los libros canónicos en la HISTORIA DEL CANON DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS: Desde el Siglo iv hasta hoy
Los libros deuterocanónicos del NT hasta el siglo VI
El
canon del Nuevo Testamento después del siglo VI
El canon del Nuevo Testamento en las decisiones de la Iglesia
4. Los libros deuterocanónicos del Nuevo Testamento hasta el siglo VI.‑
En el recorrido que hemos hecho de los diversos Padres, hemos podido
observar que, a fines del siglo IV y en el siglo V, todos los libros del
Nuevo Testamento, incluyendo también los deuterocanónicos, eran reconocidos
como canónicos. Sin embargo, hemos aludido a las dificultades por las que
tuvieron que atravesar ciertos libros deuterocanónicos del Nuevo Testamento
hasta entrar definitivamente a formar parte del canon. Vamos, pues, a hacer
algo de historia sobre esta cuestión.
a) Epístola
a los Hebreos.‑ En Oriente nunca
se dudó de su canonicidad ni de su autenticidad paulina. La Epístola
de Bernabé parece conocerla
ya (8, 1-2). Los Padres Panteno, Clemente Alejandrino, Orígenes y Eusebio de
Cesarea defienden su autenticidad[1].
También se encuentra en la versión siríaca llamada Peshitta.
En Occidente, en
cambio, los escritores eclesiásticos parecen no conocerla hasta mediados
del siglo IV. Una
excepción sin embargo, la encontramos en San Clemente Romano[2],
que probablemente alude a la epístola a los Hebreos 2,7; 3,1; 4,14; 5,1.5.
No se encuentra en el Fragmento
de Muratori. Para San Ireneo,
la epístola a los Hebr no era de San Pablo, lo mismo que para San Hipólito
y Tertuliano, el cual la atribuye a Bernabé y la excluye del canon. Tampoco
la encontramos en los escritos de San Cipriano, lo cual parece confirmar la
práctica de la Iglesia de África, hacia mediados del siglo III, atestiguada
por Tertuliano.
Un siglo más tarde,
es decir, hacia fines del siglo IV, la mayor parte de los escritores latinos
la conocen y la reciben como canónica. San Hilario de Poitiers (+368), por
ejemplo, la considera como inspirada y canónica. San Ambrosio de Milán la
considera como escrita por el mismo San Pablo. El Ambrosiáster (hacia 370),
sea cual fuere su identidad, la considera como canónica, aunque no paulina.
Prisciliano (+385) la cuenta entre los libros canónicos. San Filastrio de
Brescia, en su obra Diversarum
Hereseon liber (hacia el año
383), da una lista en la que es omitida la epístola a los Hebr; pero en
otros lugares de esa misma obra habla de ella como un escrito de San Pablo.
También San Jerónimo defiende la autenticidad paulina de la epístola a los
Hebreos[3],
aunque menciona las dudas y vacilaciones de los escritores anteriores a él[4].
San Agustín, por su parte, admite al menos la canonicidad de la epístola a
los Hebr, y afirma que prefiere seguir la práctica de las Iglesias
orientales, que la tenían en el canon, aun cuando haya bastantes que la
consideraban como incierta[5].
b) El Apocalipsis.‑ Hasta
el siglo III todos los escritores, tanto del Oriente como del Occidente,
admitían el Apocalipsis como canónico y auténtico. Así piensan Papías, San
Justino, San Ireneo, Tertuliano, Fragmento
de Muratori, San Hipólito
Romano, Clemente Alejandrino y Orígenes. Solamente Marción y el presbítero
Cayo se atrevieron a rechazarlo.
Más
tarde, sin embargo, a causa del error milenarista, que se
apoyaba en el Apocalipsis (20,2‑6) para sostener dichas doctrinas, algunos
escritores católicos llegaron hasta negar la autenticidad apostólica del
Apoc con el fin de echar por tierra las doctrinas milenaristas. El primero
de éstos fue San Dionisio Alejandrino (+265), que, no pudiendo apoyarse en
documentos históricos ni de tradición, se VIo obligado a servirse de
argumentos de crítica interna[6].
