PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA - LA INSPIRACIÓN Y LA VERDAD
DE LA SAGRADA ESCRITURA: Respondiendo a algunas dificultades (nn. 125ss)
(Ofrecemos unos números del documento que responden a ciertas dificultades)
La violencia en la Biblia
125. Uno de los mayores obstáculos para aceptar la Biblia como Palabra
inspirada lo constituye la presencia, sobre todo en el Antiguo Testamento,
de manifestaciones repetidas de violencia y crueldad, ordenadas en muchos
casos por Dios, en otros muchos objeto de súplicas dirigidas al Señor, y en
otros atribuidas directamente a Él por el autor sagrado.
No se puede minimizar el malestar del lector contemporáneo ante ello. De
hecho ha llevado a algunos a asumir una actitud de rechazo frente a los
textos veterotestamentarios, que consideran superados e inadecuados para
alimentar la fe. La propia jerarquía católica ha percibido el reflejo
pastoral de este problema y ha dispuesto que, en la liturgia pública, no se
lean pasajes bíblicos enteros y que se omitan sistemáticamente los
versículos que podrían resultar ofensivos para la sensibilidad cristiana. De
ello se podría concluir indebidamente que una parte de la Sagrada Escritura
no goza del carisma de la inspiración y que en concreto no resultaría “útil
para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia” (2 Tm
3,16).
Por ello se considera indispensable señalar algunas líneas de interpretación
que permitan una aproximación más adecuada a la tradición bíblicas,
precisamente en relación con sus textos más problemáticos, los cuales
deberán interpretarse, en todo caso, en el contexto global de la Escritura,
y en consecuencia a la luz del mensaje evangélico del amor incluso a los
enemigos (Mt 5,38-48).
3.1.1. La violencia y sus remedios legales
126. Desde sus primeras páginas la Biblia muestra que la violencia surge en
la sociedad humana (Gén 4,8.23-24; 6,11.13), siendo su matriz el rechazo de
Dios que se manifiesta en la idolatría (Rm 1,18-32). La Sagrada Escritura
denuncia y condena toda forma de abuso, desde la esclavitud a las guerras
fratricidas, desde las agresiones personales a los sistemas de opresión,
bien sea entre las naciones o bien dentro de Israel (Am 1,3–2,16). Poniendo
ante los hombres las terribles consecuencias de las perversiones del corazón
(Gén 6,5; Jer 17,1), la Palabra de dios tiene función profética; y así
invita a reconocer el mal para evitarlo y combatirlo.
Para promover el conocimiento del bien que se debe hacer (Rm 3,20) y para
favorecer el proceso de conversión, la Escritura proclama la ley de dio, que
es como el freno que evita la difusión de la injusticia. Pero la Torá del
Señor no indica solo la vía de la justicia que cada cual es llamado a seguir
como un deber, sino que prescribe también lo que hay que hacer frente al
culpable, en orden a extirpar el mal (Dt 17,12; 22,21.22.24; etc.), resarcir
a las víctimas y promover paz. Un sistema así no puede calificarse de
violento. La sanción punitiva es de hecho necesaria, porque no sólo pone en
evidencia la iniquidad y peligrosidad del crimen, sino que, además de
constituir una justa retribución, pretende que el culpable se enmiende y, al
infundir el temor a la pena, ayuda a la sociedad y al individuo a evitar el
mal. Abolir completamente el castigo equivaldría a tolerar el mal y hacerse
cómplice del mismo. El sistema penal, regulado por la llamada “ley del
talión” (“ojo por ojo, diente por diente”: Ex 21,24; Lv 24,20; Dt 19,21),
constituye de este modo una modalidad razonable de realización del bien
común. Dicho sistema, aun siendo imperfecto debido a sus aspectos
coercitivos y a algunas de sus modalidades sancionadoras, es asumido de
hecho, con ajustes oportunos, por los ordenamientos jurídicos de cualquier
época y país, porque idealmente se basa en la proporción equitativa entre
delito y sanción, entre daño provocado y daño sufrido. En lugar de la
venganza arbitraria se fija la medida de una justa reacción al acto malo.
