me aproveche para
defensa de alma y cuerpo y como remedio saludable».
Disposiciones exteriores para la comunión
-El ayuno eucarístico, de antiquísima tradición, exige hoy «abstenerse de
tomar cualquier alimento y bebida al menos desde una hora antes de la
sagrada comunión, a excepción sólo del agua y de las medicinas» (Código
919,1).
-La Iglesia permite comulgar dos veces el mismo día, siempre que se
participe en ambas misas (ib. 917).
-«La comunión tiene una expresión más plena, por razón del signo, cuando se
hace bajo las dos especies» (OGMR 240). La Iglesia en Occidente, sólo por
razones prácticas, reduce este uso a ocasiones señaladas (Eucharisticum
mysterium 32), mientras que en Oriente es la forma habitual.
-Cuando se comulga dentro de la misa, y además con hostias consagradas en la
misma misa, se expresa con mayor claridad que la comunión hace participar en
el sacrificio mismo de Jesucristo (+Catecismo 1388).
-Sin embargo, cuando los fieles piden la comunión «con justa causa, se les
debe administrar la comunión fuera de la misa» (Código 918).
Disposiciones interiores para la comunión frecuente
San Pablo habla claramente sobre la posibilidad de comuniones indignas:
«Quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente será reo del
cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, el hombre a sí mismo y
entonces coma del pan y beba del cáliz; pues el que sin discernir come y
bebe el cuerpo del Señor, se come y bebe su propia condenación. Por esto hay
entre vosotros muchos flacos y débiles, y muchos muertos» (1Cor 11,27-29).
Atribuye el Apóstol los peores males de la comunidad cristiana de Corinto a
un uso abusivo de la comunión eucarística... Esto nos lleva a considerar el
tema de la frecuencia y disposición espiritual que son convenientes para la
comunión.
En la antigüedad cristiana, sobre todo en los siglos III y IV, hay numerosas
huellas documentales que hacen pensar en la normalidad de la comunión
diaria. Los fieles cristianos más piadosos, respondiendo sencillamente a la
voluntad expresada por Cristo, «tomad y comed, tomad y bebed», veían en la
comunión sacramental el modo normal de consumar su participación en el
sacrificio eucarístico. Sólo los catecúmenos o los pecadores sujetos a
disciplina penitencial se veían privados de ella. Pronto, sin embargo,
incluso en el monacato naciente, este criterio tradicional se debilita en la
práctica o se pone en duda por diversas causas. La doctrina de San Agustín y
de Santo Tomás podrán mostrarnos autorizadamente el nuevo criterio.
Santo Tomás (+1274), tan respetuoso siempre con la tradición patrística y
conciliar, examina la licitud de la comunión diaria, adivirtiendo que, por
parte del sacramento, es claro que «es conveniente recibirlo todos los días,
para recibir a diario su fruto». En cambio, por parte de quienes comulgan,
«no es conveniente a todos acercarse diariamente al sacramento, sino sólo
las veces que se encuentren preparados para ello. Conforme a esto se lee [en
Genadio de Marsella, +500]: "Ni alabo ni critico el recibir todos los días
la comunión eucarística"» (STh III,80,10). Y en ese mismo texto Santo Tomás
precisa mejor su pensamiento cuando dice: «El amor enciende en nosotros el
deseo de recibirlo, y del temor nace la humildad de reverenciarlo. Las dos
cosas, tomarlo a diario y abstenerse alguna vez, son indicios de reverencia
hacia la eucaristía.
Por eso dice San Agustín [+430]: "Cada uno obre en esto
según le dicte su fe piadosamente; pues no altercaron Zaqueo y el Centurión
por recibir uno, gozoso, al Señor, y por decir el otro: No soy digno de que
entres bajo mi techo. Los dos glorificaron al Salvador, aunque no de una
misma manera" [ML 33,201]. Con todo, el amor y la esperanza, a los que
siempre nos invita la Escritura, son preferibles al temor. Por eso, al decir
Pedro "apártete de mí, Señor, que soy hombre pecador", responde Jesús: "No
temas"» (ib. ad 3m).