San Dionisio Alejandrino, aun obrando con la mejor buena fe, ejerció una
influencia nefasta sobre Eusebio de Cesarea, que incluso llegó a negar la
misma canonicidad del Apoc. Eusebio, a su vez, influenció a los demás
escritores palestinenses, a los antioquenos, y en especial a los sirios
orientales, los cuales no recibieron el Apoc hasta la versión Filoxeníana
(año 508).
En la segunda mitad del siglo IV todavía encontramos a
San Gregorio Nacianceno y San Cirilo de Jerusalén que no hacen uso del
Apocalipsis. San Anfiloquio afirma que algunos admitían el Apoc. San Juan
Crisóstomo nunca cita el Apoc, y San Jerónimo escribe que en su tiempo no
era recibido por los griegos. Tampoco se encuentra en el can. 60 del
concilio Laodicense.
No obstante esto, en el Oriente admiten el Apoc San
Basilio Magno, San Gregorio Niseno y San Epifanio. Más tarde,
principalmente a partir del concilio de Trulo II (año 692), los orientales
volvieron a recibir el Apoc como canónico, Solamente los nestorianos, bajo
la influencia de Teodoro de Mopsuestia, lo rechazaron.
La Iglesia latina siempre consideró el Apoc como
canónico y nunca surgieron dudas de importancia acerca de su canonicidad.
c) Epístolas
católicas menores.‑ Son éstas las
epístolas de Sant, 2 Pe, 2‑3 Jn y Jds, acerca de cuya canonicidad y
autenticidad hubo dudas durante varios siglos.
En Oriente, especialmente
en las Iglesias de Alejandría y Palestina, todas estas epístolas suelen ser
recibidas en el canon de las Sagradas Escrituras. Sin embargo, Orígenes
(+254) nos refiere que en su tiempo algunos negaban la autenticidad de la 2
Pe y de la 2‑3 Jn[7],
Eusebio de Cesarea (+340) coloca las cinco epístolas católicas menores entre
los escritos que él llama antilegómenos, es
decir, los escritos que no eran aceptados por todos[8].
San Anfiloquio (+ después de 394) duda de la canonicidad de la 2 Pe, 2‑3 Jn
y Jds. San Gregorio Niseno (+394) sólo cita la 1 Pe y la 1 Jn. En cambio,
admiten todas las epístolas San Gregorio Nacianceno (+389) y San Epifanio.
En el papiro Bodmer VII‑IX (s. III), recientemente descubierto, se
encuentran la epístola 2 Pe y la de Judas, lo cual es de suma importancia.
Los Padres antioquenos también
dudan de las epístolas católicas menores. Apolinar de Laodicea cita
solamente la 1 Pe y la 1 Jn; Diodoro de Tarso alega únicamente la 1 Pe, 1 Jn
y 2 Pe. San Juan Crisóstomo y Teodoreto parece que omitieron la 2 Pe, 2‑3 Jn
y Jds. Teodoro de Mopsuestia rechaza todas las epístolas católicas.
Entre los Padres
sirios encontramos igualmente
muchas vacilaciones acerca de estas epístolas. Afraates (+356) no alega
ninguna de las epístolas católicas. La Doctrina
de Addai tampoco las tiene.
Un Catálogo siríaco
(hacia el 400) las omite también. San Efrén (+373), en la versión griega de
sus obras, cita todas las epístolas. Pero se duda que esta versión
represente su auténtico pensamiento; tanto más cuanto que, en las obras
siríacas que han llegado hasta nosotros, sólo alega la 1 Pe, la 1 Jn y
probablemente también Sant. La versión Peshitta sólo tiene Sant, 1 Pe y 1
Jn.
Por lo dicho se ve que los Padres antioquenos y los
sirios coinciden en no aceptar como canónicas todas las epístolas católicas.
Generalmente reciben las tres que contiene la versión Peshitta: Sant, 1 Pe y
1 Jn. Los nestorianos conservaron la versión Peshitta con su canon limitado
de las epístolas católicas. Sin embargo, al comienzo del siglo VI, las
dudas sobre estas epístolas y el Apocalipsis desaparecen. Por eso, Filoxeno,
en su versión siríaca (año 508), recibe las cuatro epístolas católicas
menores y el Apocalipsis. Los griegos también aceptaron el canon completo
del Nuevo Testamento en el concilio Trulano II (año 692), que conservan
hasta hoy.