Se puede objetar que algunas disciplinas punitivas previstas en los Códigos
del Antiguo Testamento parecen insoportablemente crueles (es el caso de la
flagelación: Dt 25,1-3; o de la mutilación: Dt 25,11-12); por lo que se
refiere a la pena de muerte, prevista para los delitos más graves es
cuestionada mayoritariamente en la actualidad. En estos casos, el lector de
la Biblia debe reconocer, por una parte, el carácter histórico de la
legislación bíblica, superada por una mejor comprensión de los
procedimientos de justicia más respetuosos con los derechos inalienables de
la persona; por otra parte, las antiguas prescripciones pueden servir, en
cualquier caso, para señalar la gravedad de ciertos crímenes que exigen
medidas apropiadas que eviten la difusión del mal.
Así, pues, cuando en la Sagrada Escritura se atribuye a Dios o a un juez
humano la manifestación de la ira concretada en la actuación de la justicia
punitiva, no se contempla un comportamiento impropio; de hecho es un deber
que el mal no quede impune y está bien que las víctimas sean socorridas y
resarcidas. Por otra parte, la Sagrada Escritura, incluido el Antiguo
Testamento, completa la visión de Dios en cuanto garante de la justicia con
el recuerdo repetido de su gran paciencia (Ex 34,6; Nm 14,18; Sal 103,8;
ecc.), y sobre todo con la apertura constante al perdón hacia el culpable
(Is 1,18; Gén 4,11), perdón concedido cuando se manifiestan sentimientos y
actos de verdadero arrepentimiento (Gén 3,10; Ez 18,23). El modelo divino,
que atempera el rigor necesario en la disciplina con la mansedumbre y la
perspectiva del perdón lo propone la Biblia para que sea imitado por las
personas responsables de la justicia y la concordia social.
3.1.2. La ley del exterminio
127. En el libro del Deuteronomio, en particular, leemos que Dios ordena
desposeer a las naciones cananeas y entregarlas al exterminio (Dt 7,1-2;
20,16-18); la orden es ejecutada fielmente por Josué (Jo 6–12) y puesta en
práctica en la primera época de la monarquía (cf. 1 Sam 15). Este conjunto
literario es bastante problemático, más incluso que las guerras y masacres
narrados en el Antiguo Testamento; hacer de ello un programa de conducta
política nacionalista, justificando sobre su base la violencia contra otros
pueblos, debe rechazarse en cualquier caso sin medias tintas, porque
malinterpreta el sentido de los textos bíblicos.
Es preciso señalar, desde el principio, que estos relatos no ofrecen las
características de una crónica histórica: de hecho, en una guerra real, las
murallas de una ciudad no se derrumban al sonido de las trompetas (Jos
6,20); tampoco se entiende cómo puede hacerse reamente una distribución
pacífica de las tierras mediante sorteo (Jos 14,2). Por otro lado, la
normativa del Deuteronomio que prescribe el exterminio de los Cananeos toma
forma escrita en un momento histórico en el que aquellas poblaciones no eran
ya identificables en la tierra de Israel. Se impone por ello la necesidad de
reconsiderar cuidadosamente el género literario de estas tradiciones
narrativas. Como habían sugerido ya los mejores intérpretes de la tradición
patrística, el relato de la epopeya e la conquista debe ser considerado como
una especie de parábola, que pone en escena personajes que tienen valor
simbólico. A su vez, la ley del exterminio exige una interpretación no
literal, lo mismo que se hace, por otra parte, con el mandato del Señor de
cortarse la mano o sacarse un ojo si son ocasión de escándalo (Mt 5,29;
18,9).
