LECTIO DIVINA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI sobre 1 Pe 1, 3-5
Cada año es para mí una gran alegría estar aquí con vosotros, ver a tantos
jóvenes que caminan hacia el sacerdocio, que están atentos a la voz del
Señor, que quieren seguir esta voz y buscan el camino para servir al Señor
en este tiempo nuestro.
Hemos escuchado tres versículos de la Primera Carta de San Pedro (cf. 1,
3-5). Antes de entrar en este texto, me parece importante estar atentos
precisamente al hecho de que es Pedro quien habla. Las dos primeras palabras
de la Carta son «Petrus apostolus» (cf. v. 1): él habla, y habla a las
Iglesias en Asia y llama a los fieles «elegidos y extranjeros en la
diáspora» (ibidem). Reflexionemos un poco sobre esto. Es Pedro quien habla,
y habla —como se escucha al final de la Carta— desde Roma, a la que ha
llamado «Babilonia» (cf. 5, 13). Pedro habla: es casi una primera encíclica,
con la cual el primer apóstol, vicario de Cristo, habla a la Iglesia de
todos los tiempos.
Pedro, apóstol. Habla entonces aquél que encontró en Cristo Jesús al Mesías
de Dios, que habló el primero en nombre de la Iglesia futura: «Tú eres el
Cristo, el Hijo del Dios vivo» (cf. Mt 16, 16). Habla aquél que nos ha
introducido en esta fe. Habla aquél a quien dijo el Señor: : «Te entrego las
llaves del reino de los cielos» (cf. Jn 16, 19), a quien confió su rebaño
después de la Resurrección, diciéndole tres veces: «Apacienta mi rebaño, mis
ovejas» (cf. Jn 21, 15-17). Habla también el hombre que cayó, que negó a
Jesús y que tuvo la gracia de contemplar la mirada de Jesús, de ser tocado
en su corazón y de haber encontrado el perdón y una renovación de su misión.
Pero es sobre todo importante que este hombre, lleno de pasión, de deseo de
Dios, de deseo del reino de Dios, del Mesías, que este hombre que encontró a
Jesús, el Señor y el Mesías, es también el hombre que pecó, que cayó, y sin
embargo permaneció bajo la mirada del Señor y así permaneció el responsable
de la Iglesia de Dios, encargado por Cristo, portador de su amor.
Habla Pedro el apóstol, pero los exegetas nos dicen: no es posible que esta
carta sea de Pedro, porque el griego es tan bueno que no puede ser el griego
de un pescador del Lago de Galilea. Y no sólo el lenguaje, la estructura de
la lengua es óptima, sino también el pensamiento es ya bastante maduro, pues
existen ya fórmulas concretas en la cuales se condensa la fe y la reflexión
de la Iglesia. Por lo tanto, ellos dicen: se trata de un estado de
desarrollo que no puede ser el de Pedro. ¿Cómo responder? Hay dos posiciones
importantes: primero, Pedro mismo —es decir, la Carta— nos da una clave de
por qué al final del Escrito dice: «Os escribo por medio de Silvano —dia
Silvano». Este por medio [dia] puede significar cosas diversas: puede
significar que él [Silvano] transporta, transmite; puede querer decir que él
ayudó en la redacción; que él realmente era el escritor práctico. En todo
caso, podemos concluir que la Carta misma nos indica que Pedro no escribió
solo esta Carta, sino que expresa la fe de una Iglesia que ya está en camino
de fe, en una fe cada vez más madura. No escribe solo, como individuo
aislado, escribe con la ayuda de la Iglesia, de las personas que ayudan a
profundizar la fe, a entrar en la profundidad de su pensamiento,
razonabilidad y profundidad. Y esto es muy importante: no habla Pedro como
individuo, habla ex persona Ecclesiae, habla como hombre de la Iglesia,
ciertamente como persona, con su responsabilidad personal, pero también como
persona que habla en nombre de la Iglesia: no sólo ideas privadas, no como
un genio del siglo XIX que quería expresar sólo ideas personales,
originales, que nadie habría podido decir antes. No. No habla como genio
individualista, sino que habla precisamente en la comunión de la Iglesia. En
el Apocalipsis, en la visión inicial de Cristo se dice que la voz de Cristo
es la voz de muchas aguas (cf. Ap 1, 15). Esto quiere decir: la voz de
Cristo reúne todas las aguas del mundo, lleva en sí todas las aguas vivas
que dan vida al mundo. Es Persona, pero precisamente ésta es la grandeza del
Señor, que lleva en sí todo el río del Antiguo Testamento, es más, de la
sabiduría de los pueblos. Y cuanto se dice aquí sobre el Señor vale, en otro
modo, también para el apóstol, que no quiere decir sólo una palabra suya,
sino que lleva en sí realmente las aguas de la fe, las aguas de toda la
Iglesia; y justamente de este modo da fertilidad, da fecundidad, y
precisamente así es un testigo personal que se abre al Señor, y se convierte
en alguien abierto y amplio. Por lo tanto, esto es importante.