Durante muchos siglos prevaleció en la Iglesia, incluso en los ambientes más
fervorosos, la comunión poco frecuente, solo en algunas fiestas señaladas
del Año litúrgico, o la comunión mensual o semanal, con el permiso del
confesor. Y esta tendencia se acentuó aún más, hasta el error, con el
Jansenismo. Por eso, sin duda, uno de los actos más importantes del
Magisterio pontificio en la historia de la espiritualidad es el decreto de
20 de diciembre de 1905. En él San Pío X recomienda, bajo determinadas
condiciones, la comunión frecuente y diaria, saliendo en contra de la
posición jansenista.
«El deseo de Jesucristo y de la Iglesia de que todos los fieles se acerquen
diariamente al sagrado convite se cifra principalmente en que los fieles,
unidos con Dios por medio del sacramento, tomen de ahí fuerza para reprimir
la concupiscencia, para borrar las culpas leves que diariamente ocurren, y
para precaver los pecados graves a que la fragilidad humana está expuesta;
pero no principalmente para mirar por el honor y reverencia del Señor, ni
para que ello sea paga o premio de las virtudes de quienes comulgan. De ahí
que el santo Concilio de Trento llama a la eucaristía «antídoto con que nos
libramos de las culpas cotidianas y nos preservamos de los pecados
mortales». Según esto:
«1. La comunión frecuente y cotidiana... esté permitida a todos los fieles
de Cristo de cualquier orden y condición, de suerte que a nadie se le puede
impedir, con tal que esté en estado de gracia y se acerque a la sagrada mesa
con recta y piadosa intención.
«2. La recta intención consiste en que quien se acerca a la sagrada mesa no
lo haga por rutina, por vanidad o por respetos humanos, sino para cumplir la
voluntad de Dios, unirse más estrechamente con Él por la caridad, y remediar
las propias flaquezas y defectos con esa divina medicina.
«3. Aun cuando conviene sobremanera que quienes reciben frecuente y hasta
diariamente la comunión estén libres de pecados veniales, por lo menos de
los plenamente deliberados, y del apego a ellos, basta sin embargo que no
tengan culpas mortales, con propósito de no pecar más en adelante...
«4. Ha de procurarse que a la sagrada comunión preceda una diligente
preparación y le siga la conveniente acción de gracias, según las fuerzas,
condición y deberes de cada uno.
«5. Debe pedirse consejo al confesor. Procuren, sin embargo, los confesores
no apartar a nadie de la comunión frecuente o cotidiana, con tal que se
halle en estado de gracia y se acerque con rectitud de intención» (Denz
1981/3375 - 1990/3383).
Parece claro que en la grave cuestión de la comunión frecuente, la mayor
tentación de error es hoy la actitud laxista, y no el rigorismo jansenista,
siendo una y otro graves errores. Entre ambos extremos de error, la doctrina
de la Iglesia católica, expresada en el decreto de San Pío X, permanece
vigente. Hoy «la Iglesia recomienda vivamente a los fieles recibir la santa
eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún,
incluso todos los días» (Catecismo 1389).
La oración post-comunión
«Cuando se ha terminado de distribuir la comunión, el sacerdote y los
fieles, si se juzga oportuno, pueden orar un rato recogidos. O si se
prefiere, puede también cantar toda la asamblea un himno, un salmo o algún
otro canto de alabanza» (OGMR 56j). La práctica devocional de la Iglesia ha
dado siempre una importancia muy notable a este tiempo de oración después de
la comunión. Esa «conveniente acción de gracias», de que hablaba San Pío X,
es un momento muy especial de gracia. Por eso es aconsejable realizarla
fielmente, bien sea en ese momento de silencio, inmediato a la comunión, o
bien después de finalizada la misa.