En todo caso, nos queda por señalar cómo se puede orientar la lectura de
estas páginas difíciles. Un primer aspecto controvertido de la tradición
literaria que acabamos de mencionar es el de la conquista, entendida como
expulsar a los habitantes de un lugar para instalarse en él. No resulta
convincente, sin duda, apelar al derecho que asiste a Dios de distribuir la
tierra favoreciendo a sus elegidos (Dt 7,6-11; 32,8-9), porque de ese modo
se desconoce las legítimas pretensiones de las poblaciones autóctonas. El
propio texto bíblico nos ofrece de hecho otras pistas de explicación más
convincentes. En primer lugar, el relato pone en juego el conflicto entre
dos grupos de diversa capacidad económica y militar: por una parte, el de
los cananeos, poderosísimo (Dt 7,1; cf. anche Núm 13,33; Dt 1,28; Am 2,9;
etc.), y por otra el de los israelitas, débil e inerme; así, pues, no se
narra –como modelo ideal– la prevalencia del prepotente, sino todo lo
contrario, el triunfo del pequeño, de acuerdo con una “figura” bien
atestiguada en toda la Biblia hasta el Nuevo Testamento (Lc 1,52; 1 Cor
1,27). Se expresa así una lectura profética de la historia, que en la
victoria de los mansos, en una guerra “santa”, descubre la realización del
Reino del Señor sobre la tierra. Además, según el testimonio bíblico, Dios
considera a los cananeos culpables de crímenes gravísimos (Gén 15,16; Lv
18,3.24-30; 20,23; Dt 9,4-5; etc.), entre otros el de asesinar a sus propios
hijos en rituales perversos (Dt 12,31; 18,10-12). Así, pues, el relato
contempla la realización del juicio divino en la historia. Josué se
manifiesta como “siervo del Señor” (Jos 24,29; Jue 2,8) cuando asume la
tarea de ejecutar la justicia: sus victorias son atribuidas una y otra vez
al Señor y a su poder sobrehumano. El motivo literario del juicio sobre las
naciones comienza, pues, en los relatos de los orígenes, pero, como
documentan los profetas y los escritos apocalípticos, se extenderá a los
diversos pueblos cada vez que una nación –y, consiguientemente, también
Israel– sea considerada por Dios merecedora de sanción.
Pues bien, es en esta línea como se entiende la ley del “exterminio” y la
aplicación puntual que hacen de ella los fieles del Señor. Esa normativa se
inspira en una interpretación sacra del pueblo de la alianza (Dt 7,6), el
cual debe expresar, incluso con actitudes extremas, su radical diferencia
frente a los gentiles. Dios no ordena, ciertamente, cometer un atropello que
se justificaría por motivos religiosos, sino que pide se obedezca a un deber
de justicia, análogo a la persecución, a la condena y a la ejecución del reo
de un crimen capital, sea este un individuo o una colectividad. Tener
compasión del criminal, perdonándolo, se considera un acto de desobediencia
e injusticia (Dt 13,9-10; 19,13.21; 25,12; 1 Sam 15,18-19; 1 Re 20,42).
Incluso en este caso, el acto aparentemente violento debe interpretarse,
pues, como la solicitud por eliminar el mal y de salvaguardar así el bien
común. Esta corriente literaria es corregida por otras –entre ellas, la
llamada sacerdotal– que, a propósito de los mismos hechos, sugieren, por el
contrario, líneas de un pacifismo explícito. Por esta razón debemos entender
el conjunto de la conquista como una especie de símbolo, análogo al que
leemos en algunas parábolas evangélicas de juicio (Mt 13,30.41-43.50;
25,30.41; etc.); las peripecias de la conquista debe ser, pues, integrada
–lo repetimos – en el conjunto de otras páginas bíblicas que anuncian la
compasión divina y su perdón como horizonte y finalidad de toda la actuación
histórica del Soberano de toda la tierra, y como modelo de la actuación
justa de los seres humanos.
3.1.3. La oración pidiendo venganza
128. La manifestación de la violencia resulta especialmente incorrecta
cuando se desarrolla en la oración; pero es un hecho que precisamente en el
Salterio encontramos expresiones de odio y deseos de venganza que
representan un contraste radical con los sentimientos de amor hacia los
enemigos que el Señor Jesús enseñó a sus discípulos (Mt 5,44; Lc 6,27.35).