Luego me parece también importante que en esta conclusión de la Carta se
nombren a Silvano y a Marcos, dos personas que pertenecen también a las
amistades de san Pablo. De este modo, a través de esa conclusión, los mundos
de san Pedro y de san Pablo van juntos: no es una teología exclusivamente
petrina contra una teología paulina, sino que es una teología de la Iglesia,
de la fe de la Iglesia, donde —ciertamente— hay diversidad de temperamento,
de pensamiento, de estilo al hablar entre Pablo y Pedro. Es un bien, también
hoy, que existan tales diversidades, diversos carismas, diversos
temperamentos, que sin embargo no son contrastantes y se unen en la fe
común.
Quisiera decir otra cosa: san Pedro escribe desde Roma. Es importante: aquí
ya tenemos al Obispo de Roma, tenemos el inicio de la sucesión, tenemos ya
el inicio del primado concreto situado en Roma, no sólo entregado por el
Señor, sino ubicado aquí, en esta ciudad, en esta capital del mundo. ¿Cómo
llegó Pedro a Roma? Esta es una pregunta seria. Los Hechos de los Apóstoles
nos relatan que, tras la fuga de la cárcel de Herodes, fue a otro lugar (cf.
12, 17) —eis eteron topon—, no se sabe a qué otro lugar; algunos dicen
Antioquía, otros dicen Roma. En todo caso, en este capítulo, se dice también
que, antes de huir, confió la Iglesia judeo-cristiana, la Iglesia de
Jerusalén, a Santiago; y, confiándola a Santiago, él permanece sin embargo
Primado de la Iglesia universal, de la Iglesia de los paganos, pero también
de la Iglesia judeo-cristiana. Y aquí en Roma encontró una gran comunidad
judeo-cristiana. Los liturgistas nos dicen que en el Canon romano hay
rastros de un lenguaje típicamente judeo-cristiano. De este modo vemos que
en Roma se encuentran ambas partes de la Iglesia: la judeo-cristiana y la
pagano-cristiana, unidas, expresión de la Iglesia universal. Para Pedro,
ciertamente, el paso de Jerusalén a Roma es el paso a la universalidad de la
Iglesia, el paso a la Iglesia de los paganos y de todos los tiempos, a la
Iglesia siempre también de los judíos. Y pienso que, viniendo a Roma, san
Pedro no sólo pensó en este paso: Jerusalén/Roma, Iglesia
judeo-cristiana/Iglesia universal. Ciertamente se acordó también de las
últimas palabras de Jesús dirigidas a él, recogidas por san Juan: «Al final,
tú irás adonde no quieras ir. Te ceñirán, extenderán tus manos» (cf. Jn 21,
18). Es una profecía de la crucifixión. Los filólogos nos muestran que es
una expresión precisa, técnica, este «extender las manos», para la
crucifixión. San Pedro sabía que su final sería el martirio, que habría sido
la cruz. Y así, se encontrará en el completo seguimiento de Cristo. Por lo
tanto, al venir a Roma fue ciertamente también al martirio: en Babilonia lo
esperaba el martirio. Por lo tanto, el primado tiene este contenido de la
universalidad, pero también un contenido martiriológico. Desde el comienzo,
Roma es también lugar del martirio. Pedro, al venir a Roma, acepta de nuevo
esta palabra del Señor: va hacia la Cruz; y nos invita a que también
nosotros aceptemos el aspecto martiriológico del cristianismo, que puede
tener formas muy distintas. Y la cruz puede tener formas muy distintas, pero
nadie puede ser cristiano sin seguir al Crucificado, sin aceptar incluso el
momento martiriológico.