En Occidente se
manifiesta una mayor fidelidad en conservar los escritos, que habían sido
transmitidos como procedentes de los apóstoles. Sin embargo, en el siglo
III eran poco conocidas las epístolas de Sant y 2 Pe, como se puede ver por
los escritos de Tertuliano y de San Cipriano. Un siglo más tarde son ya
conocidas y admitidas por San Hilario (+367). Se da, pues, una evolución
progresiva en lo referente a la autoridad de las epístolas católicas en
Occidente. Esto mismo es confirmado por las primeras decisiones oficiales de
las Iglesias de África en los concilios de Hipona (año 393) y III y IV de
Cartago (años 397 y 419)[9];
y en Italia, por la carta de San Inocencio I (año 405) a Exuperio, obispo de
Tolosa[10].
Hacia principios del siglo V las dudas
desaparecen; pero aún hay autores que expresan ciertas vacilaciones a
propósito de nuestras epístolas. San Jerónimo advierte, a propósito de la
epístola de Sant: “Pretenden algunos que esta carta haya sido escrita por
otro bajo su nombre, aunque poco a poco haya ido ganando en autoridad”. Y
sobre la 2 Pe comenta: “La mayoría niega que esta carta sea de él (de
Pedro), teniendo en cuenta la diferencia de su estilo por relación a la
primera”. De la 2 y 3 Jn afirma: “Ambas epístolas son atribuidas a Juan el
presbítero”. Y, finalmente, de Judas dice: “Esta epístola es rechazada por
la mayoría; sin embargo, ha merecido autoridad a causa de la antigüedad y
del uso, y es contada entre las Escrituras Sagradas”[11].
Las dudas a las que alude San Jerónimo se refieren a las que habían agitado
a los escritores orientales y occidentales, que en su tiempo se consideraban
ya felizmente superadas.
5. El
canon del Nuevo Testamento después del siglo VI.‑ En el siglo V se
llega a un acuerdo completo entre los escritores latinos y también entre los
griegos sobre el número de los libros canónicos del Nuevo Testamento. Por
eso, desde el siglo VI en adelante todos los autores eclesiásticos se
mantienen unánimes ‑salvo rarísimas excepciones‑ en admitir la canonicidad
de los 27 libros del Nuevo Testamento. Entre esas raras excepciones hay que
contar a Junilio Africano (mediados del s. VI), que atribuía menor
autoridad al Apocalipsis y a las epístolas católicas menores. Cosme
Indicopleustes (hacia 547) no admite ninguna de las epístolas católicas ni
el Apocalipsis. Nicéforo Constantinopolitano (+829) considera como dudoso
el Apoc.
San Isidoro de Sevilla (+636) recuerda las dudas que
habían surgido a propósito del origen apostólico de algunos libros del Nuevo
Testamento: Hebr, Sant, 2 Pe, 2‑3 Jn. Pero él personalmente los considera
como inspirados y canónicos.
En la Edad Media todavía se advierten
ciertas discusiones bastante esporádicas acerca de la epístola a los
Hebreos. Pero tanto Santo Tomás de Aquino (+1274) como Nicolás de Lira
(+1340) se declaran en favor de su autenticidad paulina, haciendo
desvanecerse las últimas vacilaciones. En el siglo XVI, Erasmo (+1536)
volvió a recordar las dudas que muchos Padres antiguos habían expresado a
propósito del origen apostólico de Hebr, Sant, 2 Pe, 2‑3 Jn y Apoc. Él, sin
embargo, nunca puso en duda la canonicidad de dichos libros[12].
El cardenal Cayetano (+1534) fue todavía más lejos, pues no solamente dudó
de la autenticidad de esos escritos, sino también de su misma canonicidad.
Los libros dudosos para Cayetano eran: Hebr, Sant, 2‑3 Jn y Apoc. Para
defender su postura bastante extremista se apoyaba en la autoridad de San
Jerónimo y en el origen apostólico de los libros[13]:
como no constaba claramente del origen apostólico de Hebr, Sant, 2‑3 Jn y
Jds, Cayetano las considera de menor autoridad; y refiriéndose a la
epístola a los Hebr, concluye: “Quo fit ut ex sola huius epistulae
auctoritate non possit, si quod dubium in fide acciderit, determinari” (“por
lo cual tenemos que si consideramos esta carta –a los Hebreos- en sí misma,
no podríamos resolver con su autoridad, una eventual duda de fe que se nos
apareciera”).