Aun respetando la decisión prudente de omitir en la liturgia lo que resulta
motivo de escándalo, parece oportuno ofrecer alguna indicación que permita a
los creyentes hacer suyo, hoy lo mismo que en el pasado, el entero
patrimonio de la oración de Israel.
El modo principal de explicar y acoger las expresiones difíciles de los
Salmos es la de comprender su género literario; esto significa que las
formas de decir que leemos en ellos no deben tomarse al pie de la letra. En
las oraciones de súplica y lamentación, hechas por alguien que sufre
persecución, aparece frecuentemente el motivo “imprecatorio”, que se
presenta como invocación apasionada dirigida a Dios pidiéndole que salve al
orante eliminando a los enemigos. En algunos Salmos (como el 59) este deseo
de venganza resulta insistente e incluso preponderante. Cuando las
expresiones usadas por el salmista son lingüísticamente moderadas (como por
ejemplo: “retrocedan y sean humillados quienes traman mi derrota”: Sal
35,4), pueden ser integradas fácilmente en la oración; por el contrario,
resultan problemáticas e insoportables las imágenes brutales (tales como:
“Por tu fidelidad dispersa a mis enemigos”: Sal 143,12; o: “Babilonia, […]
¡Dichoso quien agarre y estrelle a tus hijos contra la peña!”: Sal 137,8-9).
En relación con ello es preciso tener en cuenta tres cosas:
a. El sujeto orante: la persona que sufre
129. El género literario de la lamentación se sirve de expresiones
exageradas y exasperadas, tanto en la descripción del sufrimiento, que es
siempre extrema (“han taladrado mis manos y mis pies, puedo contar todos mis
huesos”; Sal 22,17-18; “Más que los pelos de mi cabeza son los que me odian
sin razón”: Sal 69,5), como en la petición de soluciones, que se desea sean
expeditivas y definitivas. Esto lo determina el hecho de que tal oración
expresa la vivencia emotiva de quien se encuentra en una situación
dramática; sus sentimientos no pueden estar marcados por la timidez; sus
palabras parecen más bien un rugido (Sal 22,2). En cualquier caso las
imágenes usadas tienen valor metafórico: “romper los dientes a los malvados”
(Sal 3,8; 58,7) expresa el deseo de que cese la desvergüenza y la avidez de
los prepotentes; “estrellar a los niños contra la peña” quiere decir
aniquilar la fuerza maligna de quien destruye la vida sin posibilidad de que
vuelva a reproducirse en el futuro; etc. Además, quien ora con el Salterio
utiliza las palabras escritas por otra persona, en circunstancias diversas;
por ello debe hacer siempre una trasposición para aplicarlas a su vivencia
personal: una actualización así será tanto más lograda cuando la persona
asuma el lamento no (solo) como expresión de su propia situación, sino como
la voz y el dolor de las víctimas de toda la historia, como el grito de los
mártires (Ap 6,10) que piden a Dios que la “bestia” violenta desaparezca
para siempre.
b. ¿Qué pide la persona orante? “Líbranos del mal”
130. En la plegaria imprecatoria no se realiza una acción mágica que tuviera
una eficacia directa contra los enemigos; ocurre más bien que el orante
confía a Dios la tarea de hacer justicia, cosa que nadie en la tierra puede
hacer. Ello implica renunciar a la venganza personal (Rm 12,19; Eb 10,30) y,
además, se expresa así la confianza en una acción del Señor adecuada a a
gravedad de la situación y plenamente conforme con la naturaleza misma de
Dios. Las expresiones usadas por la persona que ora parecen dictar a Dios la
forma de actuar; pero, entendidas correctamente, manifiestan sólo el dese de
que el al sea aniquilado, de forma que los humildes accedan a la vida. Se
pide que esto acontezca en la historia, como revelación del Señor (Sal
35,27; 59,14; 109,27) y, por esto, instrumento de conversión para los mismos
violentos (Sal 9,21; 83,18-19); de hecho, las persecuciones contra el orante
es considerada en algunos casos como una agresión contra Dios (Sal 2,2;
83,3.13), acompañada con frecuencia por el desprecio hacia el Señor (Sal
10,4.13; 42,4; 73,11).
c. ¿Quién son los enemigos del orante?
