LA EUCARISTÍA
INTIMIDAD TOTAL CON DIOS
Palabras de Juan Pablo II durante la audiencia general
1. «Nos hemos convertido en Cristo. De hecho, él se ha hecho la cabeza y
nosotros los miembros, el hombre total es él y nosotros» (Agustín,
«Tractatus in Jo». 21,8). Estas atrevidas palabras de san Agustín exaltan la
comunión íntima que en el misterio de la Iglesia se crea entre Dios y el
hombre, una comunión que, en nuestro camino histórico, encuentra su signo
más elevado en la Eucaristía. Los imperativos: «Tomad y comed... Bebed...»
(Mateo 26, 26-27) que Jesús dirige a sus discípulos en aquella sala del piso
superior de una casa de Jerusalén, la última noche de su vida terrena (cf.
Marcos 14, 15), están llenos de significado. El valor simbólico universal
del banquete ofrecido con el pan y el vino (cf. Isaías 25,6), ya de por sí
hacía referencia a la comunión y a la intimidad. Elementos ulteriores más
explícitos exaltan la Eucaristía como convite de amistad y de alianza con
Dios. Como recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, la misa es, «a la
vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el
sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y
la Sangre del Señor» (n. 1382).
Una misma sangre con Cristo
2. Así como en el Antiguo Testamento, el Santuario móvil del desierto era
llamado «tienda del encuentro», es decir, el encuentro entre Dios y su
pueblo, y de los hermanos de fe entre sí, así también la antigua tradición
cristiana ha llamado «sinaxis», es decir «reunión», a la celebración
eucarística. En ella, «se revela la naturaleza profunda de la Iglesia,
comunidad de los convocados a la sinaxis para celebrar el don de Aquél que
es oferente y ofrenda: éstos, al participar en los sagrados misterios,
llegan a ser "consanguíneos" de Cristo, anticipando la experiencia de la
divinización en el vínculo, ya inseparable, que une en Cristo divinidad y
humanidad» («Orientale Lumen» n. 10).
Si queremos profundizar en el sentido genuino de este misterio de comunión
entre Dios y los fieles tenemos que volver a las palabras de Jesús en la
Última Cena. Se refieren a la categoría bíblica de la «alianza» evocada
precisamente a través de la relación que existe entre la sangre de Cristo y
la sangre del sacrificio derramada en el Sinaí. «Esta es mi sangre, sangre
de la alianza» (Marcos 14, 24). Moisés había declarado: «Esta es la sangre
de la alianza» (Éxodo 24, 8). La alianza, que en el Sinaí unía a Israel con
el Señor con un vínculo de sangre, presagiaba la nueva alianza, de la que
deriva --utilizando una expresión de los Padres griegos-- una especie de
unión consanguínea entre Cristo y el fiel. (cf. Cirilo de Alejandría, «In
Johannis Evangelium» XI; Juan Crisóstomo, «In Matthaeum hom». LXXXII, 5).
Comunión vital
3. La teología de san Juan y de san Pablo exaltan de manera particular la
comunión del creyente con Cristo en la Eucaristía. En el discurso de la
sinagoga de Cafarnaúm, Jesús dice explícitamente: «Yo soy el pan vivo,
bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre» (Juan 6,
51). Todo el texto de ese discurso está orientado a subrayar la comunión
vital que se establece, en la fe, entre Cristo, pan de vida, y quien come de
él. Aparece, en concreto, el verbo griego típico del cuarto evangelio para
indicar la intimidad mística entre Cristo y el discípulo«ménein»,
«permanecer, morar»: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en
mí, y yo en él». (Juan 6, 56; cf. 15, 4-9).
La Eucaristía, culmen del encuentro con Cristo
4. La palabra griega para indicar la «comunión», «koinonía», aparece después
en la reflexión de la Primera Carta a los Corintios, donde Pablo habla de
los banquetes con sacrificios de la idolatría, calificándolos como «mesa de
los demonios» (10, 21), y expresa un principio válido para todos los
sacrificios: «Los que comen de las víctimas ¿no están acaso en comunión con
el altar?» (10, 18). El apóstol aplica de manera positiva y luminosa este
principio a la Eucaristía: «El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es
acaso comunión («koinonía») con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos
¿no es comunión («koinonía») con el cuerpo de Cristo? […] Todos participamos
de un solo pan» (10,16-17). «La participación en la Eucaristía sacramento de
la Nueva Alianza, es el culmen de la asimilación a Cristo, fuente de "vida
eterna", principio y fuerza del don total de sí mismo» («Veritatis splendor»
n. 21).
Transformación en Cristo
5. Esta comunión con Cristo genera, por tanto, una íntima transformación del
fiel. San Cirilo de Alejandría delinea de manera eficaz este acontecimiento
mostrando su resonancia en la existencia y en la historia: «Cristo nos forma
según su imagen de manera que los rasgos de su naturaleza divina
resplandezcan en nosotros, a través de la santificación, de la justicia y de
una vida recta y conforme con las virtudes. La belleza de esta imagen
resplandece en nosotros que somos en Cristo, cuando demostramos que somos
hombres rectos con las obras» («Tractatus ad Tiberium Diaconum sociosque,
II, Responsiones ad Tiberium Diaconum sociosque», en «In divi Johannis
Evangelium», vol. III, Bruselas 1965, p. 590).
La santidad: intimidad divina
«Al participar en el sacrificio de la Cruz, el cristiano comulga con el amor
de donación de Cristo y se capacita y compromete a vivir esta misma caridad
en todas sus actitudes y comportamientos de vida. En la existencia moral se
revela y se pone en acto también el efectivo servicio del cristiano»
(«Veritatis splendor» n. 107). Este servicio real tiene su raíz en el
bautismo y su florecimiento en la comunión eucarística. El camino de la
santidad, del amor, de la verdad es, por tanto, la revelación al mundo de
nuestra intimidad divina, vivida en el banquete de la Eucaristía».
Dejemos que nuestro deseo de vida divina ofrecida en Cristo se exprese con
el acento ardiente de un gran teólogo de la Iglesia armenia, Gregorio de
Narek (siglo X): «No tengo nostalgia de sus dones, sino del que los dona. No
aspiro a la gloria, lo que quiero es abrazar al Glorificado... No busco el
descanso, sino que pido con súplicas el rostro de quien da el descanso. No
languidezco por el banquete de bodas, sino por el deseo del Esposo» («XII
Oración»).