El Guardián de Dios - Respeto a lo Sagrado
Juan Manuel de Prada
ABC
El santo celo del sacristán viejo
SI hay algo que me conturba el ánimo (tal vez porque me recuerda la
«abominación de la desolación» de la que hablaba el profeta Daniel: esto es,
el sacrilegio del templo) es el espectáculo de los turistas indecentes que
se pasean por las iglesias como por un mercadillo playero, en camiseta de
tirantes y pantalón corto, pavoneándose de la pelambre de sus canillas, de
los morrillos de carne excedente de sus cinturas, de su muslamen injuriado
por la celulitis, mientras disparan fotografías por doquier e intercambian
comentarios vocingleros en la capilla del Santísimo, como los
intercambiarían en un retrete comunal. Esta pérdida generalizada del decoro
(que es expresión de otra pérdida más aflictiva, que es la pérdida del
sentido de lo sacro) alcanza una expresión paroxística en las iglesias de la
Toscana más celebradas por las guías turísticas, ante la pasividad o
negligencia de las propias autoridades eclesiásticas.
Es verdad que a las puertas de los templos suele haber carteles que reclaman
respeto al visitante; pero la caterva turística se pasa tales avisos por la
entrepierna, que gusta de rascarse sin rebozo y llevar bien aireada, tal vez
para aliviarse las escoceduras de las caminatas, tal vez para exhibir su
nauseabunda indiferencia. Y así las iglesias se van convirtiendo en zocos de
zafiedad impronunciable, donde la luz roja del sagrario tiembla acongojada,
como debió de temblar ante las invasiones de los bárbaros.
Pero, mientras la abominación de la desolación campa por sus fueros, aún
queda algún irreductible guardián de Dios que no se resigna. En la iglesia
de San Agustín, en Montepulciano, un sacristán viejo y acaso impedido, acaso
también loco, vigilaba, sentado en una silla al pie del presbiterio, el
trasiego de turistas en el templo. Entró una recua, con las consabidas
camisetas de tirantes y los pantaloncitos cortos que enseñan los mofletes
del culo; y el mulo que parecía capitanear la recua voceó, para recrearse
con el eco de la bóveda: «Venga, vamos a hacernos unas fotos aquí». Entonces
el sacristán, poseído por esa virtud cristiana hogaño en desuso llamada
santa ira (la misma virtud que animaba a Cristo cuando expulsó a los
mercaderes del templo y cuando maldijo a la higuera seca), lo increpó; desde
la penumbra: «Tú, cerdo, vete a hacer fotos a la pocilga de tu casa, donde
tu madre te dejará ir vestido como un mamarracho». El mulo entonces titubeó,
incrédulo ante la osadía del sacristán loco, incrédulo de que una estantigua
semejante se atreviera a cercenar sus sacrosantos derechos democráticos,
pero mientras titubeaba el sacristán loco proseguía su retahíla de
improperios: «Largaos de aquí con viento fresco, panda de guarros, que no os
quiero ver ni en pintura».
El italiano campesino del sacristán loco, áspero como un vino mal
fermentado, sonaba a gloria bendita, era como escuchar al león de Judá en el
día del Juicio Final, separando a las ovejas de los cabritos. Y los cabritos
de la camiseta de tirantes y el pantaloncito corto se fueron con el rabo
entre las piernas, perseguidos por la santa ira del sacristán loco, que
apenas los vio desaparecer del templo recuperó un aire inocente y beatífico,
como acariciado por la brisa de la Jerusalén celeste.
Transido de emoción, me arrodillé en la penumbra de la iglesia de San
Agustín, en Montepulciano, y rogué fervorosamente a Dios que concediera
muchos años de vida a aquel sacristán, y que le mantuviera incólume la
virtud de la santa ira. La llama del sagrario resplandecía con un vigor
jubiloso e impávido, orgullosa de su celoso guardián.