131. Identificar quienes son los enemigos del orante no es una mera
operación de naturaleza exegética, que mostraría a qué personajes y a qué
ocasiones históricas habría hecho alusión el autor sagrado. En realidad, la
situación descrita en los Samos (de lamentación) es por lo general
estereotipada; el lenguaje es convencional y frecuentemente voluntariamente
metafórico, de modo que pueda aplicarse a diversas circunstancias y a
diferentes clases de sujeto. Por ello es necesario un acto “profético”, de
interpretación en el Espíritu, para descubrir cómo las palabras del salmista
se aplican a la vida concreta de quien recita un Salmo de lamentación y
reconocer en esta historia concreta quien es el enemigo que amenaza (como en
Hch 4,23-30).
En la identificación del enemigo se da un progreso cuando se descubre que
este no es sólo quien atenta contra la vida física o la dignidad de la
persona, sino más bien quien asedia la vida espiritual (Mt 10,28). ¿Cuáles
son las fuerzas hostiles a las que se debe enfrentar el orante? ¿Quién o qué
es el “león rugiente”? (Sal 22,14; 1 Pt 5,8) ¿o los de “lenguas como
serpientes” (Sal 140,4), por quienes hay que sentir un odio implacable (Sal
26,5; 139,21-22) y cuya aniquilación se pide a Dios (Sal 31,18)? “Nuestra
lucha no es contra hombres de carne y hueso”, escribe San Pablo (Ef 6,12);
el orante pide que la poderosa misericordia de Dios lo libre del “maligno”,
que es “legión” (Mc 5,9), como a través de un exorcismo. Y, como en todo
exorcismo, las palabras son duras, porque expresan la hostilidad absoluta
entre Dios y el mal, entre los hijos de Dios y el mundo del pecado (St 4,4).
3.2. El estatuto social de las mujeres
132. Algunos pasajes bíblicos, particularmente paulinos, invitan a
reflexionar sobre lo que, en el Canon del Antiguo Testamento, pero también
en el Nuevo Testamento, hay que considerar como permanente y lo que, ligado
a una cultura, a una civilización e incluso a las categorías de una época
determinada, habría que relativizar. El estatuto de las mujeres en el
epistolario paulino plantea este tipo de cuestiones.
a. La sumisión de la mujer a su marido
En las cartas a los Colosenses (3,18), a los Efesios (5,22-33) y a Tito
(2,5) Pablo pide a las mujeres que se sometan a sus maridos; al hacerlo,
sigue los usos griegos y judíos, según los cuales las mujeres tenían un
estatuto social inferior al de los hombres. La exhortación parece no seguir
Gal 3,28, donde se declara que en la iglesia no debe haber discriminaciones,
ni entre judíos y griegos, ni entre libres y esclavos, ni entre hombres y
mujeres.
En los textos de Efesios y Colosenses la sumisión de la mujer no se basa en
normas sociales vigentes en aquella época, sino en la actuación del marido,
actuación que tiene su origen en el agape, cuyo modelo es el amor del mismo
Cristo por su Cuerpo, la Iglesia. Pese a ello, se ha acusado a Pablo de
invocar este ejemplo sublime para mantener con mayor facilidad el
sometimiento de la mujer y, al hacerlo, de someter los cristianos a los
valores del mundo; dicho en otros términos, ¡de alejarse del Evangelio!