Es lo que la Iglesia recomienda: para que los fieles «puedan perseverar más
fácilmente en esta acción de gracias, que de modo eminente se tributa a Dios
en la misa, se recomienda a los que han sido alimentados con la sagrada
comunión que permanezcan algún tiempo en oración» (Eucharisticum mysterium
38).
Después de ese tiempo, más o menos largo, «en la oración después de la
comunión, el sacerdote ruega para que se obtengan los frutos del misterio
celebrado» (OGMR 56k). Estos frutos son incesantemente indicados y pedidos
en las oraciones de postcomunión. En efecto, si hacemos una lectura seguida
de postcomuniones de la misa, iremos conociendo claramente cuáles son los
frutos normales de la participación eucarística, pues lo que pide la Iglesia
en esas oraciones, con toda confianza y eficacia, coincide precisamente con
lo que el Señor quiere dar en la liturgia de la misa. Esto es lo propio de
toda oración litúrgica, que realiza lo que pide.
Veamos, a modo de ejemplo, algunas peticiones incluidas en postcomuniones de
domingos del Tiempo Ordinario: «te suplicamos la gracia de poder servirte
llevando una vida según tu voluntad» (1). «Alimentados con el mismo pan del
cielo, permanezcamos unidos en el mismo amor» (2). «Cuantos hemos recibido
tu gracia vivificadora, nos alegremos siempre de este don admirable que nos
haces» (3). «Que el pan de vida eterna nos haga crecer continuamente en la
fe verdadera» (4). «Concédenos vivir tan unidos en Cristo, que
fructifiquemos con gozo para la salvación del mundo» (5). «Busquemos siempre
las fuentes de donde brota la vida verdadera» (6). «Alcanzar un día la
salvación eterna, cuyas primicias nos has entregado en estos sacramentos»
(7; intención frecuente: +20, 26, 30, 31). «Sane nuestras maldades y nos
conduzca por el camino del bien» (10). «Que esta comunión en tus misterios,
Señor, expresión de nuestra unión contigo, realice la unidad de tu Iglesia»
(11). «Condúcenos a perfección tan alta, que en todo sepamos agradarte»
(21).
«Fortalezca nuestros corazones y nos mueva a servirte en nuestros
hermanos» (22). «Sea su fuerza, no nuestro sentimiento, quien mueva nuestra
vida» (24). «Nos transformemos en lo que hemos recibido» (27). «Nos hagas
participar de su naturaleza divina» (28). «Aumente la caridad en todos
nosotros» (33). «No permitas que nos separemos de ti» (34). «Encontrar la
salud del alma y del cuerpo en el sacramento que hemos recibido» (Trinidad).
Éstos y otros preciosos efectos que la Iglesia pide con audacia y confianza
en la oración postcomunión -como también en la oración colecta y la del
ofertorio- son los que la eucaristía causa de suyo en nosotros, si no
ponemos impedimento a la acción de Cristo en ella (+Catecismo, frutos de la
comunión: 1391-1398).
Comunión y santidad
«Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no
tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la
vida eterna y yo le resucitaré el último día» (Jn 6,53-54). La cosa es
clara: la santificación cristiana tiene forma eucarística. Es así, al menos
ordinariamente, como ha querido Cristo santificarnos. Y nosotros no podemos
santificarnos según nuestros gustos o inclinaciones -es absurdo-, sino según
Cristo ha dispuesto hacerlo, y nos lo ha dicho. Sólo él es «Santo y fuente
de toda santidad» (PE II).
En realidad, no es posible nuestra santificación sin verdaderos milagros de
la gracia. ¿Cómo, si no, podríamos librarnos de pecados, defectos o
imperfecciones tan arraigados en nuestra personalidad? San Juan de la Cruz
nos muestra claramente que la purificación activa del cristiano no puede
alcanzar la perfecta santidad, «hasta que Dios lo hace en él, habiendose él
pasivamente» (I Noche 7,5). Pues bien, aunque nosotros hemos de realizar
actos al comulgar, sobre todo de fe y de amor -en cuanto ello nos sea
posible-, lo cierto es que de la comunión puede decirse, más o menos, lo que
el Doctor místico afirma de la contemplación: en ella «Dios es el agente y
el alma es la paciente»; y el alma está «como el que recibe y como en quien
se hace, y Dios como el que da y como el que en ella hace» (Llama 3,32).
