Comentario a Mateo 3, 13-17
Comentario del P. Cantalamessa a
Mateo 3,13-17
(Bautismo del Señor año 2005)
Cuando
se escribe la vida de los grandes artistas y poetas, siempre se intenta
descubrir la persona (en general la mujer) que ha sido, para el genio, la
fuente de inspiración, la musa frecuentemente escondida. También en la vida
de Cristo hallamos un amor secreto que ha sido el motivo inspirador de todo
lo que hizo: su amor por el Padre celestial. Ahora, con ocasión del Bautismo
en el Jordán, descubrimos que este amor es recíproco. El Padre proclama a
Jesús su «Hijo predilecto» y le manifiesta toda su complacencia enviando
sobre él el Espíritu Santo, que es su mismo amor personificado.
Según la Escritura, como la relación hombre-mujer tiene su modelo en la
relación Cristo-Iglesia, así la relación padre-hijo tiene su modelo en la
relación entre Dios Padre y su Hijo Jesús. De Dios padre «toda paternidad en
los cielos y en la tierra toma nombre» (Ef 3,15), esto es, saca existencia,
sentido y valor. Es una ocasión para reflexionar sobre este delicado tema.
Quién sabe por qué la literatura, el arte, el espectáculo, la publicidad
explotan una sola relación humana: la de fondo sexual entre el hombre y la
mujer, entre el marido y la esposa. Dejamos en cambio casi del todo
inexplorada otra relación humana igualmente universal y vital, otra de las
grandes fuentes de gozo de la vida: la relación padres-hijos, la alegría de
la paternidad.
Igual que el cáncer ataca habitualmente los órganos más delicados en el
hombre y en la mujer, así el poder destructor del pecado y del mal ataca los
ganglios más vitales de la existencia humana. No hay nada que sea sometido
al abuso, a la explotación y a la violencia como la relación hombre-mujer, y
no hay nada que esté tan expuesto a la deformación como la relación
padre-hijo: autoritarismo, paternalismo, rebelión, rechazo,
incomunicación... El sufrimiento es recíproco. Hay padres cuyo sufrimiento
más profundo en la vida es ser rechazados o directamente despreciados por
los hijos, por los cuales han hecho cuanto han podido. Y hay hijos cuyo más
profundo y no confesado sufrimiento es sentirse incomprendidos o rechazados
por el padre, y que en un momento de irritación, tal vez han oído decir del
propio padre: «¡Tú no eres mi hijo!». ¿Qué hacer? Ante todo creer.
Reencontrar la confianza en la paternidad. Pedir a Dios el don de saber ser
padre. Después esforzarse también en imitar al Padre celeste.
San Pablo traza así la relación padres-hijos: «Hijos, obedeced en todo a
vuestros padres, porque esto es grato a Dios en el Señor. Padres, no
exasperéis a vuestros hijos, no sea que se desanimen» (Col 3,20-21). A los
hijos recomienda la obediencia, pero una obediencia filial, no de esclavos o
de militares; a los padres que «no exasperen» a los hijos; esto es, en
sentido positivo, tener paciencia, comprensión, no exigir todo
inmediatamente, saber esperar a que los hijos maduren, saber disculpar sus
errores. Se trata de no desalentar con continuos reproches y observaciones
negativas, sino más bien animar cada pequeño esfuerzo. Comunicar sentido de
libertad, de protección, de confianza en sí mismos, de seguridad.
Como hace Dios, que dice querer ser siempre para nosotros una «roca de
defensa» y una «ayuda siempre cercada en las angustias» (Sal 46). No tengáis
miedo de imitar alguna vez, a la letra, a Dios Padre y de decir al propio
hijo o hija: «¡Tú eres mi hijo amado! ¡Tú eres mi hija amada! ¡Estoy
orgulloso de ti, de ser tu padre!». Si sale del corazón en el momento
adecuado, esta palabra hace milagros, da alas al corazón del chaval o de la
joven. Y para el padre es como generar una segunda vez, más conscientemente,
al propio hijo.