A estas objeciones se responde diciendo que Pablo no insiste en la sumisión
de las mujeres –las motivaciones correspondientes son brevísimas–, sino más
bien en el amor que el marido debe mostrar a la mujer, un amor que para
Pablo es la condición, no solo de la unión y de la unidad del matrimonio,
sino también de la sumisión y de la veneración de la mujer por el marido. La
superioridad del estatuto social del marido, que constituye la primera
motivación (Ef 5,23), desaparece totalmente del horizonte al final de la
argumentación. Lo que se debe mantener es, pues, el modo en el que,
independientemente del papel que la sociedad de entonces fijaba para cada
uno de los cónyuges, Pablo quiere favorecer la renovación del comportamiento
del marido, cuyo estatuto era socialmente superior. Por otra parte, la
sumisión de la mujer al marido no debe separarse de Ef 5,21, donde Pablo
afirma que todos los creyentes deben “someterse unos a otros”.
Con todo, queda una dificultad. ¿De qué sirve recurrir a un modelo
cristológico y eclesial, si no se señala que el rango inferior de la mujer
no es pertinente en la Iglesia, puesto que todos los creyentes tienen la
misma dignidad y tienen un solo y único Señor, Cristo? Es preciso excluir
que Pablo haya podido comprometerse con valores mundanos. En realidad él no
propone nuevos modelos sociales, sino que, sin modificar materialmente los
de su época, invita a interiorizar relaciones o reglas sociales declaradas
estables y duraderas en una determinada época –la del siglo primero–, de
modo que pudieran vivirse de acuerdo con el Evangelio.
Así, pues, se puede lamentar, después de tantos siglos, que Pablo no haya
afirmado claramente en estas cartas la igualdad de los cónyuges creyentes en
el estatuto social, pero reconociendo que su modo de actuar era seguramente
el único posible en aquella época –de otro modo el cristianismo habría
podido ser acusado de minar el orden social–. Pese a todo, la exhortación a
los maridos no ha perdido nada de su actualidad y de su verdad.
b. El silencio de las mujeres en las asambleas eclesiales
133. También el pasaje de 1 Cor 14,34-38 plantea ciertas dificultades,
porque Pablo pide a las mujeres que callen durante las asambleas: “Como en
todas las Iglesias de los santos, que las mujeres callen en las asambleas,
pues no les está permitido hablar; más bien, que se sometan, como dice
incluso la ley. Pero si quieren aprender algo, que pregunten en casa a sus
maridos, pues es indecoroso que las mujeres hablen en la asamblea”. Estos
verículos pareen contradecir lo afirmado en 1 Cor 14,31 (“podéis profetizar
todos”) y 1 Cor 11,5, donde se haba de mujeres que profetizan en las
asambleas. Pues bien, los enunciados de 1 Cor 14,34-38 deben ser
contextualizados, es decir, interpretados en relación con los versículos
precedentes sobre la profecías. Pablo no pretende decir, ciertamente, que
las mujeres no están autorizadas a profetizar (cf. 11,5), sino que no deben
valorar ni juzgar en la asamblea (v. 29) las profecías de sus maridos. Los
principios que subyacen a una prohibición como esta son los del respeto, la
concordia entre los cónyuges y el buen orden en las asambleas. Si estos
principios siguen siendo válidos aún hoy, su aplicación depende
evidentemente del status de las mujeres en las respectivas civilizaciones y
culturas. Pablo no hace del silencio de las mujeres un valor absoluto, sino
que lo considera un medio adecuado a la situación de las asambleas de
entonces. Y hoy no debemos confundir los principios con su aplicación, que
está siempre determinada por el contexto social y cultural.
c. El papel de las mujeres en las asambleas
134. Más difícil y menos defendible, si se entiende como un principio
absoluto, es el modo en que 1 Tm 2,11-15 justicia el estatuto inferior de
las mujeres en el ámbito social y eclesial: “Que la mujer aprenda
sosegadamente y con toda sumisión. No consiento que la mujer enseñe ni que
se arrogue autoridad sobre el hombre, sino que permanezca sosegada. Pues
primero fue formado Adán; después, Eva. Además, Adán no fue engañado; en
cambio, la mujer, habiendo sido engañada, incurrió en transgresión, aunque
se salvará por la maternidad, si permanece en la fe, el amor y la santidad,
junto con la modestia”. El contexto sigue siendo el de las asambleas
eclesiales compuestas de hombre y mujeres. Pablo no pide a las mujeres que
callen ni les impide que profeticen; la prohibición se refiere únicamente a
la enseñanza y a los carismas de gobierno. La idea es más o menos la de los
casos precedentes: la enseñanza y el gobierno estaban reservados en aquella
época a los varones, y Pablo quiere que se respete este orden social,
considerado entonces como natural (cf. Ya 1 Cor 11,3: “la cabeza de la mujer
es el varón”).