Después de estas palabras sobre el remitente, unas breves palabras también
sobre las personas a las cuales escribió. He dicho ya que san Pedro define a
aquellos a quienes escribe con las palabras «eklektois parepidemois», «a los
elegidos que son extranjeros en la diáspora» (cf. 1 P 1, 1). Tenemos
nuevamente esta paradoja de gloria y cruz: elegidos, pero dispersos y
extranjeros. Elegidos: este era el título de gloria de Israel: nosotros
somos los elegidos, Dios eligió a este pequeño pueblo no porque somos
grandes —dice el Deuteronomio— sino porque Él nos ama (cf. 7, 7-8). Somos
elegidos: esto, ahora san Pedro lo traslada a todos los bautizados, y el
contenido propio de los primeros capítulos de su Primera Carta es que los
bautizados entran en los privilegios de Israel, son el nuevo Israel.
Elegidos: me parece que vale la pena reflexionar sobre esta palabra. Somos
elegidos. Dios nos conoce desde siempre, antes de nuestro nacimiento, de
nuestra concepción; Dios me quiso cristiano, católico, me quiso sacerdote.
Dios ha pensado en mí, me ha buscado a mí entre millones, entre muchos, me
ha visto y ha elegido, no por mis méritos que no existían, sino por su
bondad. Ha querido que yo sea portador de su elección, que es siempre
también misión, sobre todo misión, y responsabilidad por los demás.
Elegidos: debemos estar agradecidos y alegres por este hecho. Dios ha
pensado en mí, me ha elegido como católico, a mí como portador de su
Evangelio, como sacerdote. Me parece que vale la pena reflexionar muchas
veces sobre esto, y volver a entrar en este hecho de su elección: me eligió,
me quiso; ahora yo respondo.
Tal vez hoy nos tienta decir: no queremos estar contentos por haber sido
elegidos, sería triunfalismo. Triunfalismo sería si nosotros pensáramos que
Dios me eligió porque soy grande. Esto sería realmente triunfalismo
equivocado. Pero estar contentos porque Dios me ha querido no es
triunfalismo, es gratitud. Pienso que debemos volver a aprender esta
alegría: Dios ha querido que yo nazca así, en una familia católica, que haya
conocido desde el comienzo a Jesús. ¡Qué gran don ser amado por Dios, de tal
modo que he podido conocer su rostro, he podido conocer a Jesucristo, el
rostro humano de Dios, la historia humana de Dios en este mundo! Estar
alegres porque me ha elegido para ser católico, para estar en esta Iglesia
suya, donde subsistit Ecclesia unica; debemos estar alegres porque Dios me
ha dado esta gracia, esta belleza de conocer la plenitud de la verdad de
Dios, la alegría de su amor.
Elegidos: una palabra de privilegio y de humildad al mismo tiempo. Pero
«elegidos» —como decía— está acompañado de «parapidemois», dispersos,
extranjeros. Como cristianos estamos dispersos y somos extranjeros: vemos
que hoy en el mundo los cristianos son el grupo más perseguido porque no son
conformistas, porque es un estímulo, porque están contra las tendencias del
egoísmo, del materialismo, de todas estas cosas.