También Lutero (+1546) y los protestantes siguieron
criterios propios para juzgar de la canonicidad e inspiración de los Libros
Sagrados. Para Lutero, la autoridad de los Libros Santos se ha de juzgar en
conformidad con su enseñanza sobre Cristo y sobre la justificación por la
sola fe. Por este motivo excluyó del canon la epístola a los Hebreos, la de
Santiago, la de Judas y el Apocalipsis. Pero no todos los reformadores le
siguieron en esto. Carlostadio aceptaba todos los libros del N. T. Zwinglio
no admitía el Apoc. En cambio, Ecolampadio rechazaba todos los libros
deuterocanónicos.
El concilio Tridentino reaccionó
fuertemente contra las tendencias de Lutero y de sus discípulos. En su
decreto Sacrosancta, del
8 de abril de 1546, definió solemnemente el canon de las Sagradas Escrituras
tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. En adelante ya no hubo más
controversias entre los católicos acerca de la extensión del canon del Nuevo
Testamento.
6. El canon del Nuevo
Testamento en las decisiones de la Iglesia.‑ A propósito de las
decisiones de la Iglesia sobre el canon del Nuevo Testamento, tenemos que
decir casi lo mismo que ya dejamos dicho sobre las mismas decisiones de la
Iglesia acerca del Antiguo Testamento (ver en documento aparte).
Las primeras
decisiones de la autoridad eclesiástica sobre el canon bíblico las
encontramos en tres concilios del norte de África: el concilio de Hipona
(año 393), que nos ofrece el canon completo de la Sagrada Escritura; pero,
al hablar de las epístolas paulinas, tiene esta expresión: “Pauli apostoli
epistulae tredecim, eiusdem ad Hebraeos una”[14] (“las
trece cartas de Pablo apóstol, y de él también una a los hebreos”), en la
que parece aludir a las dudas que habían surgido anteriormente entre los
autores eclesiásticos acerca de Hebr. Este mismo canon es dado por el
concilio III de Cartago (año 397)[15].
El concilio IV Cartaginense (año 419) presenta también el canon completo,
pero con esta diferencia, que en lugar de la frase “Pauli apostoli epistolae
tredecim, eiusdem ad Hebraeos una”, dice más claramente: “epistolarum Pauli
apostoli numero XIV” (“de las epístolas de Pablo apóstol la número
catorce”. Y al final añade: “Quia a Patribus ista accepimus in Ecclesia
legenda” (“porque estos libros los hemos recibido de los Padres, para ser
leídos en la Iglesia”)[16].
El mismo canon lo hallamos en una carta
del papa San Inocencio I dirigida a San Exuperio, obispo de Tolosa[17].
Al mismo tiempo, el Papa afirma que todos los libros apócrifos no sólo han
de ser rechazados, sino también condenados.
El concilio IV de
Toledo, celebrado bajo la
presidencia de San Isidoro, en el año 633, declara excomulgados a los que no
reciban en el canon el Apocalipsis. Esta grave decisión debió ser
determinada por alguna razón particular. Los estudiosos creen que dicha
razón ha de buscarse en el hecho de que los Visigodos, que acababan de
convertirse del arrianismo al catolicismo, poseían la Biblia
gótica, hecha por el obispo
arriano Ulfilas, que no contenía el Apocalipsis.
También el concilio Trulano o
Quinisexto (año 692) da el canon completo tanto
para el Nuevo como para el Antiguo Testamento.
Las
decisiones de la Iglesia universal tuvieron lugar principalmente en los
concilios ecuménicos Florentino, Tridentino y Vaticano I.
a) CONCILIO
FLORENTINO.‑ Este concilio
nos presenta el primer catálogo oficial de la Iglesia universal sobre los
Libros Sagrados, dado bajo el papa Eugenio IV (4 febrero 1441). En el
decreto en favor de la unión de los jacobitas a la Iglesia latina, el
concilio, después de expresar su fe en la inspiración de las Sagradas
Escrituras, da el catálogo de los Libros Santos, en el que se contienen
todos los libros, tanto los proto como los deuterocanónicos[18].