Lo que crea dificultades no es tanto esta idea –porque, como se ha dicho más
arriba, puede adaptarse a la cultura y a la sociedad en la que se vive–,
sino más bien el modo en que se justifica, es decir, mediante una
interpretación problemática de los relatos de Gn 2-3: el orden creado (el
hombre es superior porque fue creado primero que la mujer: cf. Gén 2,18-24)
y la caída de la mujer en el paraíso. Pues bien, la lectura que hace 1 Tm
del relato de Gn 3 se encontraba ya en Eclo 25,24 y en otros escritos, como
por ejemplo, en el escrito judío apócrifo Vida de Adán y Eva o Apocalipsis
de Moisés en su traducción griega. La mujer se dejó engañar por la
serpiente, pecó y fue responsable de la muerte de toda la especie humana;
por ello debe comportarse modestamente y no pretender dominar al hombre.
Esta lectura está influida claramente por el modo en el que se concebía y se
justificaba entonces el respectivo estatuto social del hombre y la mujer;
por otra parte, no es compatible con 1 Cor 15,21-22 e Rm 5,12-21; además
refleja una situación eclesial en la que era preciso encontrar argumentos de
autoridad para responder a las mujeres que se quejaban de no poder ejercer
dichos papeles en las asambleas eclesiales. Se pone de manifiesto que esta
lectura de Gén 2–3 está condicionada por las circunstancias del siglo
primero. Sin embargo, una interpretación correcta de un pasaje bíblico
–aquí, de Gn 2–3– debe asumir y respetar la l’intentio textus.
4. Conclusión
135. La afirmación de que la Biblia comunica la Palabra de Dios parece
desmentirla no pocos pasajes bíblicos. Hemos considerado dos clases de
textos: relatos que parecen inverosímiles e incapaces de soportar una
investigación histórico-crítica seria, y textos que no solo proponen, sino
que imponen comportamientos inmorales o que van en contra de la justicia
social. Presentamos ahora una breve síntesis de los resultados de nuestra
investigación e intentemos formular algunas consecuencias para una lectura
más adecuada y una comprensión más justa de los textos bíblicos.
a. Breve síntesis
El estudio de los cuatro relatos del Antiguo Testamento ha demostrado que
una lectura que se interese únicamente por los hechos realmente ocurridos se
incapacita para comprender la intención y el contenido de dichos textos. En
el caso de Génesis 15 y de Éxodo 14, los hechos narrados no pueden ser
verificados puntualmente por la ciencia histórica. Para quienes narran estos
textos es un hecho histórico la supervivencia plurisecular de su pueblo, y
es decisiva su fe en Dios en sus circunstancias y experiencia (época del
exilio). Sus relatos dan testimonio de que la actitud fundamental es la fe
incondicional en Dios y en poder salvífico ilimitado. En el caso de Tobías y
Jonás, se percibe que estos textos no relatan hechos realmente ocurridos y
que, pese a ello, se trata de relatos llenos de significado edificante,
didáctico y teológico.