Ciertamente los cristianos no son sólo extranjeros; somos también naciones
cristianas, estamos orgullosos de haber contribuido a la formación de la
cultura. Hay un sano patriotismo, una sana alegría de pertenecer a una
nación que tiene una gran historia de cultura, de fe. Pero, como cristianos,
somos también siempre extranjeros, —la historia de Abrahán, descrita en la
Carta a los Hebreos. Somos, como cristianos, precisamente hoy, siempre
también extranjeros. En los lugares de trabajo los cristianos son una
minoría, se encuentran en una situación de extrañeza; asombra que uno hoy
pueda aún creer y vivir así. Esto pertenece también a nuestra vida: es la
forma de ser con Cristo Crucificado; este ser extranjeros, viviendo no según
el mundo en el que viven todos, sino viviendo —o tratando al menos de vivir—
según su Palabra, en una gran diversidad respecto a lo que dicen todos. Y
precisamente esto es característico para los cristianos. Todos dicen: «Pero
todos hacen así, ¿por qué yo no?». No, yo no, porque quiero vivir según
Dios. San Agustín dijo una vez: «Los cristianos son aquellos que no tienen
las raíces hacia abajo como los árboles, sino que tienen las raíces hacia
arriba, y viven esta gravitación no en la gravitación natural hacia abajo».
Roguemos al Señor para que nos ayude a aceptar esta misión de vivir, en
cierto sentido, como dispersos, como minoría; de vivir como extranjeros y
ser incluso responsables de los demás y, precisamente así, dando fuerza al
bien en nuestro mundo.
Llegamos finalmente a los tres versículos de hoy. Quisiera sólo subrayar, o
digamos interpretar un poco, por lo que puedo, tres palabras: la palabra
regenerados, la palabra herencia y la palabra custodiados por la fe.
Regenerados —anaghennesas, dice el texto griego— quiere decir: ser cristiano
no es simplemente una decisión de mi voluntad, una idea mía; yo veo un grupo
que me gusta, me hago miembro de este grupo, comparto sus objetivos, etc.
No: ser cristiano no es entrar en un grupo para hacer algo, no es un acto
sólo de mi voluntad, no primariamente de mi voluntad, de mi razón: es un
acto de Dios. Regenerado no concierne sólo al ámbito de la voluntad, del
pensar, sino del ser. He renacido: esto quiere decir que llegar a ser
cristiano es sobre todo pasivo; yo no puedo hacerme cristiano, sino que me
hacen renacer, el Señor me rehace en la profundidad de mi ser. Y yo entro en
este proceso del renacer, me dejo transformar, renovar, regenerar. Esto me
parece muy importante: como cristiano no me hago sólo una idea mía que
comparto con otros, y si dejan de gustarme puedo salir. No: concierne
precisamente a la profundidad del ser, es decir, llegar a ser cristiano
comienza con una acción de Dios, sobre todo una acción suya, y yo me dejo
formar y transformar.
Me parece que es materia de reflexión, precisamente en un año en el que
reflexionamos sobre los Sacramentos de la iniciación cristiana, meditar
esto: este pasivo y activo profundo del ser regenerado, del devenir de toda
una vida cristiana, del dejarme transformar por su Palabra, por la comunión
de la Iglesia, por la vida de la Iglesia, por los signos con los que el
Señor trabaja en mí, trabaja conmigo y para mí. Y renacer, ser regenerados,
indica también que entro en una nueva familia: Dios, mi Padre; la Iglesia,
mi Madre; los demás cristianos, mis hermanos y hermanas. Ser regenerados,
dejarse regenerar implica, por lo tanto, dejarse voluntariamente introducir
en esta familia, vivir para Dios Padre y desde Dios Padre, vivir desde la
comunión con Cristo su Hijo, que me regenera mediante su Resurrección, como
dice la Carta (cf. 1 P 1, 3), vivir con la Iglesia dejándome formar por la
Iglesia en muchos sentidos, en tantos caminos, y estar abierto a mis
hermanos, reconocer en los demás realmente a mis hermanos, que junto a mí
son regenerados, transformados, renovados; uno lleva la responsabilidad por
el otro. Una responsabilidad, por lo tanto, del Bautismo, que es un proceso
de toda una vida.
Segunda palabra: herencia. Es una palabra muy importante en el Antiguo
Testamento, donde se dice a Abrahán que su descendencia heredará la tierra.