El decreto del concilio Florentino no constituye ninguna definición, sino
tan sólo una profesión de fe, es decir, la exposición de la doctrina
católica.
b) CONCILIO
TRIDENTINO.‑ El 8 de febrero de 1546 comenzaron en Trento las
discusiones acerca de la epístola de Santiago, del Apocalipsis, de la
epístola a los Hebreos y otros libros discutidos. Estas discusiones
conciliares continuaron el 18 y 26 de febrero, el 27 de marzo y el 1, 5 y 7
de abril, hasta que en la sesión 4.a, del 8 de abril de 1546, se promulgó el
decreto Sacrosancta[19].
En dicho decreto, después de declarar: “El sacrosanto ecuménico y general
concilio Tridentino... recibe y venera con el mismo piadoso afecto y
reverencia todos los libros, así del Antiguo como del Nuevo Testamento, por
ser un mismo Dios el autor de ambos”, da el catálogo completo de todos los
Libros Sagrados. Inmediatamente después del catálogo, el decreto añade las
siguientes palabras: “Si alguno no recibiere como sagrados y canónicos estos
mismos libros íntegros con todas sus partes, como ha sido costumbre leerlos
en la Iglesia católica y se contienen en la antigua versión Vulgata latina,
o si despreciare con conocimiento y deliberación las referidas tradiciones,
sea anatema”[20].
Con estas palabras, el concilio Tridentino definió solemnemente el canon de
la Sagrada Escritura.
Ocasión del decreto.‑ El
motivo de este decreto fueron algunas dudas que existían en aquel tiempo
sobre los libros deuterocanónicos principalmente. El cardenal Del Monte se
expresaba a este propósito de la manera siguiente: “Aliqui debiles sunt et
adeo titubantes, ut iam nec evangeliis quidem ubique plenam fidem
adhibeant”[21].
Estas palabras se refieren no solamente a los protestantes, sino también a
los católicos. Incluso en el seno del mismo concilio hubo Padres que
abogaron por una distinción entre libros proto y deuterocanónicos. Sin
embargo, la mayor parte de los Padres se opuso a una tal distinción.
No hay duda que el
decreto miraba principalmente a los protestantes. Y como éstos negaban
algunos Libros Sagrados y la Tradición, quiso el concilio comenzar
expresando su fe en las fuentes de la revelación[22].
Finalidad
y objeto del decreto. ‑Se
propone precisar las fuentes de la revelación, con el fin de tener un
fundamento sólido para ulteriores definiciones dogmáticas. Esta es la razón
de que asocien las tradiciones no escritas a los libros escritos de la
Biblia, porque como decía una carta de los Padres tridentinos al cardenal
Farnese, “la fe en Jesucristo no está toda escrita en el Nuevo Testamento,
sino también en el corazón de los hombres y en la tradición de la Iglesia”.
El decreto tridentino declara canónicos todos los Libros Sagrados íntegros y
con todas sus partes, tal como venían leyéndose en la Iglesia católica y se
contienen en la Vulgata latina, y la razón de esto hay que buscarla en la
guerra que los protestantes habían declarado contra la Vulgata, acusándola
de estar llena de errores.
Valor del decreto.‑ Antes
del concilio Tridentino, los documentos eclesiásticos se limitaban a
exponer la doctrina de la Iglesia sobre la canonicidad de los Libros
Sagrados. El decreto tridentino, en cambio, constituye una verdadera definición dogmática,
como se ve por el anatema lanzado contra los que negaren el canon completo
de la Escritura.
Esta verdad podía, ya antes del concilio Tridentino,
ser considerada como verdad de fe, por el hecho de estar claramente enseñada
por la Tradición. Mas la definición del concilio Tridentino la ha convertido
en verdad de fe católica, de tal modo que en adelante, si alguno osase dudar
o negar la canonicidad de algún libro sagrado o de alguna parte de él, sería
considerado como hereje. Según esto, el católico podrá discutir críticamente
la autenticidad de un libro o de un trozo de algún escrito sagrado, pero no
su canonicidad.