Por lo que respecta a los textos narrativos del Nuevo Testamento, se ha
mostrado que no basta el interés por los hechos ocurridos, sino que es
necesario prestar una gran atención al significado de lo que se cuenta. En
el caso de los evangelios de la infancia no es posible verificar
históricamente todos los detalles, mientras que se afirma claramente la
concepción virginal de Jesús. Estos relatos constituyen una introducción al
resto del escrito correspondiente y presentan las características
principales de la persona y de la obra de Jesús. Los milagros (obras
poderosas, signos), por su parte, aparecen en todas las tradiciones sobre la
actividad de Jesús. Su significado no se agota, sin embargo, en su condición
de obras extraordinarias. En los evangelios sinópticos señalan la presencia
salvífica del Reino de dios en la persona y en la obra de Jesús; en Juan
revelan la relación de Jesús con Dios y conducen a la fe en Jesús (cf.
también Mt 8,27; 14,33). Los relatos pascuales, debido precisamente a sus
divergencias, muestran que no son simple crónica de los hechos, y centran la
atención en el valor teológico de los detalles de la narración.
La explicación de la ley del exterminio y de la oración que pide venganza ha
situado los textos correspondientes en su raigambre histórica y literaria,
permitiendo comprender mejor su significado y su utilidad. Las precisiones
sobre el estatuto de la mujer en el epistolario paulino ponen de relieve la
necesidad de distinguir entre los principios que determinan el
comportamiento cristiano justo y su aplicación en el contexto cultural y
social de su época.
b. Algunas consecuencias para la lectura de la Biblia
136. A primera vista, muchos textos de la Biblia crean la impresión de que
pretenden ser una crónica que cuenta lo que ha ocurrido realmente. A esta
impresión corresponde un modo de leer la Biblia que en todo lo narrado
descubre hechos realmente acontecidos. Esta forma de leer parece favorecer
una aproximación al contenido de la Biblia que es sencillo, inmediato,
accesible a todos y con resultados claros y seguros.
Frente a ello, la lectura de la Biblia que tiene en cuenta las ciencias
modernas (historiografía, filología, arqueología, antropología cultural,
etc.) hace la comprensión de los textos bíblicos más compleja y parece
proponer resultados menos ciertos. Pero no podemos sustraernos a las
exigencias de nuestra época e interpretar los textos de la Biblia al margen
de su contexto histórico: debemos leer en nuestra época, con y para nuestros
contemporáneos. La pista seguida en este Documento muestra que la búsqueda
del significado de los textos que supera la preocupación por fijar
exclusivamente los hechos realmente ocurridos conduce a una comprensión más
adecuada y profunda de su sentido.
Existe el peligro –que se debe evitar cuidadosamente– de que el no descubrir
en los relatos bíblicos la crónica de los hechos narrados, lleve a concluir
que todo en la Biblia es una invención y el producto de ideas y creencias
humanas. Dios se revela en la historia, su “plan de la revelación se realiza
con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí” (Dei Verbum, n. 2).
La Biblia transmite estos hechos y palabras. Una lectura serie y adecuada de
la Biblia debe estar atenta a estos hechos y palabras.
La presencia de la ley del exterminio y de otros textos semejantes pone de
manifiesto otro elemento importante para la lectura de la Biblia. Esta
cuenta la historia de la revelación de Dios y, al mismo tiempo, la historia
de la moral revelada. Lo mismo que la revelación de Dios, también la
revelación del comportamiento humano justo alcanza su plenitud en Jesús. Del
mismo modo que no podemos encontrar en cada pasaje bíblico la revelación
plena de Dios, tampoco podemos encontrar en ellos la perfecta revelación de
la moral. Por ello no se debe aislar o absolutizar los distintos pasajes de
la Biblia, sino que deben comprenderse y valorarse en su relación con la
plenitud de la revelación en la persona y en la obra de Jesús, en el marco
de una lectura canónica de la Sagrada Escritura. Resulta muy útil comprender
profundamente estos textos en sí mismos; así se manifiesta el camino que ha
seguido la revelación en su historia. Finalmente es fundamental que al leer
la Sagrada Escritura se busque lo que esta dice sobre Dios y sobre la
salvación de los hombres. De este modo, aunque el lector no obtenga siempre
una comprensión adecuada del texto en cuestión, seguirá avanzando en el
conocimiento de la verdad de la Biblia, en la sabiduría espiritual que es
camino para la plena comunión con Dios.