Y esta fue siempre la promesa para los suyos: Vosotros tendréis la tierra,
seréis herederos de la tierra. En el Nuevo Testamento, esta palabra se
convierte en una palabra para nosotros: nosotros somos herederos, no de un
determinado país, sino de la tierra de Dios, del futuro de Dios. Herencia es
una cosa del futuro, y así esta palabra dice sobre todo que como cristianos
tenemos el futuro: el futuro es nuestro, el futuro es de Dios. Y así, siendo
cristianos, sabemos que el futuro es nuestro y el árbol de la Iglesia no es
un árbol moribundo, sino el árbol que crece siempre de nuevo. Por lo tanto,
tenemos motivo para no dejarnos persuadir —como dijo el Papa Juan XXIII— por
los profetas de desventuras, que dicen: la Iglesia, bien, es un árbol nacido
del grano de mostaza, creció en dos milenios, ahora tiene el tiempo tras de
sí, ahora es el tiempo en el cual muere. No. La Iglesia se renueva siempre,
renace siempre. El futuro es nuestro. Naturalmente, existe un falso
optimismo y un falso pesimismo. Un falso pesimismo que dice: el tiempo del
cristianismo se acabó. No: ¡comienza de nuevo! El falso optimismo era el
posterior al Concilio, cuando los conventos cerraban, los seminarios
cerraban, y decían: pero... nada, está todo bien... ¡No! No está todo bien.
Hay también caídas graves, peligrosas, y debemos reconocer con sano realismo
que así no funciona, no funciona donde se hacen cosas equivocadas. Pero
también debemos estar seguros, al mismo tiempo, de que si aquí y allá la
Iglesia muere por causa de los pecados de los hombres, por causa de su falta
de fe, al mismo tiempo, nace de nuevo. El futuro es realmente de Dios: esta
es la gran certeza de nuestra vida, el grande y verdadero optimismo que
conocemos. La Iglesia es el árbol de Dios que vive eternamente y lleva en sí
la eternidad y la verdadera herencia: la vida eterna.
Y, finalmente, custodiados por la fe. El texto del Nuevo Testamento, de la
Carta de San Pedro, usa aquí una palabra rara, phrouroumenoi, que quiere
decir: están «los vigilantes», y la fe es como «el vigilante» que custodia
la integridad de mi ser, de mi fe. Esta palabra interpreta sobre todo a los
«vigilantes» de las puertas de una ciudad, donde ellos están y custodian la
ciudad, a fin de que no la invadan los poderes de destrucción. Así la fe es
«vigilante» de mi ser, de mi vida, de mi herencia. Debemos estar agradecidos
por esta vigilancia de la fe que nos protege, nos ayuda, nos guía, nos da la
seguridad: Dios no me deja caer de sus manos. Custodiados por la fe: así
concluyo. Hablando de la fe pienso siempre en aquella mujer siro-fenicia
enferma, que, en medio de la multitud, logra llegar a Jesús, lo toca para
ser sanada, y es curada. El Señor dice: «¿Quién me ha tocado?». Le dicen:
«Pero Señor, todos te tocan, ¿cómo puedes preguntar: quién me ha tocado?»
(cf. Mc 7, 24-30). Pero el Señor sabe: existe un modo de tocarlo,
superficial, exterior, que no tiene realmente nada que ver con un verdadero
encuentro con Él. Y existe un modo de tocarlo profundamente. Y esta mujer le
tocó verdaderamente: le tocó no sólo con la mano, sino con su corazón, y así
recibió la fuerza sanadora de Cristo, tocándolo realmente desde dentro,
desde la fe. Esta es la fe: tocar a Cristo con la mano de la fe, con nuestro
corazón, y así entrar en la fuerza de su vida, en la fuerza sanadora del
Señor. Pidamos al Señor que podamos tocarle cada vez más de este modo para
ser sanados. Pidamos que no nos deje caer, que también ella nos tome siempre
de la mano y, de este modo, nos custodie para la verdadera vida. Gracias.
(Benedicto XVI, VISITA AL PONTIFICIO SEMINARIO ROMANO MAYOR CON OCASIÓN D
ELA FIESTA DE LA VIRGEN DE LA CONFIANZA, LECTIO DIVINA DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI Capilla del Seminario Viernes 8 de febrero de 2013, su última
enseñanza antes de su renuncia 11. Februar 2013)