Extensión de la canonicidad.‑ El
concilio Tridentino
declara canónicos a todos los
Libros Sagrados íntegros y con todas sus partes. La
frase todos los librosse
refiere a los que acaba de mencionar, es decir, a todos los libros del
Antiguo y del Nuevo Testamento, sin distinción de protocanónicos y
deuterocanónicos. El inciso íntegros hace
referencia a las partes deuterocanónicas de Daniel y Ester[23],
que eran rechazadas por los protestantes, y también a algunos fragmentos
evangélicos[24] discutidos
por los protestantes e incluso por algunos católicos[25].
La expresión con todas sus
partes viene a ser una
explicación del adjetivo “íntegros” y se refiere principalmente a todas las
partes de la Sagrada Escritura que eran discutidas.
c) CONCILIO
VATICANO I.‑ Este concilio, en la sesión 3.a (24 de abril de 1870),
renovó y confirmó la definición tridentina, debido seguramente a ciertas
dudas que aún se manifestaban de vez en cuando entre los mismos católicos[26].
Después el concilio afirma la inspiración de los Libros Sagrados con estas
palabras: “La Iglesia tiene por sagrados y canónicos (los libros del Antiguo
y Nuevo Testamento) no porque, habiendo sido escritos por la sola industria
humana, hayan sido después aprobados por su autoridad, ni sólo porque
contengan la revelación sin error, sino porque, habiendo sido escritos por
inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales han
sido entregados a la misma Iglesia”[27].
Y, finalmente, define solemnemente
la inspiración de
la Sagrada Escritura: “Si alguno no recibiese como sagrados y canónicos los
libros de la Sagrada Escritura íntegros, con todas sus partes, como los
describió el santo sínodo Tridentino, o negase que son divinamente
inspirados, sea anatema”[28].
d) CONCILIO
VATICANO II.‑ La Constitutio
dogmatica “Dei Verbum” de Divina Revelatione, promulgada
el 18 nov. 1965, se limita a repetir la doctrina de los concilios Tridentino
y Vaticano I, casi con las mismas palabras: “La santa madre Iglesia, fiel a
la fe de los Apóstoles, reconoce que todos los libros del Antiguo y del
Nuevo Testamento, con todas sus partes, son sagrados y canónicos ...”
Como conclusión podemos decir que las decisiones del
Magisterio eclesiástico sobre el canon bíblico no hacen más que proponer de
modo solemne la doctrina ya muchas veces repetida por la Tradición. Esta
venía enseñando desde los primeros siglos de la Iglesia cuáles y cuántos
eran los libros inspirados y canónicos.
El canon definido solemnemente por el concilio
Tridentino es confirmado por la práctica de las Iglesias orientales no
católicas, que admiten el mismo canon que la Iglesia romana. Así sucede con
la Iglesia ortodoxa griega, con la Iglesia armena, con la copta, la siria,
la etiópica, la nestoriana.
Por lo que se refiere a los
protestantes, conviene advertir que en las ediciones del Nuevo Testamento
ordinariamente conservan los 27 Libros Sagrados. Carlostadio aceptó todos
los escritos del Nuevo Testamento. Lutero, en cambio, rechazó como apócrifos
la epístola a los Hebr, la de Sant, la de Jds y el Apoc. Calvino, por su
parte, volvió de nuevo al canon completo, lo mismo que la Confesión Gálica
(año 1559) y la Ánglica (año 1562). Hoy los protestantes liberalesya
no suelen hablar de Libros Sagrados, sino de “literatura cristiana
primitiva”.
[1] Cf. Eusebio, Hist. Eccl. 6,14 y 25.
[2] Cf. 1 Clementis 36,2s.
[3] Cf. Epist. 53 ad Paulinum.
[4] Epist. 129 ad Dardanum, 3., en donde dice de Hebr: “Poco importa de quién sea esta epístola, puesto que es de un autor eclesiástico y es, además, leída diariamente en las Iglesias”.
[5] Cf. De peccatorum mer. et remiss. 1,50.
[6] Los argumentos de San Dionisio nos los ha conservado Eusebio, Hist. Eccle. 7,24s.
[7] Cf. Orígenes, De recta in Deum fide 2.
[8] Hist. Eccl. 3,3.25.
[9] Cf. EB n. 17 y 19.
[10] Cf. EB n. 21.
[11] Cf. San Jerónimo, De Viris illustr. 1,2,4,9: MI, 23,639.646...