La comunión eucarística es, pues, un momento privilegiado para esos milagros
de la gracia que necesitamos. Cristo en ella, con todo el poder de su pasión
gloriosa y de su resurrección admirable, nos concede ir muriendo a los
pecados del hombre viejo, e ir renaciendo a las virtudes del hombre nuevo.
Es en la eucaristía donde, por obra del Espíritu Santo, el pan y el vino se
convierten en cuerpo y sangre de Cristo, y donde igualmente, por obra del
Espíritu Santo, los hombres carnales se transforman en hombres espirituales,
cada vez más configurados a Cristo.
Los santos y la comunión eucarística
Sólo los santos conocen y viven plenamente la vida cristiana. Y,
concretamente, sólo los santos veneran como se debe el gran sacramento de la
eucaristía. Por eso en esto, como en todo, nosotros hemos de tomarles como
maestros. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, según declaran en el proceso
de canonización sus compañeros, «omni die celebrabat missam cum lacrymis»
(n.49), sobre todo a la hora de comulgar (n.15). Y también San Ignacio de
Loyola lloraba con frecuencia en la misa (Diario espiritual 14). Nosotros,
hombres de poca fe, no lloramos, pues apenas sabemos lo que hacemos cuando
asistimos a la misa. Son los santos, realmente, los que entienden, en fe y
amor, qué es lo que en la misa están haciendo, o mejor, qué está haciendo en
ella la Trinidad santísima. Por eso han de ser ellos los que nos enseñen a
celebrar el sacrificio eucarístico y a recibir en la comunión el cuerpo y la
sangre de Cristo.
San Francisco de Asís, siendo diácono, pocos años antes de morir, escribe
una Carta a los clérigos, en la que confiesa conmovedoramente toda la
grandeza del ministerio eucarístico que desempeñan. Y en su Carta a toda la
Orden reitera las mismas exhortaciones: «Así, pues, besándoos los pies y con
la caridad que puedo, os suplico a todos vosotros, hermanos, que tributéis
toda reverencia y todo el honor, en fin, cuanto os sea posible, al santísimo
cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, en quien todas las cosas que
hay en cielos y tierra han sido pacificadas y reconciliadas con el Dios
omnipotente [+Col 1,20]» (12-13). Él, personalmente, «ardía de amor en sus
entrañas hacia el sacramento del cuerpo del Señor, sintiéndose oprimido y
anonadado por el estupor al considerar tan estimable dignación y tan
ardentísima caridad. Reputaba un grave desprecio no oír, por lo menos cada
día, a ser posible, una misa. Comulgaba muchísimas veces, y con tanta
devoción, que infundía fervor a los presentes. Sintiendo especial reverencia
por el Sacramento, digno de todo respeto, ofrecía el sacrificio de todos sus
miembros, y al recibir al Cordero sin mancha, inmolaba el espíritu con aquel
sagrado fuego que ardía siempre en el altar de su corazón» (II Celano 201).
Es un dato cierto que los santos, muchas veces, han recibido precisamente en
la comunión eucarística gracias especialísimas, decisivas en su vida.
Recordemos, por ejemplo, a Santa Teresa de Jesús. Ella, cuando no era
costumbre, «cada día comulgaba, para lo cual la veía [esta testigo]
prepararse con singular cuidado, y después de haber comulgado estar largos
ratos muy recogida en oración, y muchas veces suspendida y elevada en Dios»
(Ana de los Angeles: Bibl. Míst. Carm. 9,563).
