¡Para enamorarse hay que frecuentarse!... También con Cristo
El padre Raniero Cantalamessa comenta el Evangelio del
domingo II de Cuaresma A
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Mateo (17,1-9)
Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano
Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de
ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron
blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que
conversaban con él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: «Señor, bueno es
estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para
Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa
los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: «Este es mi
Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle».
¿Por qué la fe, las prácticas religiosas están en declive y no parecen
constituir, al menos para la mayoría, el punto de fuerza en la vida? ¿Por
qué el tedio, el cansancio, la molestia al cumplir los propios deberes de
creyentes? ¿Por qué los jóvenes no se sienten atraídos? ¿Por qué, en
resumen, este abatimiento y esta falta de gozo entre los creyentes en
Cristo? El episodio de la transfiguración nos ayuda a dar una respuesta a
estos interrogantes.
¿Qué significó la transfiguración para los tres discípulos que la
presenciaron? Hasta entonces habían conocido a Jesús en su apariencia
externa, un hombre no distinto a los demás, de quien conocían la
procedencia, las costumbres, el tono de voz... Ahora conocen a otro Jesús,
al verdadero, que no se consigue ver con los ojos de todos los días, a la
luz normal del sol, sino que es fruto de una revelación imprevista, de un
cambio, de un don. Para que las cosas cambien también para nosotros, como
para aquellos tres discípulos en el Tabor, es necesario que suceda en
nuestra vida algo semejante a lo que ocurre a un joven o a una muchacha
cuando se enamoran. En el enamoramiento el otro, que antes era uno de
tantos, o tal vez un desconocido, de golpe se hace único, el único que
interesa en el mundo. Todo lo demás retrocede y se sitúa en un fondo neutro.
No se es capaz de pensar en otra cosa. Sucede una verdadera transfiguración.
La persona amada es vista como en un halo luminoso. Todo aparece bello en
ella, hasta los defectos. Si acaso, se siente indigno de ella. El amor
verdadero genera humildad.
Concretamente cambia algo incluso en los hábitos de vida. He conocido chicos
a los que por la mañana no lograban sacar de la cama sus padres para ir al
colegio; si se les encontraba un trabajo, en poco tiempo lo abandonaban; o
bien se descuidaban en los estudios sin licenciarse jamás... Después, cuando
se han enamorado de alguien y se han hecho novios, por la mañana saltan de
la cama, están impacientes por acabar los estudios, si tienen un trabajo lo
cuidan mucho. ¿Qué ha ocurrido? Nada, sencillamente lo que antes hacían por
constricción ahora lo hacen por atracción. Y la atracción es capaz e hacer
cosas que ninguna constricción logra; pone alas a los pies. «Cada uno»,
decía el poeta Ovidio, «es atraído por el objeto del propio placer».
Algo por el estilo, decía, debería suceder una vez en la vida para ser
verdaderos cristianos, convencidos, gozosos. «¡Pero la joven o el chico se
ve, se toca!». También Jesús se ve y se toca, pero con otros ojos y con
otras manos: los del corazón, de la fe. Él está resucitado y está vivo. Es
un ser concreto, no una abstracción, para quien tiene esta experiencia y
este conocimiento. Más aún, con Jesús las cosas van aún mejor. En el
enamoramiento humano hay artificio, atribuyendo al amado dotes que tal vez
no tiene y con el tiempo frecuentemente se está obligado a cambiar de
opinión. En el caso de Jesús, cuanto más se le conoce y se está juntos, más
se descubren nuevos motivos para estar orgullosos de Él y confirmados en la
propia elección.
Esto no quiere decir que hay que estar tranquilos y esperar, también con
Cristo, el clásico «flechazo». Si un chico, o una chica, se queda todo el
tiempo encerrado en casa sin ver a nadie, nunca sucederá nada en su vida.
¡Para enamorarse hay que frecuentarse! Si uno está convencido, o
sencillamente comienza a pensar que tal vez conocer a Jesús de este modo
distinto, trasfigurado, es bello y vale la pena, entonces es necesario que
empiece a «frecuentarlo», a leer sus escritos. Sus cartas de amor son el
Evangelio: ahí Él se revela, se «transfigura». Su casa es la Iglesia: ahí se
le encuentra.