[12] Cf. N. Greitmann, Erasmus als Exeget, Studia catholica 12 (1936) 294ss.
[13] Cf. Epistulae Pauli aliorumque Apostolorum (Paris 1534) 374 y 374b.
[14] Cf. EB n. 17.
[15] Cf. EB n. 19.
[16] Cf. Mansi, Sacrorum Conciliorum nova et ampl. collectio, (Florencia, 1759ss), 4,430.
[17] EB n. 21.
[18] Cf. EB n. 47.
[19] Cf. EB n. 57-60.
[20] EB n. 60.
[21] Cf. Concilium Tridentinum, edic. Goerres, I, 28 lin. 36s.
[22] En estos últimos tiempos se ha discutido mucho acerca del decreto de Trento sobre las fuentes de la Revelación. Para unos, el concilio habría afirmado que, al lado de la Escritura, están las tradiciones apostólicas, que tendrían solamente una función interpretativa y declarativa de la Escritura. Es decir, que Escritura y Tradición no serían dos fuentes de la Revelación, sino dos modos de conocer la misma Revelación. En favor de esta manera de pensar aducen la fórmula del texto primitivo del concilio de Trento: “Hanc veritatem partim contineri in libris scriptis, partim sine scripto traditionibus” (“esta verdad -de la Revelación- se encuentra parte en los libros escritos, parte en las tradiciones no escritas”), que fue cambiada en la actual “hanc veritatem et disciplinam contineri in libris scriptis et sine scripto traditionibus” (“esta verdad y disciplina se encuentran en los libros escritos y en las tradiciones no escritas”). En esta redacción definitiva, los “libros escritos” y las “tradiciones” están unidos con un et, “y”, incapaz por si solo de atribuir a la Tradición la dignidad de fuente de la Revelación distinta e independiente de la Biblia. La conjunción copulativa et indicaría más bien que la Escritura y las tradiciones son dos elementos orgánicos que no pueden separarse. Se pueden ver los siguientes estudios: Y. M. J. Congar, Tradition et les Traditions (París 1960) p. 207‑218; G. M. Giuriato, Le tradizioni nella IV Sessione del C. di Trento (Vicenza 1942); Rivera, Sagrada Escritura y Tradición en el Conc. de Trento: IC 39 (1946) 385‑393; J. Lodrior, Écriture et traditions: EThL 35 (1959) 423‑427. Para otros autores, las peripecias del decreto tridentino antes de llegar a la redacción definitiva no indican cambio de pensamiento. Se trata únicamente de un retoque de naturaleza redaccional, el sentido es el mismo. Y éste sería que la Revelación divina está contenida parte en la Escritura y parte en las tradiciones no escritas. Ambas serían dos fuentes incompletas, que se necesitarían recíprocamente (cf. H. Lennerz, Scriptura sola?: Greg 40 (1959) 38‑53; F. Bruno: Studi di scienze ecclesiatiche (Aloisiana 1, Nápoles 1960) 317ss. Véase también J. Salguero, La Biblia y la Tradición: CultBibl 19 (1962) 30‑38.
[23] Cf. Est 10,4‑16,24 (Vulgata); Dan 3,24‑90: 13‑14.
[24] Cf. Mc 16,9‑20; Lc 22,43‑44; Jn 7,53‑8,11.
[25] Algunos Padres tridentinos pidieron que se mencionaran en el decreto los tres fragmentos evangélicos; pero se rechazó la propuesta para no dar ocasión de escándalo a los fieles, que ignoraban las discusiones sobre ellos.
[26] Entre éstos podemos contar a B. Larny, J. Jahn, A. Loisy, los modernistas y racionalistas.
[27] “Eos vero Ecclesia pro sacris et canonicis habet, non ideo quod sola humana industria concinnati, sua deinde auctoritate sint approbati; nec ideo dumtaxat, quod revelationem sine errore contineant; sed propterea, quod Spiritu Sancto inspirante conscripti Deum habent auctorem, atque ut tales ipsi Ecclesiae traditi sunt” (EB n.77).
[28] “Si quis sacrae Scripturae libros integros cum omnibus suis partibus, prout illos sancta Tridentina Synodus recensuit, pro sacris et canonicis non susceperit, aut eos divinitus inspiratos esse negaverit: Anathema sit” (cf. EB n.79).