Las más altas gracias de su vida, y concretamente el matrimonio espiritual,
fueron recibidas por Santa Teresa en la eucaristía. Ella misma afirma que
fue en una comunión cuando llegó a ser con Cristo, en el matrimonio, «una
sola carne»: «Un día, acabando de comulgar, me pareció verdaderamente que mi
alma se hacía una cosa con aquel cuerpo sacratísimo del Señor» (Cuenta
conciencia 39; +VII Moradas 2,1). Y Teresa encuentra a Jesús en la comunión
resucitado, glorioso, lleno de inmensa majestad: «No hombre muerto, sino
Cristo vivo, y da a entender que es hombre y Dios, no como estaba en el
sepulcro, sino como salió de él después de resucitado. Y viene a veces con
tran grande majestad que no hay quien pueda dudar sino que es el mismo
Señor, en especial en acabando de comulgar, que ya sabemos que está allí,
que nos lo dice la fe. Represéntase tan Señor de aquella posada que parece,
toda deshecha el alma, se ve consumir en Cristo» (Vida 28,8).
Otros santos ha habido que vivían alimentándose sólamente con el Pan
eucarístico, es decir, con el cuerpo de Cristo. En esos casos milagrosos ha
querido Dios manifestarnos, en una forma extrema, hasta qué punto tiene
Cristo capacidad en la eucaristía de «darnos vida y vida sobreabundante» (Jn
10,10).
El Beato Raimundo de Capua, dominico, que fue unos años director espiritual
de Santa Catalina de Siena, refiere de ella que «siguiendo pasos casi
increíbles, poco a poco, pudo llegar al ayuno absoluto. En efecto, la santa
virgen recibía muchas veces devotamente la santa comunión, y cada vez
obtenía de ella tanta gracia que, mortificados los sentidos del cuerpo y sus
inclinaciones, sólo por virtud del Espíritu Santo su alma y su cuerpo
estaban igualmente nutridos. De esto puede concluir el hombre de fe que su
vida era toda ella un milagro... Yo mismo he visto muchas veces aquel
cuerpecillo, alimentado sólo con algún vaso de agua fría, que... sin ninguna
dificultad se levantaba antes, caminaba más lejos y se afanaba más que los
que la acompañaban y que estaban sanos; ella no conocía el cansancio... Al
comienzo, cuando la virgen comenzó a vivir sin comer, fray Tommaso, su
confesor, le preguntó si sentía alguna vez hambre, y ella respondió: "Es tal
la saciedad que me viene del Señor al recibir su venerabilísimo Sacramento,
que no puedo de ninguna manera sentir deseo por comida alguna"» (Legenda
Maior: Santa Catalina de Siena II,170-171).
El hambre de Cristo en la eucaristía era a veces en Santa Catalina
torturante. Pero cuando comulgaba quedaba a veces absorta en Dios durante
horas o días. Una vez «su confesor, que le había visto tan encendida de cara
mientras le daba el Sacramento, le preguntó qué le había ocurrido, y ella le
respondió: "Padre, cuando recibí de vuestras manos aquel inefable
Sacramento, perdí la luz de los ojos y no vi nada más; más aún, lo que vi
hizo tal presa en mí que empecé a considerar todas las cosas, no solamente
las riquezas y los placeres del cuerpo, sino también cualquier consolación y
deleite, aun los espirituales, semejantes a un estiércol repugnante. Por lo
cual pedía y rogaba, a fin de que aquellos placeres también espirituales me
fuesen quitados mientras pudiese conservar el amor de mi Dios. Le rogaba
también que me quitase toda voluntad y me diera sólo la suya. Efectivamente,
lo hizo así, porque me dio como respuesta: Aquí tienes, dulcísima hija mía,
te doy mi voluntad"... Y así fue, porque, como lo vimos los que estábamos
cerca de ella, a partir de aquel momento, en cualquier circunstancia, se
contentó con todo y nunca se turbó» (ib. 190).
Los santos han cuidado mucho la preparación espiritual para comulgar,
ayudándose para ello de la confesión sacramental, y encareciendo ésta tanto
o mas que aquélla. En la Regla propia de santa Clara, por ejemplo, dispone
la santa: «Confiésense al menos doce veces al año... y comulguen siete
veces» (III,12.14). El laxismo actual en el uso de la eucaristía lleva a lo
contrario, a comulgar muchas veces, no confesando sino muy de tarde en
tarde.
Atengámonos al Magisterio apostólico y a la enseñanza de los santos en todo,
pero muy especialmente en nuestra vida eucarística, tema grave y altísimo.
Son los santos, expertos en el amor de Cristo, y especialísimamente la
Virgen María, quienes podrán enseñarnos y ayudarnos a comulgar. Ellos son
los que de verdad conocen y entienden la locura de amor realizada por
Cristo, cuando él responde con la eucaristía a la petición de sus
discípulos: «quédate con nosotros» (Lc 24,29).
Así Santa Catalina:
«¡Oh hombre avaricioso! ¿Qué te ha dejado tu Dios? Te dejó a sí mismo, todo
Dios y todo hombre, oculto bajo la blancura del pan. ¡Oh fuego de amor! ¿No
era suficiente habernos creado a imagen y semejanza tuya, y habernos vuelto
a crear por la gracia en la sangre de tu Hijo, sin tener que darnos en
comida a todo Dios, esencia divina? ¿Quién te ha obligado a esto? Sola la
caridad, como loco de amor que eres» (Oraciones y soliloquios 20).
IV. Rito de conclusión
Saludo y bendición. -Despedida y misión.
La inclusión es una forma poética, por la que el final vuelve al principio.
No es rara en los salmos, por ejemplo, en el 102, que empieza y termina
diciendo: «Bendice, alma mía, al Señor». También ocurre así en la misa.
Saludo y bendición
Al finalizar la misa, en efecto, se vuelve al saludo de su comienzo:
-«El sacerdote, extendiendo las manos, saluda al pueblo diciendo: El Señor
esté con vosotros; a lo que el pueblo responde: Y con tu espíritu».
Y si la celebración se inició en el nombre de la santísima Trinidad y en el
signo de la cruz, también en este Nombre y signo va a concluirse:
«En seguida el sacerdote añade: «la bendición de Dios todopoderoso -haciendo
aquí la señal + de la bendición-, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda
sobre vosotros». Y todos responden «Amén».
El sacerdote aquí no pide que la bendición de Dios descienda «sobre
nosotros», no. Lo que hace -si realiza la liturgia católica- es transmitir,
con la eficacia y certeza de la liturgia, una bendición, que Cristo
finalmente concede a su pueblo. De tal modo que, así como el Señor, al
despedirse de sus discípulos en el momento de su ascensión, «alzó sus manos
y los bendijo; y mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al
cielo» (Lc 24,50-51), así ahora, por medio del sacerdote que le representa,
el Señor bendice al pueblo cristiano, que se ha congregado en la eucaristía
para celebrar el memorial de «su pasión salvadora, y de su admirable
resurrección y ascensión al cielo, mientras espera su venida gloriosa» (PE
III).
Despedida y misión
La palabra misa, que procede de missio (misión, envío, despedida), ya desde
el siglo IV viene siendo uno de los nombres de la eucaristía. En efecto, la
celebración de la eucaristía termina con el envío de los cristianos al
mundo. Y no se trata aquí tampoco de una simple exhortación, «vayamos en
paz», apenas significativa, sino de algo más importante y eficaz. En efecto,
así como Cristo envía a sus discípulos antes de ascender a los cielos -«id
por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Mc 16,15)-,
ahora el mismo Cristo, al concluir la eucaristía, por medio del sacerdote
que actúa en su nombre y le visibiliza, envía a todos los fieles, para que
vuelvan a su vida ordinaria, y en ella anuncien siempre la Buena Noticia con
palabras y más aún con obras.
-«Podéis ir en paz».
-«Demos gracias a Dios».
Entonces el sacerdote, según costumbre, venera el altar [como al principio
de la misa] con un beso y, hecha la debida reverencia, se retira» (OGMR
124-125).
La misa ha terminado.